19
—¡Oh, Dios! —rezó Juliana con fervor—. Recuerdo claramente haberles dicho que la casa no se encontraba preparada para recibir visitas, que no lo estaría hasta el día de la fête. ¿Dónde voy a recibirlas?
—No se preocupe, mensahib, la salita que dijo que quería para estar se encuentra perfectamente limpia y en condiciones. Puedo llevar allí un té con pastas. La señorita Rossmoran le ha enseñado a Channan cómo hacer las pastas.
—Excelente idea, Mahindar, eres fabuloso. Sí, llévalas allí y diles que enseguida estoy con ellas.
El hindú desapareció con silenciosa rapidez.
Ella se miró en el espejo. No se podía considerar que estuviera preparada para recibir a nadie con aquel vestido de popelina marrón sin adornos, sin embargo la costurera que frecuentaba en Edimburgo siempre había conseguido que su ropa fuera elegante aunque resultara inapropiada para la ocasión.
«Tendrán que aguantarse», pensó irritada mientras atravesaba los caóticos pasillos del castillo hasta la salita.
La señora Terrell y la señora Dalrymple se levantaron cuando entró. La recorrieron con la vista de arriba abajo antes de mirarse entre ellas con expresiones inescrutables.
—Les pido disculpas por el polvo y el ruido —dijo secamente con la cara ruborizada—. Como pueden ver, estamos con obras. Las dos mujeres se sentaron entre frases huecas con las que le expresaban que, por supuesto, no esperaban nada especial y que la salita era preciosa con aquella vista tan maravillosa. Sin duda estaría espléndida cuando acabaran. Mahindar entró con la bandeja del té mientras charlaban; el juego que Ainsley le había regalado y una bandeja con tres capas de pastas diminutas.
Ella sirvió el té.
—Me pregunto por qué su marido ha traído consigo sirvientes hindúes —comentó la señora Dalrymple mientras cogía la taza que le ofrecía y tomaba una pasta de la bandeja que sostenía Mahindar——. En la India no quedaba más remedio que soportarlos, |por supuesto, pero prefiero a los sirvientes escoceses. Los hindúes son demasiado sigilosos y la mayoría ladrones en potencia. Resulta muy inquietante.
Ella miró a Mahindar, que mantenía la cara inexpresiva.
—Mahindar y su familia no son ladrones —los defendió ella con firmeza—. Son buena gente.
—Acuérdese de mis palabras, no son de fiar —aseguró la señora Dalrymple, haciendo un gesto con la mano en la que sostenía una pasta—. No sé en qué estaría pensando el señor McBride. Los nativos piensan que es de salvajes comer chuletas, ¿se imagina, señora Terrell? Ni siquiera comen carne.
—Mahindar no es un nativo cualquiera —aclaró ella—. Es sij.
La señora Dalrymple se estremeció.
—Peor me lo pone. Los sijs son seres sedientos de sangre.
—Mahindar jamás se ha mostrado sediento de sangre —repuso ella—. Es más, habla un inglés perfecto —informó a la señora Dalrymple con una mirada de advertencia.
La mujer no prestó atención a sus palabras, pues estaba ocupada mordiendo la pasta. Masticó durante un momento antes de que su cara adquiriera una expresión peculiar y comenzara a toser.
—¡Qué Dios me ayude! ¡Nos ha envenenado!
Mahindar abrió los ojos como platos. La señora Terrell, que estaba mirando por la ventana sin prestarles atención, giró bruscamente la cabeza. Ella tendió a la señora Dalrymple una servilleta e intentó no estremecerse cuando la mujer escupió allí la pasta masticada.
—Veneno... —jadeó—. Debe llamar al oficial de policía de inmediato.
—Tonterías. —Ella misma tomó una pasta de la bandeja y le dio un buen mordisco. Su boca se vio inundada por inesperados sabores que reconoció al momento—. Canela, cardamomo y un poco de pimienta negra, eso es todo. Me encanta. Por favor, Mahindar, ofrécele mis cumplidos a tu mujer. —Sonrió, intentando transmitir al hindú telepáticamente que si no quería volverse loco, mejor sería que huyera de la salita en ese momento.
El hombre realizó una reverencia.
—Gracias, mensahib. —Con su dignidad intacta, se dio la vuelta y se marchó.
—¿Entiende lo que quiero decir sobre que se mueven sigilosamente? —comentó la señora Dalrymple—. ¿A quién se le ocurre añadir pimienta a las pastas? ¡Qué ignorancia! Es evidente que incluso cocinar es demasiado para ellos.
