5
Juliana no había tenido intención de llorar, pero se había dado cuenta de repente de que esa noche podría haber estado en la cama del hotel con Grant, en lugar de en un castillo de cuento al amparo de la cálida fuerza de Elliot McBride. ¡Qué suerte había tenido! ¡Bendita fuga!
Notó los labios de Elliot en las mejillas, secando con besos sus lágrimas.
—Lo siento —susurró ella.
Los besos de él llegaron hasta su boca. Firmes, seguros, rozando el labio inferior y dibujando la curva del superior. Hacía calor en la habitación, y más todavía debajo de las sábanas, donde la cercanía del cuerpo de Elliot la hacía sudar.
El lamió las gotas de transpiración que le aparecieron sobre el labio al tiempo que le retiraba el pelo de la cara con mano firme. Un impulso primitivo atravesó todo su cuerpo, borrando de su mente todas las advertencias que Gemma le había hecho sobre el primer coito. Aquella debería haber sido una obediente noche con el señor Barclay, pero se encontraba con Elliot, el hombre del que se había enamorado cuando era una niña y con el que jamás soñó que estaría.
El volvió a acariciarle los labios con los suyos antes de introducirle con rapidez la lengua en la boca. Elliot cerró los ojos mientras la besaba, moviéndole la cabeza con los dedos al tiempo que le pasaba los pulgares por las sienes. Notó que él abría el botón superior del camisón y deslizaba una mano en el interior, tocando la piel húmeda, hasta detenerse sobre un pecho. Ella se arqueó para sentir la mano ahuecada sobre el firme montículo, sin dejar de besarle con los labios separados y anhelantes.
Elliot volvió a barrer el interior de su boca con la lengua, ahora con más insistencia. Buscaba una respuesta, parecía querer devorarla, succionarla.
Era el beso de un amante. Elliot McBride, su amante.
El movió los callosos dedos sobre su pecho para amasarlo con suavidad. Atrapó el pezón entre dos dedos y tiró. Juliana jamás había experimentado aquella sensación envolvente alrededor de la areola, y notó que la punta se erizaba y endurecía.
Apenas podía respirar. La cama estaba demasiado caliente; la boca de Elliot sobre la suya no le dejaba tomar aire. Él volvió a tirar del pezón, provocando que las sensaciones fueran todavía más intensas.
El fuego que se avivaba en ese punto parecía ir disparado al centro de su vientre. El cuello del camisón se humedeció con su sudor; pensó que moriría de placer.
Le empujó. La lengua de Elliot le llenaba la boca y no podía hablar. Intentó cerrar los labios, pero él no se lo permitió.
Le volvió a empujar con las dos manos en el pecho. Por fin, Elliot rompió el beso, pero dejó los labios suspendidos sobre los de ella.
Tenía los ojos entreabiertos y parecían oscuros a la luz de la luna, con brillantes destellos plateados. Una solitaria gota de sudor bajaba por su garganta.
—No podía respirar —se disculpó ella.
Elliot no dijo nada. Sacó su cálida y maravillosa mano del interior del camisón, desabrochó el resto de los botones y le aflojó la prenda hasta la cintura.
Deslizándose hacia abajo sobre su cuerpo, Elliot inclinó la cabeza y cerró los labios sobre la punta del seno que antes había acariciado con la mano.
El aire entró precipitadamente en los pulmones de Juliana. Allí estaba el oxígeno que había perdido, pero ahora tenía de sobra.
Una oleada de calor la recorrió de pies a cabeza, irradiando desde el punto donde la boca de Elliot succionaba su pecho.
Le chupó con los ojos cerrados, como si así se concentrara mejor en las sensaciones. Notó que le apretaba el montículo suavemente con aquellos dedos callosos para que el pezón asomara un poco más. Entonces pareció tragarlo, succionarlo una y otra vez; lo mordió y tiró de él.
Ella se retorció bajo su cuerpo con el corazón acelerado. Entre sus piernas se avivaba un fuego candente y parecía estar poseída por el anhelo de frotar aquel punto contra él.
—Elliot, ¿qué estás haciéndome?
Él no se detuvo a responder. Movió la boca con más insistencia, hasta el punto que ella comenzó a sentir una dolorosa comezón y la abertura entre sus piernas pareció dilatarse y calentarse.
—Necesito... —Juliana se detuvo. No sabía lo que necesitaba.
Él le soltó el pecho y comenzó a jugar con la lengua sobre el pezón. Ella se arqueó hacia arriba, buscando su boca, pero Elliot se apartó, haciéndola lanzar un gemido de protesta.
