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La casa de cinco pisos se erguía imponente desde una base rectangular. La fachada estaba cubierta por una desigual distribución de almenas, ventanas, ranuras estrechas y algunas torres qué sobresalían donde menos te lo esperabas. El tejado era a mansarda y de él surgían diminutas buhardillas que parecían exclamaciones casi rozando el cielo.
No era un castillo medieval, sino la fantasía de un hombre rico, construida para impresionar a sus vecinos; un castillo de cuento infantil. Salvo que ahora aquella edificación tenía varios cientos de años y era tan vieja que se desmoronaba. Se mostraba ante sus ojos manchada y cubierta de musgo, con las ventanas rotas y el techo hundido, y el patio lleno de montones de escombros.
A Juliana el lugar le había parecido inmenso desde el pie de la colina, pero ahora se veía todavía mayor. La vegetación salvaje del bosque invadía los huertos y unos jardines enormes, en consonancia con el edificio.
Hamish detuvo el landó cerca de la casa y guio al caballo para que esquivara las piedras caídas. Elliot abrió la puerta y se bajó del carruaje para examinar el coloso con las manos en las caderas. Sus ojos brillaban con una nueva luz. Parecía... satisfecho.
El chico saltó al suelo desde el alto pescante y la yegua inclinó la cabeza para mordisquear la hierba. Elliot se volvió para ayudarla a bajar del vehículo y su mano resultó un foco de calor en el aire fresco de la tarde. A Nandita le llevó más tiempo bajar; temía poner el pie en el pequeño escalón a pesar de que Elliot estaba esperando para ayudarla. Por fin Hamish pasó junto a Elliot, rodeó el pequeño cuerpo de la joven con un brazo y la depositó en el suelo.
Nandita clavó los ojos en el pelirrojo con expresión de sorpresa y se subió el velo para cubrirse la cara.
—Hamish, muchacho —informó Elliot con voz calmada——, una mujer hindú no puede ser tocada por nadie que no pertenezca a su familia. —Su tono era severo, pero la mirada que dirigió al chico parecía casi divertida—. Podría ser la causa de tu muerte.
Hamish abrió los ojos como platos.
—¿Oh, sí? Lo siento. —Miró a Nandita—. Lo siento, señorita —dijo muy despacio, con la voz firme.
—Está viuda —aclaró Elliot. Estiró los brazos hacia Priti y la bajó del vehículo—. No puedes llamarla señorita.
—Perdón, señora. —La voz de Hamish era cada vez más aguda. Se alejó de ella y subió precipitadamente al asiento del conductor—. No quiero ser la causa de la muerte de nadie; en especial de la mía.
Hamish se acomodó con rapidez y chasqueó las riendas para que la yegua se pusiera al trote, haciendo que el vehículo traquel cara por el patio. El landó se perdió por un estrecho camino lateral en dirección a lo alto de la colina, con las ruedas peligrosamente cerca del borde del precipicio.
La puerta principal no se encontraba cerrada y Elliot la empujó. El vestíbulo parecía vacío y el techo, en su día meticulosamente decorado, estaba lleno de telarañas. En el suelo podían verse huellas de barro, como si alguien —seguramente Hamish—hubiera caminado sobre él hacía poco tiempo.
Vio que Elliot atravesaba el espacio y abría la puerta del otro extremo, la que daba acceso a la casa propiamente dicha. La parte superior de esa puerta tenía una vidriera de colores, pero el cristal estaba tan mugriento que cada uno de los vidrios parecía negro.
El interior de la casa se hallaba en mucho peor estado que el exterior. Además del polvo, que flotaba en el aire con cada movimíenlo, había telarañas en las paredes y a la grandiosa escalinata, que ascendía en curva desde el enorme vestíbulo, le faltaban algunos peldaños de madera y trozos del pasamanos. Una gigantesca lámpara de araña, en la que no quedaba ninguna vela, colgaba de una gruesa cadena en el punto medio de la escalera.