—Señora Dalrymple... —intervino con sequedad, ya sin molestarse en mantener a raya su temperamento——. Si ha venido aquí a insultar a mis sirvientes y a desacreditar mi comida, debo pedirle que se marche.
—Sabe de sobra a qué he venido —replicó la mujer.
La señora Terrell asintió con la cabeza.
—Hemos venido a advertirla otra vez, querida señora McBride.
La señora Terrell tenía aproximadamente treinta y cinco años, pero podría haber tenido cincuenta, cara redonda y el pelo veteado de gris. Parecía el tipo de mujer que moriría antes de rebajarse a teñírselo. Su ropa estaba bien confeccionada y con telas caras, pero resultaban casi dolorosamente sencillas. Todo su ser gritaba: «Mi marido tiene dinero, pero yo soy frugal y jamás le avergonzaré. A diferencia de otras esposas que se ponen vestidos de popelina para recibir a las visitas».
—¿Advertirme otra vez? —repitió—. Por favor, explíqueme que quiere decir.
—La señora Dalrymple ha enviado un telegrama a Scotland Yard para que abran una investigación. El asesinato es un asunto muy serio, señora McBride.
—En efecto, lo es —replicó en tono gélido—. Tan serio que se debe probar sin ningún tipo de duda. No es una acusación que hacer a la ligera...
—Yo no la hago a la ligera —comentó la señora Dalrymple—. Archibald era un buen muchacho; casi un hijo para mi marido. —Parpadeó con sus transparentes ojos azules aunque ella no logró percibir ninguna lágrima—. El señor Stacy nos comentó un día que iba a visitar la plantación de su marido, quería comprobar cómo se encontraba después de la dura prueba pasada, y lo siguiente que supimos de él fue que estaba muerto. Un testigo los vio juntos, y luego el señor Stacy desapareció.
—¿De qué testigo se trata? —preguntó ella—. Me gustaría hablar con él.
La señora Dalrymple le lanzó una mirada ladina.
—Prefiero mantener su nombre en secreto. Nos han aconsejado que procedamos así.
Ella sintió un gélido estremecimiento al notar su tono de confianza.
—Haga lo que considere oportuno, señora Dalrymple. Sin embargo el señor McBride está convencido de que el señor Stacy todavía está vivo.
La señora Dalrymple se movió bruscamente al escucharla y derramó un poco de té en el platito.
—¿Que todavía está vivo? Entonces, ¿se ha puesto en contacto con él?
Juliana vaciló.
—Todavía no.
—¿Lo ve? —se jactó la señora Dalrymple—. Su marido le ha asegurado que dejó al señor Stacy vivo en la India, y mi marido y vamos a demostrar que no fue así.
—Está obcecada, mi querida señora McBride —comentó la señora Terrell.
Ella se mantuvo inmóvil mientras la furia ardía en su interior. La noche anterior, mientras yacía sola en la cama, había decidido creer a Elliot. Sí, era posible que algunas veces se comportara como un lunático, pero eso no significaba que estuviera equivocada.
Lo que ella temía mientras estaba allí, enfrentándose a la señora Dalrymple, era que Elliot estuviera equivocado y que quienquiera que estuviera en el bosque no fuera el señor Stacy.
Pero no podía ser, había sopesado todas las opciones en su mente antes de llegar a una conclusión: seguiría confiando en Elliot. No iba a comportarse como su madre, que había desacreditado a su padre ante todo el mundo cada vez que le surgía la oportunidad. Su madre fue una mujer hermosa, pero irremediablemente malcriada por su familia, por lo que jamás encajó en el tranquilo decoro de la familia St. John.
Tomó aliento para decir a la señora Dalrymple lo peor que podía decir una anfitriona, cuando el propio Elliot entró en la estancia.
Ella casi se atragantó con el té. Elliot vestía un kilt raído, unas botas gastadas y una camisa de lino cubierta de polvo y yeso porque había estado ayudando al carpintero a hacer un derribo y tirar los escombros. El pelo estaba tan manchado como la cara y en sus ojos grises brillaba una luz salvaje.
—Juliana —dijo con un marcado acento de las Highlands que apenas ella misma comprendió—. He escuchado que tenías compañía, ¿se trata de estas señoras?
Ella se aclaró la voz.
—La señora Terrell, nuestra vecina, y la señora Dalrymple, una amiga suya de Glasgow.
—Och, sí —repuso él antes de soltar una retahila de palabras que sonó algo así como Gae nae leaver duegran doch blochen. Es decir, un galimatías sin sentido.
—En efecto —repuso ella, fingiendo haber comprendido cada palabra.
