6

Juliana contuvo el aliento cuando la lámpara de araña comenzó a balancearse de un lado a otro, insistentemente, como si fuera un péndulo gigante de una de aquellas aterradoras historias del americano señor Poe. Los demás también la observaron, congelados en el lugar, mientras seguían la trayectoria con la mirada.

La cadena gimió contra el techo, pero poco a poco la gigantesca araña moderó su movimiento y volvió al lugar donde llevaba años reposando.

Ella soltó el aire que retenía y escuchó que McGregor hacía lo mismo. Le miró y le tendió la mano.

—Deme esa arma, por favor, señor McGregor.

El hombre pareció tímido y desafiante a la vez cuando apartó el dedo del gatillo y le ofreció la escopeta. Ella abrió el arma con la habilidad que le había enseñado el ayudante de su padre y la mantuvo abierta sobre el brazo.

Estaba a punto de ordenarle al señor McGregor que se vistiera, por el amor de Dios, cuando la madre de Mahindar subió las escaleras como una res desbocada, gritando antes de pisar el último escalón. Komal sostenía las ondeantes sedas con una mano y alzaba la otra, no hacia ella, sino hacia el señor McGregor. La vio avanzar amenazadoramente hacia él, con unos gestos cada vez más agitados, como un pájaro enfurecido que le atacara al compás del encendido discurso. El anciano retrocedió varios pasos con los brazos alzados para defenderse de la furia.

—No se atreva a amenazarme, mujer. Un hombre tiene derecho a defender su casa.

Komal continuó gritando. El significado era evidente, aunque las palabras suponían un galimatías: «Vuelva a la cama, viejo chillado, antes de que haga caer la casa a tiros».

El hombre se dio la vuelta y corrió mientras Komal le perseguía. Su voz se hizo más fuerte cuando le siguió por el pasillo. Mahindar la llamó desde la planta baja, pero sus nerviosas palabras apenas se oían y su madre no le prestó la más mínima atención.

—Mahindar —dijo ella por encima del pasamanos de hierro forjado—. No soy capaz de despertar al señor McBride. ¿Podría ayudarme?

Mahindar dejó de suplicar a su madre y subió acompañado de Channan. Su esposa se separó de él en lo alto de las escaleras y tomó camino detrás de McGregor y su suegra con una mirada de determinación en la cara.

Ella condujo a Mahindar al dormitorio. Sin duda alguna encontrarían a Elliot levantado, exigiendo que le contaran a qué se debía aquel escándalo, pero cuando abrieron la puerta, todavía seguía en la cama, sumido en aquel profundo sueño.

La expresión que vio en el rostro de Mahindar, hizo que se alarmara todavía más.

—Mahindar, ¿qué le pasa?

—Esperaba... Lo esperaba tanto... —Mahindar se acercó lentamente a la cama—. Tenga cuidado, mensahib. Algunas veces le pasa esto; duerme durante horas y horas como si estuviera en coma. Pero cuando se despierta, puede resultar violento. No sabe dónde está. A veces cree que soy su carcelero.

—Ahora está a salvo. Él lo sabe.

—Sí, lo sabe cuando se despierta del todo y lo comprende. —Vió que Mahindar se tocaba la frente—. Pero dentro de su cabeza todavía hay confusión. Algunas veces le alimentaron, otras no se molestaron; a veces le dejaron solo, otras le golpearon sin motivo. Mahindar parecía triste—. Sé que, sin duda, ha padecido más crueldades, pero esas son las que me ha contado.

Juliana miró a Elliot, que seguía dormido en la cama, apenas moviendo el pecho al respirar. Su cuerpo estaba casi intacto; solo algunas cicatrices en la espalda y la cara daban testimonio de aquella prueba tan dura, pero quizá la curación de la carne y del espíritu fueran temas diferentes.

