15

Silencio. Un búho ululó en la lejanía.

Solo alguien con la misma experiencia que Elliot podía rastrearle de esa manera. Pero ese hombre estaba muerto; muerto y enterrado, había sido olvidado por el mundo. Era injusto que fuera así porque había sido muy bueno en lo que hacía, pero el mundo era así.

Stacy tenía que estar muerto. Cuando Mahindar le había contado sobre su muerte, él aceptó la historia como plausible porque Stacy había sido un ser volátil y tendía a enfrentarse a la gente.

Pero era igual de probable que Stacy le hubiera provocado y él le hubiera estrangulado. Sin embargo, por el bien de su sahib, Mahindar podía haberse inventado la historia de que Stacy había muerto en Lahore en un terremoto. A fin de cuentas, el hindú siempre trataba de velar por él.

Que él no recordara haberlo matado no significaba nada. Se había olvidado de muchas cosas y había aprendido a ser un asesino experto.

El observador mostraba habilidades que le resultaban muy familiares, y había sido él quien enseñó a Stacy la mayor parte de ellas.

Le estaba acechando un hombre muerto. O más bien un hombre que suponía que tenía que estar muerto y no lo estaba. Él todavía se sentía perdido algunos días, pero su instinto, agudizado por los meses viviendo como un animal, le decía verdades que su razón no parecía captar.—Si tengo razón ——habló a la noche—, entonces dile a tus amigos que no te maté. Mantenlos a distancia de mi mujer y de mí.

El viento suspiró entre los árboles, las hojas caídas corrieron por encima de la tierra. Ahora el terreno estaba seco, tras días sin llover.

Volvió a hablar con voz profunda, sin gritar.

—Si estás aquí para llevarte a la niña, no la dejaré marchar. Priti es mía y su lugar está conmigo.

Silencio. Al parecer el observador no tenía intención de hablar.

Se acercó al lugar donde creía que estaba la siguiente salida del laberinto de túneles, y dejó las galletas sobre una roca.

—Si intentas vivir de lo que la tierra te ofrezca, alguien acabará denunciándote a la policía como furtivo. Le diré al chico que te traiga comida.

Todavía nada. El viento volvió a suspirar, y justo después supo que el observador se había marchado.

No se movió una rama, ni siquiera se rompió. Stacy era casi tan buen rastreador como él. Aquella había sido la base de su amistad al principio.

Esperó durante un buen rato después de eso. Los ruidos del bosque regresaron a la normalidad una vez más, pero él no se movió ni regresó a su casa hasta que la luna se ocultó profundamente detrás de las colinas, al oeste.

***

A la mañana siguiente, Juliana tomó un baño y se vistió en el dormitorio antes de bajar y encontrarse que el vestíbulo principal estaba lleno de hombres en busca de trabajo.

Hamish había cumplido su palabra como una venganza. Hombres de todas las edades, formas y tamaños habían llegado procedentes del pequeño pueblo de Highforth y las granjas cercanas; desde muchachos robustos que deberían estar estudiando, hasta un anciano encorvado que se había personado allí para dar sus opiniones sobre cualquier tema. Había llegado el momento deponer en marcha el castillo McGregor.

Mahindar parecía un poco preocupado por cómo alimentar a toda esa gente, pero ella envió a Hamish al pueblo en busca de víveres. Es más, los campesinos y arrendatarios traían suministros con ellos: pollos, huevos, una cabra, queso, pan, cerveza... Regalos para el nuevo laird y su esposa.

A Priti le gustó la cabra, aunque esta encontró de inmediato uno de los bonitos velos de seda de Channan y se lo comió. El animal pareció muy inocente cuando descubrieron lo ocurrido a pesar de que un trozo de seda color añil asomaba por un lado de su boca.

McGregor se sentó al lado del anciano para charlar y fumar en pipa con él mientras Mahindar y Channan corrían a la cocina, donde Nandita intentaba ocultarse de todos aquellos extraños. Priti se dedicó a jugar con su nueva amiga, la cabra.

El día anterior, Juliana había comenzado a redactar listas de lo que era necesario hacer, pero la ronda de visitas, seguidas de la aventura a través de los pasadizos con Elliot y hacer el amor con él durante el resto del día, había impedido que las terminara. Escuchó la resonante voz de Mahindar intentando controlar el caos y vio a Komal ocupada en dar indicaciones a la gente con órdenes que nadie entendía.

