24

—Me dejaste allí para que muriera. —La voz de Elliot era baja pero clara.

Stacy frunció los rasgos en expresión de angustia.

—Lo sé. Jamás lograré explicarte cuánto me arrepiento de ello.

—Jamás lograré explicarte cuánto me arrepiento yo.

Stacy se quedó inmóvil.

Juliana vio miedo y culpabilidad en sus ojos, pero apretó los labios, que se convirtieron en una delgada línea detrás de la barba.

—Juliana —dijo Elliot—, ¿puedes decirle a este hombre la buenaventura?

Ella guardó silencio. La furia de su marido la envolvía como una húmeda noche de verano. Fuera de la tienda, los niños jugaban entre gritos, los hombres reían, las mujeres se llamaban unas a otras y los perros ladraban. La vida continuaba en todos sus aspectos. Dentro, había una burbuja de cólera, antigua y reciente, y miedo.

Ella se había vestido como una gitana de feria, con velos de seda que le había prestado Channan y brazaletes de Nandita. También había colocado una colorida tela de seda sobre una mesa desvencijada, sobre la que había dejado un tazón de latón, para que la gente fuera dejando caer sus peniques.

Stacy la miró antes de clavar los ojos en Elliot. Ella observó que su marido no se movía y, que sin apartar la vista de él, Stacy le tendía la mano muy despacio, apoyando el dorso sobre la de ella.—Dile que morirá a manos de una persona a la que agravió —le ordenó Elliot.

—Elliot... —dijo ella.

—¡Díselo!

Ella se puso en pie bruscamente, haciendo tintinear los brazaletes.

—Elliot, creo que debes escuchar lo que tiene que decir.

—Me dijo que los pondría a salvo y que regresaría a ayudarme. Si lo hubiera hecho, habríamos escapado los dos. Solo no tenía ninguna posibilidad. —Elliot se apretó la sien con un dedo—. Por su culpa, vivo en la oscuridad. Las sombras me acechan todos los días, no me dejan huir. Por su culpa...

—Créeme, no sabía lo que te harían —confesó Stacy.

—No sabes lo que me hicieron. Cuando gritaba a causa del hambre, me cortaban trocitos de carne y me obligaban a comerlos. Pensaban que era divertido. También consideraban que era divertido meterme en un hueco diminuto durante días y días, para que durmiera encima de mi propia mierda.

—Lo siento —dijo Stacy con la voz neutra.

A Elliot le brillaron los ojos intensamente, pero mantuvo un tono monocorde.

—Dicen que encontraste la muerte en Lahore.

—Lo sé. Casi me mataron a golpes. Mientras yacía medio muerto en un callejón, leí en un periódico que estaba en la lista de bajas por el terremoto. Opté por no dar señales de vida, y permitir que fuera oficial.

Elliot deslizó la mirada por la cara de su antiguo amigo, estudiando la nariz rota y los dedos torcidos.

—¿Quién te hizo eso?

—Los hermanos de Jaya.

«Jaya —repitió ella para sus adentros—. La madre de Priti».

—Es decir que en Lahore— Stacy asintió con la cabeza.

Sí, me escondía de los hermanos de Jaya. Vinieron a mi plantación con unos mercenarios después de que ella murió; querían matar al que, según ellos, la profanó. Escapé. Elegí Lahore porque tenía pocos motivos para ir a esa ciudad, pero me encontraron igual y sus matones me dieron una paliza mortal antes de dejarme tirado en la calle para morir. Supuse que cuando vieran mi nombre en la lista de fallecidos, imaginarían que encontraron mi cuerpo y me amontonaron con las demás víctimas del seísmo. Cuando me recuperé, abandoné el Punjab y jamás regresé. Tuve que abandonar todo lo que tenía.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Elliot—, ¿Cómo te atreves a pedir mi ayuda?

—Dieron conmigo. Los hermanos de Jaya son condenadamente insistentes; nunca ofendas a un príncipe indio. Descubrieron que había trabajado en un barco y que todavía estaba vivo, saben adonde fui. Me marché con destino a Inglaterra. Es allí donde leí sobre tu matrimonio y me enteré de que habías comprado esta casa. He venido a pedirte que me ayudes a esconderme.

—Pero, ¿por qué tiene que esconderse? —le preguntó ella—. No es posible que vayan a seguirle desde la India.

Stacy le brindó una sonrisa irónica.

—Le sorprendería lo que son capaces de hacer, señora McBride. Jaya procedía de un pequeño estado nativo; uno de esos principados hindúes que viven al margen de la India británica —explicó él al notar su mirada desconcertada—. Su familia está relacionada con el propio príncipe. Jaya era una rebelde que huyó de allí, y eso la arruinó para siempre. Cuando me casé con ella conseguí protegerla con la ley británica, pero su familia jamás la perdonó, ni tampoco a mí; el bastardo que la arruinó. Decidieron vengarla una vez muerta. También me culparon de su muerte. Además, lo cierto es que ni siquiera tienen que seguirme hasta aquí, pueden permitirse el lujo de contratar mercenarios que hagan el trabajo sucio.

