EL ALZAMIENTO MILITAR Y EL ESTALLIDO REVOLUCIONARIO

Los primeros movimientos silenciosos de tropas se produjeron el jueves, 16 de julio, entre los regulares de Alhucemas. Al día siguiente, por la tarde, un enfrentamiento entre legionarios y guardias de asalto que, por orden del Alto Comisario en Melilla, habían irrumpido en una reunión conspirativa, desencadenó el alzamiento efectivo de los militares facciosos, de las milicias carlistas y de los grupos paramilitares de la extrema derecha.

Siguiendo la consigna de que, si una guarnición se veía obligada a adelantarse, todas la seguirían, las tropas del general Saliquet de Valladolid y de Queipo de Llano de Sevilla, lo hicieron el sábado 18.

Durante esta jornada, Diego Martínez Barrio, de Unión Republicana, en calidad de presidente de las Cortes y de común acuerdo con el presidente de la República, Manuel Azaña, recibió el encargo de formar un Gobierno de conciliación y de gestionar la neutralización de los planes. Con este fin formó un efímero Gobierno de un solo día de duración que se caracterizó por la entrada de dos ministros del moderado Partido Nacional Republicano y por una frenética actividad negociadora, vía telefónica, con los jefes militares sediciosos, especialmente con Mola y Franco, así como con los dirigentes socialistas Largo Caballero y Prieto.

La negativa de los generales a deponer su actitud y la amenaza de los socialistas de ejecutar un contragolpe evidenciaron la imposibilidad de evitar la guerra. Ante estas circunstancias, Martínez Barrio dimitió a las siete de la mañana del domingo 19 de julio.

El encargado de formar nuevo Gobierno fue José Giral de Izquierda Republicana, que contó exclusivamente con miembros de su partido y dé Unión Republicana, con la presencia simbólica de una cartera para Esquerra Republicana de Catalunya y con dos militares al frente de los ministerios de Gobernación y de Guerra.

Para oponerse a la sublevación el Gobierno contaba con la fidelidad de los principales mandos militares. Sólo un jefe de división, el general Cabanellas, y el inspector general de Carabineros, el general Queipo de Llano, se habían comprometido con la insurrección. El gran activo de la sedición fue la oficialidad que, juntamente con las milicias adictas, consiguieron dominar totalmente Navarra y la mayor parte de Castilla la Vieja, León, Aragón, Galicia, la provincia de Álava y el norte de Extremadura, además de la ciudad de Oviedo y las andaluzas de Algeciras, Cádiz, Jerez, Sevilla, Córdoba y Granada —formando un amplio corredor de penetración de las tropas africanistas—, la isla de Mallorca, las Canarias y el Norte de África más los enclaves del Alcázar de Toledo y el Santuario de Santa María de la Cabeza en Jaén. Quedaron bajo su control la mitad de los efectivos del ejército de tierra, un tercio de la aviación y de la marina y un 40% de las fuerzas del orden.

A pesar de estos datos, la neutralización de la rebelión militar puede ser considerada como una victoria republicana, especialmente por el éxito conseguido en las grandes capitales como Madrid, Barcelona, Valencia y Bilbao y en centros militares neurálgicos como la base naval de Cartagena. Aunque fueron las fuerzas de la Guardia Civil, los carabineros y los guardias de asalto los principales protagonistas de la neutralización del ejército, también cabe destacar la participación activa de las milicias anarquistas y socialistas en los enfrentamientos con las guarniciones y milicias sublevadas.

En resumen, la población que quedó en zona republicana se puede estimar en 18 millones de personas, mientras que en el territorio bajo dominio de los autodenominados «nacionales» vivían otros diez millones. Por lo que se refiere a la administración episcopal, 45 diócesis de un total de 62 quedaron total o parcialmente en la zona republicana dominada por las milicias populares y, por tanto, es en ellas donde se registró la práctica totalidad de los episodios de violencia anticlerical, a excepción de las víctimas sacerdotales registradas en la zona nacional, especialmente en el País Vasco pero también en Mallorca, León, Oviedo y Aragón.

Como en todas las guerras, una parte mayoritaria de la población civil soportó las hostilidades militares y sus consecuencias con la máxima capacidad de subsistencia y decoro. Sin embargo, las características singulares del enfrentamiento motivaron que unas minorías significativas —las citadas milicias— se prestaran voluntarias a una participación activa. Una aproximación cuantitativa a estos grupos da como resultado que en el inicio de las hostilidades en la zona republicana existieron unos 95.000 militantes de distintas organizaciones de izquierda y que los «nacionales» contaron con 61.000 voluntarios encuadrados en formaciones ofensivas, de las cuales destacan los 20.000 requetés y 10.000 falangistas de Navarra. Con el paso del tiempo, las cifras se verán incrementadas con la incorporación derivada de la actividad proselitista de los partidos enfrentados y con los voluntarios extranjeros que, sensibilizados por la tragedia, acudieron en ayuda de uno y otro de los bandos.[109]

La gravedad de los acontecimientos del verano de 1936 no gravita exclusivamente en torno a la sublevación militar que, marcando distancias con la tradición de los pronunciamientos militares, se convirtió en una guerra abierta, sino también, y de forma muy especial, en torno al protagonismo de las citadas formaciones paramilitares que tenían en común la voluntad revolucionaria y, por tanto, el reto de aprovechar estratégicamente la situación creada para conseguir sus objetivos.

