21
Elliot miró a Dalrymple durante un instante, antes de recoger el sedal y volver a lanzarlo al río otra vez.
—No —se limitó a decir.
El otro hombre parpadeó.
—¿Perdón?
—He dicho que no. No le daré ni un penique.
Dalrymple parpadeó un par de veces, como si le sorprendiera que no le hubiera rogado que cogiera todo su dinero y le dejara en paz. El hombre se humedeció los labios.
—Señor McBride, está en una posición precaria. Ha matado a un hombre y ha escapado hasta aquí en busca de seguridad. Además, ha secuestrado a su hija para traerla con usted. Es posible que esté de acuerdo en que el señor Stacy es un hombre duro y seguramente su hija habría muerto de hambre en la India, pero dudo que quiera que se sepa esta historia.
—Priti no es hija suya —explicó con serenidad—. Es hija mía.
Dalrymple le miró fijamente.
—¿De veras? Bien, ¡Santo Dios, hombre!, si es así, creo que deberíamos ponernos de acuerdo. Si su mujer o su familia se enteran de esto, no solo se verán conmocionados y alterados, sino que incluso podrían llevarle a juicio. ¿No lo sabía?
—Mi mujer ya lo sabe todo. Se lo he contado yo.
—¿Se lo ha contado? Oh...
Él siguió pescando. A su lado, Dalrymple carraspeó, comenzó a hablar y se interrumpió. Volvió a carraspear.
—Bien, déjeme regresar a mi propósito original —dijo después de una larga pausa—. Usted asesinó al señor Stacy y si no quiere ir al cadalso, llegará a un acuerdo conmigo.
—Stacy no está muerto.
—¿Perdón? —El hombre parpadeó otra vez.
—Lo que he dicho. Archie Stacy no está muerto. Está vivo y coleando.
Dalrymple sonrió.
—Oh, en eso no estoy de acuerdo con usted. Tengo en mi poder su certificado de defunción.
Sacó una hoja de papel del bolsillo interior de la levita, la abrió y la sostuvo ante sus ojos con la finalidad de que pudiera ver el sello oficial.
¡Bang!
Las aves que estaban posadas en los árboles circundantes remontaron el vuelo. Unas gotas de sangre caliente salpicaron su camisa y bajó la mirada con desconcierto al patrón escarlata que cubría la tela blanca. No sintió dolor y escuchó a Dalrymple gritar. El certificado de defunción comenzó a planear sobre el viento y revoloteó alegremente hasta el río.
El observó todo eso en un alarmante segundo. Luego se arrojó al suelo con la caña, buscando las sombras, y tomó el rifle.
Dalrymple permaneció en el mismo lugar, sujetándose la mano derecha y gritando. McGregor y McPherson se habían ocultado también entre las sombras. Solo Dalrymple estaba demasiado ocupado con su dolor como para apartarse de la línea de fuego.
Él se dirigió hacia los árboles moviéndose con silenciosa rapidez hacia el punto de donde había salido el disparo. Subió corriendo la colina mientras el aire húmedo le mojaba la piel.
Si no tenía en cuenta los altos árboles escoceses que había a su alrededor, el panorama le resultaba muy familiar. Luchó contra su mente, que le quería llevar de regreso al pasado, y siguió corriendo.
Salió del bosquecillo en una zona despejada donde el suelo era roca viva. Desde aquel lugar tenía una vista perfecta del río, las aguas las remansadas y el lugar exacto donde había estado Dalrymple.
Sacó el rifle de su funda y acercó el ojo a la mira. Dalrymple ofrecía un blanco perfecto iluminado por la luz del sol, con sus labios moviéndose en un gesto de dolor. El hombre había estado frente a él. Desde ese ángulo de la colina los dos ofrecían su perfil.
Stacy no había disparado a Dalrymple por equivocación. Su viejo amigo era un francotirador de primera; uno de los mejores. Allí soplaba el viento con fuerza, pero Stacy lo habría tenido en cuenta.
Había disparado al otro hombre, no a él. Un solo disparo. Un casquillo brillaba en la base de la roca.
