29

—¡Elliot!

Él no pareció oírla. Mantuvo la cara vuelta hacia el río, con la mano en la barandilla, mientras Juliana se lanzaba hacia él. La madera resonó bajo la fina suela de los escarpines.

El vestido estaba arruinado. Channan renegaría con un gesto de cabeza, pero a ella no le importaba. Pensaba destrozar la prenda... no quería volver a ponérsela. No quería recordar el momento en el que su encantador marido fue vencido en el comedor por un terror tan enorme que le impulsó a huir de ella. Sin que ella pudiera evitarlo, él había escapado.

—Elliot —jadeó.

El alzó la mirada. Su expresión era tan desolada que a ella se le rompió el corazón.

Temió que él volviera a alejarse de ella, pero siguió agarrado a la barandilla mientras meneaba la cabeza.

—Juliana, no puedo hacerlo.

Su voz estaba entrecortada, era áspera por la desesperación. Ella recorrió los pasos finales y cerró los dedos en torno a su tensa muñeca.

—Claro que puedes. Yo te ayudaré.

—Has visto lo que he hecho. No es la primera vez. Hago daño a la gente. A gente inocente. Y no puedo evitarlo.

—Pero te detienes. —Le acarició la muñeca .Lo haces. Te detienes a tiempo. ¿Has llegado a lastimar a alguien de verdad durante tus ataques?

Él apartó la vista y cerró aquellos invernales ojos durante un momento.

—No, pero he estado cerca. Ya has visto lo que he estado a punto de hacer al pobre Mahindar esta noche.

—Pero siempre te detienes, Elliot. Algo en tu interior te dice que debes hacerlo.

—Me detengo porque alguien, como Mahindar, me obliga. O me detienes tú.

Ella negó con la cabeza.

—Tonterías. No podríamos detenerte si tú no nos lo permitieras. Eres mucho más fuerte; más fuerte que cualquiera de nosotros. Si cesas los ataques es porque tú lo eliges.

Cuando él le miró otra vez, sus ojos ardían con ferocidad.

—¿Y si no puedo recuperar la cordura a tiempo? Santo Dios, ¿y si intento dañar a Priti? La adoro... es la chispa que me arranca de la negrura. Es la razón por la que por fin me levanté de la cama después de escapar. Necesitaba hacerme cargo de ella, igual que necesito ocuparme de ti. —Soltó la vieja barandilla de hierro y le acarició la garganta con el dorso de los dedos—. ¿Y si intento hacerte daño a ti?

—Soy dura —dijo ella—. No soy una frágil muñeca de porcelana. Mi madre acostumbraba a meterse conmigo porque era una niña robusta. Sé que una dama debe ser frágil y endeble, pero no son más que tonterías. Jamás lograría llevar a cabo mi trabajo si fuera endeble.

Había esperado hacerle sonreír, pero Elliot siguió mirándola con desolación.

—No eres tan resistente, muchacha —deslizó los dedos de arriba abajo por su garganta mientras volvía a agitar la cabeza—. Si te hiciera daño, me mataría.

—¿En qué...? ¿En qué pensabas cuando atacaste a Mahindar? ¿Qué estabas pensando?

—¿Qué demonios estaba haciendo él allí dentro?

—Yo le llamé. —Ella tragó saliva y sintió las puntas de sus dedos en la piel trazando un camino de fuego—. Cuando te recostase en la silla, blanco como el papel, le llamé a gritos. Estaba preocupada por ti. —Puso la mano sobre la de él, deteniendo sus caricias—. ¿En qué estabas pensando?

El cerró los dedos en torno a los de ella y pareció darse cuenta en ese momento que ella estaba empapada. La soltó, se quitó la chaqueta y se la puso sobre los hombros. La prenda retenía el calor de su cuerpo y la envolvió con su calidez y su aroma.

