28

Juliana permaneció callada, con las manos entrelazadas sobre su regazo. ¿Era eso lo que había intentado hacer? Gemma era una mujer muy sabia... Siempre lo había sido.

¿Había pretendido derribar y reconstruir a Elliot para que fuera como ella recordaba? ¿Cómo ella creía que debía ser? ¿De manera que pudiera comprenderle mejor?

—¡Oh, Gemma! —Le picaron los ojos—. No sé lo que estoy haciendo. No sé cómo amar a un hombre. Solo sé hacer listas.

Gemma suavizó la expresión.

—Cariño, tu otro defecto es ser demasiado dura contigo misma. Creíste que necesitabas ser la hija perfecta... y ahora tratas de ser la esposa perfecta. El señor McBride y tú sois dos desconocidos tratando de conoceros a fondo. El proceso es lento. A mí me llevó veinte años llegar a conocer a tu padre, y diez de ellos he estado casada con él. —Gemma le puso la caliente mano en la rodilla—. Además, el señor McBride no parece haberse tomado demasiado mal que estés tratando de organizarle la vida. Se le ve mucho mejor, y mira qué poco tiempo ha pasado desde la boda.

Ainsley le había dicho casi lo mismo. A ella se le escapó una risita.

—Dudo mucho que sea gracias a mí. Elliot no escucha nunca una palabra de lo que digo.

—Quieres decir que no se apresura a obedecerte tras un saludo marcial, como hace Hamish se burló Gemma, o incluso Mahindar, que se muere por complacerte. Tu marido va a lo suyo, pero te hace caso. No me cabe duda de que siempre está pendiente de ti. —Su sonrisa se hizo más picara—. ¿Puedo confirmar que en menos de un año tu padre ostentará el título de abuelito feliz?

Ella se sonrojó.

—Es demasiado pronto para saberlo.

—Pero por el rubor que ha cubierto tus mejillas, puedo deducir que el señor McBride y tú ponéis un gran empeño para que la respuesta sea afirmativa. —Gemma se puso en pie con un frufrú de popelina—. Te dejo con tus asuntos, hija, y esperaré ansiosa el anuncio.

Ella se levantó también y la abrazó. Gemma se dejó hacer y la estrechó a su vez, complacida.

—Gracias por venir —le dijo con sinceridad—. Lamento que hayamos pasado tan poco tiempo juntas.

—Pero no nos ha quedado más remedio... Con tantos planes, la casa a medio preparar, gente que se dispara y lámparas de araña estrellándose contra el suelo no nos ha quedado un momento para nosotras mismas. —La besó en la mejilla— La próxima vez, cariño.

Salió de la estancia con el brazo enlazado al de su madrastra y la acompañó al landó que Hamish había traído de regreso desde la estación, seguramente a la precipitada velocidad usual.

Se despidió de Gemma con la mano durante mucho tiempo, mientras parpadeaba para contener las lágrimas. Luego regresó a casa; tenía mucho en lo que pensar.

***

Elliot pensó que Juliana le sorprendía cada vez que la miraba. El día había sido una locura; despedir a los invitados, trasladar a Stacy hasta el castillo McPherson y poner en orden la casa, al menos hasta donde podía ponerse en orden aquella construcción que ni era casa ni era castillo.

El inspector Fellows había partido llevando consigo a los culpables. A los Dalrymple los dejaría en la prisión más próxima, donde se someterían a una vista por el cargo de chantaje, y el asesino seguiría camino con él hasta Edimburgo. También se había encargado, junto con McPherson, de los preparativos para recuperar el cuerpo del otro hombre caído en los túneles para que fuera devuelto a su familia, en Londres.

Y Juliana había echado una mano en cada cuestión, dando consejos y apuntando cosas en su cuaderno. Tranquila, eficiente, fría y... preciosa.

Ahora estaba sentada frente a él en la otra cabecera de la mesa. La casa estaba por fin vacía. Ella se había puesto un vestido de gala de raso azul que dejaba sus hombros al descubierto, con un camafeo como único adorno en el escote. Llevaba el pelo recogido con sencillez, con algunos rizos sueltos enmarcando su rostro.

