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Escocia 1884
El novio llegaba una hora tarde a su boda. Mientras Juliana St. John esperaba, vestida de raso resplandeciente y con rosas amarillas trenzadas en el pelo, los amigos y familiares del futuro marido se habían aventurado bajo la lluvia que caía ese día sobre Edimburgo, intentando averiguar qué ocurría.
Su dama de honor, Ainsley Mackenzie, intentaba animarla, lo mismo que hacía su madrastra, Gemma; cada una a su manera.
Los amigos de Grant regresaron, avergonzados y con las manos vacías, ante lo cual Ainsley pidió a su marido, un escocés alto y corpulento, que se enterara de lo que había sucedido. El resultado de sus pesquisas fue muy diferente.
Lord Cameron Mackenzie abrió la puerta de la sacristía y asomó la cabeza.
—Ainsley... —se limitó a llamar a su esposa, antes de cerrar de nuevo.
Ella notó que Ainsley le apretaba las manos; las tenía frías como el hielo.
—No te preocupes, Juliana —la tranquilizó su amiga—. Descubriré lo que ha ocurrido.
Su madrastra, solo diez años mayor que ella misma, estaba enlaciada. No decía nada, pero se podía percibir su furia en cada uno de sus movimientos. A Gemma nunca le había gustado Grant Barclay, y la madre de este todavía menos.
Ainsley no tardó en regresar. —Juliana... —dijo en voz baja, tendiéndole la mano—. Ven conmigo.
Cuando alguien hablaba en ese tono era porque iba a dar una noticia terrible. Se levantó con un susurro de raso. Gemma se acercó para acompañarla, pero Ainsley la detuvo alzando la mano.
—Creo que es mejor que hable a solas con ella.
Gemma, que poseía un temperamento un tanto volátil, pareció dispuesta a protestar. Pero su madrastra era también una mujer inteligente, así que asintió con la cabeza y le apretó la mano.
—Te esperaré aquí, cielo.
También ella poseía un carácter explosivo, pero cuando salió al patio de la iglesia, bajo la agitada lluvia, solo sentía una entumecida curiosidad. Llevaba varios años comprometida con Grant; la boda era un acontecimiento que siempre quedaba lo suficientemente alejado en el tiempo como para pensar que ese día jamás llegaría. Pero ahora...
¿Qué le había ocurrido a Grant? ¿Habría muerto?
La niebla y la llovizna vestían la ciudad como una capa, oscureciendo el cielo. Ainsley la guió a través de un patio diminuto en el que el barro manchó las nuevas botas blancas de tacón alto que había comprado para la ocasión.
Se cobijaron bajo un arco apuntado y se detuvieron, lejos de la iglesia principal. Gracias a Dios que todos los invitados estaban en el templo, esperando y cotilleando, elucubrando sobre lo que había salido mal.
Bajo la arcada, pero todavía a la intemperie, las esperaba lord Cameron; un gigante de hombros anchos que lucía el kilt de los Mackenzie. Cuando Ainsley y ella llegaron junto a él, Cameron la miró con unos ojos duros como el pedernal.
—Le encontré.
Incluso al escucharle, siguió sintiéndose entumecida. Nada de aquello parecía real; ni Cameron, ni el cielo encapotado, ni su delicado vestido de novia...
—¿Dónde está? —preguntó.
Cameron hizo un vago gesto con la mano, en la que sostenía una petaca de plata.
—En un carruaje detrás de la iglesia. ¿Quieres hablar con él?
—¡Por supuesto que quiero hablar con él! Vamos a casarnos dentro de...
Percibió la mirada que intercambiaron Ainsley y Cameron y se dio cuenta del breve atisbo de cólera que asomó en los ojos de su amiga, reflejo de la ira incontenible que brillaba en los de Cameron.
—¿Qué ha ocurrido? —Apretó la mano de Ainsley—. Dímelo antes de que me vuelva loca.
Fue Cameron quien respondió.
—Barclay se ha fugado —dijo, marcando cada sílaba—. Ya está casado.
