27
La luz se extinguió en la negrura. Elliot, intuyó más que vio que Stacy alzaba el arma y, apuntando con extraña precisión al destello de un revolver, disparaba al corazón del hombre que intentaba asesinarle.
Fue un disparo soberbio, con solo la diminuta chispa del destello del arma para guiarle. El problema era que el disparo del otro hombre había hecho blanco en Stacy, que gruñó antes de quedarse inmóvil.
El no podía ver ni oír. Entró sigilosamente en el final del túnel, poniéndose de nuevo el inservible rifle al hombro, mientras intentaba permanecer en completo silencio.
De golpe, se vio empujado contra la pared por un cuerpo que olía a sudor, sangre y humo; el segundo asesino que estaba huyendo por otro túnel.
Notó la preocupación del otro hombre en sus apresurados pasos, en su creciente temor. El asesino no sabía dónde estaba y su amigo había muerto. Estaba solo. En la oscuridad. Bajo tierra.
Le dejó ir por el momento. Volvió a concentrarse en la caja de madera y en la linterna, sacó algunos fósforos del bolsillo, encendió uno y prendió la llama.
Stacy se apoyaba contra la pared y sangraba por un costado. El otro hombre yacía cuan largo era a su lado, boca abajo, quieto.
Vio que Stacy alzaba la mirada hacia él con resignación.
Lo siento, viejo amigo. Lo siento mucho.—Cállate —repuso él—. ¿O estás intentando morir como un héroe?
—Es la mejor manera.
—No seas idiota. Quédate quieto.
Fellows entró en el círculo de luz agitando la cabeza.
—Le he oído e intentado seguirle, pero lo perdí.
—No importa —aseguró él—. Usted no conoce demasiado bien el lugar. Quédese con Stacy, yo le daré caza.
Se dio la vuelta y arrebató la pistola al asesino caído mientras Fellows asentía con la cabeza. El corazón le martilleaba en el pecho y notaba la piel caliente.
—McBride... —le llamó Stacy.
Él le miró por encima del hombro. Su amigo tenía una expresión contenida y un reguero de sangre le resbalaba por las comisuras de los labios.
—Trae a ese bastardo.
Y eso intentaría hacer.
Cuando quería, Elliot podía moverse como el humo, como un fantasma en la noche. Siguió el rastro del otro hombre en la oscuridad, silenciosamente.
Los pasos del asesino indicaban que se movía con velocidad, aunque se detenía vacilante de vez en cuando. Luego volvía a desplazarse más deprisa.
Pero ese era su territorio y, allí, él era el amo. Había aprendido en los túneles de su prisión, cuando se escondía allí abajo durante días enteros. Cada vez que sus captores le encontraban, le ganaban; sin embargo, eludirlos le había proporcionado cierta sensación de triunfo. Había conseguido que ellos tuvieran que darle caza; había dado la vuelta a las tornas y eso les había enfurecido.
Aquel hombre desconocido estaba tratando de matar a Stacy por profanar a la hermana de un príncipe hindú. Daba igual que el príncipe en cuestión la hubiera mantenido encerrada, que jamás la dejara asomarse a una ventana... Pero Jaya, tan terca como sus hermanos, había escapado. Una mujer dotada de inteligencia, que sabía conversar sobre cualquier tema, tendría que haberse que dado en su lujosa casa esperando que sus parientes la casaran con un tipo rico de edad avanzada, para incrementar su poder.
No podía evitar pensar que a Juliana le habría gustado Jaya si las circunstancias hubieran sido otras y no estuviera indignada con ella.
El hombre había bajado el ritmo, inseguro. Daba un paso lento y luego otro. El lo siguió, dejando que sus propios pasos sonaran de vez en cuando con la única finalidad de conseguir que el otro hombre huyera de él.
Recorrieron otro túnel, también con el techo bajo. Al final, resplandecía una luz trémula y el hombre se apresuró hacia ella.
La luz no era del sol. Se filtraba por las grietas que rodeaban la trampilla que conducía a la sala de calderas. Su presa se detuvo un instante antes de subir por la escalera de mano empotrada en el muro de piedra.
Stacy o ellos debían conocer aquella entrada y haber traspasado la trampilla, porque el hombre la empujó y trepó a través de ella sin vacilar. Corrió tras él, gritando.
El asesino se dio la vuelta y disparó una vez, pero era algo que ya esperaba y siguió avanzando. La bala silbó, rozándole, y produjo un sonido metálico en la pared mientras su presa trepaba a la casa lo más rápido que podía. Le siguió.
El hombre atravesó precipitadamente la sala de calderas y los sótanos principales, hasta la cocina. Escuchó gritos que le pusieron un nudo en la garganta mientras corría tras él. La familia de Mahindar estaba allí... con Priti.
