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Elliot se había quedado inmóvil, sus ojos eran tan grises como el invierno e igual de fríos.

Juliana se dio cuenta de que cuando le espetó la pregunta, se la estaba haciendo al Elliot que ella conocía; al provocador, al joven impulsivo y ardiente. Pero el Elliot McBride que tenía delante era un desconocido. Llevaba el pelo castaño claro mucho más corto y sus rasgos eran duros, con finas cicatrices en una de las mejillas.

Este Elliot había perseguido y matado a otros hombres, por lo que había sido hecho prisionero y retenido durante tanto tiempo que todos llegaron a temer que hubiera muerto. Los diez meses que estuvo preso fueron los peores de toda su vida. Después, Elliot regresó a casa de su hermano durante un tiempo para recobrarse, pero ella nunca llegó a verlo. Él no visitó a nadie, no dejó que nadie le visitara y, al final, había vuelto a la India.

—Como ya he dicho, es una idea estúpida ——afirmó ella con rapidez—. Te has puesto verde, Elliot, así que olvídalo. No era mi intención asustarte tanto. Venga, vuelve a echar una cabezadita.

La mirada de Elliot se dirigió al sencillo altar antes de regresar a ella, mientras acercaba la mano a su espalda; algo cálido en aquel lugar tan frío.

—No me parece una estupidez. De hecho me parece una idea grandiosa.

—¿De veras? Pues será mejor que actúes como si no hubiera dicho nada. De todas maneras, la primera vez no me oíste.

Él movió la mano y le rozó el hombro, transmitiendo calor a todo su helado cuerpo.

—Pero no puedo ignorar que te he escuchado la segunda, muchacha.

—Bueno, pues lo retiro. Me iré a casa de mi padre y comenzaré a devolver los regalos. Conservé las tarjetas que los acompañaban, siempre soy muy organizada. Gemma se ríe de mis listas y notas, pero ahora me las agradecerá.

Ella esbozó una ancha sonrisa... Elliot notó que sus ojos estaban demasiado brillantes y su corazón palpitó con tanta fuerza que le sorprendió que no resonara en el silencio.

Quería levantarse lo más deprisa que pudiera del banco de la iglesia gritando de alegría, arrastrar a Juliana de vuelta a la iglesia y ordenarle al ministro que diera comienzo a la ceremonia. Tanto su familia como la de Juliana pertenecían a esa diócesis, los dos tenían edad casadera y no habría ningún tipo de impedimento. Conocía a quien podía extender una nueva licencia con rapidez. Y eso haría.

Había viajado a Edimburgo ese día para buscarla, para continuar los planes que había puesto en marcha. Y se había encontrado con aquella interminable espera en la abarrotada iglesia, que le había puesto nervioso y obligado a salir para estar solo en la cripta. Algunos tragos de whisky y el cansancio que acumulaba su cuerpo —jamás descansaba debidamente por la noche— le habían hecho caer en un profundo sopor.

Minutos después despertaba por culpa del delicioso peso de Juliana envuelta en raso y tul, de su aroma a rosas, del sonido de su voz. Sí. Era lo correcto.

—No voy a volver a la India —dijo—. He comprado una casa.

La vieja propiedad McGregor, a cincuenta kilómetros al norte de Aberdeen. McGregor, que es mi tío abuelo por parte de madre, se quedó sin dinero en efectivo. Puedes casarte conmigo y ocuparte del lugar.

Juliana clavó los ojos en él con los labios entreabiertos. Él quiso saborear la humedad que los impregnaba. Si ella se negaba, si prefería esperar, tendría que poner en práctica otros planes. Podía estar loco, pero sabía muy bien lo que quería y ser muy persuasivo.

—Está muy lejos —dijo ella con un susurro.

—Sí. —Los trenes acortaban las distancias en esos tiempos, pero aún así, el norte del país era un lugar remoto. Un sitio donde olvidarse del bullicio. Él necesitaba paz.