Con tales premisas es comprensible que los ideales y los programas de cada partido o sindicato fueran marginados por los intereses y las estrategias más convenientes aportando a la guerra un carácter desbocado y caótico. Este fenómeno, común en los dos frentes, evolucionó de forma productiva en la zona «nacional» por el carácter jerárquico de sus mandos y, en cambio, derivó en un problema crucial en la zona republicana.

El Gobierno de la República, a pesar de ser el depositario legítimo de la voluntad popular y de contar con el rédito de la esperanza de modernidad moral y material que había representado entre la gran mayoría social la instauración del nuevo régimen, también tenía en su contra los graves errores acumulados, que habían transformado el reto de organizar un nuevo modelo social en una desintegración —o, como mínimo, en la consolidación de graves disfunciones— de las instituciones del Estado.

El poder ejecutivo pronto se vio marginado por el control efectivo de nuevos organismos como la Junta de Defensa de Madrid, el Comité Central de Milicies Antifeixistes de Catalunya o el Consejo de Aragón, denominado inicialmente «Comité de nueva estructuración social de Aragón, La Rioja y Navarra». En el País Vasco, la alianza de los nacionalistas del PNV con los partidos del Frente Popular evitó la consolidación de un órgano de poder ajeno al gobierno de Euskadi, emanado del Estatuto de Guernica de finales de 1936. También surgieron órganos de gobierno en Santander, Asturias y León y en la ciudad de Málaga.

El poder legislativo entró en una fase de inoperancia absoluta y el poder judicial se resquebrajó por la persecución a que se vieron sometidos muchos magistrados, así como por la aparición de tribunales revolucionarios.

Los procesos de colectivización y de socialización también provocaron situaciones turbulentas en el sistema productivo, y los consistorios municipales vieron reemplazadas sus funciones por los comités surgidos de las fuerzas políticas y sindicales que habían participado en el Frente Popular, arropados en todo momento por los anarquistas.

El ejército no fue ajeno a esta convulsión. El Gobierno, presionado por la pasión revolucionaria, cometió el grave error de licenciar a grandes contingentes de la tropa que, siguiendo las órdenes de sus oficiales, se habían sublevado, y autorizó una inoportuna, por exagerada, depuración de la oficialidad. Tampoco fue capaz, en los primeros meses, de impedir que las milicias impusieran sus normas organizativas en los cuarteles y en el frente.

Esta desestructuración súbita de la vertebración institucional no sólo dio cancha a los nacionales, quienes en buena lid tenían pocas posibilidades de éxito, sino que dio lugar a tres procesos revolucionarios que acabaron solapándose y enfrentándose. Si en los primeros meses de la guerra fueron los socialistas y los anarquistas quienes impusieron sus postulados de carácter bolchevique y libertario respectivamente, en una segunda fase, sobre todo a partir de mayo de 1937, fueron los comunistas del PCE y del PSUC quienes, a través del control y reorganización de todos los resortes del Estado, impusieron su voluntad dictatorial.

Antes de proceder al análisis de la explosión anticlerical y antirreligiosa que se desató en la retaguardia republicana, conviene ponderar el grado de incidencia de la cuestión religiosa en los motivos alegados por los militares, carlistas, falangistas y tradicionalistas para sublevarse en armas. Es indiscutible que para carlistas y tradicionalistas la vindicación religiosa actuó como uno de los principales resortes para participar de la conspiración. No fue así en el caso de los falangistas, que a menudo eran vistos como representantes de una revolución pagana.

Para los militares partidarios de la intervención armada tampoco la religión actuó de detonante. Una gran abundancia de documentos así lo acredita. Por ejemplo, ninguna de las trece «instrucciones secretas» dictadas por el general Mola antes del alzamiento manifiesta la voluntad de devolver a la Iglesia su statu quo. Tampoco ninguna de ellas es explícitamente antirrepublicana. Sí que definen, en cambio, un modelo de actuación diametralmente opuesta a cualquier principio evangélico. Así, por ejemplo, en la instrucción reservada número 1, firmada por Mola en Madrid el 25 de mayo de 1936 se decía:

Se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Desde luego, serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades o sindicatos no afectos al movimiento, aplicándoles castigos ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas.

Y el 19 de julio de 1936, iniciado el golpe, escribió: «Hay que sembrar el terror… hay que dejar la sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros».