Se apresuró tras los pasos del asesino. El llevaba una pistola, pero el hombre decidió que utilizar a Channan y a Nandita como escudos era una buena idea. Komal, por su parte, tomó un largo cuchillo y le atacó.
El hombre dejó caer a Nandita que, gritando, encontró a Hamish en su camino, cuando el muchacho entraba en la cocina.
Pero el asesino siguió huyendo. Atravesó la puerta hacia la parte noble de la casa... Donde estaba Juliana. Sola.
Allí, en el vestíbulo. Mirando al hombre que había surgido de la cocina con los ojos muy abiertos y asustados. Priti no estaba a la vista; tampoco la habla visto con los sirvientes. ¿Estaría a salvo?
El asesino recorrió el vestíbulo hacia las escaleras. Elliot se detuvo, alzó la pistola y apuntó.
—¡Señor McGregor! —gritó Juliana—. ¡Ahora!
Un rugido ensordecedor inundó el vestíbulo cuando McGregor apareció en la galería del primer piso apuntando con su escopeta al techo. Vació los dos disparos del cargador, desprendiendo una gran cantidad de yeso y piedra alrededor de la lámpara de araña, que se balanceó, chirrió, y se desprendió del techo con una oleada de cascotes y metal oxidado.
El asesino gritó. Lanzó la pistola a un lado y dio un salto para rodar por el suelo, intentando esquivar la monstruosa lámpara que caía sobre él.
No pudo moverse lo suficientemente rápido y la araña de luz le atrapó con un rugido de metal quebrado. Juliana escapó por la puerta principal protegiéndose la cara. El hombre se las había arreglado para evitar el peso en el torso, pero tenía las piernas apresadas. Luchó con denuedo antes de rendirse, con la cara pálida. Estaba derrotado.
Elliot soltó el aire. Siguió apuntando al hombre con la pistola mientras rodeaba los destrozos y se arrodillaba junto a él.
Era un tipo normal y corriente, de pelo y ojos oscuros, vestido con tal sencillez que nadie le habría mirado dos veces. Abrió la boca y le lanzó una diatriba de insultos en acento nativo del East End, cockney puro.
El relajó la mano con la que sostenía el arma —le dolió abrir los dedos—, y se la tendió a Mahindar, que le había seguido precipitadamente al vestíbulo acompañado de toda su familia y de Hamish. Él les dio la espalda y se alejó del oscuro caos reinante en la casa en dirección a la luz... Hacia Juliana.
Juliana temblaba como un flan cuando Elliot llegó hasta ella y la tomó en brazos. Ella le estrechó con fuerza; él olía al acre humo de las pistolas y al aire húmedo y malsano de los sótanos. La tensa manera en que la apretó contra su cuerpo durante un buen rato fue la única indicación de lo mucho que le había costado perseguir al señor Stacy y a sus asesinos en la oscuridad.
Notó que su marido respiraba hondo y soltaba otra vez el aire.
—Tengo que volver abajo —le dijo él—. Han herido a Stacy. Un disparo. Fellows está con él, pero no sabrán salir de allí.
—Sí, por supuesto. Ve.
Elliot apoyó la frente en la de ella y volvió a suspirar. La besó antes de soltarla y se alejó con grandes zancadas, llamando a Mahindar y a Hamish para que le ayudaran.
Ella le observó marcharse con ellos, con las rodillas débiles por el alivio y el corazón todavía acelerado. Elliot estaba bien; había luchado y ganado contra mucho más que esos asesinos.
Pero ahora había muchas cosas de las que ocuparse y se apresuró hacia el interior de la casa. Tenía que preparar un dormitorio en el que ocuparse del herido señor Stacy y enviar en busca de un médico o un cirujano, por no hablar de lo que debía hacer con el asesino que estaba atrapado en el vestíbulo.
Entró en la casa y miró la montaña que formaba la desplomada lámpara de araña, inmóvil sobre el suelo. La gigantesca rueda había formado un pequeño surco en la losa. Cameron y Daniel Mackenzie, ayudados por algunos trabajadores, estaban tratando de alzarla para liberar a aquel pobre hombre.
En cuanto levantaron el anillo lo suficiente, Cam sujetó al individuo por debajo de los brazos y le arrastró fuera. El hombre gemía; tenía las piernas ensangrentadas y la cara macilenta.
—Tendréis que llevarlo a la salita —le pidió ella—, a la espera de que llegue el señor Fellows. Por favor, quedaos dentro y no permitáis que salga la señora Dalrympie.
—De acuerdo —repuso Daniel con buen ánimo.