La vio parpadear temblorosamente. Bajo el escrutinio de sus ojos azules, sintió que se relajaba todavía más, que quería inclinarse sobre el cálido raso que la envolvía y aspirar su aroma.

—¿Estás seguro, Elliot? —La voz de Juliana volvió a arrancarle de su ensimismamiento.

Por supuesto que estaba seguro. La necesitaba a su lado para poder sentirse otra vez fuerte y sano.

Él se encogió de hombros, fingiendo despreocupación.

—Ya te lo he dicho, me parece una idea fantástica. Todo el mundo ha venido a asistir a una boda, tú estás vestida de novia y a mí no me gusta esperar.

Ella abrió los ojos como platos.

—¿Quieres decir que deseas que nos casemos hoy?

—¿Por qué no? Ya tenemos los invitados y el ministro está esperando.

La vio apretar los labios y aquel pequeño gesto le calentó la sangre.

—Será un auténtico escándalo.

—¿Qué más da? Mientras hablan, nosotros estaremos en nuestra propiedad, muy lejos de aquí.

Ella vaciló antes de esbozar una sonrisa que fue determinación en estado puro.

—De acuerdo. Como tú dices, ¿por qué no?

Su corazón le dio un vuelco, gritó de alegría y el júbilo creció sin pausa hasta casi estrangularle. Necesitaba terminar eso; llevarla a su casa, estar con ella.

Tiró de ella para ponerla en pie y la arrastró lejos del banco. Juliana trastabilló por culpa de los zapatos de tacón alto, pero él la sostuvo con mano firme. Su cercanía, sentir su brazo suave debajo de los dedos llenos de cicatrices, incrementó su ansiedad.

Necesitaba sellar ese matrimonio antes de que regresara la oscuridad, y no se refería precisamente a la oscuridad de la noche.

Llegaron hasta la puerta. Él la detuvo, estrechándola con fuerza, pero no podía obligarse a soltarla.

—Quédate con mi hermana mientras voy a informar al ministro de que el novio ha cambiado. ¿Estás preparada?

—Sí. —Juliana se humedeció los labios—. Sin duda.

—Bien.

Ella alargó el brazo para alcanzar el picaporte, pero él la retuvo.

—Espera.

Juliana notó que él deslizaba un brazo por su espalda, sólido como la rama de un árbol y la atraía todavía más cerca. Tan cerca que vio la marca blanca de una cicatriz en su mejilla, delgadas líneas que cubrían sus pómulos y desaparecían más allá del nacimiento del pelo. Aquellos cortes habían sido hechos por una hoja muy fina y afilada.

Elliot iba a besarla. Ella contuvo el aliento mientras esperaba el frío roce de sus labios, la presión de su boca. Había soñado con sus besos muchas veces después de que él le hubiera robado uno hacía mucho tiempo.

No llegó. Él se llevó su mano a los labios, la giró y depositó un largo y ardiente beso en la palma. Cualquier decepción se disolvió en el calor que subió por su brazo y en el ardiente fuego que atravesó su cuerpo a toda velocidad.

Elliot abrió la puerta de la capilla y la empujó al exterior, a la fría niebla que cubría el patio, antes de volver a cerrarla. Ella se encontró frente a una preocupada Ainsley, el enorme corpachón de lord Cameron y su madrastra, Gemma, que se acercaba a toda velocidad para saber qué ocurría.

***

Asi fue como Elliot McBride se casó una hora después con Juliana St. John, en la misma iglesia en la que ella debería haberse casado ese día con el señor Barclay.

Los invitados observaron, ya fuera con sorpresa o con gran gozo como él — con una chaqueta negra de gala y el kilt de los McBride— se colocaba junto a Juliana para recitar sus votos. Cuando el padre de la joven le entregó la mano de Juliana, él cerró los dedos sobre ella con fuerza. No fue un simple apretón, sino un duro agarre.