Recogió el cartucho usado y lo metió en el sporran mientras escudriñaba la colina a su alrededor. No vio huellas de la huida de un hombre, no había movimientos en la vegetación cercana que mostraran la dirección que podría haber tomado. La hierba en torno a la roca estaba plana... toda. Stacy debía haberla pisoteado antes de disparar para tratar de cubrir las huellas de su retirada.
Se colgó el rifle a la espalda y ahuecó las manos alrededor de la boca.
—¡Stacy!
La palabra resonó en las colinas. Los hombres de abajo alzaron la vista hacia él.
El eco acabó apagándose y se hizo de nuevo el silencio. Si Stacy hubiera estado allí, había dejado de existir en la débil niebla que se deslizaba desde los picos más elevados.
Se bajó de la roca y fue en su busca.
***
Juliana se pasó la mañana ocupada, organizando la fête de verano y comprobando que los hombres trabajaban en las áreas más importantes de la casa.
Mantuvo una especial vigilancia sobre Priti porque Elliot estaba pescando con McGregor cuando los trabajadores llegaron. Se fijó en el momento en que la niña salió corriendo de la casa para jugar con la cabra y salió tras ella, agradeciendo sentir el sol de la mañana en la cara.
Se relajó en cuanto encontró a Priti en el huerto cercano a la cocina, la niña estaba hablando con la cabra, que estaba atada con una cuerda para alejarla de las alubias rojas, y la alimentaba con tortas de harina de avena.
Disfrutó observando a la cría. Priti era amable, pero aún así tenía la misma determinación que su padre. Se había adaptado pronto a su nuevo hogar y le gustaba recorrer el castillo McGregor. Disfrutaba siguiendo a Hamish, y le tiraba con fuerza del kilt cada vez que requería su atención.
Aquel momento de paz se vio interrumpido cuando un hombre entró en el huerto. Iba vestido como el resto de los trabajadores —kilt., botas y camisa—, y llevaba la cara cubierta con una barba entre dorada y rojiza bastante poblada.
En el mismo momento en que lo vio supo que no era como los demás hombres. Había algo en él, algo que ella no podía definir, que le hacía diferente.
El individuo la recorrió con la mirada brevemente antes de clavar los ojos en Priti.
Ella se quedó paralizada. Su instinto le pidió que llamara a Hamish a gritos, pero contuvo el impulso; temía lo que podía ocurrir si sobresaltaba al hombre. Pero él no hizo nada, solo miró a la niña.
Por fin, se volvió lentamente hacia ella, buscó su mirada con ojos penetrantes y, por fin, se dio la vuelta para alejarse sin prisa.
Ella dio un paso adelante.
—¿Señor Stacy?
El hombre no respondió. Ella le siguió y se detuvo a su espalda, pero él siguió andando por el camino hasta la salida del huerto. Atravesó el portón, se internó en el bosque y desapareció de su vista.
Ella corrió hacia el punto por el que había desaparecido, pero por mucho que miró a su alrededor, no pudo decir en qué dirección se había ido.
Todavía estaba en el camino cuando aparecieron el señor McGregor y el señor McPherson desde el río. Los dos hombres parecían inquietos y sin aliento.
—¿Se han cruzado con un hombre? —preguntó mirando inquisitiva sus caras—. ¿Qué ha ocurrido?
—Se trata de McBride —resolló McGregor . Tu marido, muchacha, se ha vuelto loco en las colinas.
—No, no se volvió loco —le corrigió McPherson—. Desapareció en busca de alguien. Creo que fue un furtivo; alguien que hizo un disparo accidental.
—¿Un disparo? —Se llevó la mano a la garganta—. ¿Elliot está herido?
—No, no, muchacha —se apresuró a tranquilizarla McPherson.
—El disparo lo recibió Dalrymple. —McGregor soltó una risita—. En la mano. Fue una imagen gloriosa. El tipo se puso a dar saltitos gritando como un loco.
—¿Está bien? —preguntó ella, alarmada.
Fue McPherson quien respondió, puesto que McGregor parecía presa de un ataque de risa.
—Tu corazón es demasiado compasivo, muchacha. Dalrymple está bien. La bala solo le rozó, es un afortunado bastardo. Mi ama de llaves está ocupándose de él; es una buena enfermera. Él, sin embargo, no hace más que quejarse, incluso quiere entablar una demanda contra mí. —Se rio.