¿Cómo podía un hombre enfrentarse a tales horrores y luego regresar a casa para hacer una vida normal? Jamás volvería a ser el mismo, ¿verdad? ¿Cómo podía hablar con las personas que nunca habían padecido aquella crueldad? ¿Con las que habían llevado una vida cómoda y segura y que nunca podrían entenderle?

Un hombre así haría lo mismo que Elliot; se mantendría aislado, compraría una casa en un rincón remoto de las Highlands y se sumiría en un profundo sueño.

—¿Qué puedo hacer? —susurró.

Mahindar, con su cuerpo rechoncho y su mirada inteligente, la observó con pesar.

—No lo sé, mensahib. He probado de todo para sanarle. Esperaba que cuando llegara aquí, al país que tanto ama, se pondría mejor. Quizá ahora, que se ha casado con usted, sea así.

Ella se encogió dentro de la bata y miró al que era su marido desde hacía apenas un día.

—Apenas le conozco, Mahindar. No conozco a este Elliot.

El Elliot de su adolescencia, el que la había ayudado a rescatar una cometa de un árbol, el que había sonreído victorioso cuando le besó en la mejilla como agradecimiento, había quedado en el pasado. Este Elliot era duro, tenía cicatrices y había sufrido más de lo que tendría que sufrir cualquier hombre. El mundo esperaba que se desentendiera del asunto como si tal cosa; como si poner al mal tiempo buena cara fuera posible. Querían que ignorara el dolor pero, ¿cómo iba a conseguirlo?

Tendría que volver a conocerle una vez más antes de intentar comprenderle.

—La ayudaré, mensahib —aseguró Mahindar, tranquilo como un río pausado—. Usted y yo juntos le traeremos de vuelta.

***

—Ah, por fin está despierto. —Elliot escuchó una voz que flotaba fuera de la oscuridad—. Gracias a los dioses. Su hermana está aquí.

Elliot se forzó a abrir los ojos y vio una cara revoloteando a pocos centímetros de la suya. Experimentó un momento de pánico...

«¿Qué pasa ahora? ¿Qué pasa ahora? ¿No pueden dejarme en paz?».

De pronto, se dio cuenta de que era el semblante amable y preocupado de Mahindar que le estudiaba con las gruesas cejas fruncidas bajo el turbante blanco, con la barba pulcramente oculta dentro de la tela.

—¡Maldición, Mahindar!

La intranquilidad de Mahindar no menguó.

—Lady Mackenzie ha venido a visitar a la mensahib. Su cuñada la ha acompañado también, e insiste en verlo.

Rona y Ainsley; su temible cuñada y su hermosa y vivaz hermana, no eran precisamente a lo que quería enfrentarse un hombre que acababa de despertarse con la misma sensación que si tuviera una resaca de tres días.

Se frotó la cara, encontrándose con la barba incipiente. Debía de haber dormido durante mucho tiempo. Había caído en otro de esos lapsus; no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba preso de la oscuridad.

¿Dónde demonios estaba? Entrecerró los ojos para mirar el dormitorio desprovisto de cortinas y con una cama enorme en el centro.

—¿Estamos en el castillo McGregor? ¿Cómo hemos llegado aquí? —Solo la casa de su tío abuelo McGregor podía parecer tan sólida y desvencijada a la vez.

La última vez que estuvo allí, cuando compró la casa, había dormido en una cocina caliente bastante confortable.

Mahindar parecía preocupado.

—¿No lo recuerda? Ayer se casó.

El día anterior era un espacio en blanco; claro que durante mucho tiempo todos los días habían sido un espacio en blanco... excepto.., —¿Me he casado? ¿De qué puñetas hablas? Dime que me has traído una copa de whisky.

—No. Claro que no, su hermana me lo prohibió. Me dijo que debía llevarle a la salita por cualquier medio necesario, salvo darle whisky.

—¿Ainsley ha dicho eso? —Quiso reírse. Siempre se había sentido muy cercano a su hermana menor, que le conocía mejor que nadie en el mundo. Sin embargo, ella conocía al viejo Elliot. Nadie sabía cómo era ahora.