El servicio fue breve y sencillo. Ainsley había vuelto a colocar las rosas en el pelo de Juliana y la cola de su exquisito vestido de novia se extendía por el suelo de la iglesia. El ramo de novia seguía intacto, gracias a Ainsley y a Gemma, con una ramita de brezo escondida entre las flores para darle suerte.

Él siguió aferrando con fuerza la mano de su flamante novia mientras el vicario terminaba la misa, y ni siquiera la soltó después de ponerle la alianza en el dedo. Habían tenido que pedir prestados los anillos a su hermano Patrick y su esposa, Rona. El anillo de su cuñada era demasiado grande para Juliana y la vio apretar los dedos para mantenerlo en su lugar.

En el momento en que el vicario les declaró marido y mujer, Juliana se volvió hacia él para mirarle, alzando la cabeza. La besó.

Fue un beso posesivo. Como el que daría cualquier guerrero escocés a su recién conquistada novia, y él era descendiente de muchas generaciones de guerreros legendarios.

Cuando alzó la cabeza después de besarla, clavó la mirada en ella mientras le sujetaba los hombros con las manos. Sus ojos grises brillaban de triunfo. Ya estaban casados.

Varias horas más tarde, durante los festejos que siguieron en la casa de los St. John —Gemma no veía razón para desperdiciar lo que ya habían preparado—, Juliana escapó de los salones llenos de gente, risas y miradas con la excusa de hacer los preparativos para marcharse.

Suspiró de alivio cuando entró en un pasillo vacío. Le alegraba que todos los invitados estuvieran disfrutando del banquete que Gemma y ella habían preparado meticulosamente, pero las felicitaciones y las preguntas habían comenzado a pesar en su ánimo. Lo que había hecho acabaría convirtiéndose en un suceso de interés pasajero, pero no sería ese día.

Notó una mano firme en el hombro y contuvo un grito de sorpresa. Elliot le puso un dedo sobre los labios, se inclinó hacia ella y la besó en la mejilla.

—Tenemos que irnos —le dijo él.

Eso era lo que ella quería hacer —la inquietud la dominaba como una fiebre—, pero se limitó a decir las palabras correctas.

—Sería un poco grosero, ¿no crees? Mi madrastra se ha esforzado mucho para preparar...

—¿Quieres que nos vayamos a casa, Juliana? —la interrumpió él, al tiempo que deslizaba la mano por su brazo hasta entrelazar sus dedos con los de ella.

Ella cerró los ojos, aspirando su calor.

—Sí.

—Entonces, vámonos.

Sin más discusiones, la llevó por la escalera de servicio hasta la cocina y de allí a la puerta trasera, donde un hombre de raza hindú con una casaca de seda blanca y un turbante les esperaba con su abrigo y dos maletas. El hombre sostuvo la prenda para que se la pusiera sin decir nada, y tampoco pronunció palabra cuando abrió la puerta y los acompañó fuera de la casa.

***

El trayecto a su nuevo hogar fue muy largo. Se subieron a un tren, que traqueteó lentamente hacia el norte y luego al oeste, hasta el corazón de las Highlands. En un compartimento privado, la esposa del sirviente hindú de Elliot ayudó a Juliana a cambiarse el vestido de novia por otro de viaje. El equipaje de mano estaba bien provisto de ropa resistente para los desplazamientos; sin duda, Ainsley y Gemma cuidaban de ella sin descanso.

Mientras viajaban, las nubes fueron arrastradas por el fuerte viento y el sol salió para bañar al mundo con su calor y secar las brillantes gotas de lluvia. Pronto sería pleno verano, lo que quería decir, en aquel punto tan al norte, que el astro rey no se ocultaría Lisia bien entrada la noche.

