8

La taza de té se deslizó de las manos de Juliana y cayó... hasta hacerse añicos contra el suelo.

La miró con pesar mientras el corazón le retumbaba dentro del pecho y notaba que se le calentaba la cara.

Channan dijo algo a Mahindar en tono cortante y el hombre pareció infeliz y desconcertado.

—¿Su hija? —Intentó tragar saliva pero tenía la boca demasiado seca—. ¿Con Nandita?

—¿Con Nandita? —Mahindar parecía anonadado—. No, no. Nandita no es la madre de Priti. Es su ayah, como decís vosotros; su niñera. Pero todos la cuidamos. No, su madre está muerta, pobrecita.

—Oh...

Sus pensamientos revoloteaban uno tras otro. Había supuesto que Nandita era la madre de Priti porque siempre estaba pendiente de ella, y Channan había comentado que sus propios hijos ya eran mayores, pero jamás hubiera imaginado que Priti era hija de Elliot... ¿De Elliot y quién?

Se humedeció los labios.

—El señor McBride... ¿estuvo casado anteriormente? ¿En la India?

Mahindar y su esposa intercambiaron una mirada.

—No —repuso Channan.

Mahindar intentó ahogar sus palabras, pero su esposa le replicó con firmeza antes de volverse hacia ella.—El sahib no estaba casado con esa mujer —explicó Channan—. Ella era la esposa de otro hombre.

Ella no podía respirar. Comenzaron a nublársele los ojos y a dolerle el corazón.

—¿No lo sabía? —preguntó Mahindar con un hilo de voz.

Channan intervino en ese momento hablando con rapidez y firmeza en su lengua materna, y Mahindar pareció cada vez más avergonzado.

Una dama no da parte de su vida a los sirvientes, en la cocina, se reprochó Juliana a sí misma. Es más, una dama ni siquiera debería pisar la cocina, ni atravesar la puerta verde que separa las instalaciones del servicio del resto de la casa. Si bien allí vivían con escasos medios y la susodicha puerta había desaparecido hacía mucho tiempo, debería haber observado las buenas costumbres.

Se aferró a esa idea mientras ladeaba la cabeza con educación, intentando que la revelación de Mahindar no la avasallara.

—Tú no lo sabías, Mahindar —repuso—. Hamish, ve a por una escoba y barre la taza rota.

Se alejó de ellos, pisando uno de los fragmentos de porcelana con el talón y reduciéndolo a polvo.

Mahindar sabía que Channan iba a regañarle. Que lo haría sin descanso. A su esposa se le daba bien echarle broncas, pero solo lo hacía cuando lo merecía, por lo que aquellas regañinas dolían el doble.

El sahib nunca había mantenido en secreto el hecho de que Priti era su hija, pero él hablaba tan poco sobre sí mismo que la mayoría de la gente no se daba cuenta de que era el padre de la cría. Todo el mundo asumía, como la mensahib, que Priti era hija de una criada. El mismo tampoco hablaba del tema con nadie; Channan y él sabían muy bien lo que opinaban los ingleses de los mestizos. Todo resultaría mucho más fácil para el sahib y para Priti si la gente no lo sabía.

Pero había dado por hecho que la mensahib estaba al tanto. El amo le había hablado de ella a menudo; la había descrito como una amiga de la infancia, como una joven con la que no había tenido nunca dificultades para hablar de cualquier cosa.

Se preparó para recibir una buena reprimenda, pero no llegó. Channan se limitó a concentrarse en su tanduri y en revolver las verduras que había dentro.

—Lo sé —comentó él en su lengua materna—. Soy imbécil.

—Yo no he dicho nada —repuso ella sin mirarle.

—Pero tienes razón. Quiero que el sahib sea feliz. Necesito que encuentre la felicidad.

—Lo que le ocurrió no es culpa tuya, ya te lo he dicho.

