22
«¿Cómo consigues hacerme bailar en la palma de tu mano, Juliana McBride?», se preguntó Elliot.
Los ojos de su esposa centelleaban con obstinada determinación, y sus labios temblaban tras aquella declaración.
«Te amo con cada aliento de mi cuerpo».
Le acarició la mejilla con suavidad antes de inclinarse para besar aquellos tiernos labios que llevaba todo el día deseando saborear.
—Entonces tendré que encontrarle antes —concluyó él con la boca sobre la de ella——. Y esta vez no mandes a todo el pueblo a buscarme.
La determinación de Juliana se convirtió en preocupación en un latido. Ver en ella aquella emoción estremeció su corazón.
—Ten cuidado.
—Siempre, cariño. —La besó otra vez antes de soltarla con renuencia para recuperar su rifle.
«Juliana me cree», canturreaba su corazón mientras salía de la estancia para encontrarse con que todos, incluida la perra, estaban reunidos en el pasillo, frente a la puerta del comedor. Intentaron fingir que estaban ocupados en algo cuando salió, pero él atravesó velozmente entre ellos, sin verlos.
«Juliana me cree».
El resto del mundo pensaba que estaba loco y sin remedio, pero ella había decidido confiar en él. Juliana acababa de hacerle el regalo más hermoso que le hubieran hecho nunca.
***
El día de la fête de verano amaneció prometedor. El clima era benigno, el cielo estaba azul y solo se veía salpicado por algunas nubes blancas que flotaban sobre las cimas más altas.
Juliana brindó al día una breve mirada, aliviada de que la lluvia se hubiera detenido. Las dos noches anteriores habían sufrido fuertes tormentas con vientos casi huracanados y salvajes relámpagos. Hamish estaba convencido de que había vuelto a ver a un fantasma y se negaba a salir de la cocina, pese a que ella intentó disuadirlo por todos los medios.
Elliot había seguido buscando al señor Stacy. Había salido a recorrer las colinas incluso a pesar del mal clima, pero jamás encontró huellas de su presa. El señor Stacy se había escondido muy bien o había abandonado el área.
Ella sabía que Stacy no iba a asomar la cabeza, y también lo sabía Elliot. Aquel hombre había acudido allí por una razón y si poseía el carácter que su marido aseguraba, no desaparecería mientras no lograra su propósito.
El hecho de que la casa comenzara a llenarse de invitados también podía estar jugando un papel en la ausencia de Stacy. El primero en llegar fue Sinclair McBride y sus dos hijos, Andrew y Catriona. el niño tenía seis años y congenió enseguida con Priti y su cabra, mientras que Catriona que ya había cumplido unos dignos ocho años, prefirió sentarse en la salita y hojear sus figurines de moda.
Juliana sospechó que eran niños solitarios, aunque pronto supo por qué Sinclair se refería a ellos como «ingobernables terrores». El día de su llegada, Andrew logró llevar a la cabra al piso superior sin que nadie se diera cuenta y la escondió en la diminuta habitación que ocupaba Komal. Los chillidos y la reprimenda duraron horas, mientras la cabra balaba salvajemente, feliz de escapar. Durante todo aquel tiempo, Caitriona permaneció sentada con adamirable serenidad en la salida, sosteniendo una muñeca rubia al tiempo que pasaba las páginas de la revista, sin interesarse por el revuelo... Sin mostrar interés por nada.
Los siguientes en llegar fueron Ainsley, Cameron y su bebé, Gavina. El resto de los Mackenzie les siguieron poco después; lord Ian, su esposa Beth y sus hijos llegaron acompañados de Daniel Mackenzie, el hijo ya adulto de Cam.
Un caballero llamado Fellows apareció silenciosamente un día más tarde, para su sorpresa. Le había invitado, por supuesto, pero él le había respondido con rapidez que no estaba seguro de si podría realizar el viaje desde Londres y que no contara con su presencia.
—Me alegra que haya podido asistir a pesar de todo, señor Fellows —comentó ella tras recibirle en el vestíbulo—. ¿Ha podido escapar de su trabajo?
—No —repuso él brevemente en el tono seco que, por lo que ella averiguó después, era el que acostumbraba a usar—. Realmente no.