En Stirling tomaron otro tren hacia la costa, que se desplazó por el norte de Dundee, hacia Aberdeen, donde hicieron transbordo a otro ferrocarril de una compañía más pequeña. Por fin, se bajaron en una diminuta estación, en un pueblo llamado Highforth, unos cincuenta kilómetros al norte de Aberdeen, perdido entre las montañas y el mar. El sol del atardecer se ocultaba tras las colinas, al oeste, iluminando el mar, al norte y al este, con su reflejo.

La estación no era más que una pequeña edificación junto a las vías, y la plataforma resultaba tan pequeña que los pasajeros tenían que desembarcar de uno en uno. De todas maneras, ellos fueron los únicos que descendieron.

Su marido se puso a buscar al momento al jefe de estación, dejando al criado y a la familia de este pululando alrededor de ella como mariposas de colores. El viento típico de las Highlands azotaba la vacía plataforma, formando remolinos con las sedas coloridas de las mujeres hindúes, el brillante kilt a cuadros azules y verdes de Elliot y su larga falda tostada.

Según se había enterado durante el viaje, el criado se llamaba Mahindar y había llevado consigo desde la India a su esposa, Channan, a su madre, su cuñada viuda y una niña de corta edad que parecía ser hija de la cuñada.

La madre de Mahindar se había cubierto la cabeza serenamente con un pliegue del velo que llevaba al cuello, sin mirar ni a izquierda ni a derecha, mientras esperaban a Elliot. La esposa de Mahindar, Channan —más rechoncha y con una figura cilíndrica que quedaba enfatizada por la estrecha falda ,y otras prendas de seda que cubrían su cuerpo— miraba a su alrededor con más interés. La hermana pequeña de esta —hermanastra, si ella había entendido bien— tomaba a la niña de la mano mientras permanecía de pie junto a la esposa del sirviente.

Según aseguró Mahindar, solo él hablaba inglés, aunque añadió con altanería que Channan estaba aprendiéndolo. La cuñada solo chapurreaba algunas palabras y la madre no lo entendía.

Elliot, con su kilt., botas y abrigo, era el único que parecía en su elemento en aquel salvaje lugar. Sin embargo, mientras estuvo en la India, Juliana había escuchado historias sobre la manera en que se había integrado, volviéndose casi un nativo, según decían con desaprobación las habladurías. Al parecer, y según señalaban todos los rumores, Elliot se había alimentado con comida hindú, vestido ropa indígena y relacionado con mujeres nativas. Habia pasado tanto tiempo bajo el sol que su piel lucía un bronceado tono cafe con leche, y apenas parecía escocés.

Vio que Elliot se daba la vuelta y regresaba junto a ellos a grandes zancadas, con el kilt de los McBride y el abrigo ondulando al viento. Si se había acogido a las costumbres propias de la India, sin duda había vuelto a adoptar las suyas al regresar, volviendo a ser un auténtico escocés en su tierra natal.

—No tienen transporte —anunció sin preocupación aparente en su voz—. Vendrá un landó desde la casa a recogernos, pero no vamos a caber todos. Mahindar, tu familia y tú esperaréis aquí a que regrese después de dejarnos a nosotros.

El hombre asintió con la cabeza sin añadir nada. Su madre tampoco pareció dar importancia a los hechos cuando Mahindar tradujo las palabras, y se dedicó a estudiar las montañas, el cielo y las casas que componían el pueblo, un poco más arriba.

La hermana de Channan, Nandita, cuando entendió que permanecerían allí un tiempo, dijo algo en tono aterrado mientras se aferraba temblorosa a Channan, con los ojos oscuros abiertos como platos.

—Teme que si nos quedamos aquí vengan a arrestarnos los soldados —explicó Mahindar—. Es lo que le ocurrió a su marido.

—¡Oh, pobrecita! —exclamó ella—. Mahindar, por favor, aclárale que ese tipo de cosas no ocurren en Escocia.

—Ya lo he intentado —repuso el hindú en tono de paciente resignación—. No lo entiende. Este es un lugar extraño para nosotros y todavía no puede comprenderlo.

