26

Elliot se puso las botas en el pasillo y caminó con suavidad hasta el final del mismo, donde golpeó una puerta con el puño.

Fellows abrió al instante; parecía como si no hubiera estado durmiendo, a pesar de que llevaba puesta la camisa de dormir.

—¿Le apetece acompañarme a dar caza a un hombre, inspector? —preguntó.

El hombre asintió con la cabeza sin decir nada. Cerró la puerta y cuando la abrió otra vez, estaba vestido y él regresaba de la cocina con el Winchester. Salieron en silencio por la puerta trasera después de que moviera el portón con cuidado para que no chirriara.

Una vez que estuvieron en camino, hacia el rugido del río, Fellows habló por fin.

—¿A quién estamos buscando?

—A Stacy. Y a los asesinos a sueldo que quieren matarle.

—Cuando podamos hablar, va a contarme por qué sabe eso y yo no.

—El propio Stacy me lo contó —confesó—, antes de que yo lo enviase a la muerte.

Fellows le lanzó una penetrante mirada con aquellos ojos suyos color avellana, pero no dijo nada. Apuraron el paso; fue él quien guió al inspector a lo largo del río, hacia la casa de la señora Rossmoran.

Una luz del interior de la casita le dijo que la scnora Rossmoran o su nieta estaban despiertas. Aquella mujer era de las que no desperdiciaría velas o queroseno en una casa dormida.

Llamó a la puerta no demasiado fuerte; no quería que la anciana se alarmara. Fue Flamish quien les abrió con cara de pocos amigos.

—¿En qué estaba pensando? —preguntó el chico con un gruñido—. Ha enviado aquí a ese hombre.

—Entonces, ¿estaba aquí? —El miró a su alrededor; Fiona le observaba con incertidumbre y la señora Rossmoran estaba sentada cerca de la cocina apagada, con expresión neutra.

—Ya se ha marchado —señaló la anciana—. Imagino que buscan a mi huésped. Sí, estaba aquí, pero ya no está.

Él había pensado mucho en ese asunto cuando se preguntó en qué lugar podía haberse escondido Stacy sin morirse de hambre. Pescar o cazar furtivamente dejaba señales, y él no había encontrado ni una huella.

Elliot pasó el rifle a Fellows y se sentó enfrente de la señora Rossmoran.

—¿Por qué no me dijo que estaba aquí?

—Porque no me preguntó y él me rogó que no se lo dijera. Le preocupaba que usted le matara o le arrestara. Esa es la razón de que se haya marchado. Parecía un hombre amable, y usted, Elliot McBride, está un poco loco.

—Eso es cierto. —Intercambió una mirada con Fellows—. Señora Rossmoran, me gustaría que usted y Fiona se alojen durante unos días en el castillo McGregor. Allí estarán seguras.

—No, joven. McGregor y yo jamás estaremos de acuerdo en nada. Su esposa era mi hermana, ya lo sabe.

Él no lo sabía.

—Entonces, en el de McPherson. Stacy corre un gran peligro y no quiero que las personas que le persiguen le hagan daño a usted.

La anciana plantó su bastón.

—Esta es mi casa. Si esas personas vienen aquí mientras no estoy, podrían emprenderla contra mi morada. Este lugar es todo lo que tengo.

Fiona los observó con inquietud desde la cocina.

—Por favor, abuela...

—Hamish enviará a hombres fuertes para protegerla mientras usted no está. —Tomó la mano de la mujer entre las suyas—. Por favor, necesito saber que están a salvo.

La señora Rossmoran le observó con sagaces ojos azules.

—De acuerdo, muchacho, iré con McPherson. Pero el hombre que venga a vigilar mi casa, deberá mantener las manos alejadas del barril de azúcar. No crece en los árboles, ya sabe.

—Por favor, tía... —comenzó Hamish.

La señora Rossmoran agitó el bastón ante sus narices.

—Cierra el pico y ayúdame a levantarme. Ve a buscar mis chales, Fiona. No creo que McPherson tenga suficientes mantas en la cama.

El esperó junto a la puerta a que ellas abandonaran la casa mientras Fellows husmeaba los terrenos que la rodeaban. Cuando Hamish salió, él le puso un brazo sobre los hombros.

