13
—Pero... —A Juliana se le secó la boca. La mirada de Elliot estaba llena de ardiente determinación, era el Elliot que había ido a buscarse la vida en una tierra lejana y que no permitió que pasar casi un año prisionero acabara con él—. Si no querías que me casara con Grant, ¿por qué esperaste hasta el día de la boda para hablar conmigo?
—Porque sabía que tenía muchas más posibilidades de conquistarte si me ponía de pie en la iglesia delante de todo el mundo y decía que tenía una razón para no permitir que te casaras con él.
—¿Qué razón es esa? —preguntó ella con un hilo de voz. Solo se podía detener una boda si se podía probar que alguno de los cónyuges estaba casado con otra persona, que tuvieran un grado de parentesco demasiado cercano o que uno estuviera forzando al otro a casarse; y ninguna de esas premisas podía ser aplicada en su enlace con Grant.
—Habría dicho que tú, Juliana, eres mi pareja; mi mujer. Que siempre has sido mía. Que no permitiría que te fueras con ningún otro.
Elliot la miraba con tanta intensidad que sus ojos decían todavía más que las palabras. Había un crudo dolor en aquellos iris grises; la soledad de un hombre que pensó que siempre estaría solo.
—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó ella con voz suave, pero ronca por la emoción—. ¿Por qué no me lo dijiste antes de que pensara en casarme con él? ¿Cuando creía que no podías ser mi marido?
Él le soltó la mano y volvió a iluminar con la linterna a su alrededor.
—¿Qué habrías hecho si me hubieras visto cuando volví a casa de la India? Era un hombre arruinado, asustado por igual de la oscuridad y de la luz. No era nada. —Su voz era aguda—. Ya has visto lo que todavía hago; no habrías querido a un marido como yo... Te hubieras casado conmigo por piedad y no hubiera podido soportarlo. Quería poder ofrecerte algo; una casa, un marido que pudiera caminar erguido la mayoría de los días
Ella permanecía quieta, incapaz de moverse. Jadeó, ahogada por las apretadas cintas del corsé. Un pensamiento sobresalió entre todos los que daban vueltas en su cabeza; jamás había sabido lo que Elliot sentía por ella. Durante todos esos años, cada vez que pensaba en él, cada vez que deseaba estar cerca de él sabiendo que vagaba por el ancho mundo fuera de su alcance, él también había pensado en ella.
—Deberías habérmelo dicho —susurró.
Él no cambió de expresión, pero la mirada que le dirigió contenía toda su alma.
—Ahora ya lo sabes.
Elliot se giró y se alejó en la oscuridad.
Ella corrió tras él con el corazón acelerado. Se dividía entre el júbilo y la cólera, entre el desconcierto y una salvaje felicidad. Elliot, su hermoso Elliot, el muchacho al que había amado siempre, le había correspondido durante todo ese tiempo. Le había observado cuando se subió a un árbol para rescatar su cometa, admirando en secreto lo atléticamente que se movía pero fingiendo que no le interesaba. La firmeza de su mejilla cuando le premió con un beso al devolvérsela había quedado grabada en sus pensamientos durante semanas. El beso que él le robó cuando bailaron en su baile de presentación la había obsesionado durante años.
Notó que se le mojaban los pies y que perdía el hilo de sus pensamientos.
—¿Dónde estamos ahora? —preguntó, subiéndose el ruedo de la falda.
Elliot iluminó un cerco a su alrededor.
—Si no me equivoco, en una caverna en la colina que separa las tierras de los McGregor y los Rossmoran. —Él se apoderó de nuevo de su mano, apretándola entre sus dedos calientes.
—¿Por qué está mojado el suelo?
—El túnel transcurre junto al río; es posible que incluso lo atraviese.
Elliot le sirvió de guía a un paso lento, alzando mucho la linterna para estudiar el suelo antes de permitir que ella avanzara con él. La superficie de la caverna estaba inclinada y al fondo se intuía el brillo del agua.