Entonces, él hizo resbalar una mano más abajo, hasta que deslizó los dedos entre sus piernas. Ella contuvo el aliento y abrió mucho los ojos al notar que tocaba el punto más caliente de su cuerpo.
Cuando hundió las yemas en su humedad, Elliot cerró los ojos otra vez y se detuvo. Casi podía oler el anhelo de Juliana por él, la miel en la oscuridad.
En esa cama, envuelto en la calidez de Juliana, estaba a salvo. La vacía negrura, el frío, el sofocante calor... desaparecían. Allí no podían alcanzarle. Ella era seguridad, luz, calidez.
También era una mujer que deseaba las caricias de un hombre sin comprender lo que pedía. Él le enseñaría. Le daba igual que le llevara uno o diez años, le mostraría todo.
Introdujo un dedo suavemente en su interior. Ella se contoneó contra su mano y él apretó la palma contra el tierno brote que era el epicentro de su necesidad.
—¿Qué haces...? —Las palabras de Juliana se interrumpieron con un sollozo.
—Estoy preparándote. —Él no sabía demostrar amor a las mujeres, no sabía consolarlas. Solo cómo tocar sus cuerpos y conseguir que estuvieran en silenciosa comunicación con el suyo.
Notó el rizado vello púbico de Juliana contra la palma mientras sumergía el dedo en aquella húmeda calidez. Juliana no había hecho eso antes; lo supo por la manera en que reaccionó cuando comenzó a acariciarla. Era una sensación nueva para ella, y también para él, porque estaba con ella.
«Llevo esperándote toda mi vida».
Perdido en la oscuridad y el hambre había soñado con ella, pero sus sueños habían estado incompletos. No había sentido todo su aroma, ni el calor de su piel; no la había percibido bajo su cuerpo.
Retiró los dedos y se los llevó a la boca. Tampoco conocía entonces su sabor; un dulce néctar. Necesitaba más.
Lamió entre sus pechos, degustando la sal en su piel. Luego besó su vientre mientras retiraba el resto del camisón de su cuerpo y depositó un beso en la unión entre sus piernas.
Cuando notó que ella contenía el aliento, comenzó a saborearla justo donde la había tocado antes, entrando con la lengua en el mismo lugar que había penetrado con el dedo.
Era dulce como la miel. La lamió y bebió de ella, recreándose en la estrechez de su cuerpo.
Se deleitó en su sabor, se alimentó de ella.
«Si tengo suficiente de ella, no volveré a tener miedo otra vez».
Juliana llevó las manos a su pelo y tiró de sus cabellos mientras él lamía. Sus pequeños gemidos ahogados le volvían loco. Notó que ella comenzaba a moverse, a seguir con las caderas el ritmo de su degustación, mientras él clavaba su dureza en el colchón.
—¡Elliot!
Cuando escuchó su grito, sintió las leves contracciones en su funda, la necesidad femenina, el placer más embriagador de todos.
Juliana era virgen y él sabía que le dolería cuando la penetrara, pero estaba mojada y bastante dilatada, y ya había perdido el control.
Le gustaría yacer allí, lamerla mientras alcanzaba el éxtasis contra su boca, volver a llevarla al clímax una y otra vez. Toda la noche.
Pero su cuerpo demandaba liberación. Su miembro estaba tan rígido que dolía. Arrancó la boca de aquel hermoso y salvaje lugar, se liberó de los pantalones de seda y se deslizó sobre ella.
Tuvo que detenerse un instante para disfrutar de lo suave que era sentirla debajo. Luego empujó con fuerza.
Ella abrió los ojos como platos. Su hermosa Juliana... Y su grito silencioso se convirtió en un gemido. Pero no fue de dolor. Le ciñó con su funda, anhelándole, queriendo que inundara su pasaje para que la leve barrera desapareciera.
Loco de necesidad, embistió una vez, y otra, y otra... antes de hundirse hasta el fondo y soltar su simiente, uniendo sus gritos a los de ella.
Siguió impulsándose, moviendo las caderas, necesitándola, incapaz de tener suficiente. La brisa entraba por la ventana y movía la vieja contraventana, que batía ruidosamente contra el marco hasta que una racha de viento cayó sobre la cama.
Le enfrió la piel y a ella la hizo temblar. Sus envites se fueron moderando y se dobló, formando una curva protectora sobre Juliana.
Protegerla. Siempre protegerla. Juliana era suya. Aquella misma mañana, en la iglesia, había declarado que le pertenecía. Para siempre.
