LA CONSOLIDACIÓN DEL ANTICLERICALISMO

La segunda mitad del siglo XIX no registra episodios tan cruentos de violencia anticlerical como los narrados anteriormente. Sin embargo, el anticlericalismo crece entre la población y se dirige al conjunto del clero en un proceso de denuncia que sobrepasa el hipotético interés social de acabar con la acumulación de bienes y de los privilegios recaudatorios de las órdenes monacales — cuestiones relativamente resueltas por los gobiernos liberales progresistas—, para derivar de forma progresiva en el ataque sistemático a la Iglesia, a su moral y a su doctrina.

Esta evolución se deja ya entrever en el período anterior a la Primera República y, sobre todo, en los dos breves años de su vigencia (1873-1874). Efectivamente, la revolución de 1868, la Gloriosa, promovida por progresistas y liberales, perseguía un objetivo claramente político, el fin del reinado de Isabel II, pero también fue el detonante de un proceso de radicalización de los planteamientos de los intelectuales y de las incipientes organizaciones obreras en relación con la cuestión religiosa.

Entre los años 1868 y 1870 se decretaron nuevas disposiciones anticlericales tales como la eliminación de la subvención a los seminarios o la sorprendente supresión de las Conferencias de San Vicente de Paúl, que desde sesenta años antes venían realizando desde el ámbito privado una importante acción de beneficencia pública. El Gobierno, en clara contradicción con los principios liberales, adoptó, quizá a causa de su precariedad, una actitud de clara coacción política exigiendo a los obispos que escribieran pastorales a favor del nuevo régimen y obligando al clero —como parte integrante del funcionariado— a la jura de la Constitución bajo pena de suspensión de sueldo.

En contraposición y en cierto modo al margen de las disputas entre Iglesia y Estado, en el siglo XIX florecieron en España muchas iniciativas docentes y benéficas promovidas por religiosos y religiosas que, inspirados en el mensaje evangélico, aspiraban a fortalecer los cimientos de una Iglesia encarnada en la sociedad y dispuesta a colaborar en la promoción humana de los más desfavorecidos.

La modestia y el carácter paternalista de estas obras no fueron capaces de impedir que el anticlericalismo se expandiera y, en cierta manera, se legitimara. Creo conveniente, antes de continuar con el desarrollo de mi exposición, reproducir tres textos que permiten observar este proceso, que permiten apreciar cómo se fue elaborando un discurso anticlerical más basado en los tópicos y las descalificaciones que en un análisis riguroso de las injusticias inherentes a la historia eclesiástica española.

El novelista Wenceslao Ayguals de Izco, en su novela María o la hija de un jornalero, publicada en 1846, alude directamente a la matanza de frailes de 1834 en estos términos:

Otra razón poderosísima hizo que a pesar de que todas las personas honradas de Madrid desaprobaran altamente los asesinatos […] nadie saliese en defensa de los frailes.

Esta razón era la ninguna simpatía que estos siervos de Dios tenían en el pueblo. ¿Por qué? Porque ellos eran los más encarnizados enemigos de su libertad, de su soberanía.

Avezados a dominarle en tiempos de fanatismo y de la Inquisición, a poseer inmensos tesoros so capa de pobreza y humildad, a engañar con refinada hipocresía a los incautos, han aspirado siempre […] a hacerse los señores de la tierra; y todo sistema liberal, todo sistema de progreso en la civilización, de luces y de publicidad, era contrario a sus proyectos egoístas, basados en la preocupación de las masas populares, proyectos inicuos, que sólo podían verse realizados merced a la tenebrosa ignorancia. […]

Los frailes, esos hombres que se apellidaban religiosos, cuyas acciones y palabras no debían predicar más que evangélica mansedumbre, no se contentaban sólo con fomentar la guerra con sus inmensas riquezas… los que no tenían valor para vibrar el puñal homicida con la torpe mano que acababa de undular el sacro incensario, convertían el púlpito y el confesionario en armas vedadas, que, como las de los asesinos, herían a traición.

