17

Juliana observó cómo se acercaba Elliot presa de una encontrada mezcla de cólera y alivio. El disparo que la despertó al amanecer la había aterrorizado. Mahindar y Hamish habían partido para averiguar lo ocurrido y regresaron asegurando que no habían encontrado nada. No habían visto a Elliot, a ningún extraño ni ninguna bolsa de comida. Nada.

No pudo volver a dormirse; temía que hubiera habido derramamiento de sangre y que Elliot no regresara nunca. Ahora notaba los ojos irritados y estaba un poco enfadada al ver que su marido atravesaba el portón del huerto como si tal cosa, caminando casualmente hacia ella.

Cuando él se acercó, a pesar de su cólera reconoció que con aquellas extrañas ropas resultaba una imagen deliciosa. Su piel atezada proporcionaba un toque exótico y los pantalones, ceñidos en los tobillos, dibujaban cada músculo de sus piernas y glúteos. La chaqueta corta se abría sobre una camisa blanca de tela fina, que se amoldaba con comodidad a su torso bronceado.

Ella se aclaró la voz.

—Buenos días, Elliot.

El bajó el rifle y apoyó la culata en la tierra.

—Te has levantado muy temprano.

—Me despertó un disparo.

Elliot asintió con la cabeza.

—Lo hice yo. Pero la única víctima fue una bolsa. Ella cerró los ojos y dejó salir el aire que retenía.

—Elliot...

Él le tocó la mejilla, instándola a abrir de nuevo los ojos y se lo encontró mirándola con aquellos ardientes ojos grises.

—No era necesario que te preocuparas, muchacha. Sé cuidarme.

—Es posible, pero...

—Esperaba encontrarte en la cama.

El corazón le dio un vuelco y volvió a su lugar con un apresurado zumbido. Intentó encoger los hombros.

—En el huerto todavía crecen verduras. Surgen de manera salvaje, pero aquí están. He pensado recoger algunas para tener provisiones suficientes a fin de que Mahindar cocine para todos.

Balbucear ayudaba un poco, pero no podía dejar de observar los tensos muslos y la gruesa protuberancia que aquellos pantalones no se molestaban en ocultar.

El esperó a que terminara de hablar.

—¿Dónde está Priti?

—Con Mahindar. Le está ayudando con la cabra.

—Asegúrate que está con él o con alguien de su familia cada momento del día y de la noche. ¿Está Hamish por aquí?

—Estaba haciendo ruido en la despensa. A veces pienso que no duerme nunca.

—Es un muchacho. —Vio que Elliot se frotaba la barbilla donde había barba incipiente de color dorado—. Pero no importa, me ocuparé yo mismo de mi baño.

Sin embargo, Elliot no hizo ningún movimiento para entrar. Permaneció en el camino, con las manos apoyadas en el cañón del rifle.

—Elliot, una perra te ha seguido hasta aquí, ¿lo sabías, verdad?

La setter se había sentado a pocos metros de Elliot. Al notar que ella le miraba, el animal comenzó a golpear el camino con la cola.

Su marido siguió la dirección de su mirada y la perra movió la cola más rápido.

Pertenece a McPherson; debe de querer más jamón.

—¿Jamón? ¿No crees que estás obsesionándote un poco con eso?

—Es el mismo jamón. Acabé dándoselo a los perros de McPherson.

—¿Es ahí adonde te fuiste tan temprano? ¿A buscarlo?

—Fui a vigilar quién se lo llevaba. Pero no lo hizo nadie. Decidí que los perros podían darse un festín con él.

—Entonces estabas equivocado sobre el señor Stacy —dedujo ella—. No está aquí.

El meneó la cabeza.

—No, no estoy equivocado. De hecho, esta argucia me lo ha demostrado.

—Pero si no fue a buscar la comida...

—Si el tipo que se esconde en el bosque hubiera sido un vagabundo o un gitano errante, habría ido a buscar la comida. Stacy es más listo.

—Oh. —Sus nervios volvieron a ponerse en tensión—. Sabes que está allí, pero todavía sigues sin verlo.

—Sí.

«Por supuesto... Es lo más lógico».

Elliot se inclinó hacia ella sin soltar el rifle. Ella notó el calor que emanaba de su cuerpo a través de la ropa, de la tela calentada por él. La besó. Su barba incipiente le arañó los labios; su piel olía a viento, a frío y a seda.

—Termina de recoger la verdura —dijo él. La besó en la frente, alzó el arma y se encaminó hacia la casa a paso ligero.

Ella le observó marchar. Los pantalones de seda se ceñían a las nalgas más masculinas que Dios había creado nunca.

