25
Elliot se lo contó.
Comenzó hablándole de cómo y cuándo conocieron a Jaya y del hecho de que, al principio, la relación había sido casi un ménage a trois. Stacy y él eran jóvenes y les resultó excitante ser amantes de la misma mujer, pero Jaya prefirió a Stacy desde el principio. Sin embargo, al ver que este tardaba en admitir sus sentimientos, se inclinó por él.
Hasta que un día que Stacy regresaba de un viaje de negocios, ella le dio un ultimátum: o se casaba con ella o se quedaría definitivamente con el tercero en discordia. Fue entonces cuando Stacy se dio cuenta de que la amaba y comenzó a odiarle, pensando que había intentado robársela. Él se hizo a un lado y permitió que Jaya se fuera con su amigo.
Creyó que con aquel gesto ponía punto final al asunto. Poco después, Stacy y él partieron hacia el norte, a Rawalpindi, en la frontera con Afganistán, para reunirse con un comerciante que recorría el Hindú Kush hasta Samarcanda. A partir de ese momento, contó a Juliana lo ocurrido en el ataque a las familias inglesas y cómo planearon rescatarlas, y la manera en que, finalmente, Stacy le había abandonado a su suerte.
Luego se concentró en sí mismo. En todas aquellas situaciones que tanto había intentado olvidar; las palizas, la noche que le habían inmovilizado las manos sobre una mesa para arrancarle las uñas una a una; cómo le habían golpeado con barras metálicas hasta que no pudo reprimir los gritos...Algunas veces lo sacaban de la profunda celda de los túneles y hablaban con él. Les comprendía un poco; su dialecto era parecido a los que había aprendido en el norte de Punjab. Le consideraban un espía británico y siempre le preguntaban cuándo llegarían los soldados. No le creyeron cuando les aseguraba que no sabía nada ni le importaba.
Ellos alternaban las torturas con inanición, a veces le alimentaban, a veces no. El desvelo inducido le había llevado a desear que le mataran de una vez. Según le decían sus captores, esperaban que muriera de un momento a otro. Incluso llegaron a enseñarle el hoyo al que arrojarían su cuerpo, donde le encontrarían los animales salvajes y le despedazarían. Amenazaron con tirarle dentro antes de que estuviera muerto.
Relató todo aquello en tono monótono, horror tras horror, cerrando los ojos mientras seguía moviendo los labios. Llegó un punto en el que no veía la estancia, no escuchaba las risas que llegaban desde fuera, no percibía el sólido suelo bajo los pies.
No se dio cuenta de que las palabras se habían detenido y reinaba el silencio. Solo permaneció con los ojos cerrados, sintiendo los párpados demasiado pesados para abrirlos.
Entonces el olor a jabón de rosas que Juliana solía usar inundó sus fosas nasales y notó el roce de su piel. Una leve calidez recorrió su cuerpo, aunque todavía no fue capaz de elevar los párpados ni de abrazarla.
—Jamás les hablé de ti —aseguró con los labios rígidos—. Me interrogaron y torturaron, pero no dije tu nombre ni una sola vez. Eras mía. Mi secreto. Lo único que jamás lograrían arrebatarme.
Ella le pasó los dedos por el brazo bajo la floja manga de la camisa.
—No me siento digna de eso.
—Tú eras la luz, la vida. Eres calor y yo estoy condenadamente frío.
Elliot abrió los ojos. Juliana estaba a un suspiro de él, envolviéndolo con su fresco perfume, con su calor. Era la vida, era su hogar.
—¿Cómo lograste escapar de ellos? —preguntó con un leve temblor en la voz.
—Me habían enseñado a matar. Cuando les ayudé a deshacerse de algunos enemigos, el jefe comenzó a tratarme mejor. Fue entonces cuando uno de los hombres sintió celos de mí, mató a otro y me echó la culpa.
—Oh. ——Juliana le puso las manos sobre el torso, y él notó difusos puntos de calor a través de la camisa.