El cuaderno de apuntes reposaba junto a su mano, con el lápiz Faber encima, para poder completar aquellas malditas listas mientras iban ocurriéndosele cosas. Observó el leve movimiento de sus rizos una de las veces que inclinó la cabeza para escribir y la luz de la vela arrancó brillantes destellos.

Dejó resbalar la mirada más abajo, al valle en sombras entre sus pechos. Juliana se había puesto aquel vestido varias veces desde el día que se casaron y a él le encantaba. El raso se ceñía a su cuerpo y el atrevido escote dejaba asomar los senos, tentando a la vista. Le compraría una docena de vestidos como aquel y se aseguraría de que no se pusiera otra prenda.

El tomó la copa de vino.

—¿Qué estás escribiendo?

Ella alzó la cabeza y detuvo el lápiz sobre el papel.

—¿Mmm? Todo lo que nos queda por hacer, por supuesto. Debemos reemplazar la lámpara de araña. ¡Vaya monstruosidad! Me alegro de que se haya caído; así podremos poner algo de mejor gusto en su lugar. También la alfombra de la salita, que pensaba que estaba en buen estado, pero cuando movimos un sillón para cambiar la decoración para el baile, encontré que había un agujero enorme en la esquina. Siempre me había preguntado por qué estaba ese sillón en un lugar tan extraño...

Él se levantó de su asiento. Rodeó la mesa y le arrancó el cuaderno, apoderándose también del lápiz.

—Elliot, ¿qué estás haciendo?

Lanzó el libro y el lápiz al otro extremo de la mesa. Solo en el último momento había decidido no ser demasiado malo y no arrojarlos al fuego.

Arrastró una silla hasta la esquina de la mesa y, separando las rodillas para esquivar la pata, se acercó lo máximo posible a su esposa. Entonces le cogió la mano, la puso encima del mantel y deslizó la punta de un dedo por una de las líneas de la palma.

—Voy a decirte la buenaventura.

Notó que ella se estremecía y que clavaba los ojos en él.

Dibujó otra línea.

—Veo a una joven con un vestido azul. Está en un dormitorio, con las velas encendidas y la cama abierta.

—¿De veras? —Ella se humedeció los labios—. ¡Qué interesante!

—Un hombre la besa.

—Cada vez se pone más interesante. ¿Quién es ese hombre?

La pícara mirada que ella le lanzó le puso duro al instante.

—Es un escocés loco, deteriorado por los elementos, que ha recorrido el mundo sin pausa. Tiene el pelo demasiado corto y los ojos incoloros, pero te ama.

—Me ama... —jadeó ella—. Y sus ojos no son incoloros. Son grises, como cielos tempestuosos. Son del color más bonito del mundo. ¿Me ama?

—Te ama. —Él se inclinó hacia ella para estudiar con detenimiento sus labios rojos y la humedad que los hacía brillar. La boca de Juliana parecía llamarle. Era un lugar caliente, una fuente de deseo.

Rozó uno de aquellos exuberantes labios con los suyos...

Y la oscuridad se apoderó de él. Fue algo instantáneo. Un momento antes estaba inclinándose para besar a su esposa, conmovido por su calor y su belleza, pletórico de felicidad y, al siguiente, estaba de regreso en las cavernas que ocultaban en sus entrañas las escarpadas montañas. Acababa de despertar de un sueño.

Sintió la fría oscuridad, la dura piedra bajo los pies; tenía el pelo largo, la barba le picaba; llevaba la ropa muy sucia y plagada de sabandijas.

—¡No!

Clavó los ojos en sus propias manos bajo la luz trémula y las vio agrietadas, secas, tan callosas que apenas podía sentir nada bajo la punta de los dedos.

—¡No! —repitió angustiado.

Se abrazó a sí mismo, intentando recuperar su sueño. Estaba allí, justo al otro lado de las imágenes... la luz de las velas en el pelo de Juliana, sus ojos azules, tan azules como su vestido.