Los arcos, el patio, todas las piedras del sólido Edimburgo parecieron girar a su alrededor... Pero no, seguía en posición vertical, con los ojos clavados en Cameron Mackenzie, que estaba quieto, junto a la apacible Ainsley.
—Casado... —Sentía los labios rígidos—. Pero iba a casarse conmigo...
Sabía que lo último que lord Cameron Mackenzie quería hacer ese día era seguir el rastro de su novio y tener que decirle que este se había fugado con otra mujer. Y aun así, ella siguió contemplándole como si al mirarlo con la suficiente intensidad pudiera conseguir que él cambiara la historia y le contara una diferente.
—Se casó ayer por la tarde —explicó Cam— con su profesora de piano.
Aquello era una locura. Tenía que ser una broma.
—La señora Mackinnon —apuntó ella sin inflexión en la voz. Recordó a una mujer sencilla de cabello oscuro que estaba algunas veces en casa de la madre de Grant cuando ella llegaba—. Es viuda. —Sofocó una risa—. Bueno, ahora ya no, imagino.
—Le he dicho que tenía que dar la cara y decírtelo él mismo comentó Cam con su voz ronca—. Así que lo he traído conmigo. ¿Quieres hablar con él?
—No —repuso ella con rapidez—. No. —El mundo comenzó a dar vueltas otra vez.
Cam le tendió la petaca.
—Tómate un buen sorbo, muchacha. Te ayudará a asimilar el golpe.
Una dama correcta no bebía licores y a ella la habían educado para ser la más correcta de todas. Sin embargo, aquel giro de los acontecimientos había transformado esa ocasión en una tan incorrecta que las normas daban igual.
Inclinó la cabeza y dejó caer unas ardientes gotas del mejor whisky escocés en la boca. Tosió, tragó, tosió otra vez y se dio leves toquecitos en los labios después de que Cam recuperara la petaca.
Quizá no debería haber bebido; las palabras de Cam comenzaban a parecer reales.
Doscientas personas esperaban en esa iglesia a que Juliana St. John y Grant Barclay contrajeran matrimonio. Doscientas personas que tendrían que volver a sus casas. Doscientos regalos que deberían ser devueltos; doscientas disculpas que escribir. Y, sin duda, los periódicos pasarían un buen rato.
Apretó las manos contra la cara. Jamás había estado enamorada de Grant, pero pensaba que al menos habían forjado una amistad, un respeto mutuo... Sin embargo, debía haber sido solo por su parte.
—¿Qué voy a hacer?
Cam guardó la petaca en el bolsillo interior de la chaqueta.
—Te llevaremos a casa. Ordenaré que mi carruaje se detenga en el final de este camino. —Señaló el discreto sendero que conducía fuera del recinto religioso—. No es necesario que te vea nadie.
Tenían buen corazón. Tanto Ainsley como Cameron tenían buen corazón, pero ella no quería bondad. Necesitaba dar patadas, gritar su cólera; no solo hacia Grant, sino también hacia sí misma. Había confiado mucho en aquel compromiso, presumiendo que no corría peligro de quedarse para vestir santos. Es más, ansiaba la estabilidad de una vida común; algo que había buscado durante toda su existencia.
Y el futuro acababa de desmoronarse ante ella como una montaña de polvo. Su segura elección se había abierto bajo sus pies. La sorpresa todavía seguía teniéndola entumecida, pero sentía que la pena estaba a punto de tomar el relevo.
Se frotó los brazos, que de repente estaban fríos.
—Todavía no. Por favor, dadme un momento. Necesito estar sola durante un rato.
Ainsley lanzó una mirada al patio; algunas personas habían salido de la iglesia y se paseaban por allí.
—No, por ahí no. Hay una cripta debajo de la iglesia. Nos quedaremos en la puerta y no dejaremos que entre nadie.
—Que Dios te bendiga, Ainsley. —No fue capaz de relajarse para dar a su amiga el abrazo que se merecía.
Dejó que la guiaran hasta la puerta de la cripta, que Cam abrió. La pareja dio un paso atrás y ella entró sola, cerrando a su espalda.
