10

Una vez más, la sensación de que aquello era correcto inundó a Elliot. Era incluso superior al placer que suponía el sexo por sí mismo. No era que sumergirse en la húmeda calidez de Juliana no fuera placentero; por supuesto que lo era.

Ella era deseo y bondad. Olía a jabón de glicerina, perfume francés y mujer excitada. La imagen de su erección desapareciendo en su interior, ver su rojizo vello púbico rodeándole, brillante por sus fluidos femeninos, hizo que la sangre le hirviera en las venas; que su cuerpo ardiera sin remedio.

Los ojos de Juliana centellaban de pasión mientras sus pechos subían y bajaban al compás de su respiración. Tenía unos senos hermosos; cremosos y pálidos, con sedosas areolas.

Ella se aferró a él con los dedos y los muslos, sus cuerpos estaban entrelazados y trabados. Allí él estaba a salvo; su refugio estaba en su interior. Si pudiera quedarse allí siempre, estaría bien. Todo lo que había hecho en el pasado sería borrado y solo existiría Juliana.

Se movió dentro de ella, observando con cariño cómo la cara de su esposa se suavizaba con el placer, cómo su pelo se extendía sobre el kilt que él había puesto sobre la mesa. Estaba abierta para el, deliciosa, desnuda... Su Juliana. Había pensado en ella muchas veces, imaginando que hacían eso, pero la realidad era cien veces mejor que la fantasía.

En realidad quería decir que podía sentirla a su alrededor, cada textura de su piel, su calor, que podía oler su anhelo, algo que ahogaba por completo cada pensamiento de su mente. Podía saborear su preciosa piel, la suave calidez de sus areolas; oír los hermosos sonidos que hacía y que querían decir que ella encontraba placer en sus caricias.

Cada sentido traía consigo un deleite diferente, pero todos indicaban que era más bella que cualquier otra cosa que él pudiera haber imaginado.

De repente el frío se derramó sobre él, pero era solo el efecto del aire en el sudor que cubría su piel ardiente; un estremecimiento en lo más profundo de su cuerpo que significaba que estaba a punto de alcanzar la liberación.

No quería llegar al orgasmo todavía. Quería esperar, permanecer en el interior de Juliana para siempre.

Gimió, incapaz de detener su propio cuerpo, sintiendo pesar de que hubiera acabado, en vez de estremecedora alegría. Abrazó a Juliana en cuanto se derramó en su interior, rodeándola con los brazos y aferrándose a ella con tanta fuerza como ella se aferraba a él.

—Elliot —la escuchó susurrar.

***

Una sola palabra, pero en la quietud de aquella estancia iluminada con velas fue suficiente.

Juliana no supo nunca durante cuánto tiempo se aferraron el uno al otro. Ella descansaba la cabeza en el firme hombro de Elliot mientras escuchaba cómo su corazón latía acelerado bajo su oreja. Le besó bajo el labio inferior, saboreando la sal en su piel.

El la sostenía con brazos temblorosos, pero no la soltaría; no la dejaría apartarse. No estaba segura de cómo sabía eso, pero lo sabía.

Una de las velas siseó cuando le mecha quemada cayó sobre la cera, al tiempo que el viento exterior sacudía con fuerza las ventanas batientes.

Salvo eso, todo estaba en silencio. Ella se sintió como una princesa de un cuento de hadas en aquel viejo castillo falso, y el caballero que la había llevado allí le mostraba un mundo que jamás había conocido. Sin salir de su palacio, había aprendido más en los últimos dos días que en los primeros treinta años de su vida.

El cuerpo de Elliot era tan sólido como los cimientos del edificio, pero aún así ella sentía su fragilidad. Él podía desmoronarse emocionalmente con un simple toque en el lugar adecuado, igual que le ocurría a muchas de las paredes de ese viejo lugar. Ella tenía que asegurarse de que ese golpe jamás llegara a producirse.

De pronto, en el pasillo se escucharon multitud de ruidos. Un golpe sonoro y cristales rotos fueron seguidos por bruscos pasos y una voz chillona en lengua punjabi ahogada por el bramido de un hombre.

Ella alzó la cabeza, alarmada. Elliot y ella estaban desnudos como Dios les trajo al mundo, el kilt de Elliot extendido bajo ella sobre la mesa. Sus ropas estaban esparcidas por el suelo y la estancia solo tenía una puerta. Ocultarse era tan imposible como huir.

Se escuchó la estentórea voz de McGregor al otro lado de la puerta.

—¡Basta ya, mujer! Un hombre hace lo que quiere en su propia casa.

