VISTO DE CERCA: VÍCTIMAS Y VERDUGOS

Después de leer miles de crónicas —todas las existentes— de la tragedia humana que representó la persecución religiosa, considero que uno de los hechos más importantes, que no he reseñado en el resumen de las diócesis, es el de las palabras que en algunas ocasiones los verdugos dirigieron a sus víctimas y, también, las de las víctimas a ellos antes de morir.

Testigos presenciales han hecho posible que en la historia oral de los sucesos se hayan conservado frases literales que nos permiten aproximarnos a la mentalidad de los perseguidores — o, quizá, ¿tendríamos que llamarles exterminadores?— y a la de las víctimas.

Las expresiones no impactan por su dureza, sino precisamente porque en la simplicidad de unas frases se hallan condensados tanto los elementos básicos de una revolución impuesta de forma salvaje y absurda como, por otra parte, la capacidad de los argumentos sacros para ayudar a las víctimas en el momento culminante de afrontar una muerte tan inesperada como incomprensible.

Y ahora, permítame el lector una licencia: en algunas ocasiones —después de la lectura detallada de los acontecimientos— en mi mente se han asociado las escenas de los asesinatos en España de 1936 con la violencia de que fueron víctimas, entre 1976 y 1979, muchos ciudadanos de Camboya a manos de los jemeres rojos dirigidos por el maoísta Pol Pot. Con la finalidad de imponer una revolución total llegaban al extremo de matar a una persona por el mero hecho de llevar gafas ¡porque lo asociaban a un peligro de desviación intelectual…!

Ni es posible, ni lo pretendo, establecer ningún paralelismo entre los dos casos. Tampoco soy especialista en historia asiática. Quizá sólo se trata de una asociación de vivencias… con la violencia gratuita como único denominador común.

Lamentablemente, en la actualidad también vivimos una época de violencia terrorista proveniente, en este caso, de una concepción integrista del Islam y vinculada a los graves desequilibrios entre norte y sur o a los enfrentamientos por el control de los recursos energéticos. Ciertamente, la historia de todas las civilizaciones se ha estremecido con demasiada frecuencia a causa del dolor provocado por la represión. Es un dolor diferente al de la guerra, mucho más difícil de asimilar.

Los atentados terroristas siempre estremecen a la conciencia de la sociedad. Y siempre añaden injusticia a la injusticia que alegan combatir. Si, además, la religión se convierte en bandera para los represores, la violencia se redobla por efecto del fanatismo. Pero, paradójicamente, cuando la religión se abraza por amor también se transforma en el gran refugio de los oprimidos. Y en uno de los caminos para conseguir el perdón mutuo.

Las religiones han catalizado —en guerras y represiones—, la máxima violencia y las mayores heroicidades. Infinidad de ejemplos podrían ilustrar esta afirmación. Sin embargo, en pocas ocasiones las víctimas llegan a conocer a sus verdugos. El terrorismo normalmente se ampara en el anonimato. En cambio, en la persecución religiosa de 1936 contra el catolicismo en España, verdugos y víctimas llegaron en muchas ocasiones a establecer un contacto personal previo al desenlace final.

¿Qué palabras debieron de pronunciar unos y otros en aquellos momentos?

Considero importante reproducir algunas expresiones incluidas en las crónicas, especialmente de las diócesis de Tortosa, Gerona y Urgell.

Tú, mozuela, al pueblo; a divertirte, que eres joven; no hagas caso de la religión, que todo es mentira; hemos visto tantas cosas de curas y monjas… y tú —al sacerdote— ven con nosotros. […] Ése ya no hará daño a nadie más. (Vall d'Uixó, 9-VIII-1936.)

[Lo detenemos —dirigiéndose al sacerdote—] porque ustedes tienen toda la culpa de lo que está pasando. (Albocásser, 20-V111-1936.)

Tus doctrinas han causado todo esto. (Flix, 22-VII-1936.)