En aquel lugar no hacía mucho frío, pero había oscuridad y tranquilidad. Permaneció durante un momento frente al altar vacío y observó la sencilla cruz que colgaba encima; era simple y sin adornos.
Grant se había casado... con la señora Mackinnon.
Se daba cuenta ahora del significado de algunas cosas que había percibido a lo largo de los últimos meses, pero a las que no había prestado la debida atención; Grant y la señora Mackinnon tocando el piano en casa de la madre de Grant, sus sonrisas bobaliconas, las miradas que intercambiaban. Su prometido la había mirado pensativamente en muchas ocasiones, como si quisiera contarle algo importante, aunque al final hacía algún chiste o comentario banal.
Ahora sabía qué era lo que tenía intención de decir.
«Señorita St. John, me he enamorado de mi profesora de piano y deseo casarme con ella, no con usted».
Sería un escándalo, una humillación.
Cerró los puños con fuerza. Quería gritar al destino por ser tan canalla. Pero incluso presa de aquella agitación, le parecía un gran agravio blasfemar en un lugar sagrado.
Se colocó las faldas para sentarse en uno de los bancos de la cripta. Sus faldas de color marfil parecían flotar a su alrededor.
—¡Maldición! —soltó, al dejarse caer en el asiento encima de algo que... se movía.
Un hombre de piernas muy largas bajo un kilt; un ancho cuerpo que la sostuvo por los codos con firmeza. Un hombre que se despertó y se encontró con una novia sentada en su regazo.
—¿Qué demonios...? —Unos ojos grises del mismo color que los de Ainsley la taladraron desde una cara demasiado bronceada para llevar mucho tiempo en Escocia.
Elliot McBride no tema ningún reparo en blasfemar dentro de una iglesia, ni en tumbarse a dormir en uno de los bancos.
Juliana se levantó de golpe, sin haber llegado a sentarse del todo, y clavó los ojos en Elliot mientras él se incorporaba y se acomodaba en una esquina, con los pies todavía sobre la madera.
—¿Elliot? —preguntó ella, jadeante—. ¿Qué haces aquí?
—Estaba tratando de disfrutar de un poco de tranquilidad —repuso él—. No me gustan las multitudes.
—Digo aquí, en Escocia. Pensaba que estabas en la India. Ainsley me dijo que estabas allí.
Elliot McBride era uno de los numerosos hermanos de Ainsley. El hombre de quien se había enamorado locamente unos cien años atrás, cuando era una niña inocente. Pero él se había marchado a la India en busca de éxito y no le había vuelto a ver desde entonces.
Vio que Elliot se frotaba la barba incipiente con la mano. Estaba sin afeitar a pesar de que olía a agua y jabón, como si hubiera tomado un baño hacía poco tiempo.
—Decidí regresar a casa.
«Lacónico». Esa era la mejor palabra para describir a Elliot, el McBride indomable. También valdrían «grande» y «fuerte», o «con una presencia que la dejaba sin aliento». Había sido así incluso cuando era niña y él el salvaje hermano de Ainsley, y también cuando fue una altiva debutante y él asistió al baile de presentación con el uniforme militar de su regimiento.
Se sentó en la parte del banco que él había dejado libre, en la esquina opuesta, donde no llegaban sus pies. Sobre sus cabezas, en lo alto de la torre, las campanas repicaron dando la hora.
—¿No deberías estar en la iglesia, muchacha? —preguntó Elliot. Sacó una petaca de la chaqueta y bebió un sorbo aunque, a diferencia de Cameron, no la invitó a tomar otro—. ¿No te ibas a casar con... con... como se llame?
—Grant Barclay. A estas horas ya debería ser la señora Barclay.
Él detuvo el brazo sin que la petaca llegara a sus labios una segunda vez.
—¿Deberías ser? Entonces, ¿le has dejado plantado en el altar?
—No —repuso ella—. Al parecer se fugó ayer con su profesora de piano.
Aquello sonaba demasiado extraño. Una risita comenzó a burbujear en su interior y finalmente salió por su boca. No estaba provocada por la histeria, pero aún así era una vigorosa carcajada que no pudo contener.