Él se concentró de nuevo en sus mezclas de condimentos, reflexionando con tristeza que sus suministros estaban agotándose. Había hecho amistad en Londres con otro punjabi que sabía dónde encontrar en la ciudad las mejores especias procedentes de la India. Le había enviado una lista de necesidades junto con dinero y el hombre repuso sus existencias por correo urgente; preciosos frascos de cúrcuma y azafrán, una mezcla llamada masilla y especias que no se podían encontrar en los mercados ingleses o escoceses. Tendría que escribir pronto a su amigo.

Como siempre que pensaba en lo que le había ocurrido al sahib, en la enemistad entre el sahib McBride y el sahib Stacy, sintió remordimientos. Él podría haber impedido la pelea, podría haber impedido aquel viaje en el que el sahib fue secuestrado.

Había removido cielo y tierra para encontrarle después de que desapareciera, pero no logró dar con él. Le buscó todos los días y aquellos largos meses habían sido la peor época de su vida.

—No fue culpa tuya —repitió Channan.

Hamish, que no comprendía una sola palabra de lo que decían, barría el suelo con rapidez y energía, como hacía todo lo demás.

—Entonces, ¿Nandita no tiene ningún hijo? —preguntó el muchacho.

No —repuso él en inglés—. Era apenas una cría cuando se casó. Su marido era soldado. Ella no tenía más de dieciséis años cuando lo arrestaron y murió.

—¿Qué había hecho? —preguntó Hamish, moviendo la escoba más despacio.

—Nada —dijo él. Vio algo que no debería haber visto, así que fueron a por él una noche y fingieron arrestarle por traición. Le dispararon como a un perro. —Meneó la cabeza—. Pobre Nandita.

—Es terrible. —La escoba se detuvo por completo, y Hamish se apoyó en ella con el ceño fruncido—. ¿Por eso se esconde en la sala de calderas?

—Le dan miedo los soldados... y las armas. Para ella representan tristeza.

—Pobrecita, sí. —La simpatía irradiaba de Hamish como una luz—. ¿Habla algo de inglés?

—Apenas sabe unas palabras.

—Bueno, entonces tendré que enseñarle. —Vio que el chico bajaba la mirada a la escoba y se daba cuenta de que estaba parada, antes de ponerse a barrer otra vez de manera vigorosa.

Se fijó también en que Hamish no se había ofrecido para enseñar inglés a Channan o a Komal. Se concentró de nuevo en sus queridas especias. Sonrió, sintiéndose un poco mejor.

La cena se demoró ligeramente porque, cuando Elliot y Priti regresaron, estaban cubiertos de pies a cabeza de barro oscuro.

—¿Qué demonios os ha ocurrido? —preguntó Juliana, entrando en el corredor de servicio para descubrir la causa del retraso.

Encontró a Priti en la lavandería, dentro un enorme recipiente de metal. Channan vertía agua sobre ella con una esponja. Elliot, desnudo de cintura para arriba, estaba de pie en un balde más pequeño y Mahindar le frotaba con la misma intensidad.

—La orilla del río —balbuceó Elliot mientras Mahindar apretaba una esponja llena de agua sobre su cabeza—. Yo me metí sin querer en el agua y Priti se cayó al intentar rescatarme. El sitio por el que salimos era de este color —señaló el oscuro barro color betún que manchaba su kilt.

Ella contuvo el deseo de reírse y, al mismo tiempo, no supo qué decirle. Elliot parecía relajado, feliz, tras su escapada con Prili y la graciosa estampa que presentaban.

Mahindar siguió restregando la esponja, que era enorme, por todo el cuerpo de Elliot. La piel de su marido brillaba mojada y el agua centelleaba en sus brazos, dibujando el tatuaje del bíceps, antes de caer al suelo.

De pronto, él arrancó la esponja de la mano de Mahindar.

—Basta. Llevad a Priti arriba y secadla.

El hindú renunció a su tarea con un suspiro, como si se diera cuenta de que Elliot había llegado a un punto en el que no aceptaba más sus cuidados. Ella observó cómo su marido dejaba caer el agua por su cara y su torso.

El kilt estaba empapado, así como sus piernas desnudas; las botas estaban junto a la puerta. El agarró una toalla y comenzó a frotarse el torso de manera vigorosa mientras se dirigía hacia la salida.