—Estaba soñando que había vuelto a la prisión, a las cavernas. Pero me hacían decir tu nombre. Que había soltado sin querer que existías, que había dicho mi secreto e iba a perderte. —Él le rodeó los hombros sobre la chaqueta—. Te alejaban de mí. No podré conseguirlo si me quedo sin ti.

—Pero estoy aquí. —Buscó los ojos angustiados de Elliot, aunque él tenía el ceño fruncido como si contuviera en su interior toda la furia del mundo—. Estoy aquí, Elliot. Siempre he estado aquí para ti y siempre lo estaré.

Él le clavó los dedos en el hombro con más fuerza. Respiraba con intensidad y la fina lluvia le mojaba la cara.

—Siempre estaré aquí —repitió—. Siempre.

—¿Por qué ibas a hacerlo? Él tiene razón, soy una ruina.

Ella no sabía quién era él, pero conocía la respuesta.

—Porque te amo. Te amo mi querido Elliot. Te he amado desde ese día que me metiste una rana en el bolsillo y me besaste para que no me diera cuenta de lo que estabas haciendo. —Giró la cabeza y besó la mano apoyada en su hombro—. Te amo, Elliot McBride.

Cuando volvió a mirarle, se lo encontró observándola con ardor. La mirada salvaje que había lucido en el comedor estaba allí de nuevo, pero notó que seguía en el presente, que no había regresado al pasado.

Un ronco grito se ahogó en su garganta cuando la estrechó contra él, envolviéndola con sus brazos para apretarla con todas sus fuerzas. Notó que él se estremecía sin parar por los sollozos que le atravesaban.

Ella lo abrazó, apretando la mejilla contra él. Elliot la meció entre sus brazos mientras sus lágrimas se mezclaban con la lluvia que mojaba su cara.

—No me ames —declaró—. No lo hagas.

—No es cuestión de que lo haga o no —susurró ella. La niebla comenzaba a disolverse y la lluvia caía con más fuerza—. Te amo porque te amo. No puedo evitarlo.

Su abrazo casi la aplastó cuando comenzó a agitarse contra ella.

—No dejes de hacerlo. Nunca dejes de amarme, Juliana.

—Nunca lo haré.

Él levantó la cabeza de su cuello. Tenía las mejillas llenas de lágrimas, los ojos rojos y la cara retorcida en una mueca de dolor y esperanza.

—Te amo con todas mis fuerzas —confesó él con la voz quebrada.

Ella notó que también se le llenaban los ojos de lágrimas. Acarició las de él y le besó en los labios.

Elliot la abrazó lleno de pasión mientras reclamaba su boca en un beso brutal. Sus labios se fundieron, calientes, abiertos, húmedos.

«Nunca dejes de amarme...».

Nunca. Jamás. Gemma le había dicho que no debía intentar repararle. Ahora la entendía.

No tenía que ser la cuidadora de Elliot, sino su amiga y su guía. Su amante. Su ancla cuando le azotara la tormenta de miedo, el oído que le escuchara cuando necesitara hablar, quien le proporcionara un refugio seguro cuando se alejara.

Le amaba y el beso voló en alas de su mutuo amor.

Ladró un perro. Rosie corrió hacia ellos con el pelaje mojado y se sacudió con todas sus fuerzas. Ella interrumpió el beso para reírse.

—Este vestido está definitivamente inservible —afirmó por encima del viento que había hecho aparición.

Elliot alzó la cabeza y miró detrás de ella, haciendo que se diera la vuelta. En el camino se veían linternas, puntos de luz en la oscuridad. Todos estaban allí: Hamish, Mahindar, Channan, Nandita con Priti en brazos, Komal, McGregor... Incluso la cabra, a la que no parecía gustar la lluvia.

Las luces brillaron en la oscuridad y cayeron sobre ellos, que se abrazaban cu el puente. El señor McGregor detuvo la procesión y alzó la linterna sobre su cabeza.

—Bien —gritó con una inmensa sonrisa en su cara barbuda—. Parece que el chico está bien.