—¿Qué le ocurre, mujer? ——preguntó Elliot a la señora Dalrymple—. ¿No comprende el gaélico?
—Aprendí hace mucho tiempo a hablar en perfecto inglés —explicó la mujer—. Es lo que entiende todo el mundo, señor McBride.
—Entonces, todo el mundo es tonto. ——Elliot largó otro discurso del que ella no entendió ni palabra. Suaves consonantes y largas vocales que no pertenecían a ningún idioma que ella conociera, ni tampoco se parecían al dialecto Punjabi que hablaban Mahindar y su familia. Sin embargo, siguió tomando el té como si no estuviera ocurriendo nada fuera de lo común.
Elliot había dejado la puerta abierta. En el pasillo resonaba la voz de Komal en aquella lengua ininteligible y los gritos de McGregor.
—¡Devuélvemelas, loca! Un hombre tiene derecho a tener un par de botellas escondidas debajo de su cama. Es solo malta. ¿No me comprendes? Och, habéis dejado entrar a la cabra.
Se escuchó un balido seguido del ruido de pezuñas contra las losas de piedras, acompañadas por el olor penetrante a cabra asustada y la voz risueña de Priti que la perseguía por el pasillo.
—Tenía razón —aseguró la señora Dalrymple—, esta es una casa de locos.
Juliana se levantó.
—Entonces no le molestará marcharse. Gracias por la advertencia, señoras, mi marido y yo la tendremos en consideración.
—Hará mucho más que eso. —La señora Dalrymple dejó la taza de té sobre la mesa con un brusco movimiento y se puso en pie airadamente. La señora Terrell la imitó más despacio—. Mi marido se pondrá en contacto con usted, señor McBride.
Elliot asintió con la cabeza sin añadir ni una palabra, como si no le importara nada lo que pudiera ocurrir. McGregor entró en ese momento en la salita con una botella de whisky en cada mano, mientras Komal le perseguía intentando arrebatárselas.
—Muchacha, dile a esta mujer que me deje en paz. Oh...
—McGregor se detuvo y clavó los ojos en las conmocionadas caras de las visitas—. Anda, la señora lengua afilada... Observo que ya se marcha, ¿verdad? Pues vayan ustedes con Dios.
Mientras él se inclinaba ante ellas, Komal le arrebató una de las botellas y la alzó en gesto de triunfo. Luego se cubrió la cara con el velo y se dio la vuelta para desfilar hacia la salida con la cabeza bien alta.
—Vámonos, Prunella —ordenó la señora Dalrymple—, ya han hecho sus camas y deberán dormir en ellas. —Miró la colorida espalda de Komal . Tendrá que llevarlos con una correa, es la única manera de que aprendan a comportarse.
McGregor se movió con ferocidad.
—Como se le ocurra ponerle un solo dedo encima, le dispararé a quemarropa. Todavía soy el laird del castillo, no lo olvide.
Juliana se apresuró a colocarse delante del señor McGregor, que agitaba la botella de manera peligrosa.
—Será mejor que se vayan —dijo a la señora Terrell, casi empujándolas al pasillo—. Solo Dios sabe lo que puede hacer cuando está furioso.
La señora Dalrymple corrió hacia la puerta principal, atravesando entre dos obreros que entraban con sendos bloques de piedra.
—¡Fuera de aquí, por Dios! —espetó la señora Dalrymple a los trabajadores—. Deberían estar usando la puerta de atrás.
Ella se apresuró a seguirla. Se escuchó un balido y un grito, y la dulce voz de Priti amonestando a su mascota.
Corrió hasta que encontró a la señora Terrell, que miraba con preocupación cómo la señora Dalrymple trataba de arrebatar algo que a la cabra no le apetecía soltar. El animal había atrapado el chal de seda de la mujer cuando pasó corriendo a su lado, y ahora masticaba con fruición la tela que la señora Dalrymple se empeñaba en sacar de su boca.
—No, no —gemía Priti, agitando el dedo ante la cabeza del animal—. Cabra mala.
—¡Cría infiel! —La señora Dalrymple alzó la mano para abofetear a la niña.
Ella sintió que la atravesaba un relámpago de furia y apresó la muñeca de la mujer con fuerza inusitada.
—No se atreva a golpearla. ¿Cómo se le ha ocurrido hacer tal cosa?
La señora Dalrymple intentó liberarse de su agarre, pero ella era demasiado fuerte para que lo consiguiera. La cabra, ya fuera por repugnancia o por otras razones que solo ella sabía, escupió el chal.
Lo recogió y se lo tendió.
—No vuelva nunca a esta casa.