Ella se apretó contra la pared, en el pasillo de servicio que comunicaba la lavandería con la cocina, al ver que él salía a grandes zancadas vestido solamente con el kilt. Elliot se detuvo al verla y se acercó a ella, con sus ojos grises brillando salvajemente bajo la tenue luz del corredor.

A pesar de haber usado la toalla, seguía mojado y de sus pestañas colgaban algunas gotas, lo mismo que de sus cabellos. Elliot no le dijo nada, solo se acercó cada vez más. Ahora, su corpiño también estaba mojado y el frente de la falda manchado con el barro que cubría el kilt.

Lc calentaba los labios con su aliento y había apoyado las manos, en las que todavía sostenía la toalla, en la pared, a ambos lados de su cabeza. El deslizó la mirada hacia abajo, justo antes de besarla en la frente y la barbilla.

Los leves toques de sus labios le hacían sentir escalofríos en todo el cuerpo y avivaban un ardiente fuego en su vientre. Ella quería levantar los brazos y acercarle más, ponerse de puntillas y besarle, a pesar de los pensamientos que giraban inquietos en su mente.

—¿Has tenido un paseo agradable? —balbuceó—. ¿Has disfrutado con la compañía de Priti?... No estoy refiriéndome a haberte caído al río.

Él no respondió. Siguió besándole la cara poco a poco antes de posar la boca sobre la suya. Le separó los labios con la lengua.

Hizo que su cabeza chocara contra la pared cuando él se apoderó de su boca, envolviéndola a la vez con el calor de su cuerpo.

Elliot lamió lentamente, buscándole la lengua con la suya. Ella saboreó el agua en sus labios, la sal de su sudor, su excitación. Su larga dureza presionaba desvergonzada contra sus faldas a través del kilt.

Fue él quien puso fin al beso, llegando a la comisura de su boca y lamiendo el diminuto hoyuelo que allí había. Se enderezó sin decir nada, se colgó la toalla del cuello y se dio la vuelta.

Juliana notó que tenía el corazón desbocado y que ardía entre las piernas. Se apoyó con firmeza en la pared, lo único que la sostenía en ese momento, mientras observaba el balanceo del kilt contra sus piernas desnudas mientras él se alejaba por el corredor.

Ella continuaba allí apoyada cuando Channan se acercó con un cepillo de cerdas para limpiar el agua y el barro del frente de su vestido.

***

Elliot volvió a bajar la escalera quince minutos más tarde, seco y presentable; hacía mucho tiempo que no se sentía tan bien. Se había puesto un kilt limpio y una chaqueta formal antes de peinarse el pelo húmedo.

Juliana salía de una estancia de la planta baja, con cada cabello en su lugar, sin que pareciera que acababa de ser besada a conciencia. Le había resultado imposible evitar detenerse a saborearla mientras ella se apretaba contra la pared del pasillo de la cocina.

Bajó los escalones que le quedaban y le tendió la mano. Ella parecía un poco tensa cuando la tomó. Estaba demasiado pálida.

La próxima vez que saliera a dar un paseo la llevaría consigo. Estaba seguro de que a Juliana le encantaría la belleza del paisaje y quería mostrársela. Si tenía que volver a caer al río, no podía pensar en nada más placentero que revolcarse con ella por el lodo.

Cuando ambos se dirigían hacia el comedor, Hamish salió corriendo precipitadamente de la cocina. Pasó junto a ellos con algo que parecía un pájaro muerto colgando de la mano, con las patitas balanceándose por debajo. El chico subió tres escalones mientras colocaba el pájaro bajo el codo y se llevaba una de las patas a los labios; tomó aliento... y estalló el caos.

Elliot se abalanzó sobre él.

—Hamish, por el amor de Dios, no...

Pero el muchacho ya había llenado el fuelle de aire y lo apretaba con el codo, un lento y agudo chirrido inundó el vestíbulo, rompiéndole los tímpanos.

Juliana se cubrió las orejas con las palmas de las manos. Hamish siguió soplando con la cara roja, tapando los agujeros con los dedos, siguiendo una especie de patrón.

Él tomó a su esposa del brazo y la empujó hacia el comedor. Hamish les siguió, tocando la gaita para el laird y su señora.