***
Amanecía temprano en las Highlands en verano. Juliana abrió los ojos cuando el brillo del sol atravesó la ventana orientada al este y rozó el cuerpo de su marido, a su lado.
Se sentía extraña; exhausta y eufórica, y a la vez laxa y relajada. Gemma le había explicado lo que se esperaba que hiciera una mujer en su noche de bodas. Tenderse en la cama, respirar hondo y mantener la calma.
No había mencionado en ningún momento que el hombre lamería, exploraría, tocaría o bebería de ella. Gemma había dicho que la primera vez dolía. Y lo había hecho, pero de una manera salvaje y tan llena de necesidad que no había sido realmente dolorosa.
Y aún así, sentía cierta molestia. También sabía que, sin duda, ya no podían decir que era virgen.
Elliot dormía boca abajo junto a ella, con la mejilla aplastada contra el colchón, sin almohada. Sus largas piernas se perdían hacia los pies de la cama, entre las sábanas arrugadas por el sueño.
Tenía el pelo revuelto, pegado a la cabeza en la coronilla y de color castaño claro, dorado por los rayos del sol. Sus pestañas también eran doradas, y arrojaban sombras sobre una tez que había sido escocesa antes de que el sol tropical la dotara de aquel tono bronceado.
Una de sus grandes manos reposaba cerca de la cara, con el brazo doblado y exhibiendo los gruesos músculos, producto de arduo trabajo físico. Había un tatuaje en su bíceps; una vid que envolvía todo el contorno.
Clavó los ojos en el patrón de tinta, fascinada. Jamás había visto nada igual. Había oído que los marinos que viajaban a lugares muy lejanos se tatuaban la piel, pero nunca había sabido de un caballero que tuviera uno.
No obstante, jamás había visto antes a un hombre sin chaqueta, chaleco, camisa, cuello y corbata, ni siquiera a su padre. Los atletas se quedaban en mangas de camisa o manga corta para correr, remar o jugar al béisbol, o eso le habían dicho, porque ella no había asistido nunca a una exhibición deportiva, así que era posible que muchos caballeros lucieran tatuajes en lugares que una tlama jamás vería.
Parte de las nalgas de Elliot quedaban al descubierto al tener la rodilla enredada con la colcha. Ella estudió la cadera dura, deslizando la mirada por el vello que poblaba su muslo.
Era un hombre bien formado. Dios había sido generoso con él.
Tenía algunas cicatrices en la espalda, líneas blancas y esporádicas, largos cortes similares a los que le había visto en la cara. Elliot había sufrido, esas cicatrices lo decían; había sangrado por esos puntos. Los cortes habían sido hechos a propósito por alguien que quería hacerle daño.
Estiró un dedo y lo pasó por una de las largas marcas que digujaba la forma de su hombro. La piel era suave donde la habían cortado y deslizó la yema por allí antes de bajar al bíceps para delinear las delicadas hojas del tatuaje.
Esperaba que Elliot se despertara al sentir su contacto. Que abriera aquellos ojos grises y sonriera antes de, quizá —el corazón le palpitó más rápido—, rodar sobre ella y volver a besarla y saborearla. Las relaciones sexuales entre los miembros de un matrimonio eran, sin duda, muy placenteras.
Elliot no se movió. No le sorprendió... El día anterior había sido muy intenso.
Bajó la cabeza y le dio un beso en la vid del brazo... y luego otro, y otro. El pelo cayó hacia delante al deshacerse la trenza floja y rozó la espalda de su marido, pero él siguió sin despertarse.
Apartó la melena y se inclinó hacia su mejilla, le besó allí también antes de buscar sus labios.
Quería que él abriera los ojos, que le sonriera como había hecho cuando asistió a su baile de presentación y le robó un beso en la terraza. Aquel Elliot joven se reía, bromeaba, era el hombre con el que ella había hablado y bailado durante horas.
Este era un individuo silencioso y sus sonrisas habían sido sustituidas por un tatuaje en el brazo y cicatrices por todo el cuerpo provocadas por una hoja afilada. Las besó una a una.
El siguió sin moverse. Ella se enderezó y le miró.
Las sábanas cayeron sobre su cuerpo desnudo, pero él continuó durmiendo con la respiración pausada y superficial, sin ronquidos. Según le había asegurado Gemma, todos los hombres roncaban.
—¿Elliot? —le sacudió con suavidad.
Tenía la piel caliente a pesar de estar medio destapado. No se despertó.
—Elliot —susurró cada vez más asustada. Era posible que él fuera de esas personas que dormían profundamente, pero ella se sentiría mucho mejor si abría un ojo y le gruñía que le dejara en paz.