—¿Qué le ha pasado a Elliot? ¿Dónde está?
—Persiguiendo al furtivo —repuso McGregor—. Corrí tras él, le grité para que se olvidara de perseguir a ese hijo de su madre, pero ya no le alcancé. No dijo nada, subió a una roca y desapareció.
—Necesitamos encontrarle. Me refiero a Elliot. Bueno, en realidad a los dos.
—No se preocupe, muchacha —dijo McPherson—. Conozco cada rincón de estas tierras y su marido solo ha salido en pos de un furtivo. Seguramente no sea más que un muchacho recién llegado de las tierras bajas, donde apenas hay caza. No me importa que cacen en las colinas un par de liebres.
—No se trata de un furtivo ——aseguró ella—. El hombre que Elliot persigue es peligroso. Yo le he visto.
Los dos amigos se detuvieron en seco.
—¿A quién ha visto? —preguntó McPherson.
—A un hombre que Elliot conoció en la India.
McPherson y McGregor intercambiaron una mirada.
—Muchacha dijo McGregor—, odio decirte esto, pero tu marido actúa de manera un poco extraña. Debemos reconocerlo, en esas colinas no hay nadie peligroso. Solo estamos nosotros, y él.
—Pero yo le vi. Priti, cariño, has visto a un hombre, ¿verdad?
La niña alzó la mirada después de alimentar a la cabra con una buena col. Asintió con la cabeza y volvió a concentrarse en el animal, que resultaba mucho más interesante.
—¿Qué aspecto tenía? —preguntó McPherson en el mismo tono que se utiliza con alguien al que solo llevas la corriente.
—De highlander —repuso ella impaciente—. Con un kilt y botas, parecía uno de los obreros. Pero tema algo diferente; igual que Elliot.
Eso es lo que la había sorprendido. Mientras que los hombres de las Highlands tenían la piel dorada después de trabajar al aire libre bajo el sol del verano, el señor Stacy estaba profundamente bronceado, casi quemado; como Elliot. Los dos habían vivido durante demasiado tiempo en un país donde los rayos del sol eran más fuertes que los del norte de Escocia.
—Tenemos que encontrarle ——repitió ella.
Notó que los dos ancianos continuaban mirándola con escepticismo.
—De acuerdo, buscaré a alguien que sí quiera ayudarme —gritó exasperada al ver que no se movían—. ¡Hamish!
Regresó corriendo a la casa. Allí todavía había muchos hombres del pueblo que se sentirían felices de conseguir un pago extra por volver más tarde a casa.
Corrió hasta la parte superior de la escalera y lanzó un grito poderoso.
—¡Caballeros! ¡Muchachos! ¡Alto!
Uno por uno dejaron de martillar y golpear, mirando a su alrededor con curiosidad para ver lo que el ama estaba diciendo. Hamish salió de improviso de una de las habitaciones de la primera planta, con un martillo en la mano.
Ella les indicó con rapidez lo que quería que hicieran.
—Habrá una pinta más de cerveza para el hombre que en cuentre a mi marido.
Los hombres dejaron caer las herramientas y se esparcieron por la casa, subiendo escaleras o desapareciendo por los pasillos. Los más ansiosos por competir salieron por la puerta bajo el brillo del sol y el viento.
Ella supo que lo mismo que McGregor y McPherson no estaban particularmente preocupados por Elliot, pero... ¿por qué renunciar a la posibilidad de conseguir cerveza gratis? Bajó las escaleras tras ellos, teniendo que coger a Priti en brazos cuando quiso perseguirlos.
—No, Priti, tú tienes que quedarte conmigo.
La niña la miró decepcionada antes de rodearle el cuello con los brazos y besarla en la mejilla.
Mahindar apareció en ese momento, seguido por las tres mujeres, y se acercó a ella.
—Es usted una mujer inteligente, mensahib. El sahib no correrá peligro ahora si más de treinta hombres están buscándole por las colinas.
—¿Lo crees de verdad, Mahindar? ¿El señor Stacy le ha seguido hasta aquí?
El hindú pareció preocupado.