Juliana tendió la mano a Nandita.

—Si lo prefiere puede venir con nosotros. Nos apretaremos. Y también llevaremos a la niña. Ven, querida. Yo me ocuparé de ti.

Mahindar tradujo con rapidez. Al parecer a Nandita no le gustó mucho el arreglo que conllevaba dejar atrás a su familia y comenzó a llorar.

La madre de Mahindar le espetó dos palabras y Nandita soltó la mano de Channan y se acercó con pasos apresurados y cortos a ella, arrastrando consigo a la niña, sin que las lágrimas silenciosas dejaran de caer de sus ojos.

La niña, de aproximadamente tres años, parecía observar impávida todo lo que ocurría. Le brindó a ella una adorable sonrisa de dientes separados antes de observar con interés el landó que entró en el patio.

El vehículo iba conducido por un rubicundo muchacho de brillante pelo rojo con la cara llena de pecas. El la miró a ella con imperturbable curiosidad y luego se concentró en la familia de Mahindar mientras detenía los caballos justo delante de Elliot.

Ayudó a Elliot a acomodar a Nandita en los estrechos asientos del pescante del landó y ellos se sentaron detrás. La muchacha hindú tuvo que soltar a la niña para ajustarse con la mano el sari batido por el viento y fue Juliana quien tomó a la criatura.

La cría se subió feliz a su regazo y ella cerró los brazos a su alrededor. La niña tenía el pelo oscuro y los ojos castaños, y su cuerpecito estaba caliente cuando lo estrechó.

—¿Cómo se llama? —preguntó a Elliot.

El cerró la puerta del landó.

—Priti.

——Priti. —Probó el nombre y la niña sonrió con deleite—. ¿Se llama así porque es muy guapa? —preguntó al comprobar que sonaba igual que «pretty», hermosa en inglés.

—Sí, por eso —aseguró Elliot con seriedad.

El carruaje se sacudió hacia delante. Mahindar levantó la mano para despedirse mientras su esposa y su madre continuaban mirando a su alrededor aquel paisaje nuevo para ellas.

¿Qué pensarían de aquel lugar? Ella había visto fotos y pinturas de la India, y aquel apartado rincón de Escocia debía resultarles muy diferente; laderas de altas colinas cubiertas de bosques, campos de cultivo entre las montañas y el mar. Nada de ríos perezosos, elefantes, tigres o selva.

Priti miró a su alrededor con mucha más atención que Nandita. La piel de la niña no era tan oscura como la de su madre, y el pelo no era totalmente negro, sino castaño. Se preguntó si el padre de la cría habría sido europeo, y si era por eso por lo que Nandita había abandonado la India con su hermana y su cuñado. Si su marido había sido un inglés, quizá la joven solo podía recurrir a Channan y Mahindar.

Pero el hindú había dicho que el marido de Nandita había sido arrestado por los soldados británicos. Sin duda suponía todo un enigma. Ya intentaría enterarse de la historia más adelante.

El landó recorrió un empinado camino pavimentado con adoquines. La carretera era de tierra compactada cuando llegaron a la cima y estaba rodeada de rocas, brezales y verdor. El mar se extendía al este, impresionantemente iluminado por el sol.

El muchacho pelirrojo que conducía el vehículo respondía al nombre de Hamish McIver.

—El pueblo está allí abajo, señora —le dijo por encima del hombro mientras conducía—. Es pequeño, pero para nosotros está bien. —El chico se giró en el asiento e hizo un gesto con el látigo que empuñaba—. Hay, por supuesto, un pub; una cervecería que pertenecía al viejo McGregor. Se la vendió hace años a unos ingleses y el señor McBride ha comprado la casa. Los McGregor eran los dueños de estas tierras desde hace más de seiscientos años, pero ahora el pobre viejo está arruinado y todo el mundo lo sabe.