Otros volaron al campo de la lucha, con el crucifijo en la mano, para alentar el encono de españoles contra españoles, holgándose de ver correr a torrentes la sangre de sus compatriotas. […]

¡Cuántas veces veíanse salpicadas de sangre inocente las mismas manos que acababan de consagrar la hostia en los altares del Salvador!

Los frailes no son pues compatibles con la civilización y libertad de los pueblos. […][8]

El segundo texto formaba parte de un folleto que el padre Antonio María Claret recogió con más preocupación que escándalo en su viaje por tierras andaluzas en septiembre de 1862.

¿Qué sería de la religión católica —se cuestionaba en el anónimo— si tuviéramos que juzgarla por el proceder de la mayor parte, por no decir de todos sus ministros? La degradación moral del Clero va tocando a su cenit. Aumenta de un año a otro, de un día a otro y de una hora a otra. Mirad, si no, a esos ministros de la Religión, y los veréis engolfados en los goces mundanos, metidos en las intrigas políticas y hechos unos egoístas y traficantes […]

Cuando veáis una intriga infame, una calumnia atroz, un manejo vil, decid y no erraréis: Ésta es obra de un ministro católico.

Los curas de todo abusan; nada es para ellos sagrado. Todo lo han profanado y envilecido; el púlpito, el confesionario, la conciencia, la familia y la sociedad entera, todo lo han echado a perder. […]

Los sacerdotes católicos son traidores a sí mismos, traidores a la Religión y a la Patria. […]

El padre Claret, futuro santo, en sus comentarios al texto se muestra impotente ante el perjuicio que para la doctrina representa la táctica de atacar a los sacerdotes, con la vileza de quien generaliza, en lugar de debatir los contenidos o de proponer nuevas fórmulas de relación con la Iglesia. «Por eso, el remedio más oportuno que han hallado es hablar mal de los sacerdotes», puntualiza.[9]

El mismo día en que se forma el Gobierno Provisional revolucionario, el 8 de octubre de 1868, en el periódico La Discusión aparece un virulento artículo titulado «La revolución religiosa», firmado por Fernando Garrido.

Ha caído un tirano que se llamaba Isabel de Borbón —escribe el periodista—; pero ese tirano no era más que el instrumento de otro que aún queda en pie, y que como la culebra venenosa empieza a enroscarse a la naciente Revolución, para ahogarla entre sus asquerosos anillos, como ahogó a la monarquía borbónica, de quien se llamó defensora, siendo en realidad la solitaria que, incrustada en su seno, absorbía sus jugos vitales, haciéndola odiosa a la opinión pública.

Este reptil astuto y repugnante es el PODER NEGRO, que tiene en Roma su caverna, y que se conoce con los nombres de jesuitismo, clericalismo y neo-catolicismo; en una palabra, el pontificado romano, personificado en ese Anticristo que se llama Papa.[…]

Que la embriaguez del triunfo, tan fácilmente alcanzado, no nos haga olvidar que de nada nos sirve habernos librado de los Borbones, imbéciles instrumentos de la teocracia romana, si dejamos a ésta organizada entre nosotros, con su inmensa red de cofradías, conventos, hermandades y corporaciones religiosas de todo género y categorías, públicas unas y secretas otras, que son un foco permanente de conspiración contra la libertad […]

Preciso es, pues, no hacernos ilusiones, y que todos los verdaderos amigos de la Libertad, de la independencia nacional y del Progreso, comprendan que mientras no venzamos a este formidable enemigo […] no podemos decir que el Pueblo ha triunfado, que somos libres ni que está consolidada nuestra Revolución. […]

El autor, acto seguido, propone que el Gobierno rompa el Concordato de 1855, que disuelva inmediatamente todas las corporaciones religiosas y que se dicte una verdadera libertad religiosa que permita la libre práctica del judaísmo y del protestantismo. En esta segunda parte del artículo, más programática, se dirige en tono mesurado a los «católicos sinceros», pidiéndoles «que se unan a nosotros para pedir la libertad de cultos, porque sólo con ella podrán ver depuradas sus filas de los hipócritas que perjudican a la religión».

