14

La pequeña sonrisa que esbozó Juliana cuando le respondió, medio tímida medio inocente, hizo que a Elliot le ardiera la sangre en las venas.

No quería que Juliana se viera involucrada en su pasado, no quería que este la tocara. Ella era suya ahora, representaba su futuro.

Se puso delante cuando ella apoyó la espalda contra la pared de roca, metió una rodilla entre sus piernas, se inclinó y la besó.

Sabía a polvo y a viento del atardecer. Su piel estaba húmeda de sudor, tenía las mejillas sucias; estaba muy hermosa.

Él no había perdido el tiempo poniéndose ropa interior debajo del kilt, el clima era benigno. Que Juliana le recordara que estaba desnudo debajo del tartán había hecho que le atravesara una ardiente sensación. A ella le gustaba mirarle, no le avergonzaba ver su cuerpo al natural. El siempre había sabido que ella no era una mujer fría y ahora se alegraba más que nunca. Su miembro se irguió contra la falda de Juliana a través del kilt; quería estar dentro de ella, quería que se desnudaran y retozaran por el suelo en aquella tranquila y agreste colina.

Era peligroso. Pero sabía que el observador se había marchado, que les rodeaban los ruidos naturales del campo. Las aves se desplazaban con rapidez y los conejos susurraban, sin preocuparse por ellos.

La boca de Juliana era cálida y acogedora, sus labios eran ahora más expertos. Los moldeó contra los suyos mientras ella le buscaba la lengua sin que él tuviera que animarla a hacerlo.

Su erección se puso todavía más dura. Quería sentir allí su lengua, verse rodeado por sus labios mientras él enredaba los dedos en sus cabellos y se perdía suavemente en su boca. Pero esa era la habilidad de una cortesana. Le enseñaría a hacerlo, pero no allí, no en ese momento.

Fue él quien rompió el beso, pero le gustó que Juliana mantuviera los dedos entrelazados en su nuca, que le mirara con los ojos entrecerrados como si no quisiera soltarle. Su boca estaba húmeda y roja. La volvió a besar.

Entonces, con suavidad, separó las manos de su cuello y se arrodilló ante ella. Tomó su falda y, arrugándola entre sus dedos, enrolló el mojado borde, ahora manchado de lodo, y se la subió.

Ella le miró.

—Elliot, ¿qué haces?

Él le alzó la falda y las enaguas hasta las caderas. El polisón que llevaba ese día era más pequeño que el que había usado la noche anterior y la tiesa armazón que ahuecaba sus faldas estaba sujeta por detrás; delante solo había un suave trozo de lino.

Desabrochó los ganchos y se deshizo del polisón. Tenía que decirle que no lo usara cuando creyera que iban a estar solos.

Después desató el cordel que aseguraba sus calzones y se los bajó.

Apenas escuchó su ahogado jadeo de protesta. Inhaló el cálido perfume de su Juliana, estudió el ardiente vello rojo que protegía su sexo y los rizos ya húmedos. Luego se inclinó hacia delante y la besó, aspirando su aroma.

—Estás mojada para mí.

Ella le pasó un delgado dedo por la sien.

—Parece que no puedo evitarlo.

—Me gusta que te mojes por mí. —Le pasó la lengua por la hendidura—. Me gusta saborearte.

Ella desplazó los dedos temblorosos hasta sus cabellos.

—Podría venir alguien.

—Avísame si lo hace.

A él no le importaba quién pudiera verlos. Que los habitantes de las Highlands le encontraran de rodillas, amando a su esposa; así sabrían que ella le pertenecía, que los perseguiría si le hacían algún tipo de daño.

El sostuvo las faldas arrugadas con las manos. El suave algodón le rozó las mejillas cuando se recostó sobre ella, moviendo la lengua a lo largo de su abertura.

Ella separó las piernas sin que se lo pidiera. Olía a miel y a sal, a su dulce néctar. Tomó un poco con la punta de la lengua y se detuvo a saborearlo.

Notó la firme baya cuando respiró. Con las manos llenas de tela, deslizó la lengua sobre ella y abrió la boca para tomarla por completo. Ella separó todavía más las piernas, ofreciéndole su humedad, su dulzura...