¿Tú eres sacerdote? Sois la gente más embaucadora del mundo. Donde hay la Iglesia, florece la mentira. Nosotros ahora haremos un acto de caridad incendiando las iglesias y matando a los curas. Será el fuego y la sangre que purificarán el mundo. (Hostalric, 21-VII-1936, aprox.)

«Estamos esperando a dos sacerdotes que tenemos que matar», es la justificación que dan un grupo de milicianos después de preguntar a un conductor por dos pasajeros que llevaba en el coche. (Xerta, 31-V11-1936.)

No quedará ni un cura. Ahora mismo hemos cogido a dos y los hemos dejado aquí, en Vilanova. Si todavía no están tumbados, lo estarán en poco rato. ¡No quedará ni uno! (En el tren de Sevilla a Barcelona, a primeros de agosto de 1936.)

Cura no tiene que quedar ninguno, ni joven ni viejo. (Miravet, 11-1X-1936.)

Usted váyase. A ése vamos a matarlo porque es sacerdote». (Cabassers, 12-VIII-1936.)

Como sois jóvenes y vivíais engañados, os libramos de la muerte, esperando que de hoy en adelante seáis buenos ciudadanos y os portéis bien. (Balaguer, 5-V111-1936.)

¿Dónde queréis que os matemos? (Menárguens, 24-V111-1936.)

Empezaremos una canción y cuando termine, le mataremos. (La Pobla de Segur, 3-IX-1936)

—¿Les habéis encontrado armas o escritos comprometedores?

—No.

—Entonces, ¿por qué queréis matarlos?

—Porque son curas, y eso basta. (La Pobla de Segur, 30-VII-1936.)

¡A ver si mañana vais a recoger a aquel cura que hemos muerto y os encargáis de enterrarlo! (Sort, 2-1X-1936.)

Mira al cielo, que te llaman. (Castanesa, 25-V111-1936.)

Para terminar, una cita ya contenida en la crónica de la diócesis de Vic:

Eso [matar al cura] no es cosa nuestra. Son órdenes de Barcelona y se tienen que cumplir. (Vic, ¿ ?-IX-1936.)

Por la literalidad de las expresiones poca cosa se puede deducir. Incluso resultan flojas comparadas con las torturas y los asesinatos… Sin embargo, permiten reafirmamos en tres conclusiones básicas: a) que la condición de sacerdote bastó para ser condenado a muerte, b) que existieron órdenes y consignas a cumplir, y c) que la impunidad con que actuaron los agresores fue absoluta.

Las respuestas de los religiosos, casi con unanimidad, fueron de conformidad con el destino, de júbilo espiritual porque el martirio les deparaba la salvación eterna, y de manifestaciones de perdón hacia los milicianos.

Se trata de respuestas basadas, como es evidente, en la fe y la mística cristianas. Que dicha fe permitiera a tantos millares de víctimas afrontar con dignidad la desgracia de una muerte violenta e inesperada demuestra la capacidad de amor y de energía vital que les dispensó.

«No lloréis, ya nos veremos en el cielo», era una despedida habitual que los detenidos dirigían a sus familiares o amigos. Una despedida valiente que resumía en pocas palabras el legado cultural y religioso de quien la pronunciaba. Sólo la sedimentación secular de los valores cristianos más evangélicos podía haber generado una expresión tan singular, basculando entre el refrán hogareño y la frase trascendente.

Convencido de que un fenómeno social siempre se encuentra previamente anunciado documentalmente, que siempre ha habido alguien que, con lucidez, ha ofrecido a sus coetáneos las claves para afrontar los peligros que les acechaban, me entretuve en rastrear los escritos del sacerdote Garles Cardó en la revista El Bon Pastor. En el último ejemplar de esta publicación, aparecido en diciembre de 1934, después de haber dedicado el anterior a reflexionar sobre los sucesos revolucionarios de octubre en Asturias, el canónigo de la catedral de Barcelona escribió:

[…] cuando el hombre se entrega a Dios con fidelidad omnímoda, su inteligencia recibe una luz divina y un mismo fiat es compartido por Dios y el hombre. Esta reflexión justísima nos puede ser sumamente útil en esos tiempos de tanta impiedad y de tantos transtornos revolucionarios.