—No lo sé. El sahib ha tenido visiones como esta con anterioridad. Estaba seguro de que era perseguido, de que le querían cazar. Cuando regresó a casa estaba muy mal.
—¿Qué aspecto tiene el señor Stacy? ¿Es algo pelirrojo? ¿Con el pelo entre dorado y rojo?
—Sí —repuso Mahindar con cautela—. Pero también lo tiene así casi cada hombre de los que trabaja aquí.
No le faltaba razón. Que un escocés estuviera bronceado como si hubiera estado en la India no quería decir que fuera el señor Stacy. Muchos caballeros ingleses o escoceses habían formado parte del protectorado que los británicos mantenían en la India... ya fuera como miembros del ejército, del servicio civil del Gobierno o como civiles que intentaran ganarse la vida.
No obstante, ella había tomado una decisión sobre qué creer y se mantendría fiel a ella.
Llevó a Priti al interior, con Mahindar y su familia, y esperó los resultados de la búsqueda.
Los hombres regresaron a la puesta del sol acompañados de Elliot. Hamish se declaró ganador de la ración de cerveza y, naturalmente, todos los demás lo pusieron en duda. Todos, menos Elliot.
Juliana jamás había visto a su marido furioso con anterioridad. Cuando eran jóvenes, él había sido un muchacho sonriente y encantador y, desde que se casaron, se había mostrado siempre tranquilo, seductor o silencioso, ensimismado en sí mismo.
Pero en ese momento sus ojos grises centelleaban con ferocidad. Se acercó a ella en cuando se deshizo de sus rescatadores, la tomó del brazo y la arrastró hasta el comedor, donde cerró con un portazo para eludir ojos indiscretos. La setter que se había convertido en su sombra rascó el exterior de la puerta entre lloriqueos.
Lo vio sacar las balas del rifle, descargándolo en medio de un fiero silencio.
—Lo siento —dijo antes de que él pudiera hablar—. Estaba preocupada por ti. El señor McGregor y el señor McPherson me dijeron que habías salido corriendo colina arriba detrás de un hombre que, por lo que parece, le gusta disparar a la gente.
Elliot cerró el rifle de golpe y lo depositó sobre la mesa.
—Cada uno de los hombres que enviaste en mi busca podría haber muerto. Podría haber sido Hamish. Podría haber sido McGregor. ¿Y si yo mismo hubiera disparado contra uno de ellos por equivocación? ¿Y si lo hubiera hecho Stacy?
—Di por supuesto que todos harían tanto ruido que os percataríais de su presencia mucho antes de que los vieseis. El señor Stacy escaparía y tú te desesperarías, pero regresarías a casa con ellos... que es lo que has hecho.
—¡Maldita sea, Juliana! ¿Qué es lo que crees que quería decir cuando te advertí de que Stacy es condenadamente peligroso? Podía haberle disparado a cualquiera, a todos y cada uno de los tontos que enviaste tras de mí, que habrían caído como chinches sin siquiera saber por qué. Es uno de los mejores francotiradores que conozco. ¡Le entrené yo mismo!
Ella alzó la barbilla.
—Sigo manteniendo mi teoría de que el señor Stacy elegiría esconderse. Y estaba en lo cierto.
—Pero el tema es que podrías no haberlo estado, cariño. McGregor insiste en que se trató del disparo perdido de un furtivo. No es cierto, ningún furtivo usa balas como esta. —Metió la mano en el sporran y dejó caer algo metálico encima de la mesa—. Esto es un casquillo de un rifle de importación como el mío, no de una escopeta común.
Para ella toda la metralla era igual, pero asintió con la cabeza.
—¿De verdad?
—Los hombres que enviaste me rodearon y me obligaron a regresar con ellos como si fueran mis niñeras.
—Eso no fue culpa mía —se disculpó ella, que seguía estudiando el casquillo—. Lo siento, pero prefiero que te obligaran a volver a casa, furioso conmigo, a que te trajeran en parihuelas, herido o muerto.
El silencio la hizo alzar la cabeza. El mostraba una expresión desolada; la cólera había dado paso a un profundo cansancio.
—No me crees, ¿verdad? Crees que estoy loco, igual que lo piensan ellos. McPherson está a punto de encerrarme en una habitación acolchada.