—Supe que irían a por mí en ese momento y me oculté en la oscuridad. Pero no me temían suficiente y enviaron a un solo hombre a buscarme. Tuve que matarle antes de que hiciera ruido. Luego me puse su ropa, entré sigilosamente en el túnel donde guardaban las armas y tomé mi Winchester junto con la munición que quedaba.
»Alguien me vio. Le disparé y corrí. Desaparecí en las colinas lo más rápido que pude y jamás miré atrás. Apenas recuerdo esa carrera, pero sí sé que me persiguieron.
Esbozó una sonrisa.
—Pero soy muy bueno. Siempre lo he sido. Los esquivé como un animal acosado; dejé rastros falsos, crucé ríos y recé para no pisar una cobra y que todo terminara. Tenía que regresar a casa, me refiero a Escocia. Tenía que... —Le apartó el pelo de la cara—. Tenía que llegar a casa para estar contigo.
Vio que ella comenzaba a llorar.
—Y mientras tanto, yo estaba aterrorizada. Y así seguí durante cada minuto de esos diez meses. Pensaba en ti todos los días, a cada hora.
—Creo que lo intuía. Te podía ver claramente, incluso en la oscuridad más profunda.
—¿Cómo lograste regresar a la plantación?
—No tengo la menor idea, cariño. En algún momento crucé la frontera y regresé al Punjab. Vagué por los campos. Imagino que simplemente seguí el camino a mi casa. Mahindar dice que me encontró bastante cerca de la plantación; gateaba y apenas veía por culpa de las infecciones. Pero supo que era yo.
Mahindar se dejó caer de rodillas a su lado y lo abrazó a pesar de la suciedad y de que apestaba como una sabandija. Lo abrazó con fuerza, estrechándolo contra su cuerpo. Había llorado mientras se mecía con él en brazos; «Le he encontrado, Sahib. Le he encontrado», repetía.
Él recordaba vagamente la cocina de su casa en la plantación. A Komal y Channan llorando y exclamando sin cesar. Se precipitaron en busca de agua, comida, ropa... y una navaja para deshacerse del pelo enredado, de la barba. Se acordaba que le habían mostrado a Priti, que no tenía todavía dos meses, mientras le explicaban que Jaya había muerto y Stacy había abandonado a la niña y se había marchado solo, Dios sabía adonde, dejando a Priti con Mahindar.
Las semanas entre ese momento y su primer regreso a Escocia eran un borrón. No abandonó el estupor, seguro de que estaba soñando.
Un día, en casa de Patrick, en Edimburgo, se dio cuenta de que no podía quedarse para siempre en ese dormitorio. Fue entonces cuando pensó un plan para volver a la vida.
Juliana descansó la cabeza sobre su pecho mientras le acariciaba con suavidad por encima de la camisa. Él apoyó la suya en el velo que le cubría el pelo. Ella era todo lo que él no era: entera y hermosa, amable y sensible. Una vez fue encantador como ella había dicho ese mismo día, pero también arrogante y confiado, seguro de que podía conquistar el mundo. Aprendió demasiado tarde que era tan débil como aquellos estúpidos ingleses que se internaban demasiado en las colinas afganas, gente que él había despreciado mientras les ayudaba a ponerse a salvo.
—No soy el mismo hombre que era —dijo finalmente—. Algunas veces, doy gracias a Dios por ello. La mayor parte de mí desapareció en esas grutas en las que estuve preso. No estoy seguro de quién es el tipo que salió de allí.
—Eres Elliot —afirmó ella—. Mi Elliot.
—No el que tú pensabas, ¿verdad?
Ella alzó la cabeza para mirarlo con los ojos todavía llenos de lágrimas.
—Eres demasiado duro contigo mismo. Eres, exactamente, el Elliot que quiero.
—Creí que si venía aquí, a esta casa, y me casaba contigo, mejoraría. —Pero ahora sabía la verdad— Jamás me pondré bien.
—Lo harás —dijo ella con convicción—. Sé que lo harás.
Él no compañía su confianza. Contarle toda la historia le había dejado agotado, y ya no quedaba ninguna esperanza para el futuro. Quizá al día siguiente pudiera volver a tener un poco, pero esa noche...