—Así que has guiado a unos mercenarios hasta mi familia — concluyó Elliot con voz helada.

—No necesariamente. Logré despistarlos en Edimburgo. Pido que me acojas aquí hasta que pueda decidir qué hacer. Puedes decirles a tus amigos que soy un primo lejano de Ullapool o cualquier otro lugar.

—No.

La palabra fue tan dura y helada como los ojos de Elliot. Ella se levantó otra vez y apoyó los dedos en la mesa.

—Elliot...

—No. —La mirada acerada de Elliot se clavó en ella—. No pienso poner en peligro a mi mujer, a mi hija, a mi familia o mis amigos, por acoger en mi casa al hombre que me destrozó la vida.

—No puedo culparte —dijo Stacy, apretando los puños—. No, no puedo reprochártelo en absoluto.

—Levántate y lárgate. Quiero que mañana por la mañana estés muy lejos de aquí. No te ocultes en mi bosque, ni debajo de mi casa, ni más allá del río. Te proporcionaré comida, agua y dinero; botas, caballos y un pasaje en barco; lo que quieras. Cruza el océano hasta Alemania, escóndete en las Orcadas... Me da igual. Pero aléjate de mí y de los míos.

Ella tuvo que retorcer las manos para no discutir. Tenía una opinión propia ante aquella situación, pero sabía que si la soltaba ahora, él no la escucharía.

—Juliana, vuelve a casa —ordenó Elliot.

—¿A casa? No puedo... La fête...

—¿Cómo has entrado aquí, Stacy? ¿Por la lona trasera? Pues saldremos por ahí.

Elliot agarró a Stacy y le empujó hacia el fondo de la tienda. Mientras el otro hombre salía, él la miró a ella. Sus ojos eran tan tempestuosos como una tormenta de invierno.

—Quédate aquí si no quieres ir a casa. No te muevas hasta que vuelva.

Su marido siguió a Stacy al exterior y la pared de tela cayó otra vez en medio de un opresivo silencio.

Ella se dejó caer de nuevo en la silla, casi sin aliento. No sabía que hacer. ¿Quedarse allí? ¿Salir tras ellos? ¿Intentar hablar con Elliot? ¿Qué podía decirle?

No tenía listas ni asientos contables que la ayudaran a manejar este asunto. Después de que hubiera logrado sobreponerse al miedo que le provocó que el señor Stacy apareciera de improviso, se le había ocurrido que aquello era bueno; que Elliot y él hablarían, que se reconciliarían, que se harían amigos otra vez... Lo ocurrido entre ellos a causa de la madre de Priti había sucedido muchos años antes; ella misma lo había dejado en el pasado, ya no era necesario que estuvieran enfadados el uno con el otro.

Pero entonces Elliot dejó caer que el señor Stacy había sido el responsable de su captura. ¡Santo Dios! Si eso era cierto, ella misma mataría a aquel hombre.

¿Cómo era posible que no hubiera ayudado a Elliot? Aunque no hubiera sabido exactamente lo que le harían los miembros de aquella tribu, Stacy se habría hecho una idea general. Sabía que los indígenas podían matarle en el acto.

Pero también había descubierto que el señor Stacy tenía tantos remordimientos que había vuelto para buscarle y pedirle perdón. O al menos, eso había dicho.

Algo estaba claro como el cristal, Elliot estaba muy furioso y no era posible predecir lo que haría. Ella compartía cama con él y sabía que su poder de seducción era increíble, pero no podía adivinar cómo iba a comportarse ahora.

Tomó una decisión. Se levantó y se dirigió a la entrada de la tienda, alzó el alerón y se topó con una joven que trataba de levantarlo desde el otro lado.

—Señora McBride, ¿puede decirme la buenaventura? —La chica estaba flanqueada por algunas amigas sonrientes—. ¿Puede leernos la mano a todas? Queremos conseguir maridos altos y guapos.

Ella se las arregló para esbozar una sonrisa con la que enmascarar su preocupación y su furia.

—Mucho me temo que no será posible. Me duele mucho la cabeza. La tienda de la adivina va a cerrar durante un rato.

—De acuerdo. Hemos visto que el señor McBride entraba para verla. No es de extrañar que parezca usted tan cansada.

—Yo les diré la fortuna. —La voz de contralto de Channan arrancó algunas risitas a las jóvenes—. Adelante, sé leer el futuro.

La mujer de Mahindar le hizo un gesto con su mano bronceada, se envolvió en sus velos de seda y entró en la tienda. Ella se lo agradeció para sus adentros y corrió hacia la casa.

Encontró a Mahindar en el prado, enseñando a los niños cómo lanzar las bolas para derribar las botellas.

—¿Dónde está Priti? —preguntó.

—Con su cuñada, lady Mackenzie —repuso el hindú.

Juliana miró hacia donde él señalaba y vio que Priti admiraba al bebé de Ainsley. Las altas figuras de Cameron y Daniel Mackenzie hacían guardia detrás de ellas.