Él se movía con seguridad y ella se dio cuenta de que debería preocuparse de que él no supiera el camino de vuelta. Pero no le preocupaba. Elliot había estudiado los planos y explorado los túneles previamente. En la India le habían contratado para hacer justo eso: explorar, descubrir, encontrar para otros.
Este Elliot exudaba competencia capaz y calmada. El hombre arruinado que le había dirigido hacia unos momentos aquella mirada salvaje mientras le confesaba que había acudido a Edimburgo a detener su boda había desaparecido.
Él la guio por el suave suelo de piedra hasta el punto más alto, dejando a la izquierda el sonido del agua. La impresión que ella había recibido antes se incrementó; el aire era fresco y renovado tras haber atravesado el calor malsano y húmedo de los túneles.
Elliot la escoltó sin vacilar hasta un hueco que comunicaba con el mundo exterior. La abertura —de la altura de Elliot— estaba cubierta por espesa maleza y los arbustos la cubrían por completo. Él sopló para apagar la vela de la linterna y se volvió para que le sostuviera la lámpara y poder romper las ramas que les impedían salir.
Arrancó con facilidad muchas de las más delgadas, pero también había dos gruesos troncos bloqueando el hueco. Salir sería posible, pero llevando a cabo bastantes maniobras.
Elliot apagó también la vela de la otra linterna y tomó las dos de sus manos para arrojarlas a través del hueco. Se forzó a traspasar la abertura y luego escaló, alzándose a sí mismo sobre los arbustos. Las afiladas ramas se engancharon en el kilt y se lo subieron hasta las caderas mientras se abría paso entre la vegetación.
—Elliot... —susurró ella—. No llevas nada debajo de la ropa.
Sus muslos y fuertes nalgas se tensaron mientras atravesaba el agujero. Juliana avanzó un paso cuando lo consiguió y él se volvió hacia ella con una sonrisa colmada de pecado.
—Soy escocés —dijo.
Todavía con aquella pícara sonrisa, separó más ramas desde fuera y le tendió los brazos.
Ella se aferró a ellos mientras pateaba en el aire, escapando con maña de la oscuridad. El blusón de Mahindar estaba ahora roto y manchado de tierra.
El hueco desembocaba en la ladera de una colina. Elliot se apoyó contra la pared de piedra casi vertical y ayudó a Juliana a buscar apoyos; matas de hierba que no se desgajaran bajo su peso.
Habían emergido en medio de un brezal sin árboles, pero lleno de rocas, y los arbustos habían crecido sobre el hueco. La ladera sobre la que estaban caía en pendiente sobre un río... De hecho, un paso en falso podía hacerla zambullirse en él.
Pero Elliot no estaba dispuesto a permitir tal cosa. La sostenía con fuerza inamovible mientras la guiaba por el improvisado camino, hasta que alcanzaron un sendero que recorría un lado de la colina. El balido de las ovejas a lo lejos indicaba cuál era, probablemente, el uso del camino.
Su marido la ayudó a subir a una enorme roca redondeada antes de seguirla. Una vez que se aseguró que estaba segura, bajó de nuevo la ladera. Ella le observó cubrir el hueco, reemplazando las ramas rotas y borrando cualquier rastro.
Elliot recuperó las linternas que había lanzado antes por el agujero y regresó junto a ella, caminando con seguridad por el escabroso camino, sin dar nunca un paso en falso. Por su actitud, podía estar caminando por una ancha carretera y bien pavimentada.
Él llegó a la enorme roca donde estaba ella y se detuvo a su lado.
—Este valle debe haber sido un buen lugar para que los McGregor se escondieran de los McPherson —comentó Elliot—. Podían cruzar el río y refugiarse en los prados, más allá, sin que nadie se diera cuenta.
—Pero entonces habrían dejado el castillo en manos del clan rival —reflexionó ella, mirando hacia el río—. ¿Crees que los salvajes antepasados del señor McGregor habrían hecho eso?
—No, pero sí que habrían puesto a salvo a las mujeres y los niños. Las familias pudieron haber vivido de lo que proporcionaba este valle.