No podía alcanzarla. Ella no era real; nada lo había sido. La oscuridad se burló de él, se rio a su costa por haber pensado que todo estaba bien.

—Juliana... —dijo una voz. La reconoció; pertenecía a uno de sus captores, al más cruel de todos, al que algunas veces se había divertido arrancándole pedazos de piel con un cuchillo aserrado—. La mujer que amas... —pronunció en burdo punjabi, un dialecto que los dos comprendían.

«No, Juliana no. No podrán llegar a Juliana».

—Así que la amas —repitió el hombre, pasando el filo del cuchillo por el interior de su muñeca—. Dilo en voz alta.

—La amo —susurró con angustia.

—Grítalo. Díselo a todo el mundo.

¡No! Ella era su secreto. Si sabían algo de Juliana, la amenazarían; se burlarían de ella, profanarían su memoria... Se la quitarían. Él sabía que ella estaba a salvo en Escocia, en la rígida casa que su padre poseía en Edimburgo, con su familia, sus amigos, sus miles de listas, su risa...

Si conseguían obligarle a hablar de ella, a contarles cada pequeño secreto que su memoria guardaba sobre ella, volverían sus palabras contra él. Describirían lo que harían con ella, lo que les gustaría hacerle hasta que cada pensamiento relacionado con Juliana se viera ensuciado por el horror.

Y luego no le quedaría nada. Nada se interpondría entre él y la oscuridad.

Juliana era la luz. No podía permitir que le robaran la luz.

—¡No!

—Dilo.

—¡La amo! Se pasó las manos por la cara— —. No me la quites.

«¡No me la quites!».

El hombre sonrió de oreja a oreja mostrando sus dientes torcidos y amarillentos.

—Ella jamás te amará. Eres una ruina, un fracasado... Un poco de tierra bajo mis pies. Te hemos destrozado. Juliana jamás te querrá así.

La voz burlona, el cuchillo, la sonrisa, escuchar el nombre de su amada en aquellos labios le llevó al frenesí. Acabarían golpeándole por ello, pero no podía detenerse.

—¡Te mataré! —Se agachó de repente y se lanzó contra su captor. Estiró las manos hacia la garganta del hombre, los dedos le hormigueaban; sabían qué hacer. Se regocijó cuando sintió al tipo en su poder. Cuando vio que abría los ojos oscuros como platos.

——¡Sahib! —El hombre intentaba jadear—. Soy Mahindar.

«Embustero».

Mahindar era pura bondad y esta bestia es el mal reencarnado. No escucharía el nombre de Juliana saliendo de sus labios. Si él llegaba a oírlo no podría volver a decirlo.

—¡Elliot!

La voz provenía del sueño, le reclamaba desde la parte trasera de su mente. El sueño al que quería regresar, en el que dormía en paz, del que nunca querría volver a despertarse.

Pero tenía que seguir sin dormir. Debía huir. Tenía que llegar a casa... A ella.

Le agarraron otras manos, intentando quebrar su agarre letal. Eran manos firmes, no tan grandes como las suyas, delgadas como las de una mujer, pero fuertes, y le tocaban con tanta suavidad que las reconoció en lo más profundo de su corazón.

—Elliot —la escuchó decir con voz musical.

La oscuridad se iluminó. La luz se abalanzó sobre él, girando en puntos deslumbrantes, y luego se llenó de caras y voces. Unos ojos azules; la mirada asustada de un muchacho escocés. La cara bronceada de una mujer decidida, los ojos del hombre que le había ayudado en cada paso, la celeste belleza de los iris de Juliana. Ella era la única que no intentaba alejarse, la única que le tocaba y preguntaba.

El resto, de la realidad cayó sobre él y el frenesí se detuvo. Es taba en el comedor de su casa; Mahindar tenía la espalda sobre la mesa y sus manos le rodeaban la garganta.

Se apartó de él con rapidez. Al instante sintió náuseas y, a continuación, la bilis se precipitó hacia su garganta.

Juliana trató de abrazarle. Le rodeó con los brazos y él se estremeció. Quería estrecharla, sostenerla, pero estaba a punto de vomitar.