Mientras ella decidía qué debía hacerse primero, entró Elliot y se encargó de ello con serenidad.

Puso a algunos hombres a reparar el tejado y a otros a arreglar ventanas. A un buen número de ellos les indicó que encontraran las rozas por donde iban los alambres y cordones del sistema de poleas de la campanilla y a los que quedaban les ordenó, simplemente, que se pusieran a limpiar. Dio las instrucciones con voz clara y sin gritar, preguntando quién era el más indicado para realizar cada trabajo.

A media mañana, el castillo McGregor parecía una colmena. Los trabajadores ocupaban cada rincón, acumulando polvo, martillando, arrancando partes viejas y sustituyéndolas por otras nuevas. La cocina desbordaba comida; Mahindar, Channan, Nandita, Hamish y Fiona, la nieta de la señora Rossmoran, se ocupaban de ello al tiempo que cuidaban de Priti. La cabra miró a Mahindar con desconfianza cuando el hindú se acercó a ella, pero el hombre solo quería obtener un poco de leche.

Ella requisó una sección de la mesa del comedor para escribir sus cartas y acabar sus listas. De vez en cuando, llamaba desde allí a Hamish con una campanilla que encontró en el cajón de un aparador.

Era una de las habitaciones más pequeñas de la planta baja y disponía de unas ventanas enormes desde las que se podía ver cómo la tierra se inclinaba hasta el mar. Por las mañanas era una estancia soleada, por lo que resultaba perfecta como estudio para escribir. La sala anexa, grande y de techos altos, sería el comedor para el desayuno. Se imaginó allí todas las mañanas con Elliot; él leyendo sus periódicos y ella supervisando y respondiendo su correspondencia.

Resultaba una estampa doméstica, acogedora, cálida...

Se dijo a sí misma que cuando la casa estuviera lista, Elliot ya no padecería aquellas horribles pesadillas y habría superado el pasado. Era un líder nato; la manera en que había manejado a los hombres hacía unos instantes era la prueba palpable. Volvería a ser él mismo. Ofrecerían fêtes de verano y organizarían una cacería en agosto. La familia se reuniría allí en Navidad y Año Nuevo antes de regresar a Edimburgo, Londres o donde quiera que decidieran comenzar la temporada.

Mahindar preparó un almuerzo compuesto por pan, carne y queso, seguramente sugerencia de Fiona Rossmoran, aunque a ella le sirvió lentejas y un estofado de pollo que estaba muy condimentado realizado con la leche de cabra.

Los hombres trabajaron durante toda la tarde. Sus traqueteos y gritos resultaban de alguna manera reconfortantes. La vieja casa llevaba demasiado tiempo tranquila y ahora rebosaba actividad.

Incluso el propio McGregor parecía entusiasmado. Dijo que llevaba años deseando reparar el lugar, pero no había dispuesto del dinero necesario y no era el tipo de laird que obligaba a sus arrendatarios a trabajar sin cobrar.

Cuando la actividad laboral decreció y los hombres regresaron a sus casas, con sus familias, Mahindar se acercó a la esquina del comedor y carraspeó. Ella alzó la cabeza, apartando la vista de la lista de necesidades que estaba elaborando y se lo encontró retorciendo sus enormes manos con nerviosismo.

—¿Qué ocurre Mahindar? —preguntó alarmada—. ¿El señor McBride se encuentra mal otra vez?

—No, no, el sahib está bien —se apresuró a asegurar el hindú—. No, lo que quiero decirle es que tenemos un ladrón.

—¿Un ladrón? —Ella lanzó una mirada de confusión a los muebles que se amontonaban en la estancia, allí guardados para que los hombres pudieran adecuar las demás habitaciones—. ¿Cómo puedes saber que falta algo? ¿Cómo es posible que eches algo de menos?

—Es de la cocina —aclaró Mahindar—. Falta comida.

Su alarma se disolvió.

—Hoy has hecho muchas comidas diferentes, Mahindar. No dejaron de salir platos de la cocina. Muchos de los hombres trajeron su propia comida... Dudo que robaran nada.