Lloyd Fellows, detective en Scotland Yard, era hermanastro de los Mackenzie y compartía su aspecto: pelo oscuro con matices rojizos y ojos dorados. Su postura, sus gestos calmados y la manera en que inclinaba la cabeza para escucharla, le hacían recordar a lord Cameron.
Por lo que había escuchado, el señor Fellows era un buen detective, aunque solo había coincidido con él en una ocasión, en la boda de Hart Mackenzie, y solo durante un breve saludo.
—Bueno, sea como sea, estoy encantada de que haya dispuesto de tiempo para asistir al primer acontecimiento que ofrecemos como anfitriones —aseguró ella.
—Me temo que no estoy aquí por placer, señora McBride. He venido en respuesta al telegrama que me envió su marido.
—¿Elliot le ha enviado un telegrama?
Resultó evidente al instante que el señor Fellows no tenía intención de explicarle el contenido del telegrama. Miró a su alrededor y observó el suelo de piedra recién restaurado así como 1os paneles reparados y barnizados.
—Había escuchado que el castillo McGregor era una auténtica ruina. Me alegra constatar que los rumores se equivocaban.
—Hemos realizado un enorme trabajo de rehabilitación desde que llegamos. Ahora, si quiere hablar con mi marido, creo que le encontrará en el río, con lord Ian. Están pescando; es un pasatiempo en el que ambos encuentran mucho placer.
—Gracias. —Fellows realizó una pequeña reverencia—. Me acercaré hasta allí.
Se alejó sin añadir nada más.
Sí, muy educado, pensó ella, pero poseía una dureza que indicaba que tenía que recordarse a sí mismo que debía mostrarse educado.
Cuando Fellows desapareció de su vista, ella se concentró en los demás invitados y en los preparativos del acontecimiento.
***
Elliot decidió que lord Ian Mackenzie era uno de los hombres más refrescantes que había conocido nunca.
Al único miembro de la familia Mackenzie que había tratado extensamente era a Cameron, el marido de su hermana. Pero Cam y él eran demasiado diferentes para forjar una amistad instantánea. Podían hablar de caballos, pero su cuñado criaba campeones, caballos lujosos y valiosos, mientras que él prefería hacerlo sobre bestias útiles en los campos de trabajo.
Los dos habían dado la vuelta al mundo, aunque Cam se había alojado en los hoteles más renombrados y elegantes y él lo había hecho para ganarse la vida a duras penas con la paga de militar, conviviendo con reptiles y enormes insectos en casuchas inmundas.
Sin embargo, era fácil estar con Ian Mackenzie. Para empezar era un hombre que no consideraba necesario hablar.
Además, Ian sabía realmente en qué consistía pescar. Un tipo permanecía de pie sobre la roca y lanzaba el hilo, luego esperaba en silencio. Podía prestar apoyo en un momento puntual a un pescador cercano antes de regresar a su propia tarea cuando lo hubiera hecho.
Todas las demás personas que Elliot conocía querían charlar. Incluso McPherson y McGregor, aunque ambos tenían buena intención, esperaban que aportara su granito de arena a las conversacios y le miraban con desconcertada paciencia cuando no lo hacía.
Ian, por su parte, se dedicaba a pescar. Y mantenía la boca cerrada.
No se habían dicho ni palabra el uno al otro desde que le encontró examinando las cañas de pescar en el vestíbulo de servicio en la parte de atrás del castillo McGregor. Cuando le preguntó si pescaba, se limitó a asentir con la cabeza y a pasar los dedos por una de las cañas particularmente buena. Entonces le invitó a acompañarle.
Habían cogido las cañas y los rejones para dirigirse al río, donde permanecían callados e inmóviles desde entonces. Dejó a un lado cualquier pensamiento sobre Stacy y la ingente cantidad de personas que estaban a punto de alojarse en su casa. No existía nada más que el caer tranquilo de los cebos en el agua, el zumbido apenas perceptible de las moscas y las ondas de los peces que se aproximaban al anzuelo.