En cuanto llegaron al comedor, Hamish soltó los palos de la gaita, que enmudeció con un graznido, y arrastró una silla de madera gigante para ofrecérsela a Juliana.

Él se dirigió al otro extremo de la mesa, que había sido pulida hasta que brilló. Los servicios ocupaban su lugar, minuciosamente colocados; copas y vasos de latón junto a voluminosas jarras llenas de agua y whisky.

Esperó hasta que Juliana se sentó y Hamish empujó la silla hacia la mesa con entusiasmo, entonces se alisó el kilt y la imitó, Ocupando la silla de madera labrada en la cabecera de la mesa. El respaldo de la silla superaba la altura de su cabeza y la madera formaba un duro asiento bajo sus nalgas.

Hamish recogió la gaita del suelo, con lo que el instrumento soltó otro graznido, y salió de la estancia con los palos golpeando su kilt. Mahindar apareció en ese momento con una enorme sopera de la que sobresalía un cucharón. El hindú sirvió primero a Juliana y luego rodeó la mesa para llenar su plato.

Cenaron solos. Tío McGregor había indicado que prefería comer en la tranquilidad de su habitación, sin tener que padecer los disparates de un servicio formal. Él se sintió encantado cuando lo supo, prefería cenar a solas con Juliana.

Un fragante vapor ascendía del pollo y las verduras que MaIlindar vertió en su plato y que cubrió con un trozo de pan en forma de lágrima que llamaba unan. El criado dejó un pequeño tazón de loza junto al plato lleno con algo que parecía aceite y olía a mantequilla: ghee.

Juliana tomó el tenedor y movió un trocito de pollo de debajo del pan para mirarlo con suspicacia antes de morderlo.

El observó cómo cambiaba su expresión cuando los condimentos estallaron contra su paladar. También él se había acercado con sospecha a su primera comida punjabi, hasta que el sabor le había hecho comprender que aquel manjar era real.

Ocultó la sonrisa y buscó un trozo de pollo en la garam masala para disfrutar del bocado, luego arrancó un pedazo de pan y lo mojó en el ghee.

—Este plato es maravilloso, Mahindar. ¿Qué es? —preguntó Juliana desde el otro lado de la mesa.

—Lo llamamos tikka, mensahib. Está compuesto por pollo y condimentos.

—¿Y esto? —señaló el tazón junto al plato.

Ghee. Es una especie de mantequilla, la cuecen hasta que queda una gruesa capa de grasa arriba, la retiran y usan el resto. Untan el pan con ella —explicó Elliot.

Juliana dio otro mordisco al pollo tikka.

—Es excelente. —Se relamió los labios—. Un sabor inusual. —Estiró la mano hacia la copa y bebió un sorbo de agua—. Y muy especiado. Elliot, no me habías dicho que preferías la comida hindú —le reprochó con la voz entrecortada.

El encogió los hombros mientras tomaba otro bocado más grande.

—La cocinera de Rona me advirtió de que en su cocina solo quería comida escocesa, lo que provocó un gran desasosiego en Mahindar. Le dije que aquí pueden cocinar lo que quieran.

—Bueno. —Juliana jadeó otra vez—. Estoy deseando probar lo que quiera preparar para nosotros, Mahindar.

El hindú no parecía convencido.

—¿Quizá la mensahib prefiera haggis? —Su expresión decía que prefería morir antes que preparar tal cosa, pero su principal interés era agradar.

——No, no —aseguró Juliana con rapidez—. Esto está muy bien.

—El sahib fue siempre muy amable con nosotros cuando estábamos en la plantación. Me dejó tentarle con un buen número de viandas punjabi, y no insistió en que le sirviéramos carne de cordero hervida y guisantes. Es muy agradable nuestro sahib, muy —amable con todo el mundo.

Juliana miró a Elliot y él arqueó las cejas antes de llevarse otro trozo más de tikka a la boca, acompañado de un pedazo de pan. Sin duda al apetito de su marido no le había pasado nada.