***

Elliot apretó las rodillas contra el pecho dentro de la vieja bañera de hojalata mientras recogía agua en una taza de latón para dejarla caer sobre su cabeza. El líquido caliente se deslizó por su cuello y su espalda, llevándose consigo la espuma y la suciedad.

Sintió la corriente de aire, aunque no había escuchado que se abriera la puerta por culpa del sonido del agua. Tenía la cabeza inclinada sobre las rodillas y no miró hacia arriba. Volvió a llenar la taza y sintió el calor en la piel cuando se echó el agua por la espalda.

—Adelante, Juliana.

La puerta se cerró y la ráfaga de aire desapareció.

—¿Cómo supiste que era yo?

Él la reconocería en cualquier lugar, en cualquier momento.

—He reconocido tus pasos. Sé cómo suena cada persona.

—Lo admito, no podrías confundirme con Hamish.

No, sin duda ella no era Hamish. En cuanto la escuchó entrar en la habitación, su dulce aroma llegó hasta él con la brisa y su miembro despertó, irguiéndose en todo su esplendor.

¡Maldito Stacy! Podía haberse pasado la noche abrazado a Juliana en lugar de sentado en las ramas de un árbol, esperándolo.

Tenía los ojos irritados por la falta de sueño, y los dedos comenzaban a arrugársele debajo del agua. Sin embargo, su pene estaba muy despierto.

Él sacó la mano del agua, dejando un rastro de gotitas sobre la alfombra que Mahindar había colocado debajo de la bañera. Tomó los dedos de Juliana y se los llevó a la mejilla.

—Me he afeitado —dijo—. Ya no parezco un bárbaro.

Vio que ella se ruborizaba.

—Me gusta cuando pareces un bárbaro.

Él se puso tenso y su pene corrió el peligro de asomar fuera del agua.

Ella le acarició el pómulo antes de rozarle los labios con las yemas. Él abrió la boca y le mordió la punta del dedo.

Notó que Juliana se estremecía, pero no se apartó. De hecho, observó con fascinación cómo él cerraba los labios alrededor de un dedo y lo succionaba.

—Por favor, cuéntamelo —pidió ella sin apartar la mirada de su boca—. Cuéntame qué te ocurrió en la India. Quiero entenderlo.

El ardor que hacía que le hirviera la sangre en las venas se comenzó a apagar. La soltó.

—Ahora no.

—No es un antojo mío. He venido aquí con el propósito de pedírtelo.

Él volvió a meter la mano en la bañera y cerró los ojos.

—No quiero regresar allí. Quiero estar aquí. Contigo.

—No insistiré en ningún detalle que resulte demasiado horrible para ti, pero quiero conocer lo esencial del asunto. Por favor, eres mi marido, déjame comprenderte.

Que ella usara la palabra «marido» hizo que el ardor volviera a crecer en su interior, pero sus dedos siguieron dentro del agua, con los músculos tensos.

—Mahindar...

—No quiero preguntarle a Mahindar. Quiero que me lo cuentes tú.

Se forzó a abrir los ojos, pero se deslizó en la tina para apoyar la cabeza en el borde superior.

—¿Por qué?

—Porque Mahindar solo sabe lo que tú le contaste. Estoy segura de que omitiste muchas cosas.

—Mmm... es probable.

Juliana se puso la mano en el pecho, sobre el corazón. Los dedos, húmedos por el contacto con su mejilla, dejaron un rastro mojado en el corpiño azul.

—Sé que lo que experimentaste fue horrible. Sé que dañará tu orgullo hablar de eso con tu mujer...

Él se rio y cerró otra vez los ojos.

—¿Mi orgullo? Mi orgullo fue domado hace mucho tiempo. El orgullo no vale nada. Nada.

La palabra llevó el frío aire de las montañas hasta él, el sonido del disparo, las interminables escaramuzas entre personas a las que no preocupaban los límites dibujados por los gobiernos, ya fuera el suyo o el Régimen Británico que los sometía antes de su independencia. Elliot se había escondido en una grieta entre las rocas, al lado de Stacy, sin preocuparse. Podían salir cuando oscureciera y bajar entonces la ladera hasta un lugar seguro. Aquello serviría para no despertar habladurías locales.

De pronto, estaba allí. Aquellas familias... Dos estúpidos ingleses y sus esposas, con sus salacots, acompañados por sus hijos y algunos sirvientes hindúes, dispuestos a explorar el camino que había seguido Alejandro Magno.

Estúpidos ingleses que pensaban que el color de su piel y su nacionalidad les salvaría. Sin embargo al atravesar el paso fueron atacados por miembros de una tribu a la que importaba muy poco su procedencia. Los nativos habían vivido en sus fortalezas talladas en la roca durante siglos, ni siquiera Alejandro Magno, uno de los más grandes generales jamás conocidos, había podido con ellos.