Su padre siempre había hecho eso cuando despertaba sobresaltado de la siesta. Aunque él insistía en que no había estado durmiendo a pesar de que tenía la cabeza caída hacia atrás, la boca abierta y las gafas torcidas.
Elliot no mostraba una estampa tan divertida. Su espalda se movía al compás de la respiración, pero no abrió los ojos, no se movió.
Ella apartó las sábanas de una patada, buscó el camisón y se lo puso, abrochándolo con dedos temblorosos. Channan había dejado la bata sobre la silla y se cubrió con ella con rapidez mientras buscaba el cordón para llamar a alguien. Había uno colgado junto a la pared, pero había sido roído por los ratones y no lo alcanzaba ni dando saltitos.
Lo primero en el orden del día a realizar por la mañana... es decir, ahora, reparar los cordones para llamar.
Salió al pasillo, encontrando la casa muy silenciosa. No sabía dónde podían haber dormido Mahindar y su familia. Ni tampoco donde residía Hamish, si allí o en casa de su madre, a donde se desplazaría cada noche. Gritando solo atraería al señor McGregor, que podía volver a salir de su cuarto con una escopeta entre las manos.
Recorrió el pasillo hacia la enorme escalera. La galería estaba en penumbra, la única luz procedía de las ventanas existentes en el vestíbulo de la planta baja. La lámpara de araña colgaba oscura y vacía. Lo segundo que debería reparar: las lámparas.
Mientras ella comenzaba a bajar la enorme escalinata, Hamish cerró una puerta de golpe y atravesó el vestíbulo con grandes zancadas. La vio en mitad de la escalera y lanzó un grito de sorpresa, dejando caer la brazada de leña que transportaba contra el pecho. La madera rodó por el suelo al tiempo que el grito se alargaba.
—¡A mí! ¡Una aparición!
Hamish —intervino ella con voz aguda—. No seas tonto. Soy yo.
Él la señaló con un dedo tembloroso.
—¿Cómo sé que no es en realidad una aparición? Una bruja que domina a los demonios.
—¡Basta! ¿Dónde está Mahindar?
Hamish tragó saliva pero bajó la mano.
—En la primera planta. ¿Está segura de que no es un fantasma, señora?
—Muy segura. Me cambiaré la bata blanca por otra púrpura con rayas rojas si eso te hace sentir mejor. Ahora, ¿podrías ir a buscar a Mahindar? Dile que lamento perturbar su descanso, pero que el señor McBride le necesita.
Hamish hizo una reverencia.
—A sus órdenes, señora.
Se alejó con rapidez, saltando sobre la madera que se le había caído. Antes de que ella pudiera volver a decir algo, Mahindar entró precipitadamente desde la entrada trasera de la casa, seguido de su esposa y su madre.
Arriba se cerró una puerta de un portazo y el señor McGregor salió, seguramente, con su escopeta.
—¿Es que no puede un hombre disfrutar de un poco de paz en su casa? Hamish, muchacho ¿qué ocurre?
—Todo está bien, señor McGregor —aseguró ella a voces.
El McGregor recorrió lentamente la galería y miró por encima de la barandilla de hierro forjado.
—¿Por qué está toda esa madera por el suelo? ¿De quién es? —McGregor alzó la escopeta para apuntar a Mahindar—. ¡Madre del amor hermoso! Dios mío, son salvajes de Khartoum.
Mahindar alzó las manos y dio un paso adelante, alejándose de las mujeres como si intentara protegerlas. Juliana regresó a la parte superior de las escaleras.
—No, señor McGregor, son los sirvientes del señor McBride. Proceden de la India.
—Peor aún, son thugs. Los conozco. Estrangulan a cualquiera que se les ponga por delante en cuanto se descuidan.
Ella recorrió la galería con rapidez hacia él.
—Son amigos. Baje el arma.
Para su alivio, McGregor apoyó la culata de la escopeta en la barandilla, con el cañón apuntando hacia arriba, donde no podría hacer daño a nadie en caso de que se disparara accidentalmente.
—No me contradigas, muchacha. He manejado armas, hombres y niños en los casi setenta años de...
Las palabras finales se perdieron entre golpes y rugidos. La carga de la escopeta impactó en el techo mucho más arriba que la galería. Juliana gritó igual que Mahindar y su familia... Igual que Hamish.
Yeso, polvo y trozos de mortero cayeron al suelo que había debajo, provocando un gran estruendo. La enorme lámpara de araña comenzó a bambolearse.