Él se quedó inmóvil, como un animal indeciso entre atacar o huir. ¡Pobre Elliot! ¿Qué iba a hacer él con una mujer que primero le había arrancado del sueño dejándose caer sobre su regazo y luego se reía de manera incontrolable porque su prometido la había abandonado por otra?
Por fin logró contener la risa y se enjugó las lágrimas con la punta de los dedos. El moño con el que había recogido su pelo rojizo se desplomaba y una de las rosas amarillas que Ainsley le había trenzado en su cabello le cayó en el regazo.
—Estúpidas flores...
Elliot se había quedado helado. Clavaba los dedos en el respaldo del banco con tanta fuerza que le resultó extraño que la madera no se astillara. Observó reír a Juliana y vio cómo aquel glorioso pelo rojo oscuro le caía sobre los hombros desnudos. Ella sonreía, aunque sus ojos azules estaban mojados y le temblaban los dedos con los que recogió la flor que le había caído en el regazo.
Quería rodearla con los brazos y acunarla.
«Ven aquí —le diría—. Estás mejor sin ese idiota».
Pero un instinto aún más fuerte le hacía querer ir detrás de Grant Barclay y dispararle un tiro por haberle hecho daño.
Sin embargo, sabía que si cometía el error de tocar a Juliana, no se conformaría solo con abrazarla. Inclinaría la cabeza hacia ella y la besaría igual que había hecho en su baile de presentación; la noche que ella permitió aquel único beso.
Los dos tenían entonces dieciocho años. Ocurrió antes de que él hubiera marchado al infierno y regresado. En ese momento aquel casto beso había sido suficiente para él, pero ahora no se sentiría satisfecho con tan poco.
La besaría y recorrería aquella hermosa garganta hasta los pechos, acariciaría con la nariz el escote de encaje del vestido y le llenaría los hombros de besos. Luego lamería el camino de vuelta a sus labios jugosos, que dibujaría con su lengua hasta que consiguiera que le dejara entrar.
La besaría durante mucho rato, con suavidad, saboreando el néctar de su boca mientras la abrazaba. Jamás la soltaría.
Querría poseerla por completo, porque solo Dios sabía cuándo tendría la oportunidad de volver a hacerlo. Un hombre arruinado aprendía a saborear lo que quería cuando le surgía la oportunidad.
—Me quedará el sambenito para siempre —decía ella en esos instantes—. «Pobre Juliana St. John. ¿No la recuerdas? Estaba vestida de novia y todo. Incluso había acudido a la iglesia. Pobrecita...».
¿Qué le respondía un hombre a una mujer cuando decía eso? A él le gustaría poseer la elocuencia de su hermano, el abogado, que soltaba elegantes discursos ante los tribunales para ganarse la vida. Sin embargo, él solo sabía decir la verdad.
—Qué digan lo que quieran y al infierno con ellos.
Juliana esbozó una amarga sonrisa.
—El mundo se mueve según lo que dice la gente, mi estimado Elliot. Quizá en la India sea diferente.
¡Santo Dios! ¿Cómo podía pensar alguien eso?
—Allí las reglas son todavía más estrictas. Puedes morir, o ser el culpable de la muerte de alguien, simplemente por no conocerlas.
Ella parpadeó.
—Oh. De acuerdo, eso suena mucho peor que saber que la gente esperará que me esconda avergonzada y me dedique a tejer calcetines durante el resto de mi vida.
—¿Por qué demonios ibas a dedicarte a hacer calcetines? Haz lo que quieras.
—Típico de ti. Quizá tú serías capaz, pero me temo que yo no. Estaré en boca de todo el mundo durante mucho tiempo. Me quedaré para vestir santos. Treinta años y no demasiado ingenua. Sé que las mujeres practican toda clase de actividades en esta época, además de casarse, pero yo soy demasiado mayor para asistir a la universidad. E incluso si me decidiera a hacer tal cosa, mi padre se moriría de vergüenza al pensar que soy una sabionda. Me educó para servir el té, organizar fiestas... y decir lo correcto a la esposa de un vicario.