Recordó el terror, los gritos de las mujeres, de los niños. Stacy y él habían salido de su escondite y bajado la ladera. Les había dicho a los muy idiotas que corrieran... Fueron lentos, demasiado lentos.

Se escucharon disparos y una de las mujeres resultó alcanzada. Gracias a Dios, solo herida, pero sus gritos de horror habían retumbado en sus oídos durante demasiado tiempo.

Stacy y él habían mantenido una apresurada conversación para decidir su estrategia. Tenían que ser muy drásticos para salir con vida. El mantendría cubiertos a los miembros de la tribu con su Winchester de repetición, mientras que Stacy reunía a las familias inglesas al pie de la colina. Su amigo regresaría cuando los dejara a salvo y cubriría su retirada.

Pero Stacy no regresó. El mantuvo alejados a los miembros de la tribu durante mucho tiempo, pero estaban decididos a someter al francotirador que había en el paso. Finalmente, se le acabó la munición y le capturaron.

Le ardieron las manos cuando le arrancaron el rifle. Le despreciaron y le llamaron cobarde, luego le mancharon con la sangre de sus camaradas caídos y se pusieron a darle patadas con idea de matarle. Stacy había desaparecido y el rescate no se produciría jamás.

Se estremeció bajo los golpes, las patadas, los impactos de las varas y de la culata de su propio rifle.

Comenzó a resistirse, mojando el suelo con el agua. Fueron las manos de Juliana en sus hombros lo que le paralizó.

—Elliot...

Él abrió los ojos ante la brillante luz del sol escocés, dentro del agua tibia, con los brazos de Juliana rodeándole desde atrás.

Ella no le preguntó por qué había comenzado a pelear. No le exigió que le contara qué había recordado. Solo le abrazó sin que le importara que se le mojaran las mangas; el fino paño azul se oscurecía con el agua.

El giró la cabeza y la besó en la mejilla, saboreando la sensación de sentir su aliento sobre la piel húmeda. Los gritos, los disparos y los aullidos enfurecidos de los hombres se desvanecieron, siendo reemplazados por el tranquilizador sonido de sus labios sobre los de ella.

Alzó la mano mojada para desabrocharle los botones del corpiño, pero sus dedos estaban demasiado resbaladizos.

—Quítate esto —pidió, tirando de un botón.

Ella abrió mucho los ojos.

—¿Ahora?

—Has sido tú la que ha entrado mientras estoy bañándome. —Donde él no podía alejarse de ella—. ¿Cómo pensabas que acabaríamos?

Pasó el dedo por el borde abotonado del corpiño hasta el lugar húmedo donde ella había puesto la mano. En el hombro también había una zona más oscura por culpa del agua, allí donde él había apoyado antes la cabeza.

—Estoy muy mojado, ¿verdad?

Cuando ella se desabrochó los dos primeros botones del corpiño, su erección volvió a erguirse, más dura que nunca.

—Levántate —le pidió—. Desnúdate para mí. Quiero ver cómo lo haces.

Vio que Juliana se ruborizaba, pero se levantó sin apartar la mano de los botones.

—Solo una mujer muy descarada haría tal cosa.

—Solo es descaro si el hombre para el que se desnuda no es su marido. —El entrelazó los dedos en la nuca; su sangre estaba ahora más caliente que el agua—. Pero eres descarada, muchacha. Fuiste tú la que se sentó en el regazo de un hombre, en un lugar sagrado, y le pidió que se casara contigo.

—No ocurrió exactamente así.

—Bueno, es así como yo lo recuerdo, cariño. Venga, desabróchate el vestido.

El volvió a apoyar las manos en el borde de la bañera, pero esta vez sus dedos estaban relajados y cálidos.

Ella, tras una corta vacilación, desabrochó otro botón de su corpiño. El cubrecorsé que llevaba debajo poseía un escote muy profundo y atractivo. El clavó los ojos en sus dedos, algo temblorosos, mientras seguían abriendo el vestido hasta la cintura.

—Quítatelo... —pidió.

Ella se deslizó el corpiño por los hombros y lo dejó sobre el respaldo de una silla. Tenía los brazos desnudos y el corsé se ceñía a sus pechos y cintura.

—Sigue... —ordenó él.

Juliana se puso roja y el rubor que le cubría las mejillas siguió bajando por el cuello. Lo mismo que las pecas que se esparcían por su nariz, que también continuaban por su garganta hasta los pechos, dibujando un aleatorio patrón entre sus senos. Aquel sonrojo las enfatizaba.

La vio desengancharse el cubrecorsé y llevar los brazos a la espalda para desatar los lazos. Cuando logró desprenderlos —con un suspiro de al i vio—— dejó a la vista la parte superior de la camisola.