—Estás empapada —susurró. La veloz respiración de Juliana consiguió que la anhelara un poco más.

La capturó con la boca y bebió de ella. Movió la lengua haciéndola gemir, mientras dibujaba con ella el contorno de su sexo. Aquella mujer era bella en todas sus facetas; en su calidez, su deseo, su inocencia...

Cuando eran jóvenes y él se dio cuenta del asombroso erotismo de las mujeres, había pensado en ella. El día en que la ayudó con la cometa que se enredó en un árbol cuando ambos tenían dieciséis años y ella se puso de puntillas para besarle la mejilla, no solo se había enamorado de ella, además la había deseado de la manera más básica y primitiva.

La mirada comedida, el sonrojo que cubría sus mejillas cuando se apartó después de besarlo... hablaban de lo inocente que era. Él quiso bajarle el corpiño hasta la cintura, dejar al descubierto sus rosados pezones; hacer que su sonrojo se intensificara cuando le levantara las faldas e hiciera lo que estaba haciendo ahora. Quiso tenderla sobre aquel prado y demostrarle que realmente eran una pareja.

En cambio la observó alejarse corriendo, regresar con los niños a los que estaba cuidando. Pero en su mente, permanecieron escondidos detrás de los arbustos, y allí la penetró con fuerza, marcándola, haciéndola suya.

—Mía —susurró en el presente. No podía evitarlo.

La lamió y pellizcó con los dedos, y ella hizo todos aquellos sonidos atenuados, tan femeninos y dulces. Él notaba que su miembro latía con fuerza, pero lo ignoró, prefiriendo deleitarse en su sabor.

Ella se puso de puntillas con las manos todavía en su pelo, tirándole de los cabellos con los puños. Él apenas sintió dolor; estaba rodeado de ella, se ahogaba en su aroma. Notaba sus muslos calientes contra las mejillas. Apenas podía respirar, pero no le importaba.

Cuando cerraba los ojos, solo había oscuridad, el perfume y el sabor de Juliana, el sonido de su placer cuando gemía más alto.

Notó que se arqueaba contra él, diciéndole lo que quería de su boca. Él la recompensó haciendo vibrar la lengua en su interior hasta que más fluidos manaron de su sexo.

—No puedo... No puedo...

Él sujetó con fuerza la tela de las faldas contra su cintura mientras bebía su néctar.

Juliana se amoldó contra la redondeada roca cuando se le doblaron las piernas. Comenzó a estremecerse y apoyó las manos en sus hombros para no caer.

Por fin, él le concedió lo que suplicaba. Se limpió la boca con una esquina del kilt mientras se ponía en pie y, soltándole las faldas, apresó su boca con la suya. Ella le devolvió el beso con una intensidad que provocó que le doliera el corazón.

—Tenemos que volver a casa —dijo él. La besó en el pelo, en la cara, en los labios una vez más. Necesitaba estar dentro de ella. Lo necesitaba ya.

—Tendremos que volver andando —comentó ella—. No creo que pudiera regresar a los túneles.

—Entonces volveremos andando.

Le colocó el pequeño polisón, la agarró con firmeza por el codo y comenzó a caminar a paso ligero, arrastrándola consigo y buscando el camino más corto hacia el castillo McGregor.

***

En verano el sol no se ocultaba basta después de las diez. Juliana yacía desnuda en la enorme cama junto a Elliot; los últimos rayos acariciaban los largos músculos de su cuerpo.

Él no estaba dormido; deslizaba la punta de los dedos por su costado húmedo, le rodeaba un pecho, buscando el pezón con el pulgar y rozándolo de manera juguetona.

La había llevado allí, la había desnudado y la había tendido en la cama para hacerle el amor durante dos horas.

Ahora estaba tumbado a su lado, con el miembro medio erecto presionado contra su muslo. Los ojos grises de Elliot se habían suavizado con la luz del atardecer, pero no parecía cansado.

——Cuando me dijo en qué consistía el sexo en el matrimonio, mi madrastra no mencionó esto —comentó ella con suavidad.

Elliot le capturó el pecho entre los dedos y acarició el prominente pezón.

—¿No mencionó qué?