—Sé por qué no me dijo nada tu tía, hace lo que le da la gana, pero... ¿por qué no me lo dijiste tú?

—No lo sabía. —Hamish miró con rabia hacia la casa. Su cólera era tan evidente que le creyó—. Se lo habría dicho. Mi tía puede ser muy obstinada.

De eso no le cabía duda. El inspector Fellows regresó, afirmando que no había encontrado nada extraño en las proximidades; ninguna señal de cazadores o extraños. Enviaron a las mujeres con Hamish al castillo de McPherson y continuaron camino por el bosque.

***

Juliana se despertó pronto y se encontró sola. No se alarmó; Elliot se levantaba a menudo antes que ella para trabajar con los obreros que reparaban la casa.

Se aseó y bajó las escaleras. La maciza lámpara de araña todavía colgaba en su lugar. Habían intentado arreglar el mecanismo para bajarla y reemplazar las velas, pero estaba oxidado. Había decidido que apresurarse a ello antes de la fiesta podía acabar siendo un desastre, así que había encargado a uno de los hombres que limpiara y aceitara lo que pudiera subido a una escaleta de mano.

Cuando llegó al vestíbulo, escuchó un golpe en la puerta principal.

Una dama jamás abría la puerta de su casa; era labor de un lacayo, o incluso de una criada si no había lacayos disponibles.

Pero ni Hamish ni Mahindar estaban a la vista. Las mujeres de la familia del hindú no tenían permiso para hacerlo porque, según le había contado el propio Mahindar, si él les dejaba hacerlo significaba que no las había protegido de los extraños.

Se acercó a la puerta dejando a un lado las formalidades. Uno no podía andarse con tonterías cuando no había sirvientes disponibles. Podía tratarse simplemente de uno de los invitados que regresara del castillo McPherson.

Sin embargo, antes de que llegara a la entrada, Mahindar se le adelantó en un revuelo de telas y suave ruido de pasos.

Mensahib—dijo, horrorizado—. No. Déjeme a mí.

Ella retrocedió para permitir que la adelantara. Cuando abrió la puerta, apareció la última persona que ella quería ver: la señora Dalrymple.

—Buenos días, querida —la escuchó decir—. Es necesario que hablemos, si a usted no le importa.

Cualquier rastro de educación o protocolo había desaparecido, y ya no tenía aquellos aires de superioridad. Aunque la señora Dalrymple llevaba un correcto vestido de algodón gris, ya no parecía la estirada mujer de clase media que había dicho despreciar todas las costumbres hindúes cuando vivía en la India.

Su cara redonda la hacía parecer una mujer inofensiva, de edad madura, que estuviera a punto de acudir al mercado con una cesta en el brazo. También había desaparecido su impecable acento, y parecía que acabara de salir de los barrios bajos de Glasgow.

—Adelante —la invitó.

Mahindar la miró con pesar, pero ella quería escuchar lo que tenía que decir aquella mujer. Condujo a la señora Dalrymple a la salita y ordenó al hindú que les llevara el té.

—No me quedaré mucho —aseguró la mujer, sentándose en el mismo lugar que había ocupado la semana anterior—. He venido a hacerle uina advertencia. Solo una——añadió con rapidez al ver que ella fruncía el ceño . Muchacha, ya sé que han desconfiado de nosotros. Mi marido encontró el certificado de defunción del señor Stacy cuando trabajaba para el servicio civil del gobierno en Labore y también escuchó que su esposo había aparecido tras meses de cautividad y que se creía que se había vuelto loco; así que George robó el certificado. Cuando regresamos a Glasgow, hizo algunas preguntas y se enteró de que Elliot McBride había comprado esta propiedad en Highforth. No habíamos oído hablar del lugar, pero él decidió que viniéramos de todas maneras. Pensó que si su marido había perdido la cabeza, tal vez podríamos conseguir que usted o su familia creyeran que había sido él quien asesinó a Stacy y sacarles algún dinero.

—Pero la señora Terrell los presentó como sus amigos ——adujo ella, conteniendo la cólera con dificultad—. ¿La conocían?

—La señora Terrell... —La mujer hizo un gesto con la mano—. Es una simple. La convencí de que su madre y la mía habían sido amigas. Mientras trabajaba en la oficina de correos resultó fácil robar cartas de damas de la zona. Fue así como conseguí que nos invitaran a su casa.