Con textos de esta índole en la mano no puede negarse que la cuestión religiosa en España se había convertido, ya en la segunda mitad del siglo XIX, en un gravísimo problema de carácter social y político, tanto más peligroso porque la religión se utilizó ya no en el contexto de una discusión doctrinal medida por el grado de ortodoxia o de heterodoxia, sino como un arma de confrontación violenta.

Es durante el breve período de la monarquía de Amadeo I de Saboya (1869-1873) cuando convergen diferentes circunstancias que, durante un largo período de cien años, convertirán la cuestión religiosa en uno de los aspectos más complejos y delicados del proceso histórico español.

1. El inicio del fin del colonialismo español, con el estallido de hostilidades en Cuba en 1868, conllevará un replanteamiento ideológico del concepto de país y emergerá la voluntad de un regeneracionismo social y político muy crítico con los privilegios eclesiásticos. El debate intelectual de la época recibió la influencia de las teorías del «racionalismo armónico» del filósofo alemán Karl Christian F. Krause (1781-1832), que censuraba tanto a la Iglesia como al Estado por ser entidades perecederas y no universales, y a las cuales anteponía los intereses de la familia y de la nación. El carácter abstruso y ambiguo del pensamiento krausista favoreció que en España emergiera un laicismo especulativo y misionario que se demostró incapaz de modernizar el Estado y abrió las puertas a la proliferación del pensamiento y las actitudes ácratas, dando al traste con la posibilidad de fortalecer un sector católico liberal e impregnando de un matiz maximalista el republicanismo.

2. El integrismo católico español, organizado a partir de 1869 en la Asociación de Católicos de España, consiguió en aquel mismo año presentar un alegato con tres millones de firmas contra el proyecto de ley de tolerancia religiosa que se había presentado en las Cortes en el mes de febrero y que se debatió en el mes de abril dando lugar a graves enfrentamientos dialécticos altisonantes a lo largo de unas sesiones conocidas como «de las blasfemias». Veinte años después el pensamiento reaccionario se formulará con precisión en el Manifiesto Integrista Tradicionalista, hecho público el 27 de junio de 1889. En él se puede leer:

Queremos que España sacuda el yugo y horrible tiranía que con el nombre de derecho nuevo, soberanía nacional y liberalismo la arrancó del justísimo dominio de Dios y la sujetó a la omnipotencia contrahecha del Estado, a la codicia de los partidos […] al estrago moral, desesperada lucha y espantosa libertad y desenfreno de todos los errores.

3. A los cuatro años de la Gloriosa estalló la tercera guerra carlista (1872-1876), especialmente activa en el País Vasco, Navarra y Cataluña. La proclamación, en 1873, de la Primera República española provocó la adhesión de muchos monárquicos a la causa tradicionalista. Al año siguiente la Restauración monárquica, en la figura de Alfonso XII, comportó la debilitación del carlismo. Cabe destacar la importancia del reconocimiento vaticano a la figura del nuevo rey, puesto que representó un descrédito para los carlistas. Tal circunstancia provocó, a mi entender, que el sector más conservador del episcopado español, el más identificado con el carlismo, tendiera a una cierta autocracia llegando incluso a provocar, en el futuro, indicios de recelo de una parte importante de la jerarquía eclesiástica hacia algunas directrices de la Secretaría de Estado de la Santa Sede.

4. Tres guerras civiles, con un total de quince años de enfrentamientos repartidos en un período de cuarenta y dos años, con aproximadamente trescientos mil muertos, con la participación elevada de grupos de civiles voluntarios y la cooperación de una parte significativa de los eclesiásticos con la causa antiliberal, dejaron un lastre muy importante en la sociedad de finales del siglo XIX. Los hechos acaecidos entre 1812 y 1876 determinaron que en el ambiente social de las ciudades la Iglesia quedara totalmente identificada con los valores reaccionarios. Se atribuye a Francisco Giner de los Ríos el axioma que reza que «Los amigos del catolicismo son enemigos de la libertad y los amigos de la libertad son enemigos del catolicismo».