Esa noche tenía que ser el amo del castillo y mostrar a docenas de personas lo que había hecho en su casa. Esa noche, bailaría con su esposa y le mostraría al mundo qué mujer había atrapado.
Alzó la barbilla de su esposa y la besó.
Juliana se puso de puntillas para salir a su encuentro, buscándole, necesitándolo. Todo lo que Elliot le había contado daba vueltas en el interior de su mente como un caos negro. ¿Cómo podía un hombre resistir tanto? ¿Cómo podía regresar a la paz, a los días llenos de rutina? Se escapaba a su comprensión.
Si pudiera borrar todo, lo haría. Lo besó en los labios al tiempo que recorría sus anchos hombros con los dedos. Le maravillaba que a un hombre tan fuerte pudiera ocurrirle algo así. Había regresado y recobrado la salud en el tiempo que le llevó poner en orden sus asuntos. No podía imaginarlo débil.
Solo un hombre tan fuerte como Elliot podía haber sobrevivido a una prueba tan extremadamente dura. Los diez meses que permaneció prisionero podían haberle robado la juventud, pero no habían quebrantado su espíritu; al menos no por completo.
Le buscó con un ansia que no comprendía. Le hervía la sangre en las venas y era por él; no por el placer que él le ofrecía, sino por el que ella quería darle a él. Necesitaba sanarle. Lo necesitaba.
Ella saboreó la desesperación de Elliot, su dolor y su hambre, cuando los besos se hicieron más profundos. Había estado solo en la oscuridad durante demasiado tiempo.
Él le quitó el velo de seda de la cabeza y el que llevaba a modo de chal. La tela resbaló hasta el suelo, rozándole los brazos a su paso.
La desnudó capa a capa, besando cada trozo de piel que dejaba al descubierto mientras le arrancaba el vestido, las enaguas, el corsé... Le rozó el cuello con los labios, los hombros, el interior de las muñecas, los pechos y el vientre cuando se arrodilló para aflojarle los calzones. Al quitárselos por completo, se inclinó hacia ella y la besó en la unión de las piernas.
Él se puso en pie para continuar reconociéndola, y ella sintió una vaga decepción que fue barrida por los velos de seda cuando la acarició con ellos. Ella esperaba que él la llevara a la cama, pero en lugar de eso deslizó la seda por sus nalgas desnudas y su espalda.
La fría tela susurraba contra su carne, poniéndole la piel de gallina. Elliot le pasó la seda bajo los pechos mientras clavaba los ojos en ellos para percibir cómo sus pezones se endurecían hasta convertirse en puntos apretados.
La hizo retroceder hasta que cayó sobre el colchón, boca arriba. Allí, continuó deslizando la seda por su piel, jugueteando con sus pezones, su vientre, el vello que crecía entre sus piernas.
Luego llevó la gasa a sus labios y la besó antes de extenderla sobre su cuerpo mientras él se despojaba de su ropa.
La camisa y las botas desaparecieron con rapidez, y ella le observó extasiada cuando se acercó a la cama cubierto solo por el kilt. Le vio desabrocharlo y quitárselo para lanzarlo sobre la cama, donde se mezcló con la seda.
Él se inclinó otra vez en busca de sus labios. Ella trató de abrazarle, pero la eludió para besarla en la garganta mientras le apresaba las manos y se las inmovilizaba por encima de la cabeza, para que no le molestaran mientras pasaba la boca por su cuerpo. Le lamió un pezón y luego lo succionó mientras lo repasaba con dientes y labios. Hizo lo mismo con el otro pecho, tomándose más tiempo. Se recreó mordisqueando, tirando de él antes de soltarlo para lamerlo otra vez.
Elliot siguió bajando para besarla entre las piernas otra vez, pero cuando ella arqueó las caderas, pidiéndole en silencio que continuara, él se alejó y, para su sorpresa, le dio la vuelta. La puso a cuatro patas y ella hundió los dedos en la seda y la lana que cubrían el colchón, mientras él se ponía detrás de ella y le separaba las rodillas con la mano, para poder abrirla y avivar su necesidad.