Mensahib, por favor, permítame explicarle.

Tenía razón. Ella cerró la boca y le hizo un gesto para que procediera.

Pero no lo hizo. Se quedó parado, retorciendo los dedos con desasosiego.

Al final fue ella misma la que tomó la palabra.

—Te aseguro que cualquier cosa que me digas, no saldrá de aquí. Ni siquiera se lo diré al señor McBride, si así lo prefieres.

El hindú suspiró.

—Me gustaría estar equivocado con respecto a esto. Lo deseo con todas mis fuerzas. Me gusta el chico, es muy servicial siempre, aunque algunas veces meta la pata. Pero tomó un plato enorme con lonchas de jamón y seis naan que Channan acababa de sacar del horno y se largó por la puerta trasera. Estoy seguro de que pensó que nadie le vio, porque solo lo hizo mi madre. Fue ella quien me lo dijo.

Juliana sonrió.

—Si estás hablando de Hamish, quizá solo tuviera hambre. Ha trabajado muy duro.

Mahindar meneó la cabeza.

—No, mensahib. Ya había comido de sobra. Los empaquetó y se largó con ellos, regresó al poco tiempo con aire inocente.

¿Hamish? Jamas lo hubiera pensado de él. El chico le había contado que vivía con su madre, su hermana y un tío en una pequeña granja; su padre había fallecido hacía algunos años. Ella no había escuchado que la familia McIver fuera especialmente pobre, pero los tiempos eran difíciles en las Highlands. La agricultura no reportaba los ingresos que debía, las ovejas eran un negocio de propietarios más importantes y muchos de los arrendatarios continuaban marchándose para trabajar en las fábricas de Glasgow y el norte de Inglaterra, donde tenían un sueldo estable.

—Gracias, Mahindar —dijo—. Hablaré con él y aclararé el asunto. —Puso la tapa al tintero y dejó a un lado la pluma y las listas—. No es necesario decir nada de esto al señor McBride.

Mahindar pareció infeliz y aliviado a la vez.

—Me gusta ese muchacho. Me recuerda a mí mismo cuando era joven. Intenta ser complaciente y no siempre lo consigue.

—Yo misma lo buscaré. Ve a descansar, hoy ha sido un largo día.

Pareció sorprendido.

—No tanto, queda mucho por hacer. Mucho más. Gracias, mensahib.

Ella esperó a que el hindú se alejara para ir en busca de Hamish.

——Juliana...

La voz de Elliot retumbó en el estrecho pasillo de servicio que comunicaba el salón y la cocina cuando se encaminaba allí en busca de Hamish. Un momento después, Elliot estaba a su lado y la apretaba contra la pared.

Él amoldó su cuerpo contra el de ella, envolviéndola en su calor. En lugar de hablarle, de preguntarle adónde iba, Elliot le alzó la barbilla al tiempo que inclinaba la cabeza. La besó.

La aplastó contra la pared, sujetándola en el aire con su peso mientras introducía la lengua entre sus labios. Saqueó su boca, se apoderó de ella dejándola jadeante.

El beso terminó tan bruscamente como comenzó. Elliot la dejó en el suelo. Bajó la mirada hacia ella un momento antes de soltarla, le acarició con los labios la comisura de la boca y desapareció por el pasillo sin decir palabra. El kilt se movía sobre sus nalgas, meciéndose con sus largas zancadas.

Ella permaneció contra la pared con las rodillas débiles, aplastando las palmas de las manos contra la fría piedra de la pared, para no caerse, mientras le observaba alejarse.

Todavía seguía intentando recuperar el aliento cuando el propio Hamish apareció en el pasillo con su rapidez habitual.

—Hamish. —Se obligó a erguirse—. ¡Hamish, detente!

El chico obedeció, jadeante por su vigorosa marcha.

——¿Sí, señora? ¿Qué puedo hacer por usted? —Sonaba feliz, sin pizca de culpabilidad reflejada en su expresión.

Ella buscó la mejor manera de sacar el tema a colación. Aunque debía hacerlo con tacto, decidió que preguntar sin rodeos era lo más conveniente.

—¿Qué sabes sobre el jamón y el pan que ha desaparecido?