Él había pescado dos piezas e Ian tres cuando una oscura figura, vestida con indumentaria apropiada para las sucias calles de Londres y no para las Highlands, hizo su aparición bajando por el camino que conducía a la orilla del río.
—Señor McBride. —El hombre le tendió la mano. Él se pasó la palma por el kilt, húmeda tras haber sacado los peces del río, y se la estrechó. El tipo saludó a Ian con la cabeza, que le reconoció con una mirada antes de volver a concentrarse en la pesca—. Soy el inspector Fellows.
—Lo había deducido —repuso él.
—He investigado el asunto que usted me pidió —informó Fellows—. Puedo informarle aquí o podemos... —Señaló en dirección al castillo McGregor, del que solo eran visibles las almenas de la parte superior por encima de las copas de los árboles.
—Prefiero que lo haga aquí —dijo él—. Si regresamos a casa seremos reclutados para realizar alguna tarea.
El inspector recibió sus palabras con media sonrisa.
—Ian no dirá nada —aseguró él, lanzando otra mirada de soslayo al Mackenzie, que parecía mucho más interesado en el río que en su conversación.
—Archibald Stacy —comenzó Fellows—. Se alistó en 1874 y fue a la India con su regimiento. Era oficial.
—Mmm, es dos años menor que yo —comentó Elliot—. Cuando ocurrió eso yo era teniente. Ya sabía disparar y poseía una puntería magnífica. Me ordenaron que le enseñara a ser francotirador. Aprendió con rapidez.
—Abandonó el regimiento cuatro años después, decidido a integrarse en la vida civil en la India, pero eso usted ya lo sabe.
—No tuve problemas en echar una mano a un viejo amigo.
La expresión de Fellows no cambió. Era un hombre cumpliendo con su trabajo; un experto en valorar datos comprobables. Pero él notó en sus ojos color avellana cierto brillo de curiosidad que le llevarían a establecer más conexiones que alguien que solo tomara nota escrita de los hechos.
—El señor Stacy falleció en Lahore, tras un terremoto que acabó con bastantes vidas —continuó Fellows—, antes de que usted regresara a Escocia.
—Desapareció antes —comentó él——. Cuando regresé a mi plantación en octubre, después de escapar, Stacy ya se había marchado. O eso me ha dicho mi criado. En mi mente hay grandes lagunas temporales.
—Resulta interesante que Stacy viajara a Lahore —meditó Fellows—. Su plantación estaba cerca de Pathankot, en el estado nativo de Chamba. Eso queda más al Este, ¿verdad? Lo miré en un mapa —añadió el hombre en aquel tono seco cuando notó su sorpresa. Para muchos ingleses la India era un lugar y nada más. Un sitio al que viajar. No conocían las enormes diferencias que había en clima, vegetación, fauna y costumbres con Inglaterra. Los británicos seguían escandalizándose por los cambios que veían cuando se trasladaban a zonas como Bengala o al norte de Punjab.
—Si está preguntándome qué le llevó a Lahore —dijo él—, no tengo ni idea. Poseía intereses comerciales en Rawalpindi, pero por lo que yo sé, no en Lahore. Como ya le he comentado, mi mente no estaba muy coherente cuando regresé y, además, llevaba desaparecido casi un año.
Fellows aceptó aquellos datos con un movimiento de cabeza y él le agradeció que no mostrara señales de simpatía ante la lacónica declaración del tiempo que había pasado en cautividad.—Por supuesto hubo una investigación oficial cuando echaron de menos a Stacy tras el terremoto —continuó informando el inspector—. La pusieron en marcha las autoridades británicas locales. Él había sido visto en varias ocasiones antes del seísmo, pero no después. Todos los cuerpos recobrados fueron trasladados a un edificio, pero estaban demasiado maltratados para poder ser identificados, y son muchos los testigos que le sitúan en esa área aquel día. Expidieron un certificado de defunción y cerraron el caso.
—¿La investigación fue muy exhaustiva?
Fellows encogió los hombros.
—Por el informe que leí, y las respuestas a mis telegramas, diría que no. Pero no puedo culparles... La situación debía de ser caótica. Sin embargo, Stacy jamás regresó ni anunció que hubiera sobrevivido.