Las puertas que allí había daban acceso a salones grandes y pequeños. Ella recorrió con la mirada unos cuantos y vio que en algunos los muebles estaban cubiertos con guardapolvos, en otros no había mobiliario que tapar. La suciedad que cubría los cristales de las ventanas hacía que la casa resultara más oscura y la hizo tropezar.
Elliot la sostuvo al instante, ayudándola a recuperar el equilibrio. Ella se aferró a su brazo, que le pareció tan duro como el acero debajo de la manga.
—Santo Cielo, Elliot, ¿cómo se te ha ocurrido comprar esta casa?
—Tío McGregor necesitaba el dinero —repuso su marido—. No me importó echarle una mano. Cuando era un crío venía aquí de vez en cuando. Siempre sentí cariño por el lugar. —Se dirigió hacia la escalera—. Le pedí a Hamish que nos preparara un dormitorio. ¿Vamos a ver si lo encontramos?
Priti los adelantó con rapidez y comenzó a subir la escalera mientras Nandita gritaba tras ella desesperadamente. Fue Elliot el que llegó primero junto a la niña y la alzó por encima de su cabeza.
—¡Vaaamos arriba! —dijo a Priti.
Sin duda, el inglés de la criatura era mucho mejor que el de Nandita, porque batió palmas, feliz.
—¡Sí, sí, arriba!
Elliot subió las escaleras hasta el siguiente piso sin perder el equilibrio a causa de la carga en ningún momento. Ella le siguió con precaución, tanteando cada escalón pero, para su sorpresa, la estructura era tan sólida como el resto de la casa. Nandita la siguió también.
Una vez que llegaron al primer piso, Elliot caminó alrededor de la galería que rodeaba el amplio vestíbulo. Aquella casa había sido grandiosa, con techos altísimos, muy ornamentados e intrincadas esculturas en cornisas y frisos. Su marido comenzó a abrir puertas, revelando más muebles debajo de sábanas protegidos del polvo como grises jorobas reclinadas. Por fin, de la cuarta puerta que abrió salió luz y calor.
Un fuego bailoteaba alegremente en una vetusta chimenea de piedra; era lo más agradable que ella había visto desde que entró en la casa. La estancia estaba dominada por una cama maciza que se hallaba en el centro de la habitación en vez de contra una pared. El colchón no parecía demasiado mullido, pero al menos estaba entero y cubierto con sábanas limpias. Aunque no había alfombras, ni tapices, ni cortinas en las ventanas, comparada con el resto de la casa aquel cuarto era un palacio.
Antes de que ella pudiera entrar en el acogedor dormitorio, se oyó un portazo en el corredor. Nandita gritó e incluso Priti emitió un sonido de alarma.
—¿Qué demonios están haciendo en mi casa? —Una voz estentórea resonó en el pasillo—. ¡Fuera! ¡Tengo un arma y está cargada!
Un anciano pequeño, pero con la espalda muy tiesa, apareció desde una de las habitaciones y, en efecto, sostenía entre las manos una escopeta con la que les apuntaba. Tenía larga barba blanca y espesas patillas, pero lo que más destacaba en aquella cara peluda eran unos intensos ojos oscuros que se clavaron en ellos lanzando chispas.
—Voy a disparar, se lo aseguro. Un hombre tiene derecho a defender su hogar.
—Tío McGregor —dijo Elliot en voz alta—. Soy Elliot. He traído a mi mujer.
El hombre bajó el arma, pero no por completo.
—Och, ¿así que eres tú, muchacho? He pensado que podía tratarse de ladrones. ¿Es ella, entonces? ¿La pequeña Juliana St. John —El señor McGregor recorrió el corredor hacia ellos. Un kilt colgaba de las huesudas caderas del anciano, acompañado de una camisa suelta y una chaqueta de lana que había conocido días mejores —. Conocí a tu abuelo, muchacha. La última vez que le vi fue el día de tu bautizo. Llorabas de tal manera que amenazabas con hacer caer la iglesia. Muy fuerte para una niña tan pequeña, pero claro, tu madre era una chiflada.