Otra diatriba de Komal, porque ella era la única persona a la que podía corresponder la aguda voz que respondió al anciano. Más ruido de pasos en el corredor seguidos por la voz de Channan, que sin duda intentaba tranquilizar los ánimos.

Elliot estrechó los brazos a su alrededor.

—No te preocupes —susurró él contra su pelo—. Mahindar no dejará que entre nadie. Está de guardia ante la puerta.

Ella notó que le ardía la cara.

—¿Ante la puerta? Pero si le mandé de vuelta a la cocina.

—Mahindar protege cada puerta tras la que yo esté. Sabe lo que podría ocurrir si me veo perturbado.

—¿Qué podría ocurrir?

Él encogió los hombros.

Podría atacar a cualquiera que entrara de manera precipitada. No estoy en mi sano juicio, puedo ponerme a repartir golpes.

Juliana percibió que su boca se convertía en una dura línea de resignación, como si él ya hubiera decidido que era inútil combatir su locura. Había aceptado y asumido que era algo con lo que debía vivir.

En alguna parte del interior de aquel Elliot duro y lleno de cicatrices, estaba el risueño joven del que ella se había enamorado tantos años atrás. Todavía estaba allí dentro... en alguna parte.

No se hacía la ilusión de que ella fuera lo suficientemente especial, o sabia, como para poder salvarlo. Solo sabía que tenía que intentarlo. El gritaba en silencio que no necesitaba más.

***

El estruendoso ruido resultó proceder de un aparador con las puertas de vidrio que se cayó en la salita y ahora estaba boca abajo con el cristal hecho añicos. Juliana se enteró de la historia a trozos.

McGregor había estado buscando en el aparador una caja con cigarros que juraba haber escondido allí quince años atrás. Al ser de corta estatura, se había subido a una silla para buscar en los estantes superiores, hasta que decidió subirse al propio mueble para buscar sus tesoros en la parte de arriba.

Komal, que entró en la estancia para realizar algún recado, vio a McGregor subido en el aparador y comenzó a regañarle con dureza. Cuando él intentó saltar al suelo, el kilt se le enganchó en un saliente de la parte de arriba. Su peso rompió la tela y siguió su camino hasta el suelo, claro está, pero su movimiento hizo tambalearse el mueble, que acabó cayendo con un increíble estrépito.

Komal comenzó a gritar a McGregor y los dos corrieron por los pasillos, espetándose mutuamente, sin comprender ninguno de ellos ni una palabra de lo que el otro decía.

—He sido el laird de la propiedad durante cuarenta y cinco años —alzaba la voz McGregor, sacudiendo en el aire un dedo curvado por el reumatismo—. Cuarenta y cinco años. Y no pienso permitir que una banda de salvajes ateos me persiga en mi propia casa.

—Somos sijs, sahib —intervino Mahindar en tono ofendido—. Creemos en un dios.

—No puede negar que esa mujer grita como una salvaje.

—Es vieja, sahib.

—¿Vieja? —Rodeada por su pelo blanco, la cara de McGregor se puso roja como la grana—. No es mayor que yo. ¿Está insinuando que todas las personas de mi edad estamos locas? Déjeme que le diga que...

Juliana dio un paso adelante.

—Señor McGregor.

—No es necesario que intente aplacarme, jovencita. Lo sé todo sobre la manera de cautivar que tienen las mujeres. Mi esposa, que Dios tenga en su Gloria, era la más dulce de todas. Conozco todos los trucos de las hembras.

—Tío McGregor. ——La fuerte voz de Elliot resonó en el pasillo antes de salir del comedor, en camisa y kilt, con la chaqueta sobre el brazo—. Hay un buen alijo de whisky en el sótano. ¿Por qué no vienes conmigo y me ayudas a catarlo?

McGregor se irguió en toda su altura.

—Es la primera sugerencia aceptable que he oído en toda la larde —dijo bien alto.

Se dio la vuelta para dirigirse al vestíbulo. Cuando Elliot le alcanzó, McGregor comenzó a hablarle en un tono que pensaba que era discreto.

—Así que haciendo manitas en el comedor, ¿eh? La señora McGregor y yo solíamos dejarnos caer por el invernadero. Si hace buena noche se tiene una buena vista de la luna. —Su risa entrecortada dejó de oírse cuando Elliot le invitó a bajar las escaleras del sótano y cerró la puerta a sus espaldas.

***

Elliot sabía que iban en su busca, pero había encontrado un lugar para esconderse en las mismísimas entrañas de la tierra, en una parte de su prisión; el azar había hecho que descubriera una madriguera que nadie sabía que existía. Alguna tribu había excavado aquellas profundas cavernas dentro de las colinas en un tiempo lejno, ya olvidado, y él se refugiaba ahora en ellas. Las puertas que le impedían huir eran antiguas y estaban oxidadas; los cerrojos eran fáciles de forzar, pero no había lugar a donde ir y sus captores lo sabían. La única vía hacia la libertad conducía a un guarda armado.