Tenían la cabeza apoyada en la almohada, las sábanas habían desaparecido hacía tiempo.

—Nada de lo que hemos hecho hoy. Me dio instrucciones de tumbarme boca arriba y subirme el camisón lo necesario. Después tú te colocarías sobre mí y me penetrarías. —Sonrió al recordar lo que había preguntado. «¿Qué debo hacer entre ese momento y el instante en que él derrame su semilla?». Parecía haber transcurrido mucho tiempo desde esa conversación y el momento actual—. Tú encontrarías placer en el acto, pero probablemente yo no. Debía abrazarte y animarte cuando alcanzaras el éxtasis porque es, en ese momento en concreto, el único en que el hombre es, por una vez en su vida, más débil que la mujer.

Él se rio. Una carcajada profunda y masculina.

—¿Eso viene en un libro?

—Eso creo. —Ahora que lo pensaba, no podía imaginar que Gemma le mintiera con tanta facilidad. Y Ainsley le había comentado, con un destello en sus ojos, que las relaciones entre los miembros del matrimonio podían llegar a ser algo maravilloso—, Pero nadie dijo nada de mesas de comedor, ni de lo que hiciste hoy en la ladera, ni que te desearía de tantas maneras diferentes.

—Mmm... ¿A qué maneras diferentes te refieres?

Ella le pasó la mano por el hombro.

—Jamás pensé que necesitaría tocarte todo el rato. Pero me encanta tocarte. —Le deslizó la yema de los dedos por las clavículas, acariciando las cicatrices que le cubrían la piel—. No me gusta que te hagan daño.

—Ya no me duele.

Pero le había dolido. Le habían hecho mucho daño.

—Ahora estás a salvo —aseguró—. Aquí, en esta casa, conmigo, estás a salvo.

—Lo sé.

—Y sin embargo, esta mañana pensaste que estabas de regreso en la prisión.

El buscó su mano y entrelazó sus dedos, deteniendo su contacto.

—Me suele ocurrir.

—¿Muy a menudo?

La mirada de Elliot perdió su calor mientras le besaba los nudillos. Luego le soltó la mano.

—Ahora no tanto.

Ella examinó rápidamente el tatuaje recorriéndole el bíceps untes de seguir camino hacia las tetillas, donde el vello dorado era iluminado por la última luz solar.

—Quiero que estés bien.

—Estoy bien cuando estoy contigo, Juliana.

—Quiero que lo estés incluso cuando no estás conmigo.

Él le capturó la muñeca cerrando sus dedos alrededor y a ella le dio un vuelco el corazón al ver su sonrisa.

—Entonces, tendrás que estar siempre a mi lado.

—Bueno, por supuesto. Me he casado contigo. Pero, hablando en serio, Elliot, sabes que algunos días tendremos que estar separados.

Él le acarició la muñeca pero no se la soltó.

—No sé si llegaré a estar tan sano como tú pretendes.

—Quizá si hablaras de ello...

—No. —Fue la brusca respuesta—. No quiero recordar, no quiero que nadie opine sobre lo que pasé ni que me haga preguntas. Quiero estar aquí y ahora. Ellos jamás supieron de ti. Nunca lograron que hablara de ti.

Ella no sabía a qué se refería con sus últimas palabras, pero lo demás tenía sentido. Él quería dejar a un lado los malos recuerdos y disfrutar de la seguridad y tranquilidad que le suponían estar en su hogar. Pero también sabía que la distancia que había entre ellos dos no desaparecería hasta que comprendiera lo que le había ocurrido.

O quizá esperara demasiado. En muchos matrimonios había una enorme distancia entre los cónyuges que no llegaba a cerrarse nunca. Los maridos se concentraban en sus negocios o en su club, mientras que las esposas lo hacían en realizar visitas y planificar sus compromisos sociales. La pareja se juntaba cuando eran los anfitriones de una fiesta o cuando tenían que asistir juntos a una, pero solo por un breve tiempo. Ella tenía amigas que apenas hablaban con sus maridos. Habían concebido niños con esos hombres, pero apenas les conocían.

Elliot había afirmado que quería tener más hijos; había visto verdadero anhelo en sus ojos cuando anunció tal deseo.