Las razones aludidas por Franco en su conversación con Martínez Barrio el 18 de julio hicieron referencia sólo a un «arranque nacional de patriotismo», mientras que las de Mola remitieron a los peligros del comunismo y a la incapacidad del Gobierno para impedir su implantación. En cambio, una semana después, Franco, cuando aún no era miembro de la Junta de Defensa Nacional, declaró: «Estamos ante una guerra que reviste, cada vez más, el carácter de Cruzada, de grandiosidad histórica y de lucha trascendental de pueblos y de civilizaciones».[110]

El término «cruzada», que procede de una tradición vinculada con la historiografía católica, era usado en términos de redención religiosa por los carlistas. Franco, en su alusión, no le da este pleno sentido, sino que destaca con su uso el carácter épico que quiere dar a sus acciones. Esta interpretación queda avalada por la alocución del primero de octubre de 1936, poco antes de su nombramiento, por parte de las fuerzas sediciosas, como jefe del Estado. «El Estado nuevo — dijo—, sin ser confesional, respetará la tradición de la mayoría del pueblo español, sin que esto suponga intromisión de ninguna potestad dentro del Estado.».[111]

No fue hasta noviembre de 1937 cuando, en unas declaraciones al corresponsal de la National Catholic Welfare Conference del episcopado norteamericano, afirmó que «estamos haciendo una revolución que se inspira en las enseñanzas de la Iglesia católica». Más específicamente, en otras declaraciones del mismo mes a la revista L’Echo de Paris declaraba: «nuestra guerra […] es una cruzada, la cruzada de los hombres que creen en Dios […] es una guerra religiosa. Nosotros, todos los que combatimos, cristianos y musulmanes, somos soldados de Dios, y no luchamos contra otros hombres, sino contra el ateísmo y el materialismo».[112]

La formulación de «cruzada» como «guerra santa» en estos documentos es diáfana. Sin embargo, la secuencia de las declaraciones y la misma construcción de las frases inducen a pensar que hay en ellas una motivación más relacionada con el rechazo de los valores, de las ideas y de los proyectos generados por la Internacional Comunista, que con la crisis de moralidad y de religiosidad de la sociedad española.

También hay que tener en cuenta que estas declaraciones fueron hechas a los tres meses de que se publicara una Carta colectiva de los Obispos españoles en la cual se incidía en la justificación religiosa de la ofensiva militar. El documento, por su importancia, será analizado detalladamente en capítulos posteriores. Basta ahora entender que las declaraciones a la prensa extranjera, después de que la pastoral hubiese sido difundida ampliamente por todo el mundo, pudieron quedar condicionadas por el interés estratégico de la Junta Militar de prestigiar la guerra con un barniz de religiosidad. Serían, en este sentido, más importantes por su carácter propagandístico que por el grado de convicción doctrinal.

En resumen, a pesar de que la cuestión religiosa en general, y el trato vejatorio que la Iglesia había recibido en el debate constitucional en particular, era una de las cuestiones que polarizaba a la opinión pública; a pesar de la agresividad latente entre favorables y detractores de la aplicación de las leyes que imponían un laicismo de talante radical, la subversión militar no se basó en ella. Vale la pena recordar, en este sentido, que, por ejemplo, los generales Queipo de Llano y Cabanellas no se consideraban católicos sino que, como muchos otros militares de grado, pertenecían a logias masónicas; por el contrario, dos de los generales más destacados del bando republicano —Rojo y Miaja— habían manifestado su condición de católicos. Abundan, también, las declaraciones de dirigentes republicanos católicos que, a pesar de todas las contrariedades políticas y de conciencia, se mantuvieron fieles a la República, con riesgo de su vida durante el conflicto y con riesgo a la depuración posterior.

Los casos de José Antonio Aguirre, lendakari vasco, de Luis Lucia, fundador de la Derecha Regional Valenciana, y de Manuel Carrasco Formiguera, diputado de Unió Democrática de Catalunya, son, en este sentido, paradigmáticos. Y las palabras de Aguirre en las Cortes de Madrid, el 1 de octubre de 1936, un exponente de esta minoría demasiado silenciada que, ciertamente, puede ser considerada un símbolo de la «tercera España»:

Deseo señalar que estarnos en contra del imperialismo y del fascismo por espíritu cristiano. Estamos en contra de este movimiento subversivo que ataca al poder legislativo y a la voluntad popular, porque a ello nos obligan nuestros principios honrados y profundamente cristianos. Estos principios, en numerosas ocasiones, señores diputados, puede ser que nos hicieran oponernos a ustedes, como lo hemos hecho otras veces, para defender con lealtad y una claridad absoluta nuestro pensamiento católico.

Más paradigmático resulta aún que, en octubre de 1936, la Junta Técnica del Estado Español, que había nombrado recientemente a Franco como jefe del Estado, no impidiera la ejecución de catorce sacerdotes vascos detenidos por las nuevas autoridades militares. Que su forma de entender la acción pastoral los hubiera comprometido con las aspiraciones nacionalistas vascas les hizo, a los ojos del nuevo orden, cómplices de desafección, un cargo penado con la muerte para el cual su condición de clérigos no sólo no los eximió, sino que fue considerado como un agravante. Este caso, los pormenores del cual serán analizados en otro capítulo, demuestra la incapacidad de los insurrectos para entender la catolicidad en términos no integristas y su decidida voluntad de exigir plena docilidad a la Iglesia.