Elliot apartó las sábanas. Estaba desnudo, pero Mahindar ni se fijó ni le importó.

—Prepárame el baño. No estoy presentable en este momento para alternar con mujeres decentes. Ni siquiera aunque se trate de mis hermanas.

Mientras el hindú se movía por la estancia preparando el baño con jarras de agua humeante, él se forzó a deshacerse de la espesa neblina del sueño. Mahindar le hablaba y él intentó concentrarse en sus palabras.

—Las he hecho pasar a la salita, con la mensahib —comentaba su ayuda de cámara—. Están esperándole.

—¿La mensahib?

Mahindar levantó la mirada del agua, consiguiendo que goteara al suelo.

—Sí, la mensahib —repitió lentamente—. Hasta ayer respondía al nombre de señorita Sinj.

Mahindar que llevaba toda su vida trabajando para los británicos, que estaba orgulloso de sí mismo por la corrección de su inglés, tenía dificultades para pronunciar los nombres. Pero, ¿quién podía culparle? Algunos eran puñeteramente difíciles.

Elliot se frotó otra vez la cara.

—¿Señorita Sinj? Jamás he conocido a nadie llamado Sinj... —Abrió los ojos como platos al caer en la cuenta. Se bajó de la alta cama y aterrizó de golpe sobre los pies desnudos. La habitación comenzó a dar vueltas.

—¿Te refieres a la señorita St. John?

—Por supuesto.

—¡Maldición! ¡Malditas sean todas las cosas!

De pronto, lo ocurrido el día anterior iluminó su mente. Juliana desplomándose pesadamente en su regazo envuelta en tules blancos, su sonrisa esperanzada, sus hermosos ojos azules...

El recuerdo de su piel bajo los dedos, el beso que le había dado en la palma de la mano. Había sentido su calor en su propia piel; un calor al que se aferró como si no se hubiera calentado en años.

Había deseado besarla allí mismo, en la cripta, pero no pudo con la boca agria por el whisky.

En ese momento recordó estar de pie ante el altar de una iglesia repleta de gente, casi a punto de verse dominado por un ataque de pánico por la cantidad de personas presentes. Todos aquellos ojos clavados en él mientras prometía ser un buen marido para Juliana St. John...

Las imágenes del viaje hasta allí también llegaron. Recordaba perfectamente que lo único que había querido era estar con Juliana. Luego llegaron los recuerdos de la casa, cuando apretó el cuchillo contra la garganta de un aterrado Hamish, la voz de Juliana atravesando la oscuridad.

Su mente recuperó otro recuerdo más; gozar del calor de Juliana, de su contacto, del perfume que la envolvía. El momento solo un momento— en el que se ahogó en ella y se olvidó de lodo.

Pero la oscuridad había decidido despojarle también de eso. Quería quitarle a Juliana, la paz que le proporcionaba, que tanto anhelaba.

«No. La necesito».

Se metió en la bañera y el agua caliente mordió su carne, las cicatrices de su espalda. Mahindar sabía cuál era la mejor manera de lavarle, de ayudarle dentro y fuera de la bañera. Se enjabonó él mismo, haciendo que cayera mucha agua al suelo. Luego contuvo impaciencia para recostarse contra el borde y permitir que el hindú le afeitara.

Mahindar se apresuró todo lo que pudo, pareciendo infeliz de que no le permitiera envolver su cara con una toalla caliente ni darle un masaje. Elliot ignoró todas sus quejas, se secó y se vistió.

Hamish hablaba con rapidez en el vestíbulo de la planta baja y se quedó callado al verlo bajar, pero él no tenía tiempo para pararse con él. Notó que había un hueco del tamaño de un puño en el techo, a tan solo unos centímetros del lugar en el que colgaba la lámpara de araña.