Dejó que su mano vagara por el torso de Elliot, que bajara hasta el musculoso abdomen, rodeándole el ombligo. Él le soltó la muñeca cuando siguió más abajo, hasta el órgano que volvía a estar tan duro como cuando había hecho el amor con ella un cuarto de hora antes.

Él puso las manos en la nuca y rodó sobre la espalda, dándole completo acceso a su cuerpo.

—Así que te gusta tocarme, ¿verdad? —preguntó él con un pecaminoso ardor en los ojos.

Ella le había sentido enorme en su interior, había observado aquella oscura y bella dureza, pero todavía no la había tocado. Sumergió la mano atrevidamente entre sus piernas para tocar los cálidos testículos, que se tensaron contra su palma.

El yació allí, rígido, como si estuviera obligándose a permanecer quieto, con las manos sujetas detrás de la cabeza. Emitió un sonido de placer cuando ella deslizó los dedos de arriba abajo por el eje, recreándose en la suavidad de raso de la piel. A la moribunda luz, él estaba oscuro de deseo, pesado en su mano.

Cerró los dedos en torno a él y apretó. Elliot gimió en voz alta. La punta se puso más roja cuando la capturó con la mano. El glande era muy diferente al resto, pensó mientras lo estudiaba; más elástico, pero igual de caliente y duro.

Se preguntó a qué sabría. Sus pensamientos volvieron a aquel momento en el que Elliot lamió y saboreó su sexo en el bosque. Jamás había sentido nada parecido. El calor de su boca, el roce de su lengua... apretó las piernas al recordar.

Se inclinó y lamió la punta.

—¡Por Dios, Juliana! Acabarás conmigo. —Las palabras fueron suaves pero tensas.

Ella volvió a rozarle con la lengua, disfrutando del leve sabor salado de su piel. También le gustaron las diferentes texturas, lo mullido que estaba el borde del glande, lo duro donde se encontraba con el eje. El áspero vello de la base le hizo cosquillas en la lengua, y sin embargo los testículos eran como terciopelo caliente.

Recorrió el abdomen de Elliot con la boca abierta, no pudo contenerse y le chupó el ombligo. Su pelo cayó como una cortina alrededor de él.

El jadeó con fuerza antes de apresarle los cabellos con una mano, cerrando el puño.

—No, no pudieron arrancarme ni una palabra sobre ti.

Las palabras fueron tan suaves que ella no estuvo segura de haberlas escuchado. Rodeó el ombligo con la lengua y luego siguió la línea de vello que bajaba hasta su miembro.

Volvió a saborearle otra vez, moviéndose de arriba abajo por los lados del eje, besándolo hasta llegar a la punta. Luego alzó la cabeza y le sonrió, segura de que él se reiría de lo tonta que era.

La expresión en la cara de Elliot le hizo detenerse. En sus ojos se reflejaba una carnalidad pura, una cruda necesidad. Era un hombre hermoso, desnudo y tendido sobre la espalda, con el cuerpo bronceado sobre las sábanas para su disfrute y placer.

Solo le dio tiempo a lanzar una voraz mirada antes de que él la apresara entre sus brazos y la deslizara sobre su cuerpo. El abrió la boca sobre la de ella al tiempo que le separaba las piernas.

Elliot le alzó las caderas un poco y luego la hizo bajar sobre las suyas, penetrándola con un duro envite que llegó muy hondo. Ella contuvo el aliento; en aquella posición estaba abierta por completo, su cuerpo se arqueaba más hacia él haciendo que la penetrara hasta el fondo.

El comenzó entonces a mover las caderas al tiempo que le sujetaba con fuerza la cintura. Ella notó que el éxtasis crecía en su interior, que se movía en espiral entre el punto donde Elliot se clavaba y las sensaciones que inundaban su corazón.

Cuando comenzó a gemir, él la giró con un gruñido del colchón y la puso debajo de su cuerpo. En la penumbra, sus ojos brillaban con una determinación casi tan alocada como el movimiento que impulsaba sus cuerpos.

Ella volvió a gritar y justo a la vez, él también aulló. Al instante cayeron desmadejados sobre las frías sábanas.