—Es posible que un hombre quiera hacerse pasar por muerto —comentó Ian sin apartar la vista del agua—. Así todo el mundo pensará que lo está.
Fellows miró a Ian sorprendido.
—¿Lo dices por experiencia?
Ian tiró del sedal y volvió a lanzarlo al agua. El chasquido al sumergirse fue el único sonido que se escuchó mientras esperaban su respuesta. Él llegó a pensar que no respondería.
—Un hombre en el manicomio hizo que le declararan loco para evitar que le matara su tío, que quería su herencia.
—Entonces, su tío consiguió la herencia —adujo Fellows—. Si ese hombre fue declarado loco, el dinero que poseía pasó a manos de su tío en cuanto lo encerraron en el asilo.
—No le importó. Lo único que quería era seguir vivo.
—Pues hay otras maneras de conseguirlo —aseguró Fellows—. Es posible que el señor Stacy hiciera algo similar; que utilizara como ventaja la confusión posterior al terremoto y desapareciera del mapa. Si conocía el área y sabía cómo confundirse con el entorno, nadie se habría dado cuenta. Redactarían un informe declarándole oficialmente desaparecido o muerto. Fin del problema.
—Aunque no sé por qué Stacy querría ser considerado muerto —dijo él pensativamente mientras sostenía la caña con una mano y desenredaba un nudo del sedal con la otra—. Ni por qué ha venido aquí a espiarme.
—No sé la respuesta a eso. ¿Le gustaría escuchar más?
Fellows sonaba paciente, pero él sabía que ensamblar la información que había recabado le había llevado a aquel hombre mucho tiempo y problemas.
—Sí. Gracias por esto.
—Es mi trabajo. Y su hermana puede llegar a ser... muy persuasiva cuando quiere algo. Un hombre que dijo llamarse señor Stacy, y cuya descripción coincide con la de él, alquiló un cuarto de huéspedes en Londres hace algunos meses. Jamás dio problemas a la propietaria, pero un día se fue y no regresó, dejando allí sus pertenencias. Pero había pagado algunos meses por adelantado, así que la mujer no se ha preocupado.
—¿Algún testigo de que dejara Londres? ¿De que viajara a Escocia?
—Claro que no. Los detectives solo encuentran maleteros serviciales, de esos que recuerdan a los pasajeros de cada tren que comunica Londres con el resto del país, en las novelas.
—En otras palabras —concluyó él—, Stacy se ha ocultado.
—¿Va a esperar a que destruya la fête de su mujer antes de darle caza otra vez? —preguntó Fellows—. Parece esa clase de hombre.
—Estoy seguro de que su intención es esa. Con tantos desconocidos vagando por los alrededores, todo el mundo le dará la bienvenida. Es la oportunidad perfecta.
—Supongo que no es posible convencer a su mujer para que la suspenda, ¿verdad?
Él se permitió esbozar una sonrisa.
—Mi mujer está decidida.
Desde el agua, Ian se rio. Fue una risa cariñosa, aunque no alzó la mirada de su sedal.
—Mi Beth también es así. —El cariño no podía ser más evidente en su voz.
Fellows y él observaron a Ian hasta que desapareció de su vista, con el kilt moviéndose al compás de sus pasos, en busca de otro lugar para seguir pescando.
—Es un hombre diferente desde que se casó —confesó Fellows en voz baja.
El podría decir lo mismo sobre sí mismo. En las dos semanas que llevaba casado, la opresión que dominaba su cuerpo había comenzado a desaparecer. Todavía tenía pesadillas, pero cuando despertaba se encontraba con la mano tranquilizadora de Juliana, con su voz, con sus besos...
Fellows pasó una mano por delante de su cara.
—¿Todavía está aquí conmigo, McBride?
Elliot respiró hondo y se esforzó por no apartar de golpe la mano del hombre, como si fuera un tigre irritado.
—Estaba pensando en mi esposa.
—Mmm... —Fellows arqueó las cejas y pareció irse muy lejos, como si también él estuviera pensando en alguien—. ¿Quiere saber lo que he averiguado sobre el señor Dalrymple?
—Sí. ¿Qué ha averiguado?