—Bien, lamento haberles decepcionado —repuso ella con rigidez—. Pero ni yo ni mi marido estamos dispuestos a pagar a unos chantajistas.

La señora Dalrymple la miró con reproche.

—Oh, no me gusta esa palabra, querida, suena sucia. El señor Dalrymple y yo solo proporcionamos un servicio. Le sorprendería saber las cosas que la gente quiere ocultar; mujeres ricas que roban en las casas a las que van de visita, maridos correctos que no lo son en realidad, banqueros y abogados con las manos demasiado largas... Logran evadir toda responsabilidad de robo, adulterio, malversación y... ahora que lo pienso, asesinato. La Ley no les juzga, pero a cambio nos pagan. Es lo justo... Después de todo, han cometido un crimen.

Ella se contuvo para no señalar que hacer chantaje también era un crimen. En todo caso, los Dalrymple, si es que ese era su nombre real, jamás llevarían las pruebas a la policía.

—¿Para qué ha venido a visitarme? —preguntó impaciente.

—Bueno, primero quería disculparme. No sabíamos que el señor Stacy estaba vivo, ni que su marido fuera inocente. Nos alegramos de saberlo. «Emily, me dijo el señor Dalrymple, estoy muy contento de haber estado equivocado con respecto al señor McBride. Es un buen hombre de las Highlands».

—¿Qué advertencia quería hacerme? —preguntó ella con voz dura.

—Al apropiarnos del certificado de defunción, hicimos ciertas preguntas sobre el señor Stacy y el señor McBride y mucho nos tememos que sin querer hemos alertado a algunos hombres no muy buenos sobre su localización. Sin embargo, quiero que sepa que ni el señor Dalrymple ni yo tenemos nada que ver con ellos. Es posible que pidamos a la gente que nos den... digamos, una retribución... por agravios pasados, pero jamás hacemos daño a nadie. Sé que hay un oficial de Scotland Yard alojado en el castillo, pero si le ocurre algo a su marido o al señor Stacy, no será culpa nuestra. Por eso quiero advertirla, ponerla en alerta. Me he dado cuenta de que es usted una dama dulce y respetable; usted y su esposo deben tener cuidado.

Demasiado tarde para ello. Hamish estaba entrando como una estampida por la puerta trasera en ese momento, bramando con toda la fuerza de sus pulmones.

—¡Mahindar! ¡Señora! ¡Señor McGregor! ¡El señor McBride se ha ido al bosque a cazar a unos criminales!

—¿Ve? —La señora Dalrymple se levantó—. Bueno, he cumplido con mi deber. No tiene nada que ver conmigo... Recuérdelo, señora. Ya me marcho.

—No —dijo ella. La agudeza de su voz hizo que la señora Dalrymple diera un respingo. Le hizo señas para que volviera a sentarse—. Acomódese de nuevo, porque va a contarme cada detalle que sepa sobre esos hombres. Además, se quedará aquí hasta que mi marido y el señor Stacy regresen sanos y salvos. Hamish, corre al castillo McPherson y cuéntale todo esto.

—Vengo de allí. Él está a punto de llegar y le acompañan todos los Mackenzie.

—Bien. Despierta a todos los hombres de esta casa y diles que vengan a hablar conmigo. Vamos a encontrar a mi marido, a estos asesinos y a poner punto final a todo esto de una vez.

Hamish abrió los ojos como platos.

—Sí, señora —repuso antes de desaparecer para obedecer sus órdenes.

***

Elliot y Fellows se movieron con silenciosa rapidez en el interior del bosque, siguiendo el rastro que habían encontrado. Su habilidad como rastreador había vuelvo a él, igual que los pasos de la danza de espadas la noche anterior. El inspector Fellows llevaba años cazando criminales en las calles de Londres y seguía sus movimientos con prudencia y velocidad.

Las señales les llevaron hacia el norte a través de las colinas, encaminándoles en su descenso al siguiente valle. El océano quedaba al este y la tierra se extendía en una llanura, bordeada de granjas, a un lado, y de la orilla del mar, al otro.