El la miró con sorpresa. No había demasiada luz, pero sí la suficiente como para saber que aquellos ojos azules se clavaban en ella con expresión inocente.

—No han desaparecido, señora.

—Me temo que te vieron saliendo con un buen plato de jamón y naan recién hecho. —Sonrió—. ¿O se ha equivocado Komal y fue la cabra quien se los comió?

El chico pareció todavía más perplejo.

—No fue la cabra. Está atada en el jardín y le llevé comida antes. No, no creo que ella sea la culpable.

Le miró de soslayo.

—¿Admites que has sido tú quien se lo llevó?

—Sí. —El chico no parecía preocupado.

—¿Y qué hiciste con ello?

—Recorrí el camino hasta el puente peatonal, el que conduce a la colina que hay encima de la casa de mi tía abuela. Rodeé el castillo y abandoné el sendero antes de llegar al puente... —Hizo mi gesto con su musculoso brazo indicando la dirección donde se hallaba la casa de la señora Rossmoran.

Estaba describiendo el camino que ella y su marido había tomado para regresar a casa la tarde anterior.

—¿Le llevaste la comida a la señora Rossmoran? Deberías habérmelo dicho, hubiera llenado una cesta de...

IHamish volvió a mirarla con perplejidad.

—No era para la señora Rossmoran. Lo dejé a un lado del camino, como él me ordenó.

—¿Cómo te ordenó quién?

—El amo.

Ella le miró fijamente.

—Déjame asegurarme de que te he entendido bien, Hamish. ¿El señor McBride te dijo que llevaras esa comida hasta el camino y la dejaras allí? ¿Para qué?

Hamish se encogió de hombros como si le dijera que las razones del laird eran inexplicables para él.

—No lo sé. Mi abuela solía poner vasos de leche a la gente menuda. Es la manera de conseguir que no roben nada, ya me entiende. Los vasos siempre estaban vacíos por la mañana.

—Sin duda —convino ella—. Pero un buen plato de jamón y pan hindú con mantequilla me parece algo diferente a unos vasos de leche.

—Sí. —Hamish frunció el ceño—. Pero no pregunté. Las cosas del laird no son asunto mío.

—No importa, Hamish —se rindió ella—. Ya me encargaré de ello. Pero si el señor McBride vuelve a pedirte que le lleves comida a la gente menuda, ven y dímelo.

—Me pidió que no dijera nada, señora. No lo hubiera hecho, pero ha sido usted quien me preguntó.

—No obstante, me lo dirás.

El chico le sostuvo la mirada mientras meditaba si debía más obediencia al laird o a su señora. Suspiró.

—Sí, señora.

—Muy bien. Gracias, Hamish.

La sonrisa de Hamish se extendió de oreja a oreja al tiempo que se tocaba la frente en un saludo marcial. Luego se giró y galopó hacia la cocina.

Ella aplastó las dudas y fue en busca de su marido.

Tío McGregor había arrastrado a Elliot hasta el viejo salón de billar que ocupaba la última estancia del final del pasillo de la planta baja. Allí había varias mesas de billar, pero solo una estaba des cubierta. Las demás se encontraban ocultas bajo enormes sábanas que estaban cubiertas por capas de polvo.

—Mientras tu mujer está entretenida con adecuar el salón de baile y la sala de visitas, nosotros no debemos olvidar el refugio de los maridos, ¿verdad? —comentó McGregor—. Cuando ella ofrezca su grandiosa fête, los sufridos miembros del clan necesitarán un lugar al que retirarse.

Elliot abrió los armarios en busca de los palos de billar. Recordaba los tediosos bailes a los que había asistido con el resto del regimiento; la mayoría de los maridos no tenían interés en las fiestas que tanto gustaban a sus esposas ni en bailar con ellas. Los caballeros ansiaban escapar para jugar a las cartas y al billar, justo como había comentado McGregor.

¡Pobres infelices! Lo último que él quería era huir de Juliana. Bailaría con ella durante todo el tiempo que quisiera. Se sentía entero y fuerte cuando la abrazaba, ¿por qué iba a pasar por alto la posibilidad de hacerlo? Cuando se cruzó con ella en el pasillo un rato antes, no pudo resistirse a robarle un beso. ¿Por qué conformarse con un «buenas tardes, ¿qué tal estás?» cuando podía disfrutar de un beso embriagador y satisfactorio? El hecho de poder besar a Juliana siempre que deseara era algo que bien valía la pena celebrar.