Ella tomó nota de la belleza del lugar; el río que se apresuraba bajo ellos, el mismo que tanto asustó a Nandita cuando atravesaron el puente el primer día. Tanto el señor McGregor como Hamish afirmaban que en aquel río había pesca abundante, y en los pliegues del valle, las mujeres y los niños habrían encontrado bayas u otros alimentos. En épocas más pacíficas, habrían explorado el valle que se perdía entre las colinas, para saber exactamente dónde esconderse cuando llegaran las batallas.
—Te apuesto lo que quieras que ahí abajo hay un montón de arbustos cargaditos de moras —dijo ella, notando que se le hacía la boca agua—. ¿Qué te parece, Elliot? ¿Llevamos un cubo de ellas al castillo y le enseñamos a Mahindar cómo hacer mermelada?
—No tenemos cubo.
Ella alzó el blusón blanco que la cubría y formó un recipiente con la tela.
—Solía hacer esto con mi delantal cuando era niña. En la propiedad de mi padre me dedicaba a recoger moras que acostumbraba a comer en el mismo camino. Volvía loca a mi institutriz.
Él no la miró, pero esbozó una leve sonrisa.
—La Juliana que yo conocí siempre tenía el delantal inmaculado. Nunca llevaba un pelo fuera de su sitio. Cumplía todas las normas.
—Esa es la Juliana que alternaba en sociedad. Cuando estaban en el bosque, era muy distinta. Allí nadie podía verme.
—Yo no era la sociedad, era el hermano travieso de tu mejor amiga.
—Es posible, pero cuando Ainsley venía de visita, o cuando la visitaba yo, todo eso tenía que hacerse muy correctamente. Tu hermana siempre se ha reído de mi insistencia sobre guardar la etiqueta, pero me seguía la corriente.
—El hecho de que convencieras a Ainsley para seguir las reglas es por sí solo un milagro —aseguró él con la objetividad que tenía un hermano mayor para con una hermana atolondrada.
—Recuerdo que ella disfrutaba asaltando la despensa cuando estábamos en la escuela. Siempre la consideré muy audaz, pero jamás le importó compartir su botín. Sin embargo, todo ha salido bien, ¿no crees? Ahora está felizmente casada, tiene un bebé y otro en camino.
—Quiero tener hijos.
La brusca declaración de Elliot la hizo detenerse. El sol se ponía por detrás de las colinas, a la derecha, llenando el río de sombras. Elliot recorrió con la mirada la corriente de agua antes de rodear otra roca enorme. El crepúsculo hacía que sus rasgos parecieran más afilados y rodeaba su figura con un leve resplandor.
Cuando él volvió a mirarla, la líquida luz rozaba la fina red de cicatrices, que se perdían desde la sien bajo el nacimiento del pelo.
—Muchos hijos —insistió él.
—Entiendo. —A ella se le aceleró el corazón—. ¿Es esa la razón por la que te apresuraste a ir a Edimburgo con idea de detener mi boda y quedarte con la novia?
—No, solo quería alejarte de ese imbécil, Barclay. Por suerte para él, se fugó antes de que tuviera que matarle.
—¿Matarle?
—Por su bien, espero que se haya largado con la profesora de piano a Inglaterra. Te lo hizo pasar mal y eso no se lo perdono. —Elliot parecía otra vez distante—. Entonces todavía no me había dado cuenta de que quería tener hijos.
—¿Te has dado cuenta ahora?
—Algo de lo que dijo hoy la señora Rossmoran hizo que lo hiciera.
—¿La señora Rossmoran? —Ella parpadeó—. ¿Has hablado hoy con ella? Cuando me detuve para visitarla su nieta me dijo que se encontraba mal. ¿Ya está bien?
—La señora Rossmoran es una mujer fuerte de las Highlands. Le dijo a su nieta que mintiera porque no quería ver al tío McGregor.
—Ah. —Ella rectificó en su mente la idea sobre una débil anciana de las Highlands—. Recordaré ir sola la próxima vez. O quizá contigo. Al parecer no le importa recibirte.