Ahora, más que nunca, no conviene adquirir, al precio de todas las renuncias, el don de la Sabiduría, el único que nos puede ofrecer el juicio preciso y la paz interior en medio de tantas tribulaciones. El alma que posee este don, contempla a Dios y le consulta. Contempla a Dios […] y ve en Él claramente realizado el totalitarismo proclamado por San Pablo cuando dice que Dios es todo en todas las cosas […]. Y, seguidamente […], todo es juzgado y tratado según este criterio divino que inútilmente pediríamos a la ciencia y al entendimiento natural. Pensamientos, afectos, deseos y cosas externas, todo es puesto por el alma en su lugar propio […].

En el seno de este plan superior, la paz es inalterable e, incluso, nos atreveríamos a decir que el enjuiciamiento moral de los sucesos y de las personas […] discrepa en no pocos casos y en una medida nada despreciable del que acostumbra a pronunciar la inteligencia humana provista únicamente de la luz natural.

Dios se halla en todas las cosas como moderador y ordenador hacia un fin que, siendo propuesto por Él, no puede ser mejor. Incluso en los defectos de los hombres, en los pecados y en las revoluciones […]. Y como que lo que hace sufrir y lo que hacer perder la paz no es tanto el dolor como el dolor sin finalidad, en una palabra, el absurdo, cuando la luz de Dios […] elimina todas las absurdidades de las desgracias que nos afligen, el dolor deja de ser turbio y pesimista, es decir, casi deja de ser dolor.

Para que Jesucristo redimiera a la humanidad, fueron necesarios jueces inicuos y verdugos crueles

Si el mundo actual chirría desesperadamente, es señal de que está en desorden, es señal de que la redención debe continuar cumpliéndose […]. Y fijémonos bien que los pecados que hacen necesaria esa continuación del dolor expiatorio no provienen únicamente de los enemigos de Cristo, sino también de nosotros […].

Si miramos las cosas en este plan divino, nos costará más condenar, seremos más benignos para juzgar y más dispuestos a sufrir la parte que no corresponda […].[239]

Creo, sinceramente, que no podía prescindir de aproximar al lector a las fuentes espirituales que reconfortaron a las víctimas del dolor y de la tragedia de la persecución religiosa. Podría haber escogido otros textos. Sin embargo creo que el de Cardó se merece ser recordado por la profundidad de sus reflexiones.

No trato en ningún momento de postular a favor de la santidad de alguna de las víctimas. Dejo la cuestión para los exegetas, con el deseo, eso sí, de que calificarlas de mártires y subirlas a los altares no represente aparearlas de nuevo con banderas ni himnos terrenales ni ensordecer el gran legado de su fortaleza cristiana. Porque esa fortaleza no sólo debe ser ejemplo de virtud cristiana para los creyentes, sino justa admiración para los no creyentes.

Superada la escenificación de cada una de las detenciones, llegaba el momento fatídico de las ejecuciones, de los crímenes. Era el momento de máxima tensión. Entre verdugos y víctimas la tirantez era extrema. La muerte anunciada se aproximaba. En el instante fatídico, muchas crónicas explican que la dignidad del silencio o un «Que Dios os perdone» fueron habituales. Prácticamente no se registraron casos de apostasía ni de violencia defensiva. En cambio, gritar a favor de Cristo Rey sí que fue una reacción frecuente.

Dicha expresión ya ha sido comentada en otros capítulos del libro. Sin embargo, considero que, dado que fue durante los años del franquismo —y, en cierto modo, aún actualmente— un estandarte del integrismo religioso, se merece unas acotaciones finales.