Ella sabía muy bien por qué Mahindar enfatizaba la bondad de Elliot. Lo bueno que había sido con él, con su familia, con Priti...

—Gracias, Mahindar —dijo ella—. Por ahora es todo.

El hombre la miró a ella y luego a Elliot.

—Pero todavía hay más en la cocina. Puedo traerlo.

—No, usted y su familia también deben comer y disponer de tiempo libre. Cuando terminemos, o si necesitamos algo, llamaré. Quiero decir que el señor McBride gritará para que venga Hamish.

Mahindar giró la cabeza hacia Elliot buscando su aprobación. Le alzó la cabeza y asintió. El hindú, apesadumbrado, bajó la bandeja y caminó lentamente fuera de la estancia, cerrando la puerta al salir.

Ella pasó el tenedor por la sabrosa salsa anaranjada mientras intentaba saber cómo sacar el tema a colación.

Se suponía que las mujeres debían resignarse a que sus maridos tuvieran amantes, e incluso hijos con ellas. No era un tema que una esposa debiera mencionar, ni siquiera si dichos niños eran llevados a la casa familiar para ser educados allí.

Pero quizá esa situación era diferente; la amante en cuestión estaba muerta y el asunto había sucedido años antes de que Elliot pensara en casarse con ella. La muerte de aquella mujer quizá provocara que él fuera más compadecido que censurado. Aunque incluso así, una dama decente no debía hablar de esas cosas, sino ignorar las aventuras de su esposo.

Sin embargo, a ella nunca se le había dado bien volver la mirada ante nada. Habia tenido que mantener los ojos muy abiertos mientras crecía, mientras observaba a su distante pero respetable padre y a su inmoral e indolente madre.

—Mi madrastra... —comenzó. Tuvo que interrumpirse y aclararse la voz.

Elliot levantó la mirada. La chaqueta negra y la camisa blanca eran elegantes, pero su piel estaba dorada por la vida al aire libre y sus manos eran fuertes y callosas a causa del trabajo.

Ella carraspeó y tomó un sorbo de agua.

—Le diré a Mahindar que la próxima vez no eche tantas especias —comentó él.

—No, no, está bien. —Se pasó la servilleta por los labios—. Como te decía, mi madrastra puede ser muy ruda; discute las cosas con franqueza. Cuando venga de visita querrá saberlo todo sobre Priti y su historia. ¿Qué voy a decirle?

El pareció sorprendido.

—Dile lo que quieras. No me avergüenzo de ella.

—Pero, mi estimado Elliot, yo no sé cuál es la historia real.

El frunció el ceño.

—Te la he contado.

—No. —Juliana soltó de golpe el aire que contenía—. No, no lo has hecho.

Su ceño fruncido se hizo más profundo.

—¿No lo he hecho?

—No.

—Mmm... —Elliot tomó la jarra de whisky y vertió una buena cantidad en la copa. Luego apuró un largo trago y se pasó la lengua por el labio inferior—. Algunas veces no recuerdo qué he dicho y qué no.

—Entiendo. Debe de ser doloroso para ti.

Él se detuvo cuando estaba a punto de tomar otro trago, con la copa a medio camino de su boca.

—No me compadezcas, Juliana. Ya no soporto más piedad.

Juliana alzó la mano.

—No es piedad, sino interés. Realmente quiero conocer la historia.

Él bebió el whisky y mantuvo la mano en la copa cuando la dejó sobre la mesa.

—No es una historia bonita. No es apropiada para damitas que toman el té en una salita.

—Estamos en el comedor. Además, ahora soy una mujer casada. —Notó que se le calentaba la cara al recordar el peso de Elliot, la noche anterior, sobre ella en la oscuridad y el placer que sintió cuando él se internó en su cuerpo por primera vez—. Hemos consumado el matrimonio.

Elliot no varió la expresión.

—Existe la posibilidad de que no sea mi hija —confesó—, pero muchas más de que lo sea.

—¿Qué es lo que tú quieres? —Contuvo el aliento esperando su respuesta.

—Que sea mía, pero eso ya no importa. Su madre ha muerto, Archibald Stacy también y Priti seguirá viviendo conmigo, pese a quien pese.