—No, yo...
Lo vio apretar los labios.
—No me mientas, Juliana.
—No te estoy mintiendo. Te creo. Ahora eres tú quien tiene que creerme a mí.
Él se quedó inmóvil, todavía con expresión sombría.
—No fue una decisión fácil —explicó ella—. Eso es importante que lo creas, porque a pesar de todas las indicaciones que me mostraban mis observaciones, he llegado a la conclusión de que no estás loco. Por lo menos, no por esto.
A Elliot le brillaron los ojos.
—No se te habrá ocurrido hacer una fiesta, ¿verdad?
—Solo mentalmente.
—¿A qué le refieres con «no por esto»?
—Lo sabes perfectamente. Cada vez que hablas conmigo sobre el señor Stacy pareces muy cabal. ¿De verdad que le disparó al señor Dalrymple?
—Sí, en la mano. Un disparo magnífico. —Le vio meter la mano en el bolsillo——. Pero creo que estaba ansioso por hacer desaparecer esto.
Dejó caer una hoja de papel sobre la mesa. El papel estaba húmedo y la tinta borrosa e ilegible.
—¿Qué es esto?
—Un certificado de defunción. O eso dice Dalrymple. Tiene que ser falso, pero ahora será muy difícil de saber.
Ella lo tocó.
—¿El señor Dalrymple lo tenía?
—Ese hombre no es más que un mezquino chantajista. Quiere que le pague para no demostrar que maté a Stacy. Juega la baza de que soy un loco que no recuerda nada de lo que hace.
—Bueno, ¡qué disparate! El señor Stacy está vivo. Yo lo vi.
—¿Cómo?
—Lo he visto en el huerto. —Le narró el encuentro y sus conclusiones de que el hombre que vio había estado en la India.
—¡Maldito sea!
—No puedes estar en todas partes a la vez —razonó ella—. Además, no me hizo nada. Miró a Priti, luego se alejó corriendo cuando le llamé por su nombre.
—¡Por todos los fuegos del infierno! —exclamó Elliot con sentimiento. Añadió algunas maldiciones más que un caballero no debería usar nunca delante de damas, y otras más en idiomas que ella no conocía.
—No me hizo nada. Solo me miró, luego observó a Priti, pero no hizo ni dijo nada.
—Hijo de... —Más maldiciones. Elliot se acercó a ella—. No quiero que vuelvas a acercarte a él. No salgas de la casa. Cancela el baile hasta que dé con él.
—No es un baile, es una fête veraniega —le corrigió ella—. Será la próxima semana y no, no pienso cancelarlo.
—Solo hasta que dé con él.
—Elliot... —llamó su atención con paciencia, aunque sentir su cálido cuerpo tan cerca la distraía. Ya han llegado los suministros. La casa, o al menos los espacios públicos de la misma, están listos. He enviado todas las invitaciones y recibido las respuestas. Los habitantes del pueblo están entusiasmados con la fête. No puedo cancelarlo todo ahora.
—Solo quiero decir que la pospongas —explicó él, apretando los dientes.
—No puedo. Acabo de terminar de enviar todas las cartas con las explicaciones pertinentes a los invitados a la boda, contándoles las razones del cambio de circunstancias y disculpándome por haber organizado mi matrimonio con un hombre pero haberlo llevado a cabo con otro diferente. Por eso me niego a permitir que un escocés loco, y me refiero al señor Stacy, no a ti, haga que tenga que enviar más notas explicativas. Lo siento, pero el primer acontecimiento como anfitriona en mi casa no va a ser aplazado. No, ni hablar. No permitiré que el señor Stacy me obligue a hacer tal cosa. No le dejaré.
—Santo Dios. ¿Quieres decir que una maldita fête es más importante que protegerse de un francotirador que se esconde en el bosque?
Ella abrió los ojos como platos.
—Sí. De hecho, es lo más importante de nuestras vidas. Si permitimos que caballeros como el señor Stacy, y añado también al señor Dalrymple, dicten los actos más cruciales de nuestra existencia y la dirección en la que queremos enfocar nuestro matrimonio, ¿en qué lugar nos pondría eso?