Ella sintió su dureza contra su entrada, fuerte y sedosa, rozándola con cuidado. Se tensó, insegura, y soltó un jadeo ahogado cuando él se sumergió en su interior.
No sintió dolor, sino un placer imposible. Elliot dilató su cuerpo con su gruesa y larga erección, provocando una sensación increíble. Ella gritó, ya presa del éxtasis cada vez más cercano, y él todavía no había comenzado a moverse.
Elliot permaneció quieto durante un momento en su interior, dejando que se acostumbrara a su plenitud, a la intensa impresión que provocaba la posición, antes de empezar a moverse despacio, retirándose y volviendo a entrar una y otra vez.
Cualquier pensamiento coherente la abandonó. Se sintió flotar mientras Elliot seguía penetrándola con feroz velocidad, impactando los muslos contra sus nalgas mientras le clavaba los dedos en las caderas para sujetarla. Ella sentía la suavidad de la seda en las rodillas, el roce de la lana del kilt.
Y había más sensaciones. El sudor que le resbalaba por la espalda, el intenso calor que él desprendía contra sus piernas, los gemidos... No eran palabras coherentes, solo sonidos de un hombre en busca de éxtasis.
Notó que le picaba la garganta y se dio cuenta de que también estaba gritando. Se impulsó hacia atrás, deseándole.
—¡Por favor, por favor...! ¡Por favor! —se escuchó rogarle.
Él se movió todavía más rápido hasta que ella pensó que moriría. Elliot tenía que detenerse... pero ella esperaba que nunca lo hiciera.
Sus cuerpos estaban resbaladizos por la transpiración cuando los gemidos de Elliot se intensificaron. La cama rechinó con cada duro envite, y ella jadeó con estremecidas boqueadas.
Aquella manera de hacer el amor no era lenta, suave o refinada. Era una pasión cruda y brutal.
—Dios, Juliana... —Por última vez Elliot embistió hasta el fondo mientras desgranaba hermosas y musicales palabras que ella no comprendió.
Luego se convulsionó una vez más, con dureza.
Juliana cayó desplomada sobre la cama con las rodillas ardiendo. El se retiró de su interior y rodó a un lado antes de estrecharla con fuerza contra su cuerpo.
Elliot le apartó el pelo de la cara ruborizada y la besó en la mejilla. Ella sintió que el corazón de su marido latía con fuerza contra su espalda y que sus piernas, enredadas con las de ella, estaban muy calientes.
La brisa que entraba por la ventana rozó sus cuerpos y los sonidos de la fête flotaron hasta ellos.
Ella se adormeció; hacer el amor la había agotado. No había sentido nunca nada tan intenso, ninguna satisfacción tan rápida.
—¿Qué fue lo que me dijiste? —le preguntó—. ¿Qué significan esas palabras? —Había usado el mismo lenguaje con el que habló a la señora Dalrymple.
—Och, muchacha —la reprendió intensificando su acento escocés—. ¿Es que no conoces la lengua de tus antepasados? Es gaélico.
—¿De veras? —Solo le habían enseñado inglés. La habían enviado a una escuela inglesa donde se relacionó con personas a las que jamás se les ocurriría hablar otra cosa que inglés, el idioma de la riqueza y el éxito.
—Sí, lo es.
Ella le acarició el brazo que tenía doblado sobre su estómago, dibujando el tatuaje.
—¿Cómo es que lo conoces?
—Sé muchos idiomas: gaélico, francés, alemán, urdu, hindi, punjabi. Nunca supe qué necesitaría en el futuro.
—¿Qué me has dicho?
El la besó en la sien; sus labios estaban calientes y secos, hablaban de intimidad prolongada.
—Que eres muy hermosa. Que me calientas como ninguna otra cosa. An toir th dhomh pòg?
Ella sonrió.
—¿Qué quiere decir eso?
—¿Quieres besarme?
La sonrisa se hizo más grande.
—Sí.
Ella giró la cabeza en la almohada, feliz al ver que él entrecerraba los ojos, relajado como un animal sosegado. Él la besó con suavidad, con los labios separados, con afectuosa intimidad.
—Tha gaol agam ort —susurró.
Ella le acarició la mejilla.
