20

Elliot observó que Juliana clavaba los ojos en él con sorpresa, y eso estaba bien; su expresión indicaba que no quería creer los horrores que le estaba contando. Sus ojos azules estaban muy abiertos. Con todo lo que estaba revelándole, iba a hacer pedazos su inocencia, y lo odiaba.

Él alzó las manos y se las miró. Eran callosas y arrugadas, las puntas de sus dedos estaban llenas de cicatrices allí donde habían sido cortadas y sus uñas estaban demasiado enteras para haber sido arrancadas antes de que volvieran a crecer.

—Me enseñaron a rodear la garganta de un hombre con las manos —explicó—, y a buscar la tráquea con los pulgares hasta aplastarla. A apretar con los dedos las órbitas oculares y clavarlos dentro de los pómulos. Un hombre pelea con fuerza por su vida cuando está a punto de morir...

Observó la mano que Juliana se llevó a la garganta, delgada y elegante con un dulce velo de pecas.

—No tienes que contarme nada si no quieres —dijo ella.

—Les ayudé a matar a los miembros de las tribus rivales. Me convirtieron en un monstruo y se reían cuando sus enemigos morían bajo mis manos.

—Oh, Elliot...

Al menos no lo dijo con la altivez y superioridad de la que habrían hecho gala la señora Dalrymple o la señora Terrell, como si solo se tratara de paganos y sus vidas no importaran. Eran hombres con un hogar, una existencia, hijos y esposas que llorarían al ver que no regresaban.

—Cuando terminaba, volvían a encerrarme.

Ella se acercó a él con pasos lentos sin apartar la mirada de su cara. Cubrió sus manos con las de ella, las levantó y apretó los labios contra los nudillos llenos de cicatrices para besarlos.

—Sé que no tuviste otra alternativa —le justificó ella—. Te habrían matado si no lo hubieras hecho.

—Debería haberme negado. Haber obedecido sus órdenes me convierte en un cobarde a todos los efectos. Tendría que haberme resistido, incluso aunque me mataran, antes que convertirme en un asesino.

Una cálida lágrima de Juliana le mojó el dorso de la mano.

—No tuviste alternativa —repitió ella en un susurro.

Ahora no parecían reales aquellas batallas veloces y silenciosas en medio de la noche, cuando le ataban con una cadena y le obligaban a defender el campamento del ataque de sus rivales. En la negra frialdad había luchado contra hombres que intentaban acuchillarles, impulsado tan solo por el miedo y la obsesiva necesidad de seguir vivo. Había luchado contra ellos porque se había negado a darse por vencido y morir.

—Tenía que vivir —confesó—. Tenía que seguir vivo a costa de lo que fuera... —se soltó de sus manos y le colocó un mechón errante detrás de la oreja— para verte otra vez.

Ella le contempló con los labios separados.

—Eso era lo que me mantenía con vida cada minuto del día y de la noche; verte otra vez. Escuchar tu voz. Tocarte... —Le pasó el dedo por la mejilla—. Admiraban mi resistencia. Me consideraban un demonio, un muerto viviente, porque no me rendía y porque no me dejaba morir, pero no podía rendirme hasta que te viera de nuevo.

Más lágrimas resbalaron por las mejillas de Juliana y él le secó una con el dedo.

—No comprendí lo que significabas para mí —continuó—, hasta que corrí peligro de no volver a ver tu cara otra vez, de no disfrutar de tu dulce sonrisa. Entonces lo supe; eres mi mujer, Juliana. Siempre lo has sido.

—Pero volviste a casa. —Ella dio un paso atrás, se sacó un pañuelo de la manga y se secó las lágrimas—. Volviste a casa y ni siquiera fuiste a verme.

—No quería hablar contigo hasta que estuviera curado, era un hombre arruinado. Me di cuenta de que jamás me curaría hasta que regresara a la India y me enfrentara a lo que me había ocurrido, en el mismo lugar que había sucedido. Además, Priti estaba allí y no tenía intención de dejar que se criara sin padre. Volví y lo dejé todo resuelto. Luego regresé a Escocia para siempre.