Si él no se equivocaba, Stacy les había llevado hasta allí a propósito y luego habría vuelto sobre sus pasos. El sol comenzaba a surgir por encima del mar, por donde asomaba una enorme pelota de luz.

El sabía exactamente adonde se dirigía Stacy y sintió una punzada de temor, pero indicó a Fellows que le siguiera de regreso a las colinas.

Los árboles volvieron a aparecer, ocultando de su vista las tierras cultivadas y las casas de campo, escondiendo cualquier indicio de civilización. Los pasos que comunicaban Afganistán y Punjab también era así; tierras salvajes que ocultaban de la vista todo lo que no fueran desfiladeros a ambos lados.

Sin embargo, estas rutas salían de montañas sombrías a valles fluviales de asombrosa belleza. El se había quedado aturdido por el paradisíaco paisaje que existía fuera de los túneles donde había estado sepultado, cuando se escabulló de regreso a casa como un animal herido. La maldad no debería existir en medio de tanta hermosura.

Allí también había hecho frío. El solo había tenido vagas nociones de las estaciones mientras estuvo cautivo, pero recordaba muy bien las semanas de viento gélido.

Ahora el verano suavizaba la brisa, pero bajo los árboles se concentraba una fría niebla. La sensación de alerta mientras ras treaba era, sin embargo, la misma. Tranquila cautela, el sudor resbalando por su espalda, la respiración entrecortada mientras recorría largos trechos sin agotarse.

El hecho de que estuviera recorriendo los húmedos bosques de Escocia en lugar de montañas secas y frías daba igual. Cada roca y cada árbol podían ocultar un peligro, eran un obstáculo a ser estudiado y observado, todo ello lo más rápida y exhaustivamente que fuera posible.

Se acercó a la entrada de los túneles más cercanos al límite de las colinas. Sabía que Stacy había cubierto sus huellas y que era muy probable que estuviera allí ahora.

Informó a Fellows en susurros de lo que pretendía hacer y se acercó lentamente al primer túnel. La entrada estaba casi oculta, cubierta por hojas, maleza y una rama caída de un árbol.

Pero él había explorado toda la zona cercana a su propiedad durante las últimas semanas, tomando nota de cada posible entrada al castillo McGregor. Sabía que no se equivocaba.

Era la primera señal que encontraba de que alguien hubiera entrado en el túnel. La maleza había crecido alrededor, pero era evidente que alguien había traspasado la exuberancia natural y la había reemplazado con cuidado.

Movió las ramas tan quedamente como pudo mientras Fellows hacía guardia. Cuando consiguió hacer hueco, se introdujo con un rápido movimiento y se quedó en cuclillas junto a la abertura, para que no le vieran a contraluz desde el interior.

Fellows entendió su artimaña y le imitó. Esperaron a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad antes de seguir camino.

Mientras se internaban en las húmedas cavernas, sintió que las sombras que acechaban en su mente se agazapaban en una esquina, esperando la oportunidad de saltar al ataque.

Los latidos de su corazón se aceleraron y el sudor que le cubría la espalda comenzó a deslizarse por su columna vertebral. Sentía la piel pegajosa y fría y el pulso le martilleaba en las sienes y resonaba en su cabeza.

«Ahora no».

Antes tenía que encontrar a Stacy. Tenía que dar con él y conseguir que los hombres que le perseguían fueran arrestados. Lo que fuera que se interpusiera entre él y Stacy tendrían que hablarlo, pero antes era necesario salvarlo.

Todavía no había tenido la posibilidad de explorar cada rincón del laberinto que formaban los túneles. El techo de esa parte era muy bajo y tanto Fellows como él tenían que caminar inclinados. Allí abajo el rifle no servía para nada; las duras paredes de roca devolverían cualquier disparo, pero tenía un cuchillo y el inspector iba armado con una pistola, una buena Webley.

Sabía que los hombres estaban allí debajo, con ellos. No había encontrado ninguna señal, igual que tampoco había visto señal alguna de Stacy en el bosque, pero lo sabía.

La oscuridad que acechaba en su mente se rio de él. Estaba allí y no importaba lo horrible que fuera la situación. En cualquier momento podía perder la conciencia, tener un repentino mareo de esos que le robaban el aliento, y en su mente solo quedaría aquel sombrío y salvaje pánico.