Elliot no se fijó en las palabras, se concentró en su voz musical y cómo le aliviaba. Se recostó en el respaldo y la dejó hablar, dándose cuenta de que hacía mucho tiempo que no se sentía tan relajado.
«Si pudiera escucharla durante el resto de mi vida... Si pudiera oírla en medio de la noche, quizá podría mejorar».
No, nada conseguiría que volviera a estar bien. No podría recuperarse de lo que había visto y llevado a cabo; de las tropelías que le habían hecho cometer. Hubo un tiempo en el que pensó que si regresaba a Escocia aquello se detendría; los sueños, los terrores nocturnos, la oscuridad absoluta en la que el tiempo transcurría y él no sabía lo que hacía. Pero ya no lo pensaba, y sabía que tenía que poner en funcionamiento el siguiente paso de su plan.
Juliana le estudiaba con aquellos ojos azules tan límpidos como un lago en verano. Su belleza, el recuerdo de aquella mirada, le había sostenido durante mucho tiempo en la oscuridad.
Algunas veces había soñado que ella estaba con él, intentando despertarle, con su dulce voz inundando sus oídos.
«Venga, Elliot, tienes que despertarte. Mi cometa se ha quedado enredada en un árbol y tú eres el único lo suficientemente alto para bajarla».
Recordó el día en el que se dio cuenta de lo que sentía por ella... Los dos debían de tener, aproximadamente, dieciséis años. Ella había estado volando una cometa con los hijos de unos amigos de su padre y él había ido a mirar. Rescató el juguete de un árbol y se ganó una sonrisa de aquellos labios rojos y un tierno beso en la mejilla. A partir de ese día estuvo perdido.
—¿Elliot? ¿Estás despierto?
Habia cerrado los ojos para retener los recuerdos, y ahora la voz de Juliana se mezclaba con la que oía en su memoria. Se obligó a abrirlos.
—Creo que sí.
—No me has escuchado, ¿verdad? —Su cara parecía sonrojada en la tenue luz.
—Lo siento, muchacha, estoy un poco borracho.
—Bien. Bueno, no es que me parezca bien que estés borracho, sino que agradezco que no me hayas escuchado. Ha sido una mala idea.
Él abrió los ojos del todo, una campana de alarma resonó en su cerebro. ¿Qué puñetas se había perdido?
Aquella oscuridad que le envolvía provocaba eso algunas veces; podía perderse grandes intervalos de conversación sin saberlo. Cuando volvía en sí se daba cuenta de que su interlocutor esperaba una respuesta mientras se preguntaba qué le ocurría. Por eso había decidido que la mejor solución era evitar a la gente y sus conversaciones.
Pero con Juliana quería saber.
—Vuelve a decírmelo.
—No creo que sea prudente. Si fuera una buena idea, te habrías hecho eco de ella de inmediato. En tu estado actual...
—Juliana, te juro que... mi mente vaga a veces. Quiero escuchar esa idea y decidir si es buena o no.
—No, no quieres.
«¡Mujeres!».
Incluso aquellas de las que uno llevaba años enamorado en secreto podían volverle loco en un segundo.
Se puso derecho y se acercó a ella poniendo los pies en el suelo. Estiró el brazo sobre el respaldo. No la tocó, pero sus dedos quedaron lo suficientemente cerca como para sentir su calor.
—Juliana, dímelo o te haré cosquillas.
—Ya no tengo ocho años, Elliot McBride.
Él quiso reírse ante su tono arrogante.
—Ni yo. Cuando digo que te haré cosquillas, no quiero decir lo mismo que entonces. —Le tocó el hombro desnudo con el dedo.
Aquello fue un error. El contacto hizo que le subiera un ardiente calambre por el brazo que fue directo a su corazón.
Sus labios estaban muy cerca, exuberantes y jugosos. Notó que la nariz de Juliana seguía cubierta de pecas, igual que cuando tenía diez años. Siempre había sido así y siempre había querido deshacerse de ellas, pero para él cada una de ellas era un punto que besar.
Su mirada era apacible y su voz un susurro de aliento.
—Lo que te he preguntado, Elliot, es si querrías casarte conmigo.