Ella rodeó los cristales de la araña y al peligroso criminal para continuar camino hacia la cocina. Tenía que ayudar a Channan y a su familia a preparar una habitación para el señor Stacy. Priti había sido llevada al castillo McPherson después de que Hamish anunciara a gritos que Elliot había salido a cazar a los asesinos, y permanecía allí bajo los cuidados de Gemma y el resto de las mujeres Mackenzie.
El señor McCregor va se había instalado en la cocina y mostraba la escopeta vai la a komal con aire altanero.
—Fue un disparo soberbio —decía en voz alta—. ¡Bang! Y la enorme lámpara cayó con un estrépito bestial. ¡Boom!
Komal le escuchaba sonriente. Tomó el arma de sus manos y se aseguró de que estuviera descargada. Luego le dio una palmada en el hombro.
—¡Viejo estúpido! —dijo claramente en inglés.
El anciano se rio entre dientes.
—Sin duda, le gusto.
Juliana reclutó a Channan y a Nandita para que la acompañaran arriba a hacer habitable una de las habitaciones. No mucho después, Elliot regresó con Hamish y Mahindar, transportando una improvisada camilla formada por una enorme pieza de pizarra plana en la que reposaba el señor Stacy con el torso manchado de sangre. Fellows, con la cara sucia, se alejó del festivo recibimiento para entrar en la salita, donde se enfrentaría al asesino y a la señora Dalrymple.
—Billy Wesley —dijo Fellows algo después, pareciendo más jovial que en ningún momento anterior—. Llevo buscándote mucho tiempo.
***
Ella se alejó y pasó las siguientes horas en la habitación atendiendo al señor Stacy. El médico del pueblo, que ejercía su profesión en un lugar donde había heridas de balas todos los otoños, cuando la gente salía a disparar sin ton ni son, sabía muy bien qué hacer. Elliot le ayudó en la delicada operación de extraerle la bala del costado y vendarle.
Supuso que siendo una dama, como era, no debería de estar cuidando a un hombre desnudo, pero el señor Stacy estaba demasiado mal para andarse con tonterías y alguien debía enjugar la sangre que salía a borbotones.
Elliot cerró los bordes de la herida mientras el médico le cosía. Stacy había ingerido un poco de láudano para el dolor, aunque no había querido tomar demasiado.
—Casi está —dijo Elliot a su amigo para animarle—. No flaquees ahora, hombre. Te he visto peor.
—Cuando alguien te esté cosiendo, te diré lo mismo. —Stacy se tensaba cada vez que el médico daba una puntada en su piel. Perdone, señora McBride, estoy poniéndole las sábanas perdidas de sangre.
—Tengo otras —le tranquilizó ella al tiempo que le pasaba un paño por la frente—. Lo único que mantendrá alejada la infección es descanso y mantener limpio el vendaje. Por lo que me han dicho, a Mahindar se le da muy bien.
—Sí, señora —repuso el herido—. McBride, tenías razón, esta mujer se haría un sitio en el ejército.
Elliot ni siquiera levantó la mirada.
—Sí, sin duda.
Antes de que ella pudiera responder indignada, Stacy perdió su mirada de diversión.
—Jamás debería haber venido aquí. Mira lo que he provocado...
—Ahorra saliva para curarte —espetó Elliot.
—Me aseguraré de que esto no vuelva a ocurrir. Satisfaré el honor de los hermanos de Jaya para que ni tú ni tu familia acabéis heridos.
—Juliana, busca un vendaje para taparle la boca. Fellows se ocupará de los hermanos de Jaya cuando regrese a Londres.
Stacy se mantuvo en silencio a partir de entonces, pero fue sobre todo porque el láudano comenzó a hacer más efecto y la operación quirúrgica ya había terminado.
***
El caos siguió durante la mayor parte del día, pero los invitados comenzaron a emprender el camino de regreso a sus casas, primero en tren a Aberdeen, desde donde se separarían sus caminos. Ainsley y su familia, así como Gemma, fueron los últimos en partir.
Ainsley la abrazó en el umbral mientras su marido, su hija y Daniel la esperaban en el landó.
—Sea lo que sea lo que has hecho, gracias —dijo su cuñada, besándola en la mejilla—. El cambio que ha experimentado Elliot es notable.
—¿Lo crees de verdad? —Ainsley no había visto a Elliot en uno de sus días malos, ni siquiera en una de sus horas malas, desde su llegada. Su marido había rescatado al señor Stacy y superado la frenética actividad del día sin flaquear.
—Sí, confía en mí. —Volvieron a besarse y Ainsley le dio una palmada en la mejilla antes de desaparecer.