—¿Me quito también la falda? —preguntó, dejando el corsé sobre el corpiño.

—Y las enaguas, y lo que sea que lleves debajo...

—El diseño del vestido hace necesario que lleve debajo un pequeño polisón. —Ella soltó la falda de la cintura y la bajó bruscamente. Luego desató y se deshizo de las enaguas, lo mismo que del polisón.

Se quedó desnuda salvo por la camisola, las medias y los zapatos. El clavó los ojos en ella cuando llevó la mano a los cierres de la camisola.

—¿Me quito esto también?

Sus recuerdos le llevaron de regreso a una época en la que había sido dolorosamente joven y regresaba a casa de permiso desde la India. Sus compañeros y él habían terminado en un club nocturno de Marsella, donde las jóvenes prostitutas les provocaban en ropa interior mientras gritaban «¿Qué nos quitamos ahora, messieurs?».

Pero aquellos breves vislumbres de pecado no habían sido ni la mitad de eróticos que Juliana, con solo la camisola, preguntando tímidamente, «¿Me quito esto también?».

—Solo los zapatos y las medias —le ordenó él. Todo su cuerpo estaba relajado menos su pene, que seguía tan rígido como un palo de mayo. Pero, después de todo, ¿qué representaba un palo de mayo?

—Oh, sí. —Juliana se deshizo de aquel práctico calzado y de las medias.

—Suficiente —dijo él cuando terminó—. Ven aquí.

Ella se acercó con cierta vacilación a la bañera. Un paso... otro...

El alargó la mano, le rodeó la cintura con el brazo y la atrajo hacia su regazo.

Ella no gritó cuando se mojó, se rio.

Su risa era preciosa para él. Y que se riera cuando estaba a su lado, era todavía mejor.

La introdujo en la bañera, sobre sus muslos, contra la tiesa erección y la apresó entre sus brazos con fuerza, manteniéndola lo más cerca que podía.

Juliana se apoyó en él y decidió que ver a Elliot mojado era una imagen grandiosa. Tenía las pestañas perladas por el agua y el pelo dorado más oscuro y pegado a la cabeza. Detrás de las espesas pestañas, el gris de sus iris se veía tan claro que resultaba casi plateado y su mirada era caliente, incluso a pesar del agua cada vez más fría.

Las gotitas de agua brillaban en sus hombros y en el hueco de la base de la garganta antes de deslizarse por las líneas del tatuaje. El líquido se enredaba también en el vello que le cubría el torso, oscureciendo las hebras doradas.

El la acarició con sus grandes manos por encima de la camisola mojada, moldeando su cintura antes de subir hacia sus pechos. Ella notó que tenía los ojos rojos por la falta de sueño, pero su contacto era seguro y poderoso.

Elliot siguió subiendo las manos hasta encerrarle el rostro entre ellas para deslizar los pulgares por la mandíbula e inclinarle la cabeza hacia atrás. La beso en los labios, lamiendo el agua que los cubría con la lengua.

Ella le chupó el pómulo, disfrutando de la textura de su piel bronceada. Él le buscó la boca de nuevo, profundizando el beso para hacerlo menos juguetón.

Estaba empapada, con la camisola tan pegada al cuerpo que la tela no ocultaba nada.

Elliot deslizó las manos por su figura, ahuecándolas sobre sus pechos, y los pezones se le erizaron contra las palmas. La besó con lenta deliberación; un hombre relajado en busca de placer.

Estaba excitado, la firme dureza de su pene lo demostraba. Ella se contoneó contra él, disfrutando de su contacto.

—Atrevida muchacha —susurró Elliot.

Volvió a bajar las manos a su cintura para deslizar y quitarle la camisola. La prenda aterrizó en el suelo con un húmedo sonido.

Allí no había sitio para que Elliot le hiciera el amor. La besó de nuevo lamiendo el agua de sus labios, acariciándole la boca. Ella le acarició los hombros y la espalda resbaladiza, apretándose contra él para profundizar el beso.

Notó las manos de su marido por todas partes —en los muslos, en las nalgas, la cintura, los pechos— mientras la besaba con anhelo, frotando sus labios contra los de ella.

De pronto, él se irguió, levantándose de la bañera con ella en brazos. El agua chorreó de nuevo desde sus cuerpos hasta la bañera y el suelo. Hizo que sus pechos desnudos se pegaran contra su torso mojado.

Siguió besándola sin dejar de estrecharla con fuerza, sosteniendo sus nalgas con un brazo mientras le devoraba la boca con avidez. La colocó para que pudiera envolverle la cintura con las piernas y su dura excitación anidó contra el interior de sus muslos cuando salió de la bañera.