—Pero, mientras tanto podría haberme casado con Grant —susurró Juliana. La vio sorber por la nariz y sonarse antes de volver a guardar el pañuelo en el bolsillo—. Acepté su proposición porque pensaba que no volverías nunca. Podrías haber llegado demasiado tarde.

La diversión que le causaron sus palabras hizo que el tembloroso horror desapareciera de su mente.

—Eso no hubiera ocurrido. Le pedí a Ainsley que te vigilara y me contara todo lo que hacías.

—Pero... —Ella parecía desconcertada—. ¿Cómo tuvo tiempo Ainsley de ser tu espía?

—Mi hermana posee muchos recursos y es muy astuta. Cuando no podía ser ella la que hablara contigo, se lo encargaba a otra persona. Me informó de todo. No sabía mis razones, pero le pedí que no te dijera nada, que confiara en mí. Y, bendita sea, así lo hizo. Supe cuándo ibas a casarte con Grant Barclay, y cuánto tiempo tema exactamente para regresar a Escocia y tomarte; sabía que jamás cambiarías la fecha de la boda, eres de las que programa hasta el último minuto de su tiempo y sigue el plan al pie de la letra.

Una fiera indignación estaba haciendo desaparecer el desconcierto de Juliana.

—Incluso así, podías haber hablado conmigo. Cuando te capturaron, cuando pensamos que estabas muerto... Fueron los meses más horribles de mi vida. No hay nada peor. Lloré de alivio durante todo el día cuando Ainsley me envió un telegrama diciéndome que te habían encontrado y estabas bien. Pero tú nunca escribiste, jamás me visitaste, nunca me hablaste... Ni siquiera me mandaste un mensaje.

—Sé que lo hice todo mal —aseguró él—. Como dice Ainsley, después de todo solo soy un hombre. Si actué así fue porque no quería darte la oportunidad de decir que no.

—Entonces, ¿acudiste a mi boda para secuestrarme ante el altar?

—Soy un highlander. Robamos a nuestras mujeres, ¿no lo sabías?

—Eres horrible.

—Siempre lo he sido. —Esbozó una sonrisa de oreja a oreja—. Y tú lo sabes bien.

Ella se apretó las manos contra las mejillas.

—Elliot, ¿qué voy a hacer contigo?

El no pudo permanecer alejado de ella durante más tiempo. Le tomó las manos y la estrechó contra su cuerpo, cerrando los brazos a su alrededor. Apoyó la mejilla en su fragante pelo y dejó que su calor penetrara en sus huesos.

Juliana se relajó con un suspiro y él cerró los ojos para concentrarse en el calor que ella emitía, en la suavidad de su cuerpo bajo la tiesa tela del vestido.

—Elliot... —susurró ella después de un rato.

Él no respondió, la besó en el pelo.

—¿Qué vamos a hacer con los Dalrymple?

Pobre Juliana. Se preocupaba por cosas triviales. Él le inclinó la cabeza hacia atrás y la besó brevemente en los labios.

—Conozco a alguien que puede ayudarnos.

—¿Quién?

—El amigo de un amigo. —Volvió a besarla y saboreó el té en sus labios, así como la canela y la pimienta de la pasta que había tomado.

La oscuridad del pasado se esfumó otra vez. Seguía acechándole, dispuesta a fluir y a atraparle en su red en cualquier momento, pero ahora, tras la puerta cerrada mientras desabrochaba el vestido de Juliana, había logrado mantenerla a raya.

Acabó sentado en el sillón del escritorio con ella a horcajadas sobre su regazo, donde hicieron el amor muy despacio, abrazados.

En aquel tranquilo éxtasis, comenzó a creer que llegaría un día en el que estaría bien. Quizá llevase mucho tiempo y tal vez los recuerdos nunca llegaran a desvanecerse, pero sobreviviría. Lo único que necesitaba era hacer el amor con Juliana, y jamás volvería a tener miedo.