—Nada. Nada en absoluto. No encontré pruebas de que un tal George Dalrymple, casado con Emily, existiera.
—Entonces, ¿quién puñetas es?
—¿Quién sabe? Si está intentando chantajearle, es que es un ladrón o un timador profesional. Semejante tipo de personajes suele esconderse detrás de nombres falsos.
—Dalrymple consiguió de alguna manera una copia del certificado de defunción de Stacy, pero este le disparó antes de que pudiera dármelo. —Se preguntó si Stacy no había querido que él viera el documento o, simplemente, estaba molesto con Dalrymple. A fin de cuentas, solo le había disparado a la mano—. Los Dalrymple se han concentrado en sí mismos desde el suceso, les he vigilado.
—Sin embargo les haré una visita —comentó Fellows—. Es posible que le reconozca; tengo buena memoria.
Ian se rio de nuevo desde donde estaba, en un banco de arena sobre el río. Parecía una risa irónica.
—¿Alguna otra cosa? —preguntó él a Fellows.
—Eso es todo lo que he descubierto hasta ahora.
—Es mucho. —Comenzó a enrollar el sedal—. Se lo agradezco.
El detective le observó con sorpresa.
—¿Va a regresar al castillo? ¿Y qué me dice de esas tareas que van a endosarle?
—Hace poco tiempo que me he casado —explicó—, pero es suficiente para saber lo importante que es tener contenta a mi esposa.
Fellows asintió con la cabeza, arqueando las cejas, y la risa de Ian les acompañó de nuevo.
El inspector comenzó a caminar a su ritmo mientras él apoyaba la caña en el hombro, de camino a casa. Ian se quedó pescando en silencio y haciendo caso omiso a su marcha.
***
Los alrededores del castillo estaban llenos de gente cuando Elliot y el inspector regresaron. Hamish, que había dejado de ocultarse al desaparecer las tormentas, estaba ocupado yendo de un lado a otro y complaciendo a todo el mundo. Él le había aleccionado para que le buscara lo más rápido posible si veía en la Jete a alguien que no conocía.
—No hay nadie fuera de lo normal —aseguró el chico cuando se acercó a él—. Ningún desconocido que no haya visto antes.
—Muy bien, muchacho. Mantén los ojos abiertos.
——Sí, señor. La señora McBride le está buscando. Está un poco... molesta.
Tendió al chico la caña de pescar y siguió el dedo con el que Hamish le indicaba la dirección en la que se hallaba su esposa. Ella parecía superada por las circunstancias. Algunos mechones de pelo se le habían soltado y sus faldas giraban formando remolinos mientras ella apuntaba, explicaba, dirigía y discutía en todas direcciones.
El la observó durante un momento disfrutando de la imagen de sus mejillas ruborizadas y sus ojos brillantes. Es posible que Hamish considerara que estaba molesta, pero él solo veía a una mujer haciendo lo que más amaba.
—Oh, aquí estás, Elliot. —Salió a su encuentro cuando se aproximó. Necesito que te encargues de la venta de los artículos donados. La señora Rossmoran no se encuentra bien.
—¿Qué le ocurre? —preguntó, preocupado, antes de arquear las cejas—. ¿Le pediste a la señora Rossmoran que se encargara de vender los artículos donados?
La mirada de su esposa le dijo que estaba siendo demasiado simple.
—No, pero debía hacerlo. Ahora, Fiona deberá quedarse en casa para ocuparse de su abuela. Dice que se encuentra mal... ¡ja! A la señora Rossmoran no le gustan las fêtes y no quería quedarse sola mientras Fiona nos ayudaba. De todas maneras, esa chica debía ser la adivina y ahora tendré que ocupar su papel, pero necesito que alguien vigile mientras tanto la mesa con los objetos donados. No te preocupes, es muy sencillo. Te pones detrás de la mesa, guardas el dinero que te entreguen y no permitas que nadie se vaya sin pagar. —Juliana comenzó a caminar hacia la casa antes de mirarle por encima del hombro—. E intenta vender las cosas. El dinero que se consiga está destinado para reparar el tejado de la iglesia. Sabes ser fascinante; hechízalos con tus encantos. —Y se marchó.