No había tardado mucho en observar la lucha de un pobre cautivo que buscaba luz y aire; lo único que se escuchó fue el trueno de un rifle y el grito amortiguado del hombre. El disparo no le mató al instante; el infeliz se había desangrado lentamente bajo un sol de justicia a lo largo de todo un día, suplicando que le dieran agua o, al final, que el guardia le pegara el tiro de gracia.

La suya fue la última cara humana que él había visto durante semanas. Sus captores le ignoraron; en ocasiones se acordaban de tirarle un mendrugo de pan y un maloliente pedazo de carne de cabra para mantenerle con vida.

El jefe de la tribu, sin embargo, quería mantenerle con vida porque quería jugar con él. El jefe odiaba a los europeos y les culpaba del caos que observaba desde su guarida en las montañas.

Elliot había encontrado túneles donde esconderse, agujeros tan diminutos y apestosos que solo los desesperados podían vivir en ellos. Ellos sabían que estaba allí, atrapado como un zorro en su guarida; sabían que no podía salir. Iban en su búsqueda cuando le querían y ahora estaban cazándole. Los escuchó llamarle cuando pasaron por encima de su escondite, y sus voces inundaron todos los espacios.

Se encogió en el agujero. No sentía regocijo al eludirlos, solo quería paz, pero el dolor llamaba constantemente a su puerta. El kilt le calentaba, pero sus dedos estaban helados, ateridos de frío.

Le habían arrancado las uñas una a una, tan solo para disfrutar de su dolor. Él se negó a gritar o a emitir sonido alguno; eso les decepcionó, así que le arrojaron en su celda y le negaron el agua.

Sed... Tenía tanta sed.

La búsqueda continuó hasta que las voces se desvanecieron. Ahora le dejarían solo. A solas para lamerse las heridas hasta que la sed y el hambre le desenterrara otra vez. Pero hasta entonces, se extendían ante él días de oscuridad y silencio en los que estaría solo.

***

Cuando Mahindar y Hamish salieron del sótano a la mañana siguiente, sin encontrar a Elliot, la preocupación de Juliana estuvo a punto de convertirse en pánico.

El día amaneció despejado y fresco. Elliot había caído en su lado de la cama bien entrada la noche; estaba muy borracho después de haber probado con el señor McGregor todo el whisky disponible. La había tomado entre sus brazos para darle un beso con sabor a malta y luego se acurrucó junto a ella y cayó en un sueño ligero.

Ella le dejó dormir cuando se levantó y bajó a desayunar sola. Tema suficiente experiencia con los escoceses y el whisky como para saber que Elliot aún estaría un buen rato en la cama. Asimismo —y gracias a Dios— tampoco se escuchaba al señor McGregor.

Desayunó huevos y más naan, que le ofreció un alegre Mahindar, mientras planificaba su agenda.

Le había preguntado a Hamish sobre sus vecinos y el muchacho la puso al corriente hasta del último detalle. Estaba el señor Terrell, un inglés que había adquirido la cervecería de McGregor. El sirviente le contó que su esposa era de buena cuna y el hombre hijo de un caballero, así que ocupaban uno de los primeros puestos en su lista de visitas, pero el líder era el highlander que poseía la propiedad vecina, Ewan McPherson, viejo amigo del señor McGregor.

La señora Rossmoran, aunque no era tan rica como los Terrell, era una hija de la tierra, de Escocia; según Hamish, su familia era la que llevaba más tiempo en la zona. Ella apuntó en su lista que lambién sería una de sus primeras visitas.

Cuando terminó el desayuno, fue otra vez en busca de Hamish. No tuvo suerte en dar con él hasta que bajó al pasaje de servicio y le llamó por su nombre a gritos.

El salió repentinamente de la cocina con expresión de preocupación, pero Hamish solía estar siempre preocupado por algo, así que no dio demasiada importancia al hecho.

—Hamish, por favor, tienes que hacer correr el rumor de que necesitamos obreros. Cualquier clase de obrero, desde fontaneros a vidrieros o carpinteros. Pueden comenzar a venir hoy mismo, el señor McBride hablará con ellos.

Hamish la escuchó atentamente.

Sí, eso será si logramos encontrarle —apostilló con seriedad.

Ella se quedó inmóvil.

—¿Si podemos encontrar a quién? ¿Al señor McBride?

—Sí. —El chico asintió con la cabeza y su expresión de preocupación se hizo más aguda—. Se ha ido, señora. No hay ni rastro de él.