***

Los trabajos en la casa continuaron a lo largo de la tarde y hasta altas horas de la noche. Elliot envió a Hamish al pueblo para mandar un telegrama a Londres, luego tomó el rifle y salió en busca de Stacy.

La setter de pelaje rojizo le siguió; el animal no mostraba señal de querer regresar con McPherson. No quería que la perra resultara dañada, pero conocía a Stacy; tenía debilidad por los animales y no haría daño a ninguno por herir a alguien que le hubiera enfadado. Si quería verle a él muerto, se concentraría en eso.

Sin embargo, no encontró señal de Stacy aquel día. Quizá se había dado por vencido y se había retirado.

Había mantenido los oídos alerta a cualquier noticia sobre un desconocido que se moviera por la zona, pero no oyó que ningún extraño hubiera llegado allí en los últimos tiempos, salvo él mismo. Había considerado la posibilidad de que Stacy intentara introducirse en la casa fingiendo ser uno de los trabajadores, pero McGregor y Hamish conocían a cada hombre en kilómetros a la redonda, y Mahindar reconocería a Stacy. Estaba seguro de que no era ninguno de los individuos que realizaban trabajos para él.

Cuando todo el mundo se fue a su casa para cenar y dormir, él cerró las puertas del castillo con una de aquellas llaves gigantescas y las bloqueó con tablones. Después se dejó caer pesadamente en la cama y durmió rodeando a Juliana con los brazos.

***

A primera hora de la mañana, McGregor le despertó para que le acompañara a pescar.

Tomó el rifle además de la caña. Utilizaría aquella oportunidad para realizar otra búsqueda.

McGregor lo llevó al río que había al Oeste, para lo que atravesaron los desfiladeros hasta llegar a unos remansos más lentos; las corrientes más plácidas que había en las tierras de— los McPherson. El propio McPherson estaba allí.

La setter que le había seguido de nuevo, meneó la cola y olisqueó al laird vecino antes de regresar junto a él.

—Parece que me he quedado con tu perra —comentó—. O que ella se quedó conmigo. No sé muy bien cómo ha sido.

—Puedo compartirla —repuso McPherson con su voz atronadora—. Si le gustas, ¿por qué no? Necesitas un animal así en esa enorme casa tuya.

La setter le siguió hasta un lugar a la sombra donde él lanzó el sedal. Desde allí se podía ver el río y las colinas sobre las que un francotirador podría sentarse con un rifle similar al suyo. La perra saltó intentando atrapar algunas mariposas antes de tumbarse para ver cómo pescaba, con los ojos entrecerrados.

La paz que se respiraba en el valle era perfecta. El río llenaba algunas piscinas naturales donde los peces saltaban fuera del agua antes de volver a caer para nadar obedientemente hacia los cebos. McPherson y McGregor pescaron varias piezas con rapidez, pero él no consiguió ninguna.

No le importó. Había decidido hacía mucho tiempo que lo mejor de la pesca era esperar con el agua fría hasta las rodillas y observar los remolinos de uno en uno, las ramas flotar, las sombras que bailaban y se movían... Pescar significaba apoyar a un amigo en silencio sin que fuera necesario decir nada.

No vio señales ni presintió estar siendo observado desde el bosque. Stacy no estaba allí; quizá se había dado por vencido y se habia ido. O quizá él estaba equivocado y su antiguo amigo no había estado ahí nunca.

Sin embargo, sabía que había estado.

—¿Quién diantres es ese? —La voz de McPherson resonó por encima del sonido del agua y el chapoteo de los peces.

El laird se hacía sombra en los ojos con la mano para observar a un hombre que bajaba la ladera hacia ellos. El visitante llevaba puesta una levita, pantalones y chistera; una vestimenta más adecuada para pasear por un parque de ciudad que por la salvaje campiña escocesa.

¡Santo Dios! —exclamó McGregor—. Es ese idiota de Dull Pimple. ¿Es que no nos ha dado la lata lo suficiente?

—Yo no le he invitado aseguró McPherson.

—¿No pensarás que lo he hecho yo? ¡Eh, usted! —gritó ahuecando las manos alrededor de la boca como una bocina en dirección al visitante—. ¡Largo! Nos espanta la pesca.