Se detuvo para luchar contra ello. Si aquellos asesinos estaban debajo de su casa, eso quería decir que todos los ocupantes de la misma corrían peligro. Había intentado tapiar todas las entradas al viejo castillo, pero fue antes de saber que unos asesinos profesionales estaban allí para matar a Stacy. Estos podían haber despejado las entradas mientras Stacy se ocultaba en la casa de la señora Rossmoran y él ayudaba a Juliana con la fête.

Pensar que Juliana corría peligro, lo mismo que Priti, le ayudó a ignorar la burlona voz de su interior. Jamás permitiría que les hicieran daño. Nunca.

Escuchó un leve sonido en uno de los túneles. Se detuvo y echó la mano hacia atrás, para detener a Fellows en la oscuridad.

Volvió a escuchar el ruido. Era un paso, solo uno. Posiblemente estaban extraviados. Le indicó al inspector que se quedara quieto y casi se arrastró por el suelo.

Empuñó el rifle y lo movió por delante, para tantear el terreno.

Los vio, o al menos vio el parpadeo de sus linternas; tenían cuidado de que la luz no les enfocara.

Percibió también un destello de movimiento un poco más adelante, que podía ser Stacy. Él mismo había enseñado a Stacy el truco de moverse con el fin de provocar que el enemigo quedara al descubierto, y lo habían puesto en práctica cuando rescataron a aquella familia inglesa en las montañas afganas.

Stacy los estaba llevando a un paso estrecho, preparando la emboscada. El problema era que Stacy estaba solo. En teoría un solo hombre podía emboscar a un pelotón si poseía la ventaja necesaria, pero en la práctica, el pelotón tenía siempre las de ganar.

Miró otra vez a su alrededor con atención. Si Fellows y él se movían a un lado, podrían desarmar a los hombres y Stacy estaría a salvo. Entonces él podría regresar a su casa y disfrutar de unas gachas con avena preparadas por Hamish o de unas lentejas con especias cocinadas por Mahindar, según quien ocupara antes la cocina.

Comenzaba a retroceder para contarle su plan a Fellows, cuando alguien gritó en lo más profundo de los túneles. Los dos asesinos avanzaron al instante y se perdieron en el pasaje que conducía a la sala de calderas.

El maldijo para sus adentros mientras regresaba con rapidez junto al inspector.

—El idiota de Stacy está intentando conducirles a una trampa —susurró en voz baja mientras guiaba al policía—. Pero va a conseguir que le maten.

—Entonces tenemos que impedirlo —dijo el inspector.

Guio a Fellows por el túnel que llevaba a la estancia más grande, pero el hombre se rezagó un poco.

Imágenes de su última noche en las cavernas inundaron su mente. La desesperada carrera por los túneles, el malestar en el estómago cuando tuvo que gatear por la grieta que daba acceso a la caverna con el rifle en las manos. De un momento a otro le detendrían o dispararían, le estrangularían o golpearían. Si le atrapaban no volvería a tener otra oportunidad de escapar.

Había avanzado a rastras sobre su estómago como un animal y corrido como un conejo asustado. A cada instante esperaba que una bala le hiriera en la espalda y detuviera su vida en medio del dolor.

Jadeó con rapidez. Si no se tranquilizaba, si no lograba calmarse, tendría un ataque de pánico y mataría a Stacy.

Vio el destello de un disparo. Escuchó gritos. Sus pensamientos se difuminaron y corrió.

Stacy. ¿Estaría vivo o muerto?

Hubo más tiros y luego... silencio.

Siguió adelante con Fellows pisándole los talones. Los dos continuaron avanzando en silencio hacia el lugar de donde habían partido los disparos.

Otro destello de revólveres. Los ruidos de un golpe resonaron en los túneles impidiendo que escucharan nada más. Fellows se puso las manos en las orejas, pero él, con el rifle entre las manos, no tenía esa posibilidad. Le pitaron los oídos y el humo le ahogó.

Las andanadas de balas cesaron y él se adelantó un poco más.

Por fin, vio a su viejo amigo al final del pasaje, detrás de una caja de madera, con una linterna en el suelo para anunciar su posición. Dos hombres surgieron de las sombras, alzaron los revólveres y comenzaron a disparar sobre Stacy.