Ella contuvo la réplica que acudió a sus labios. Es un anciano, se recordó a sí misma, y habla con la brusca sinceridad de las personas de edad avanzada. Además, todavía sostenía la escopeta.
—¿Cómo se encuentra, señor McGregor? —Se las ingenió para decir.
—Tengo sesenta y nueve años, jovencita. ¿Cómo crees que estoy? —El hombre miró detrás de ella, donde se escondía una aterrada Nandita—. ¿Así que esta vez has traído contigo a tus nativos?
—Te gustarán —aseguró Elliot—. Mi criado es un buen cocinero.
—¿Cocina, eh? —McGregor clavó los ojos en Nandita, que seguía encogiéndose detrás de ella—. Por cierto, tengo hambre. ¿Dónde está ese maldito muchacho con mi cena?
—Hamish ha vuelto a la estación a recoger a mi criado y al resto de su familia. Y si tenemos suerte, también traerá nuestro equipaje.
—¿Y no podía haberme dado de comer antes de marcharse? Mi familia ha trabajado estas tierras durante seiscientos años, y ahora el laird no puede disponer ni de un mendrugo de pan...
—Buscaré algo para ti. —Elliot le puso una mano en la cintura y la guió hacia el dormitorio.
La expresión irritada de McGregor dio paso a una risita.
—¿Acaso no puedes esperar un poco para eso, muchacho? Sin duda la novia es preciosa, no puedo culparte, hijo. —Con una risa entrecortada, el hombrecillo desmontó la pistola y se retiró a la habitación de la que había salido. Cerró con tanta fuerza que cayeron del techo algunos pedacitos de yeso.
Elliot permaneció en el pasillo, con Priti todavía sobre sus hombros.
—Descansa un poco —le aconsejó él—. Mientras, bajaré a la cocina y prepararé algo de comer al tío McGregor.
—Me pareció entenderte que le habías comprado la propiedad —repuso ella, confundida.
—Sí, pero es el último de los McGregor y no tiene ningún lugar al que ir. Jamás se acostumbraría a vivir en una de las casas de los arrendatarios. Le he dicho que puede quedarse mientras quiera.
Ella soltó el aliento.
—Lo entiendo, pero me gustaría que me hubieras advertido. Me ha dado un susto de muerte. ¿Puedo suponer que sus criados se quedarán con él para atender la casa?
Elliot puso a Priti en el suelo.
—Tío McGregor no tiene criados. Solo a Hamish.
—Ah...
Ella había crecido en una casa en la que había al menos veinte personas para ocuparse de dos. Aquel lugar era inmenso y estaba destartalado; no era lógico esperar que Mahindar y su familia hicieran todo el trabajo. Pensó en lo que le esperaba. Sin duda iba a tener mucho que planificar y organizar.
Elliot se dio la vuelta. Priti se escapó de Nandita, que estaba tratando de obligarla a permanecer en el dormitorio, y corrió en busca de Elliot.
—¡Cocina! —gritó.
El volvió a tomarla en brazos.
—Está bien, Priti. Vamos a explorar la cocina.
A Elliot no pareció importarle que la niña se aferrara a su cuello mientras recorría el pasillo, camino de las escaleras.
Ella cerró la puerta y miró hacia la cama. Una monstruosidad que acechaba en el centro de la estancia.
—¿Por qué estará ahí? —se preguntó en voz alta.
Nandita la miró fijamente, sin entenderla. De pronto, algo llamó la atención de la joven hindú en la esquina y gritó horrorizada.
Julia siguió la dirección que señalaba el dedo de la muchacha y escuchó un susurro en movimiento.
—Ah —se dijo a sí misma—. Por eso.
Había una fila de ratones corriendo a toda velocidad junto a las paredes de la estancia. Iban de un rincón a otro antes de desaparecer por un agujero. Cuando miró a Nandita, se encontró a la joven en el medio de la cama, rodeándose las rodillas con los brazos y cubierta con su velo de colores.