Las ruedas del landó se hundieron en el barro que había a un lado del camino y Nandita emitió un gemido de terror.

—Mira hacia delante, muchacho —ordenó Elliot con voz seca.

Hamish ajustó las riendas sin preocuparse.

—Ahí vive la señora Rossmoran, es mi tía abuela. —El chico señaló con la cabeza un portón, combado y entreabierto, que se vislumbraba entre los árboles—. Está medio loca. Vive con mi prima y su hija. Esperará que la visite, señora, ahora que todo el mundo sabe que el nuevo laird ha tomado esposa.

Ella clavó los ojos en el portón que había quedado detrás de ellos.

—Caray, ¿cómo puede saberlo? Nos hemos casado esta mañana.

Hamish sonrió de oreja a oreja por encima del hombro.

—El jefe de estación recibió un telegrama. Ya sabe... El hijo del jefe de estación me vio en el pub y me lo dijo. Brindamos a su salud. Perdone, milady. Cualquiera de los que estaba en el pub puede habérselo dicho a mi prima cuando bajó a hacer la compra y ella habrá puesto al corriente a mi tía abuela.

El landó se bamboleó, saltando en el aire y cayendo de golpe.

Hamish volvió a concentrarse en lo que había por delante mientras Nandita soltaba un agudo grito. Ella también gritó, pero Priti solo se rio feliz, como cualquier criatura.

Acababan de cruzar un portón abierto y dado un bote en la parte más erosionada de un puente de madera. Hamish siguió hablando con rapidez; el landó traqueaba sobre el puente mientras un río corría veloz bajo ellos; una gran corriente de agua que moría en el mar cercano.

Nandita se aferró a un lateral del vehículo con los ojos abiertos como platos y el velo de seda revoloteó sobre su cara. La cacofonía de las ruedas sobre los tablones se unía al fuerte sonido del agua, pero la aguda voz de Nandita se escuchó por encima de ellos. La joven no parecía mayor que el propio pelirrojo, quizá unos diecinueve años, más o menos. Mucho más joven que su hermana Channan. Y ya era viuda. No era de extrañar que estuviera tan asustada.

—Está bien, muchacha —la consoló Hamish mientras el carruaje seguía traqueteando en el puente—. No es necesario tener miedo a la corriente, es un buen lugar para pescar.

Los gritos de la joven hindú cesaron cuando volvieron a estar en tierra firme, pero sus ojos siguieron estando muy abiertos.

—Elliot, ¿no puedes tranquilizarla? —preguntó ella—. Dile que está a salvo.

El landó tomó entonces una brusca curva, lanzándolos hacia un lado y la puerta junto a Elliot se abrió, ondulando de manera salvaje.

—¡Elliot! —gritó ella. No podía abalanzarse sobre él porque tenía a Priti en brazos y Nandita estaba gritando otra vez.

Un hombre en peor forma física que él habría caído al camino, pero Elliot se aferró al coche marcando los tendones debajo del cuero de los guantes. Mantuvo el equilibrio, cerró la puerta y puso de nuevo el pasador.

Sin embargo, le vio mirar a Nandita como si no hubiera ocurrido nada extraordinario y comenzó a dirigirse a ella pausadamente en un idioma que Juliana desconocía. Nandita escuchó con atención y pareció reconfortada con lo que él estaba diciéndole. Sus gritos cesaron y el camino quedó en silencio al dejar el río atrás.

Salieron del bosque y comenzaron a bajar. La carretera abrazaba un lado del acantilado. A los pies de la colina había un amplio y verde campo bordeado por montañas a lo lejos y el mar, mucho más al este.

Al final del camino estaba la casa.

Era gigantesca. Laberíntica. Y desvencijada. Parecía desmoronarse por todas partes por el mal estado en el que se encontraba.

Ella se llevó la mano a la garganta y enderezó la espalda en el asiento.

—Oh, Elliot —dijo.