Ella se despidió con la mano, y se dirigió a Gemma para despedirse por última vez.
Su madrastra la hizo sentarse con ella durante un momento en la salita, ya vacía de asesinos y chantajistas.
—Bien, Juliana... Como se suele decir, has hecho tu cama, ¿todavía quieres dormir en ella?
Notó que se ruborizaba al pensar en lo que Elliot y ella solían hacer a menudo en la cama.
—Creo que sí.
La seria mirada de Gemma se suavizó.
—No te mantengas alejada durante mucho tiempo, querida. Tu padre y yo te echamos de menos... ¡Dios!, no sabes cómo te añora él. Comenta todos los días cómo acostumbrabas a estar de aquí para allá, cargando orgullosa las llaves de ama. Cómo te asegurabas de que le sirvieran el té a las seis en punto, si tenía a su alcance los libros que necesitaba, o el tintero siempre lleno. Ahora nos ocupamos de ello el ama de llaves y yo, por supuesto, pero para él era especial cuando lo hacías tú. Le gustaba que te preocuparas por él.
A ella se le empañaron los ojos. Su padre no era un hombre hablador y ella ni siquiera era consciente de que él había notado que hacía todo eso por él. Ella siempre había defendido que la mejor señal de que una casa marchaba era que la mano que la dirigía fuera invisible, pero le había dolido con frecuencia que su padre nunca dijera una palabra al respecto.
—No lo sabía.
La mano de Gemma estaba caliente contra la de ella.
—Lo sé, querida. Tu padre jamás ha sabido abrir su corazón. Tu pobre madre lo pasó muy mal por ello, así que su matrimonio estaba condenado desde el principio. Yo soy un poco más sagaz que ella y sé que es un hombre de sentimientos profundos. Le contraría mucho haber fracasado con tu madre; sabe que resultó difícil para ti. Te echa de menos, de verdad.
—Gracias. —Notaba una opresión en el pecho. Su padre jamás le había mostrado afecto, pero ella siempre supo que estaba allí, oculto, aunque nunca había estado segura de cuánto . Tcngo la seguridad de que Elliot y yo regresaríamos pronto a Edimburgo.
Ainsley nos ha invitado a su casa y también a los entrenamientos que lord Cameron comenzará en marzo.
Gemma la miró con sabiduría.
—¿De verdad, querida? Me ha dado la impresión de que tu marido todavía no está preparado para compartirte con los demás. Ainsley y Rona me pusieron al tanto de su visita y cómo él las despidió sin más. Lo cierto es que lo encontraron muy divertido; un recién casado que quería estar a solas con su esposa... Supongo que había algo más, pero sirvió para explicar su visita relámpago. El señor McBride parece ahora muy feliz al ver que nos marchamos.
—No. Es que está preocupado por el señor Stacy.
—Bah... El sirviente hindú me ha dicho que el señor Stacy va a mudarse al castillo de McPherson para pasar allí el resto dé su convalecencia. Añadiría que es lo más conveniente, aquella casa es más confortable que esta.
—Solo porque todavía no he tenido tiempo para hacer el lugar más habitable. Las habitaciones que preparé han resultado espléndidas.
—Qué rápida saltas a defenderte —sonrió Gemma—. Lo he dicho sin ánimo de criticar. Ainsley me contó las condiciones en las que se encontraba el castillo en su anterior visita; sé que has conseguido un gran logro. A menudo digo que no hay general mejor que tú... O quizá servirías mejor para sargento mayor. Estoy segura de que has intimidado a todos para conseguir que la casa esté habitable.
—No me ha quedado más remedio. Tenías que haber visto cómo estaba.
—Pero, ¿no te das cuenta de lo que haces, Juliana? Trazas planes, diriges a todos... Esa necesidad de ser una mujer mejor que tu madre es admirable, lo comprendo, pero deberías dejar de obsesionarte; el señor McBride necesita una esposa, no un sargento.
Ella se irritó.
—Gemma, no puedes decirme que esta casa no necesita dedicación.
—Por supuesto que sí, pero un marido no es una casa. No intentes acercarte a él de la misma manera. Confía en mí, no funcionará. Y no, no abras tanto los ojos ni me mires tan inocentemente, sabes de sobra a qué me refiero. Para ti el desorden es un pecado digno de la excomunión y piensas que si puedes ordenar la vida de McBride, él estará bien. Pero está mal y debes aceptarlo. Quizá no me hayas comentado nada, pero me he dado cuenta. Hiciste lo mismo con tu padre, pero las personas no son cosas, en especial los hombres como McBride. No vas a poder manejarlo todo como tú quieres. Tienes que comprenderlo y ayudarle, cariño, no arreglarlo.