Debe quedar claro que en 1936 la exclamación, no contaminada aún por todas las connotaciones que los años de nacionalcatolicismo sumaron a su semántica, no tenía significaciones políticas concretas. La exclamación, en el contexto de la época, servió esencialmente para reafirmar la superioridad del sentimiento religioso, del poder divino, frente al temporal. Para reafirmar la confianza suprema en la Providencia, en el Reino de Dios. La instauración de la fiesta del Sagrado Corazón, primero, y, posteriormente, la de Cristo Rey, influyó en muchos sacerdotes y católicos que, en medio de la confusión política, encontraron en estos referentes la certeza de unos valores espirituales.

Es totalmente cierto que la consagración en 1919 de España al Sagrado Corazón representó una patrimonialización indebida de la devoción popular. Pero también lo es que personas tan ajenas al integrismo religioso español como el citado Jacques Maritain reclamaban el derecho a referirse a Cristo Rey como a «un rey de gracia y de caridad».

En cualquier caso, lo cierto es que, dejando a un lado palabras y órdenes, estrategias y significaciones, gestos y vítores, la entereza casi mística que muchos sacerdotes y religiosos y laicos demostraron ante la muerte sorprendió a muchos milicianos que habían aceptado formar parte de las patrullas de depuración y ejecución.

Para ellos o ellas, observar la capacidad de superación que tuvieron ante la muerte no se correspondía con la imagen del cura, el fraile o la monja corruptos, avaros, golosos, lujuriosos, soberbios y conspiradores que tenían.

Es posible que el contraste entre el cliché y la realidad exasperara los ánimos de algún miliciano y que apareciera, entonces, de modo espontáneo, el deseo morboso de recrearse en el dolor ajeno, en la tortura del sometido, en la anulación de lo sagrado, dando lugar dicho deseo a la aparición de las formas más crueles y sádicas de fobia religiosa, aquellas que querían emular en las víctimas los martirios de los santos que habían destruido en las iglesias.

Cuando esto sucedía, a los ojos de los verdugos, la persona o personas que iban a sacrificar ya habían dejado de ser personas de la misma especie humana para convertirse pura y simplemente en «el otro», el ser diferente, el ser sagrado, definido por contraste con la vida mundana. La formación desde la niñez en los seminarios, el voto del celibato y todos los atributos externos —sotana y tonsura, especialmente—habían favorecido una imagen de casta con escasa relación con el mensaje evangélico.

Así pues, en aquellos momentos trágicos, sucedió que, en algunas ocasiones, todos los elementos que formaban el abismo social existente entre el clero y los milicianos cristalizaron y se convirtieron en motivos para humillar a los representantes del poder trascendente, en motivos para causar dolor a los consagrados dando lugar a las peores escenas de sadismo, tortura… Lo que fuera con tal de destruir definitivamente, en vida, el símbolo, antes de provocar la muerte.

De todos los casos, uno paradigmático: el del sacerdote Antoni Mateu.

Antoni Mateu, hijo de Juneda, provincia de Tarragona, era un párroco joven. En julio de 1936 ejercía su ministerio en Torrelameu. Durante los primeros días de la revolución, los miembros del comité —en este caso, sobre todo del POUM— quemaron la iglesia y profanaron las tumbas del cementerio.

A finales de julio, los milicianos fueron a detener a mosén Mateu. No hubo escenas de tortura. Sólo procedieron a escenificar un cuadro singular: antes de trasladarle al lugar del crimen, le obligaron a quitarse la sotana y la quemaron delante de todos los vecinos congregados expresamente en la plaza del pueblo.

Matando al sacerdote sólo conseguían matar a la persona, con la destrucción pública de la sotana abolían todo lo que representaba: un modelo social, una doctrina religiosa, la idea de un poder trascendente…

No existió engaño ni camuflaje. No buscaban armas ni que gritara «¡Viva el POUM!» o «¡Viva la FM!» ni que pisoteara un crucifijo… No forzaron que apostatara ni lo sometieron a tortura. Lo convirtieron en la víctima anónima ideal: el verbo que era preciso destruir se quemó con la sotana públicamente, bajo el fuego purificador.