—He pasado aquí muchas buenas noches con mis compañeros de la universidad —decía McGregor con pesar—. Entonces odiaba a McPherson, no le permitía traspasar la puerta. Es irónico que sea el único que lo hace ahora. El único que no se alejó cuando murió mi mujer y se acabó el dinero...

Elliot encontró una caja de madera con bolas de billar en el mismo sitio que los palos y llevó todo a la mesa.

—Mis amigos, o están muertos o se han enterrado en las reglas del regimiento para no volver a asomar la nariz.

—Sí. —McGregor meneó la cabeza mientras cogía el resto de las bolas de la caja y las hacía rodar encima de la mesa——. Cuando somos jóvenes, pensamos que lo seremos siempre.

Elliot no estaba preparado para mostrarse caprichoso y nostálgico. Tendría que vivir muchos años con Juliana antes de que llegara el momento de ponerse a recordar el pasado en una sala de billar con la próxima generación.

Juliana entró justo en ese momento, con los ojos brillantes y la mejilla manchada de hollín; esa sería una de las imágenes que recordaría en el futuro.

—Señor McBride —saludó ella—. ¿Podemos hablar?

«Señor McBride...». Sonaba tan formal... Pensó en la mesa de billar que tenía a la espalda e imaginó sentar a Juliana en el borde, con las faldas levantadas. Ella podría llamarle «señor McBride» todo cuanto quisiera mientras le sonriera con los ojos llenos de deseo.

McGregor se rio entre dientes.

—Ya te lo he dicho. Tengo fe ciega en el invernadero. En sus rincones y escondites, en sus confortables bancos...

Juliana le lanzó una mirada de sorpresa.

—Falta algún tiempo para que esté listo el invernadero, pero le aseguro que será un lugar maravilloso cuando celebremos la fête del verano.

McGregor continuó sonriendo.

—Me encantan las mujeres prácticas. —Dejó sobre la mesa de billar las últimas bolas y salió de la estancia—. Os dejo solos para que charléis. No desgarréis la tela de la mesa; es lo único que queda en buen estado.

Salió y cerró la puerta. Una vez fuera, sus risas ahogadas se alejaron con él.

El sonrojo de Juliana y su vestido marrón hacían destacar su pelo cobrizo y sus ojos azules, incluso aunque llevaba los botones cerrados hasta la barbilla. Juliana, que cumplía a rajatabla todas las normas, se cambiaría de ropa para la cena. Quizá dejaría los hombros al descubierto con un vestido azul. El podría cenar imaginando que volvía a verter otra copa de whisky sobre sus pechos.

No pudo evitar acercase a ella y le salió al encuentro. Le colocó un mechón suelto de pelo. El beso que había reclamado en el pasillo había prendido fuego a su sangre y todavía no se le había en friado.

—Elliot, ¿me has oído?

—No. ¿Qué has dicho, cariño?

—Te he dicho que Hamish ha hecho algo de lo más extraño.

—Dice que tú le has ordenado llevar un plato de jamón al bosque y dejarlo allí junto con un poco de naan.

—Sí. —El asintió con la cabeza mientras le acariciaba otro mechón de pelo—. Bien. Me alegro de que se acordara.

—Pero ¿con qué objeto? No me digas que con idea de dar cuenta de él si te entra el hambre en tu próximo paseo por el bosque.

Parecía tan indignada que tuvo que sonreír.

—No, no es para mí.

—Entonces, ¿para quién? Y, de todas maneras, si Hamish lo dejó a un lado del camino, los animales se lo comerán.

—Lo metió en una bolsa y lo colgó de un árbol. O por lo menos eso le dije que hiciera.

Juliana parecía intentar traspasar la neblina que le envolvía para dar con su yo más auténtico. Sabía que esa era su intención. Pero aquel Elliot se había perdido hacía mucho tiempo.

—Por favor, dime para qué. ¿Para un vagabundo?

—Para Archibald Stacy —repuso. No tenía sentido mentir inventarse bonitas historias con Juliana—. Ha venido a por mí.