Ignorando a McGregor, el señor Dalrymple siguió bajando la colina y rodeó un grupo de árboles para dirigirse directamente a Elliot.

—¿Señor McBride? —preguntó el hombre—. Me alegro de verle. George Dalrymple —se presentó—. El chico me ha dicho que podría encontrarle aquí.

«Hamish». Bien, el muchacho no debía saber nada.

—Tengo que hablar con usted —aseguró el recién llegado.

Aquel hombre podía tener un apellido escocés, pero parecía que se había esforzado mucho para hacer desaparecer cualquier huella de ello de su ser. Contuvo la tentación de hablarle en gaélico, pero se dejó llevar e hizo más profundo el acento escocés en su tono.

—¿Quiere hablar ahora?

—Sí, y creo que los dos sabemos sobre qué.

—Pues no se me ocurre nada.

McGregor y McPherson observaban la otra orilla del río hombro con hombro, y él les indicó que se quedaran donde estaban. Todavía no había decidido si enviaba a Dalrymple a casa o le empujaba para que cayera al agua.

El hombre le brindó una sonrisa compungida.

—Mi mujer me dijo que parecía un hombre muy simple. Y, por cierto, debe disculparla por su conducta de ayer, pero está... más bien enfadada. Ambos sentíamos un profundo cariño por el señor Stacy, ya me entiende.

—El jamás les mencionó —afirmó—, así que el aprecio no debía ser recíproco.

—Intimamos con él cuando usted... estaba alejado. Entonces Stacy estaba muy preocupado por usted. —A pesar de la sonrisa que se extendía por su cara, la mirada de Dalrymple era dura—. Ya sabemos que asegura no recordar nada sobre la muerte de Archibald, pero estamos dispuestos a decirle a la policía que fue usted quien le mató.

—Tiene razón, no recuerdo nada.

—No obstante hemos averiguado lo que ocurrió. Como mi mujer le dijo a la suya, hemos puesto en marcha una investigación.

Elliot lanzó otra vez el sedal al agua con un perfecto golpe de muñeca, pero los peces no se acercaron.

—Muy amable de su parte —aseguró.

—Le entiendo, desde luego, estimado colega. No estaba bien de la cabeza en ese momento. Se rumorea que todavía no lo está, aunque parece mucho mejor.

—Gracias.

—Y todo este asunto debe resultar estremecedor para su mujer, que por lo que he oído pertenece a una de las familias más respetables de Edimburgo.

—En efecto.

—Sé que le gustaría ahorrarle cualquier desasosiego innecesario.

El apartó la mirada del hilo que subía y bajaba en el agua y clavó los ojos en Dalrymple. La pálida cara del hombre estaba perlada de sudor por culpa del sol; sus rasgos parecían demasiado perfectos y delicados para ese clima. Si había estado en la India como aseguraba, el tiempo había borrado cualquier efecto que los rayos solares hubieran supuesto para su piel.

—Entiendo lo que quiere decir —repuso él—. Me interesa.

Dalrymple sonrió.

—Los dos somos hombres de mundo, señor McBride. Hemos padecido privaciones y disfrutado de riquezas, nos hemos movido entre los extremos, ¿verdad?

—Sí.

—Sé que... reunió... un montón de riqueza por sí mismo. La suficiente para adquirir una propiedad en las Highlands.

—Sí. —A él no le gustó la insinuación de que había ganado su fortuna por otra causa que no fuera el duro trabajo, pero lo dejó pasar. No valía la pena molestarse.

Si desea considerarme un ser común y corriente, así sea.

Dalrymple lanzó una mirada al otro lado del río, donde McPherson y McGregor hablaban en voz baja—. Está un poco mal de la cabeza y su mujer es una criatura muy hermosa y respetable. Tengo la certeza de que después de que me entregue una cantidad acordada de antemano, podremos no aportar detalles significativos a la investigación sobre la muerte del señor Stacy, o incluso conseguir que sea detenida.