Se dirigió con rapidez a la sala y se encontró a las tres elegantes damas llevándose las tazas de té a la boca. En alguna parte de la casa un reloj marcó las tres. Ainsley le sonrió y Rona, su estirada cuñada, le miró con azoramiento.

Juliana le estudió por encima del borde de la taza antes de que la bajara con una mirada de preocupación.

¿Tenía tan mal aspecto? Debería haberse mirado en un espejo antes de bajar, pero en el dormitorio no había y él había aprendido a evitarlos. Confiaba en que Mahindar se aseguraba de que su ropa estuviera impoluta, pero no perdía más tiempo en el asunto.

—Oh, aquí estás, Elliot —comentó Ainsley en un tono demasiado efusivo.

—Sí, aquí estoy. ¿Dónde iba a estar si no?

Se escuchó gruñir, pero no lo pudo evitar. Ainsley, su emprendedora hermana, estaba resplandeciente con una creación cuya tela cambiaba sutilmente de matiz cuando se movía. Rona, regordeta y regia, lucía un vestido oscuro, gama de colores que utilizaba desde que cumplió los cincuenta años, con un gorrito de volantes fruncidos y encaje. A lo largo de su vida él siempre la había visto con la cabeza cubierta con alguna clase de gorrito; sencillos o de domingo, para visitar o para recibir visitas, para ir al médico o de compras. Cada vez que pensaba en su cuñada, lo primero que le venía a la mente era un gorrito.

Percibió todo eso con rapidez. Luego dejó a un lado cualquier otra cosa que no fuera Juliana. Era el único ser que existía para él.

Su vestido era de color crema con adornos negros en el corpiño, en los bordes de las mangas y el cuello. La falda tenía volantes fruncidos en el frente. El cuello alto enmarcaba su barbilla, suavizando la expresión de su cara y enfatizando el pequeño hoyuelo que tenía junto a la comisura izquierda de la boca. Había trenzado un lazo a juego entre sus oscuros mechones rojizos, pero algunos bucles parecían flotar alrededor de su frente y la nuca.

Parecía una de esas figuritas de porcelana china que había visto en las tiendas de toda Europa; damas elegantes, congeladas para siempre, con sus manos de porcelana sujetando sus faldas de porcelana.

Pero Juliana no tenía la frialdad de la porcelana; estaba formada por carne caliente, respiraba, vivía...

Ella le observó con aquellos ojos azules que le recordaban a las flores del maíz, o tal vez al cielo durante la primavera. Solo las mujeres de Escocia tenían los ojos de ese color. Juliana era de ese lugar, era su hogar.

—Elliot —le llamó Juliana. Su dulce voz le envolvió—. Rona ha venido a buscar las alianzas.

Las alianzas. Se miró la mano izquierda, en la que lucía una gruesa banda de oro. Recordaba haberle puesto el anillo a Juliana mientras recitaba sus votos. Su verdad, su fidelidad.

Como si pudiera imaginar tocar a otra mujer que no fuera ella. Nunca. Por ninguna razón.

—Imagino que tienes intención de encargar unas para vosotros —intervino Ainsley en un tono demasiado alegre.

Sí, la tenía. Recordaba habérselo dicho a Mahindar antes de dirigirse a la iglesia para esperar a Juliana, que avisara a los joyeros de la familia para que realizaran unos anillos. Recordaba también a Patrick, su bondadoso hermano, depositándole en la mano las dos alianzas, que no habían abandonado los dedos de Patrick y de Rona desde que se casaron, treinta años atrás.

—Ya me he ocupado de ello —aseguró. Se quitó el anillo, se acercó a Rona y lo dejó caer en su mano, cerrando los dedos alrededor de los de ella—. Gracias.

Vio que los ojos de Rona se empañaban de lágrimas antes de meter la alianza en una pequeña bolsita. Tintineó contra la otra, y él notó que el dedo de Juliana ya estaba desnudo.

—Te lo agradecemos mucho —dijo su esposa, sirviendo una taza de té—. Fue muy amable por tu parte.