¿Y eso?
Él cerró su callosa mano sobre la de ella y se llevó sus dedos a los labios.
—Algún día te lo diré —prometió.
***
El baile de verano estaba saliendo perfecto cuando el señor McGregor insistió en hacer la danza de las espadas.
Los invitados habían llegado de puntos tan lejanos como Edimburgo e incluían a Gemma y al resto del clan Mackenzie, incluso al formidable duque de Kilmorgan y su flamante esposa, lady Eleanor. No todos se alojaban en la casa porque eran pocas las habitaciones de invitados que estaban habitables todavía, pero McPherson se había ofrecido a alojar a la mayoría en su gigantesco castillo.
El baile era una auténtica fiesta de las Highlands, con todos los escoceses presentes vestidos con kilt. Habían llegado gaiteros y violinistas desde Highforth y otros pueblos cercanos. Los habitantes del pueblo se ofrecieron para ayudar a Mahindar y a su familia en la cocina y trajeron consigo comida y bebida. Muchos participaban en el baile que se desarrollaba en el césped, bajo el largo crepúsculo.
Elliot tenía mucho mejor aspecto cuando por fin bajó, vestido con el kilt y el tartán sobre el hombro. A diferencia de los hermanos Mackenzie, no llevaba chaqueta y parecía un auténtico highlander de los tiempos antiguos.
Los invitados llegaban a oleadas, ansiosos por saludar a los McBride y por dar la bienvenida a Elliot como parte del clan McGregor. El baile no tardó en dar comienzo.
Lo que más gustaba a Juliana de los encuentros en las Highlands era que nadie tenía que ser presionado para bailar y pasar un buen rato. Se formaban parejas, grupos y las danzas daban inicio.
Como recién casados, Elliot y ella lideraron el primer reel. Solo habían bailado una vez juntos, durante su fiesta de presentación en Edimburgo, donde giraron al compás de un majestuoso vals de Strauss. Ahora, Elliot hizo alarde de su gracia. La guio por los pasos del reel sin saltarse ninguno, haciéndola dar vueltas y vueltas sin cesar para volver a cogerla sin perder el ritmo.
Los invitados rieron, aplaudieron y bañaron a su alrededor. Daniel Mackenzie fue el más entusiasta; su juventud le hacía brincar más alto y giraba a sus parejas con más brío que sus tíos, que parecían absortos en sus esposas. El único que no bailaba era Ian Mackenzie, que prefería sentarse con su esposa y sus hijos, o sostener las diminutas manos de su hijo cuando el niño quería moverse al son de la música.
Mac Mackenzie se unió a los exuberantes movimientos de su sobrino Daniel mientras su esposa, Isabella, se reía de él con ojos centellantes y el pelo brillante. El duque, Hart, mostraba una estampa más tranquila, pero la mirada que le brindaba a Eleanor estaba tan llena de amor que a Juliana se le llenaron los ojos de lágrimas.
Quería poseer con Elliot lo que tenían los hermanos Mackenzie con sus esposas: plena confianza, mudo entendimiento y amor. Disfrutaban estando juntos y mirándose. Y a pesar de ello, ninguno perdía su esencia única y personal, manteniendo sus aficiones y divertimentos. Pero juntos, cada una de esas parejas, parecía más fuerte que la suma de sus partes.
Quizá, con el tiempo, Elliot y ella llegaran a disfrutar de algo parecido.
El salón de baile, todavía un poco vacío sin cortinas en las ventanas o cuadros colgando en las paredes, vibraba lleno de energía. La música lo inundaba como un velo sonoro sobre el que resonaba la risa de los bailarines. McPherson bailaba con todas las señoras haciendo gala de un entusiasmo hermano del de Daniel.
—¡Id a por las espadas! —gritó McGregor, eufórico gracias al whisky ingerido.
Hamish fue a buscar las armas apropiadas, una claymore tradicional y una funda curva que depositó formado una cruz perfecta en una esquina del salón. Elliot se apartó de sus hermanos y de Gemma para atravesar la estancia hacia ella. Antes de que lograra llegar, McGregor le indicó a los gaiteros que se pusieran a tocar.