Esperaba que la señora Dalrymple exclamara que el chal estaba arruinado o que pidiera que se lo pagaran, pero se limitó a lanzarle una mirada furiosa y se dio la vuelta. Sus ojos, sin embargo, contenían un astuto destello que se sobreponía a la cólera o al miedo, como si aquella mujer supiera algo que ella ignoraba.
No le gustó nada aquella mirada, pero estaba demasiado enfadada para preocuparse por ello.
—Señora Terrell —dijo a su vecina con la voz deliberadamente calmada—. Mucho me temo que mientras la señora Dalrymple sea su invitada, no será bien recibida en esta casa.
La mujer permaneció tranquila.
—Lamento mucho escuchar esto, señora McBride. —Se ajustó los guantes—. Las señoras del valle me consideran la líder social; todas seguirán mi ejemplo y no la recibirán. Se ha arruinado usted misma.
Se dio la vuelta, teniendo cuidado de no dejar el borde de su chal al alcance de la cabra, y siguió a su amiga hasta el portón, donde las esperaba un landó.
—¡Oh! ¿De veras? —dijo al aire—. Bueno, ya lo veremos. —Bajó la mirada a la cabra, que todavía masticaba el trozo de chal que había logrado arrancar, y le dio una palmadita en la cabeza—. Buena cabra —la felicitó. Entonces tomó a Priti de la mano y la condujo de regreso a casa.
Se encontró a McGregor en el amplio vestíbulo. Había enlazado su brazo con el de una sonriente Komal y bailoteaba hacia el pasillo. Ella todavía sostenía una de las botellas de whisky y el señor McGregor la otra, que se pasaba de una mano a la otra mientras bailaba.
Elliot se reía.
—No tiene gracia —aseguró ella con sombría determinación—. Esa mujer es odiosa, Elliot. Me ha dicho que está investigándote. Quiere meterte en prisión.
—No me pueden arrestar por el asesinato de alguien que todavía está vivo.
—Me gustaría que el señor Stacy nos facilitara las cosas y se dejara ver, pero está resultando demasiado obstinado.
Él se encogió de hombros.
—Hará lo que le parezca. Incluso puede regresar al lugar del que vino sin llegar a mostrarse nunca.
—Eso no sería útil.
Elliot miró a McGregor, que había dejado de bailar y daba palmaditas a Komal en el hombro.
—No te preocupes, muchacha —decía el anciano—, jamás permitiré que esa bruja te haga daño.
Komal le sonreía con sinceridad, incluso con agrado. McGregor se puso de un rojo intenso y comenzó a tartamudear, lo que dio pie para que Komal le arrebatara la segunda botella de whisky y corriera hacia la cocina.
—¡Ingrata! —McGregor salió pitando tras ella con Priti a la zaga. Se escucharon voces airadas en dos idiomas distintos en el pasillo que llevaba a la cocina.
—Pobre diablo —comentó ella, sin contener la sonrisa.
Se volvió hacia Elliot. Él había apoyado las caderas en el respaldo del sofá tipo imperio y el kilt le dibujaba los muslos.
Incluso aunque nunca le contara aquellas cuestiones tan importantes para él, ella podría disfrutar mirándole. Y tocándole. El húmedo calor que habían disfrutado en la bañera no la había abandonado todavía.
—Ahora en serio, debemos hacer algo con respecto a los Dalrymple —aseguró—. Podrían ser peligrosos para ti.
El encogió los hombros.
—La señora Dalrymple no es escocesa, por mucho que reclame lo contrario. No comprendió ni una palabra de lo que dije.
—Mi querido Elliot, yo tampoco.
Él sonrió.
—En cualquier caso, no pueden juzgarme por un asesinato si no hay cuerpo, tumba o pistas.
—Pueden hacerlo si él continúa desaparecido. Harán caso a las sospechas y a nada más.
—Lo bueno de la ley británica es que los crímenes hay que demostrarlos. —Se quedó inmóvil—. Pero la señora Dalrymple no se equivoca, muchacha, soy un asesino.
—No lo eres —aseguró ella—. Si el señor Stacy está vivo, no lo eres.
—Lo está. —Elliot apretó el borde del sofá con las manos, y los nudillos se le pusieron blancos a pesar de lo bronceada que tenía la piel—. No me refiero a él. Hablo de otros hombres.
—Te refieres al ejército. En las batallas.
Él volvió a hacer una pausa, como si estuviera enfrentándose a pensamientos que no le gustaban.
—No. Me refiero a cuando estuve prisionero. Mis captores me enseñaron a matar con mis propias manos y luego me obligaron a hacerlo para ellos.