—Hoy lo hizo. Quizá la próxima vez haya cambiado de idea.
Ella hizo un gesto de exasperación con las manos.
—Da igual la causa, no visité a la señora Rossmoran, pero sí a los Terrell, y es necesario que te cuente qué ocurrió allí. Los sassenachs tienen unos amigos llamados Dalrymple, y mucho me temo que piensan que tú mataste al señor Stacy.
Él no la miró. La única indicación de que Elliot la había oído provino de un leve frunce en su ceño.
—¿Elliot?
—¿Quién sabe? —pronunció lentamente—. Es posible.
Ella había abierto la boca para convenir que tal cosa era absurda, pero las palabras murieron antes de abandonar sus labios.
—Yo sé que no... Ella es una... ¿Cómo? Pero tú mismo dijiste que el señor Stacy había desaparecido cuando regresaste a tu plantación. Que no le habías vuelto a ver.
—No recuerdo haberle visto otra vez —la corrigió—. Mahindar me dijo que Stacy se había trasladado a Lahore, donde murió, pero en esa época estaba muy mal y recuerdo muy poco de lo que hice durante esos meses.
—Pero Mahindar lo sabría —adujo ella—. Te cuidó, ¿verdad? Estuvo contigo todo el rato. Quizá deberías decirme exactamente lo que te ocurrió.
Elliot hizo una pausa y ella pensó que estaba pensando la mejor manera de desgranar la historia.
—Será mejor que se lo pidas a Mahindar —dijo él en cambio—. Será más coherente.
—Pero si hubieras hecho algo tan atroz, incluso aunque no lo recordaras, Mahindar estaría al tanto. Te lo habría dicho.
El negó con la cabeza.
—Mahindar podría haberlo ocultado. A mí... a todo el mundo.
—¿Por qué haría eso?
—Para protegerme. Si no sé lo que he hecho, no huiré. No me entregaré a las autoridades.
Él hablaba de aquello con lejanía, con demasiada calma.
—Bueno, pues yo me niego a creerlo —afirmó ella—. ¿Qué razón tendrías para matar al señor Stacy?
Elliot encogió levemente los hombros.
—Quizá quisiera vengarme de él.
—Eso es absurdo. Le pediré a Mahindar que me cuente lo ocurrido.
—Miente muy bien. Y sobre todo por mí.
Ella alzó la barbilla.
—A mí no me mentirá. Pero debemos tomar medidas con respecto a los Dalrymple. No podemos permitir que la policía venga a arrestarte.
Elliot entrecerró los ojos para mirarla.
—En eso estoy de acuerdo. Jamás he oído hablar de esos Dalrymple.
—Afirman haber llegado de las Indias, donde eran amigos del señor Stacy. Dijeron que habían coincidido contigo al menos una vez.
—Stacy jamás los mencionó y yo no los conocí.
—Interesante... —Se dio varios toquecitos en el labio con el dedo—. Creo que deberíamos informarnos sobre ellos, y me parece que sé a quién preguntar. Y ahora, como tú mismo dijiste antes de arrastrarme por esos pasadizos, has recordado por qué bajaste a ellos esta mañana. ¿A qué te referías?
—Ya no estoy seguro. Tenía una idea, pero...
Ella entrelazó los dedos.
—Es que ahora que he atravesado los pasadizos y estoy sucia y arañada, me interesa saber por qué.
Elliot se dio la vuelta y la miró fijamente. Cualquier interés que tuviera en el señor Stacy o en los Dalrymple y su horrible acusación había desaparecido.
—Creo que lo que más me interesa en este momento es volver a retomar el tema de los hijos. —Volvía a estar concentrado totalmente en ella, traspasando cualquier barrera que ella pudiera haber alzado y pasando por encima de cualquier pensamiento—. Quiero tener hijos contigo. ¿Tú quieres tenerlos conmigo?
Aquella mirada de Elliot hizo que se le detuviera el corazón. Su cuerpo comenzó a calentarse y la brisa que provenía de las sombras no lo evitó.
—Sí —dijo—. Quiero tener hijos contigo.