El anciano comenzó los pasos con bastante energía. Conocía los movimientos y si no brincaba demasiado alto lograba caer en los cuadrantes que formaban la hoja y la funda cruzadas. Pero los violinistas apuraron los acordes y los gaiteros les siguieron, incrementando la cadencia cada vez más.
McGregor rugió mientras intentaba continuar, golpeando el suelo con los pies, esquivando las armas, saltando tan alto que el sombrero tradicional escocés se tambaleó sobre su cabeza. Los invitados aplaudían con entusiasmo.
De pronto, pisó mal, la claymore se movió y le fallaron las piernas. McGregor cayó de culo con un gruñido.
Ella corrió hacia él, pero Elliot se le adelantó para ayudarle. El anciano permitió que le echara una mano para levantarse, pero luego empujó a su sobrino.
—Déjame, Elliot. Estoy bien.
Pero permitió que ella le guiara hacia la salida del salón y, cuando llegó al vestíbulo, comenzó a cojear.
—Maldita espada. Cuando yo era joven, eran tan pesadas que no se movían.
Komal apareció de entre las sombras y sostuvo a McGregor por el otro brazo. Al instante, comenzó a regañarle en una mezcla de punjabi y las pocas palabras que había aprendido en inglés.
Ella le soltó. A McGregor no pareció importarle tener que apoyarse en Komal para seguir el pasillo hacia la cocina.
Ella regresó junto a Elliot, que observaba desde la puerta, y este la rodeó con un brazo para regresar juntos a la luz y el caos de la estancia.
Allí había comenzado una discusión sobre quién debería intentar retomar la danza de las espadas.
—Elliot —decía Patrick, el hermano mayor de su marido—. El era quien la bailaba siempre, y lo hacía muy bien.
—Eso fue hace más de doce años —repuso él, pero la multitud se unió a la causa.
—¡Venga, McBride! —le animó Mac Mackenzie, y Daniel le secundó. Comenzaron los aplausos y los gritos, animándole.
—De acuerdo... —Elliot extendió las manos, indicando que dejaran de abuchearle—. Toca lentamente —le pidió al gaitero.
El hombre sopló para inflar el fuelle, llenando la estancia de sonido. Cuando todos los músicos estuvieron lisios, Elliot hizo una reverencia y empezó.
Elliot no había realizado aquel baile desde hacía años, pero lo recordó sin esfuerzo. Saltó a la izquierda, luego a la derecha, al tiempo que subía el brazo para no perder el equilibrio. Tanteó los cuatro cuadrantes que formaban la espada y la funda curva, trazando la primera cruz. Luego brincó a la derecha más alto, y a la izquierda, haciendo que se balanceara el kilt. Una vez trazada otra cruz, movió el pie, punta y talón, pisada, y otra vez a saltar. Delante y atrás, atrás y delante, fuera y dentro.
Los asistentes batían palmas y los hombres gritaron eufóricos. Elliot se relajó, descansando en el colchón que suponía la melodía mientras seguía moviendo los pies.
La mente era algo extraño. Hacía años que no hacía aquello y todavía lo recordaba; pasos aprendidos en su descuidada juventud. Todo su pasado estaba allí, esperando que él fuera de nuevo a su encuentro.
El gaitero y el violinista apuraron el ritmo y él los acompañó. Hubo aplausos y gritos de ánimo.
Al cabo de un rato los músicos aceleraron otra vez. El gritó en protesta, aunque siguió saltando sobre las espadas entre risas y jadeos.
—¡Basta!
Juliana le sostuvo cuando retrocedió... ¡qué maravillosa sensación era rendirse a su suavidad! Daniel ocupó su lugar, con instrucciones de demostrar lo que podía hacer.
El chico hizo una reverencia, guiñó un ojo a las damas y empezó. Comenzó el baile igual que él, dibujando la cruz en el suelo, saltando sobre la hoja y la vaina curva, con los pies balanceándose en el aire una y otra vez. Cuando la música aceleró, también lo hizo Daniel, y él se unió a la multitud en sus gritos de apoyo.