El aterrizó junto a ella y la apresó en un estrecho abrazo. Una honda sensación de paz y satisfacción la invadió y cayó en un profundo sueño.

***

Elliot se despertó de golpe.

Nada se había movido. Nada había cambiado. Y aún así...

La luz de la luna se mezclaba con la luminosidad previa al crepúsculo al otro lado de la ventana, manteniendo la oscuridad a raya. La media luz hacía que la piel de Juliana pareciera blanca como el mármol.

No era su calmada respiración lo que le había despertado. Ni tampoco un grito en el pasillo; McGregor y Komal no habían entablado una de sus discusiones en dos idiomas, y Hamish no proclamaba ninguna de sus ideas en el vestíbulo. La casa estaba en silencio. Las ranas, los grillos y las aves nocturnas llenaban el alba de sonidos musicales.

El reloj del vestíbulo —que Juliana había insistido en que fuera limpiado y puesto a punto— repicó doce veces. Era medianoche. La hora encantada.

Se levantó silenciosamente de la cama. Podía moverse como un fantasma; era una de las habilidades que había aprendido como rastreador, y el depredador que había en él ni siquiera tenía que pensar para hacerlo.

Juliana continuó durmiendo, ajena a todo. Él se puso la camisa, envolvió el kilt a su cintura, tomó las botas y salió al pasillo.

Se calzó sentado en los escalones del pie de la escalera antes de caminar en silencio hacia la cocina. Buscó la escopeta que Mahindar había ocultado en la despensa del mayordomo y tomó las balas de un cajón de la alacena de la cocina.

Mahindar no estaba a la vista; toda la familia disfrutaba de un merecido descanso. Sabía que era más probable que se topara con McGregor, que algunas noches vagaba por la casa, pero incluso él estaba tranquilo.

Una fresca brisa recibió a Elliot cuando salió por la puerta trasera, pero no se molestó en llevar un abrigo. Se cobijaría con el kilt si fuera necesario.

Un zorro aulló a lo lejos, provocando que los pequeños animales huyeran en todas direcciones, llenando la noche de sonidos. Al final del jardín, justo al otro lado del portón, se detuvo a cargar el arma buscando las balas en el sporran, donde las había guardado junto con unas galletas que encontró en la despensa. Mantuvo el arma abierta sobre su brazo.

Empezó a recorrer el largo camino que le llevaría al puente peatonal que cruzaba el río y separaba sus tierras de las de los Rossmoran. Juliana y él habían utilizado esa misma ruta para volver a casa por la tarde.

Mientras caminaba, revivió las sensaciones táctiles de estar con Juliana —perderse en su interior, que ella le ciñera estrechamente sin saber lo que le hacía, los mullidos pechos contra su torso——. Recordó también la deliciosa emoción de sentir su lengua en el pene. Pequeños e indecisos lametazos, besos cada vez más atrevidos... Todo aquello había hecho que casi perdiera el control.

Juliana era todavía demasiado inocente para lo que quería hacer con ella. Su bienintencionada madrastra le había enseñado que un hombre se acostaba con su esposa utilizando una posición, que se aliviaba con rapidez y luego desaparecía en su club o volvía con sus amantes. Él tendría que mostrarle que eso no era necesariamente así. Además, no tenía intención de pasar días en un sofocante club acompañado de hombres de mentes estrechas ni pretendía tomar una amante. ¿Cómo iba a ser tan idiota cuando tenía a Juliana?

Llegó al puente peatonal y al camino que conducía al desfiladero donde desembocaban los túneles. Avanzó con cuidado, la luz de la luna hacía que no fuera necesaria una linterna.

La colina se curvaba alrededor del valle y otra montaña se elevaba más allá. Él sabía que debía haber más entradas en los túneles; los McGregor jamás hubieran permitido que sus enemigos les arrinconaran si descubrían la salida, por eso tendrían varias. Caminó hasta la siguiente colina, donde los árboles volvían a repuntar a su alrededor.

El bosque estaba en completa quietud, el espía había regresado.

Cerró la escopeta y puso el dedo en el gatillo.

—Venga, sal. Sal y enfréntate a mí —gritó con tono tranquilo—. Si haces lo que digo, no dispararé.