—Mahindar, por favor, dile a lady Mackenzie que quiero que lord Cameron o el señor Daniel estén con Priti en todo momento. Asegúrales que puede correr peligro.

—¿Peligro? —El hindú abrió mucho los ojos—. ¿Qué clase de peligro?

—No lo sé, y también es posible que no pase nada, pero díselo.

—Enseguida, mensahib. —El hombre dejó caer la pelota que sostenía y avanzó por encima de la hierba hacia la familia Mackenzie.

Ella alzó los velos que cubrían su vestido y se dirigió a la casa lo más rápido que pudo. Se encontró a Komal en la cocina, picando verdura. El fuego de la cocina estaba encendido bajo una enorme olla de barro.

—¿Dónde está el señor McBride?

Komal todavía no dominaba el inglés, pero entendió la esencia de la pregunta porque señaló con el cuchillo la puerta que daba salida al huerto mientras añadía algo en Punjabi. Ella asintió con la cabeza y corrió hacia aquel punto.

Cuando llegó al portón, vio que Elliot regresaba por el camino con el rifle al hombro. Su marido se detuvo durante un segundo al verla, luego siguió avanzando.

—Recuerdo haberte dicho que permanecieras en la tienda —dijo él.

—Bueno, no podía hacer tal cosa, ¿de acuerdo? ¿Qué le has hecho al señor Stacy?

—Lo que dije que haría. Darle comida y dinero para que siga su camino.

—¿No podemos ayudarle de otra manera? Parecía muy arrepentido.

—No. —La palabra fue tan ruda como cuando la dijo en la tienda de la adivina—. Ha dejado que sus problemas le sigan hasta aquí. No permitiré que os ocurra nada a ti ni a Priti, ni a Mahindar o McGregor... A nadie. Si eso quiere decir que tengo que arrojar a Stacy a los lobos, lo haré.

—Es posible que sea demasiado tarde, ¿sabes? Ya hemos dicho a los Dalrymple que Stacy está vivo. Aunque no puedo imaginarme a esas personas como asesinos en potencia, podrían haber transmitido esa información a más gente.

—Es posible. Fellows me dijo que Dalrymple es un nombre falso.

—¿De veras? ¿Entiendes lo que puede pasar?

—Yo me encargaré de los Dalrymple.

—La cosa es que quien esté buscando al señor Stacy ya podría estar aquí.

—Entonces lo mejor es que le haya dicho que siga su camino. —Tomó el rifle que apoyaba en el hombro mientras entraban en la cocina y lo abrió para descargarlo—. ¿Dónde está Priti?

—Le pedí a Mahindar que les dijera a Cam y a Daniel que no la perdieran de vista.

—Bien. —La miró con aprobación—. Tiene que estar con ellos o conmigo en todo momento. —Guardó el arma en su lugar, cerró el armario y atravesó la cocina como si su intención fuera regresar a la fête.

Ella se interpuso ante él.

—Elliot...

Él se detuvo, impaciente.

—Ya está hecho, cariño. Punto final.

Detrás de él, Komal seguía picando la verdura en trozos diminutos, con la mirada baja. Sintió una profunda admiración por la mujer, que le dio valor para alzar la barbilla.

—Quiero que me cuentes todo lo que te ocurrió, Elliot. Qué te hicieron cuando te capturaron y cómo conseguiste huir. Necesito saberlo todo. Por favor.

***

Elliot sabía que Juliana no tenía ni idea de lo hermosa que estaba con aquel velo color añil sobre su pelo rojo, con las sedas azules y doradas cayendo sobre sus hombros. El tono hacía deslacar el azul de sus ojos, que ahora parecían más grandes en la cara pálida.

—No quiero...

La frase «No quiero hablar sobre ello» llegó con facilidad a sus labios. Tan fácilmente como siempre que la soltaba cuando su familia, Mahindar o sus amigos hacían preguntas bienintencionadas.

Pero Juliana ya había oído lo que le escupió a Stacy, la angustia enconada que retenía en su interior. Se había detenido antes de decir lo peor... Que lo habían usado como animal de carga y las distintas torturas que habían experimentado con él únicamente para observar los resultados.

Quizá podría reprimir las peores partes. No quería observar cómo cambiaban los ojos de Juliana cuando fuera consciente de todo aquel horror. No quería confirmarle que el muchacho que le había sonreído en su baile de presentación estaba muerto y enterrado. Juliana había propuesto que se casara con ella al joven que la besó en su baile de presentación, no al hombre arruinado que la había arrastrado al altar.

Pero le contaría una parte. Merecía conocer mejor al desconocido con quien se había casado y saber por qué se había visto obligado a echar fuera a Stacy; a ignorar su súplica de ayuda.

Dirigió a su esposa una apremiante inclinación de cabeza, la cogió de la mano y la guió hasta las escaleras que llevaban a su dormitorio, donde cerró la puerta con llave una vez entraron.