—Daniel lo hace muy bien —le dijo Juliana al oído al ver que Daniel movía los pies en aquella complicada giga mientras el gaitero tocaba tan rápido como podía.
—Tiene dieciocho años —se justificó él—. Yo tengo treinta.
—Bueno, tú lo hiciste todavía mejor.
La miró con una astuta sonrisa llena de intenciones y la besó. Los que los vieron los vitorearon. En ese mismo momento, Daniel dio por finalizado el baile, hizo una venia y lanzó su amplia sonrisa a cada señorita de la estancia.
—Va a romper tantos corazones como tú —aseguró Juliana, acariciándole el brazo.
—Para mí solo había una muchacha —confesó él. La besó en la comisura de los labios, y los invitados, que les observaban con avidez, volvieron a aplaudir entusiasmados.
***
Elliot pensó en lo que había dicho mucho más tarde, por la noche, cuando los asistentes al baile ya habían regresado al castillo McPherson o al pueblo, e incluso había convencido a Mahindar para que se fuera a la cama.
Juliana le sonreía somnolienta mientras le hacía el amor, pero su deseo por ella era demasiado grande. Aquella necesidad erótica que le envolvía hacía desaparecer de su mente cualquier otro pensamiento. No existía nada más que el placer, la estrechez del cuerpo de su esposa, su aroma, el calor que generaba la unión de sus cuerpos.
«Solo ha habido una muchacha para mí», repitió para sus adentros cuando se retiró de su interior y cayó junto a ella en la cama, donde se acurrucó para dormir.
Solo conocía a otra mujer que se adaptara tan bien a las circunstancias; su hermana Ainsley, e incluso ella pensaba que él debería estar encerrado en una habitación tranquila mientras era alimentado con papillas de avena. Juliana había aceptado todo lo que él le había contado con la cabeza alta, sin protestar, asimilando sus palabras sin una queja. Era fuerte, hermosa, y suya. Se durmió.
Cuando ya estaba a punto de amanecer, despertó otra vez. La noche era tranquila, las ranas guardaban silencio y la habitación estaba oscura.
Apartó las sábanas, Juliana estaba acurrucada contra él y el calor que emitía era todo lo que él necesitaba aquella noche veraniega.
Ella era luz... y vida. Él había seguido un largo camino y todavía le quedaba mucho que recorrer, pero cuando estaba envuelto en |u liana, la oscuridad desaparecía. Las sombras se disolvían.
Y había mandado a Stacy a aquella oscuridad...
«Me abandonó a la tortura, al terror y la inanición. Puso a Juliana en peligro al venir aquí; se merece lo que el destino le depare», repuso la furia.
Él había sido su maestro, su amigo, se había entristecido con él... Stacy nunca volvió a ser el mismo después de que su primera esposa enfermara y muriera. La enfermedad podía venir con rapidez en la India, luego llegaban la infección y, a continuación, una muerte veloz.
Se acordó de la noche en que la esposa de Stacy exhaló su último suspiro. Stacy, entonces apenas un muchacho de veintitrés años, se había abrazado a él llorando.
La pena había vuelto salvaje a su amigo, pero no tenía un enemigo contra el que luchar. Él le enseñó cómo canalizar aquella cólera para afinar sus habilidades. Le había enseñado a llevar una plantación, algo de lo que se habría sentido muy orgullosa la joven señora Stacy.
Habían pasado juntos muchas noches amistosas, emborrachándose con cualquier bebida alcohólica que cayera en sus manos, o sentados en el porche, en la oscuridad. Hablaban o permanecían en silencio según fuera su estado de ánimo. Eran amigos que intuían lo que el otro pensaba, incluso antes de decirlo en voz alta.
Y entonces, llegó Jaya y lo cambió todo.
Aquella mujer no había entendido lo que él sabía en ese momento. Stacy y él habían sido jóvenes, estúpidos y arrogantes, y se habían dejado llevar por ella.
Ahora, Stacy estaba ahí fuera, en la noche, perseguido por personas que querían matarle.
Soltó un largo suspiro.
—Och, ¡maldición! —susurró. Se levantó de la cama y comenzó a vestirse.