—Era lo más lógico —intervino Rona, fingiendo que las lágrimas no habían aparecido—. No se podía hacer otra cosa. Elliot, ¿qué planes tienes para esta horrible casa?

El observaba a Juliana servir su té, sujetando con aquellas manos competentes la taza sobre el planto, manteniendo el conjunto en perfecto equilibrio bajo la corriente de líquido caliente. Ella volvió a depositar la tetera en la bandeja sin pestañear por lo que pesaba y tomó las delicadas pinzas de plata del azucarero.

Llegado a ese punto, ella vaciló... Una mujer debería saber cómo le gustaba a su marido tomar el té, pero ellos dos no habían tomado el té juntos todavía. Al menos, no desde que tenían catorce años.

—Un terrón, querida —susurró Rona, inclinándose hacia delante.

—Lo cierto es que ahora lo prefiero sin azúcar —intervino él, tomando la taza de la mano de Juliana.

Juliana sostenía el platito tan refinadamente que sus enormes dedos no corrían peligro de tocar los de ella, pero él posó la mano sobre la de ella para tomar la taza.

Ella separó los labios y en sus ojos apareció una llamarada de calor. Era igual que la que ardía en su sangre. Lo ocurrido durante la última noche regresaba como una venganza.

Necesitaba sentarse... junto a ella. Pero estaba situada en el borde de un sillón estrecho y su polisón ocupaba el resto del asiento. Había un diván de dos plazas perfecto en la estancia... ocupado por Rona y Ainsley, que se habían sentado muy juntas. Dos sillas más y una otomana completaban el círculo alrededor de la mesita de café. El resto del mobiliario estaba cubierto por sábanas.

Enganchó la pata de la otomana con el pie y la arrastró cerca del sillón de Juliana. Se dejó caer allí y acomodó el kilt al tiempo que presionaba la rodilla contra la de Juliana, con el platito y la delicada taza balanceándose en su enorme mano.

Ainsley y Rona le observaban con atención, pero él solo era consciente de Juliana, de su cercanía, de su calor... De lo correcto que era estar con ella.

—¿De dónde has sacado el juego de té? —preguntó, alzando la taza para estudiarla. La porcelana era fina, casi tanto como el papel, y las flores que la decoraban habían sido pintadas por una mano experta. Aquellas tazas de té habían sido importadas por una empresa desde Inglaterra o Alemania a un gran coste Jamás ha habido nada tan delicado en la alacena del tío McGregor

—Un regalo de bodas —explicó Juliana—. Son unas piezas preciosas, ¿no crees?

Él tomó un sorbo de té, que no estaba mal, pero lo que necesitaba era whisky. Giró la cabeza para poder ver a Juliana... y nada más.

—Pensé que estabas devolviendo los regalos.

—Lo está haciendo —intervino Ainsley—, pero este juego de té es un regalo mío, así que es apropiado que se lo quede. Y no tienes por qué preocuparte por el resto, Juliana, Rona, tu madrastra y yo nos encargaremos de mandarlos de vuelta con las explicaciones pertinentes. No es necesario que regreses a Edimburgo por eso.

—Pero debo hacerlo —aseguró Juliana—. Es muy amable por tu parte, pero realmente tengo que ir a ayudar. Por no mencionar el resto de mis cosas. Gemma debe estar volviéndose loca. Si os quedáis a pasar la noche, mañana puedo tomar el tren de regreso con vosotras.

—No. —La palabra fue tan brusca que las tres mujeres se quedaron paralizadas. Tres tazas de té fueron bajadas y tres pares de ojos femeninos se abrieron como platos ante el poder masculino de su voz.

Él puso la mano sobre la rodilla de Juliana y le clavó los dedos en el muslo antes de poder evitarlo.

—Juliana no puede marcharse.

—¿Qué? —preguntó Ainsley con forzada indiferencia—. ¿Nunca?