—No... —dijo con voz ronca.

Rompió el abrazo y la apartó. Mahindar se puso en pie tosiendo, ayudado por Channan, que revoloteaba con inquietud a su alrededor.

—Estoy bien, sahib —aseguró el hindú, aunque apenas era capaz de hablar—. Estaré bien.

El no. Vio magulladuras en la garganta de Mahindar y tosió de una manera patética.

«¡Maldita sea!». Se alejó de ellos y recorrió la estancia a grandes zancadas, consciente de que Hamish se apartaba de su camino.

¡Santo Dios! Les daba miedo, y no era de extrañar. Podría haber matado a Mahindar si no le hubieran arrancado de su estupor.

¿Y si hubiera sido la elegante garganta de Juliana la que hubiera estado debajo de sus manos? ¿Y si hubiera sido la de Priti? ¿En qué clase de monstruo se había convertido?

Escuchó que Juliana le llamaba, pero él no se detuvo sino que se dirigió a la noche. Al frío crepúsculo y la brumosa lluvia que había comenzado a caer.

Juliana quería partir en busca de su marido. Mahindar, ayudado por Channan, se derrumbó pesadamente en la silla que acababa de desocupar Elliot.

—No, mensahib —dijo el hindú—. Ya se lo dije. Cuando se pone así, es mejor dejarle marchar.

La noche era más oscura de lo usual. Tras haber cesado de llover, las nubes volvían a descargar. Ella vio a Elliot a través de la ventana abierta del comedor. Su alta figura estaba a punto de desaparecer tragada por la niebla Él caminaba con rapidez, con la cabeza inclinada. La setter de pelaje rojizo, Rosie, salió trotando del huerto y le siguió, pero él no dio señales de reconocer al animal; continuó adelante hasta que le tragó la oscuridad.

—No —dijo—. No lo permitiré. No, no me detengas, Mahindar. No puedo dejarle solo.

Las protestas de Mahindar se perdieron en el aire mientras ella se apresuraba hacia la puerta. Se dio cuenta de que Channan no había intentado detenerla; de hecho le lanzó una mirada con la que parecía decirle que la apoyaba.

Salió corriendo bajo la lluvia. A mitad de camino se percató de que no se había parado a tomar un chal o unas botas, y el barro le manchaba el bajo del vestido y los escarpines.

¿Acaso importaba? Alzó las faldas mojadas y continuó adelante.

El agua tocaba su cabeza y sus hombros desnudos. Aunque no era lo suficientemente fuerte como para ser considerada una llovizna, si lo era para mojar.

Elliot caminaba muy rápido y ella tuvo que correr, jadeante, con el corsé robándole el aliento.

Él no se dirigía hacia las colinas como ella había esperado, sino que había tomado un sendero estrecho, paralelo al río, que parecía llevar al puente de madera que Hamish había atravesado la primera noche, cuando les llevó al castillo desde la estación.

Al menos, pensaba que era allí por donde Elliot caminaba. Pronto le perdió entre la espesa neblina que tragó también al camino y a los árboles. Incluso el pelo claro de Elliot y su ondulante kilt habían desaparecido de su vista.

Percibió un destello rojo; la perra se dirigía hacia ella moviendo la cola. Rosie trazó círculos a su alrededor antes de volver a avanzar hacia delante.

Ella tenía el corazón acelerado. Podía ver lo bastante bien como para mantenerse en el camino, pero se hacía de noche con rapidez. Pronto estaría andando a tientas en la negrura, y el borde del estrecho sendero caía en picado en la oscuridad.

El eco sordo de las patas de Rosie en el puente de madera le dio nuevos bríos. El puente cruzaba a gran aluna sobre el agua; el río discurría rápido por debajo en medio de un gran estruendo.

Vio la forma de Elliot en la niebla, frente a la barandilla. El kilt era una mancha en la oscuridad. Se levantó las faldas lo máximo que pudo a pesar de lo mucho que pesaban, mojadas como estaban, y corrió los últimos metros.