Uno de los ratones eligió hacer un atrevido recorrido por el suelo de madera para dirigirse hacia ella. Gritó tan fuerte como Nandita y corrió al lecho, la otra joven le tendió los brazos y ambas se abrazaron. De pronto, ella soltó una carcajada, comenzando a reírse con tanto ímpetu que no podía detenerse.
***
Elliot encontró la cocina con facilidad, al final de un largo corredor. Era un cuarto imponente, que estaba en mejor estado porque sin duda había sufrido alguna reparación. Había un fogón brillante y una buena provisión de carbón para su uso. Los cajones del gabinete tenían un pasador en las puertas para que los ratones no se apoderaran de la comida.
Se hallaba en sombras porque el sol se había puesto por fin detrás de las montañas. Encendió una vela mientras pensaba que tendría que mandar a Mahindar al pueblo para hacerse con algunas lámparas de aceite. Pasaría mucho tiempo hasta que las lámparas de gas iluminaran la casa de los McGregor.
Dos mesas de trabajo ocupaban toda la longitud de la enorme cocina, limpias y brillantes por el uso. Dejó a Priti en uno de los dos taburetes que había y comenzó a buscar comida. Al menos podría llevarle a McGregor un poco de pan con queso. Una botella de buen whisky escocés o una pinta de cerveza aliviaría el mal humor del hombre.
La desilusión en la voz de Juliana cuando le dijo que no había más criados que Hamish había sido muy reveladora. Cuando él visitó la casa anteriormente se fijó en su potencial, no en sus defectos. Era un lugar en el que podría alejarse del mundo y lamer sus heridas.
Pensaba rehabilitarla, no le importaba el trabajo duro. También era consciente de que los habitantes del pueblo recibirían con agrado un salario extra; tenía dinero suficiente para emplearlos. La fortuna que había hecho en la India, y que había continuado creciendo mientras estaba cautivo, era enorme.
Cuando eligió esa casa se imaginó compartiéndola con Juliana, la única mujer con la que alguna vez había considerado casarse, aunque ella estuviera comprometida con otro.
«Lo que te he preguntado, Elliot, es si querrías casarte conmigo».
La pregunta había ondeado ante él como un salvavidas y se había aferrado a ella con firmeza, desesperado, sin dejar que se le escapara.
Nunca se le escaparía.
Cortó el pan en rodajas con un cuchillo que tenía ya algunas migas pegadas y le pasó una a Priti, que arrugó la nariz. A la niña no le gustaba la comida inglesa ni la escocesa, pero tendría que conformarse hasta que Mahindar pudiera cocinar su maravilloso naan de mantequilla o un delicioso roti.
Mahindar y su familia no le habían acompañado en su primer viaje, cuando compró la propiedad, y él sabía que el estado en que se encontraba la cocina sería una decepción para el hindú. Pero el hombre ya había hecho milagros antes.
Tomó otro cuchillo y cortó un pedazo de queso. La cocina no estaba encendida, así que McGregor tendría que conformarse solo con pan y queso.
Estaba cortando otro trozo para sí mismo cuando escuchó un suave paso a su espalda. Un movimiento sigiloso de alguien que no quería que supiera que estaba allí. No se trataba de Juliana, que siempre olía a agua de rosas, ni de Mahindar o alguien de su familia. Tampoco era McGregor, que se hubiera acercado haciendo el mismo ruido que un batallón de soldados.
Todos esos pensamientos atravesaron su mente antes de que se quedara en blanco. El calor se apoderó de él; el calor ardiente del verano cuando la tierra era seca. Cuando no había sombras ni árboles bajo los que cobijarse. Tenía que huir; correr para salvar su vida. Pero estaba a cielo abierto y no había ningún lugar al que ir.
Y alguien le buscaba. No había otra opción; tenía que darse la vuelta y luchar. La bilis subió a su garganta. Iba a tener que matar o morir.
Gritó al girarse, apresó al musculoso intruso, lo empujó a través de la cocina y llevó el cuchillo a su cuello.