—Mahindar... —comenzó a decir Elliot. Respiró hondo para decir más, pero se detuvo y soltó el aire que había tomado. Solo miró a aquel hombre que llevaba tanto tiempo a su lado.

—Regrese a casa, sahib —pidió Mahindar, alzando su linterna—. Regrese a casa con la mensahib. Allí hace calor.

Ella entrelazó los dedos en la nuca de Elliot y le dio otro beso largo, notando como el cuerpo de su marido se calentaba en respuesta.

—Vámonos a casa —dijo ella.

La mirada de Elliot fue tan ardiente que ella encogió los dedos de los pies. Se acurrucó en la chaqueta, le tomó de la mano y le llevó de regreso a la casa, donde la luz y el calor les dieron la bienvenida.

—Vuelve a decirlo. —Elliot notó la ferocidad que contenía su voz, pero no podía evitarla—. Dilo otra vez.

***

Tenían los cuerpos empapados, pero ahora era de sudor, no de lluvia. Fuera, soplaba el viento y una tormenta veraniega rugía como si quisiera ahuyentar a la niebla. Una vez solos, en el dormitorio, él se había quitado la ropa mojada, que aterrizó en el suelo junto a la de ella. La cama se mecía ahora con sus movimientos mientras la amaba con la misma furia de la tormenta.

—¡Te amo! —gimió ella.

La oscuridad se arremolinó en su mente, pero era la oscura calidez del clímax. El grito de Juliana fue más tenso y él apenas lograba contenerse.

—¡Otra vez!

—¡Te amo! —Ella abrió los ojos y su risa le envolvió—. Te amo, Elliot McBride.

—Te amo —declaró él con fiereza—. Te amo, Juliana. Mi muchacha, mi dulce muchacha. Santo Dios...Se derramó en su interior, en su hogar. Sus caderas se mecieron contra las de ella, su esencia se mezcló con la de Juliana en la más profunda unión.

El viento azotó la casa con fuerza mientras volvía a penetrarla una última vez, enterrándose hasta el fondo. Gimió de nuevo y solo vio fuego.

Ella deslizó las manos por su cuerpo, tocándolo por todas partes con la expresión relajada por el calor de la pasión. Estaba despeinada, con los rizos cayendo en todas las direcciones, y su cuerpo desnudo era el mejor lugar en el que estar.

—Dilo otra vez —pidió, besándola en los labios hinchados.

Ella sonrió, ahora con languidez, y le rozó la base del cuello con la punta de los dedos.

—Te amo.

¿Cuándo sonaba mejor? ¿Cuándo ella estaba explotando de pasión o cuando las pronunciaba en la dulzura posterior? ¿O quizá cuando se las susurraba al oído llorando mientras le abrazaba?

Se lo haría repetir de todas las formas, en cada habitación de la casa, en los campos, en el landó, en el tren cuando regresaran finalmente a Edimburgo. Le pediría que le dijera que le amaba en cualquier lugar al que viajaran durante el resto de sus vidas. Quería oírselo decir en todas partes para decidir dónde sonaba mejor.

—Te amo, esposa —dijo con voz blanda—. Tha gaol agam ort.

Ella le brindó una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Eso quiere decir «te amo»?

—Sí.

—Entonces..., Tha gaol agam ort. ¿Lo he dicho bien?

Escucharla decir aquellas palabras en hermoso gaélico mientras estaba debajo de su cuerpo era, sin duda, lo mejor.

—Muy bien. Tha gaol agam oti fhéin. También te amo. —La besó en el nacimiento del pelo—. Gracias.

Mmm... ¿Por qué? ¿Por permitir que me enseñes gaélico?

—Por todo.

Juliana sabía lo que quería decir. Él agradecía no tener que darle explicaciones continuamente que ella le entendiera.

Ella le besó la punta de la nariz mientras le brindaba su más hermosa y afectuosa sonrisa.

—En ese caso, esposo mío... De nada.