5. La revuelta federalista catalana de 1869 y las insurrecciones cantonalistas de Murcia, Valencia y Andalucía en 1873 y 1874 representaron la vinculación de los partidarios del federalismo intransigente con el republicanismo en expansión. La convergencia de las dos corrientes del pensamiento político —a las que debería sumarse el naciente cooperativismo de espíritu vindicativo— consolidaron el predominio del laicismo no sólo en los ambientes obreristas sino también en los culturales e intelectuales, dando lugar a la proliferación de amplias campañas anticlericales en la prensa —especialmente la satírica— y en el teatro.

6. En el caso de Cataluña, la Renaixença, que había surgido en el primer tercio del siglo XIX con la voluntad de promover un movimiento a favor de la recuperación lingüística y cultural, entraba, a finales de la centuria, en una etapa de madurez. El catalanismo moderado había tomado parte activa en esta iniciativa al mismo tiempo que alimentaba la corriente moderada del federalismo. Ante este movimiento cultural específico, una parte importante del clero catalán optó por colaborar con él. Este compromiso generacional fue de gran importancia porque aumentó el número de eclesiásticos dedicados a la actividad intelectual, dio origen a una renovación en profundidad de la liturgia y de la música sacra —con la prematura introducción, por ejemplo, del canto gregoriano— e hizo posible la rápida proliferación —sobre todo en los albores del siglo XX— de las asociaciones confesionales, algunas de ellas específicas del territorio. Los obispos Josep Morgades y Josep Torras i Bages, titulares de las sedes de Barcelona y Vic, favorecieron el compromiso de la Iglesia en Cataluña con la Renaixença con la voluntad de facilitar la superación de las heridas derivadas de las guerras carlistas. La publicación, en 1892, de La tradició catalana del obispo Torras i Bages dio lugar a la conversión de muchos carlistas, entre ellos numerosos clérigos, a la causa regionalista, y marcó los límites doctrinales del catalanismo confesional y conservador, en auge con el nuevo siglo y en clara oposición a la corriente laica y republicana del catalanismo radical.

7. El período 1868-1973 se correspondió exactamente con los años de existencia de la Universidad Literaria de Vitoria. No se trata de un hecho circunstancial, sino, por el contrario, de un hecho simbólico. En la segunda mitad del siglo XIX se desarrolló una doctrina nacionalista íntimamente relacionada con la defensa de la religión como factor aglutinante y determinante de la personalidad colectiva que dará lugar a la fundación, en 1895, del Partido Nacionalista Vasco (PNV). Ya en 1864 Navarra había invitado a las diputaciones vascas a participar en la organización laurak bat —«tres más uno»— para aunar esfuerzos. Los ideales nacionalistas vascos siempre estuvieron vinculados, pues, a los religiosos y a los derechos forales de Navarra. Digamos que la fe entendida como baluarte colectivo siempre fue consustancial a las reivindicaciones vasconavarras.

8. El sector obrero había empezado a organizarse hacia mediados del siglo XIX a partir de la creación de asociaciones de carácter mutualista. El año 1868, en plena Gloriosa, se constituyó en Barcelona el primer sindicato que reunía, bajo la denominación de Las Tres Clases de Vapor, a tejedores, hiladores y jornaleros textiles. Las ideas emanadas de la coetánea I Internacional se difundieron con facilidad al amparo del ambiente revolucionario del momento. La línea anarquista propugnada por Bakunin se propagó en Barcelona y Madrid de la mano de Giuseppe Fanelli, quién había visitado España a finales de 1868, invitado por un grupo de republicanos federalistas. Rafael Farga i Pellicer y Anselmo Lorenzo serán dos de los nombres en torno a los cuales se constituirá la Federación Regional Española (FRE), adherida a la Asociación Internacional de Trabajadores, embrión de la futura Confederación Nacional del Trabajo (CNT), fundada en 1911. En esta primera época del movimiento anarquista español participó activamente un sacerdote sevillano, Alfonso Marselau.

9. El sindicalismo marxista, introducido en el Estado de la mano de Paul Lafargue, yerno de Karl Marx, no cristalizará hasta 1888, fecha de la Fundación de la Unión General de Trabajadores (UGT). Nueve años antes había nacido el Partido Obrero Socialista Español (PSOE) con principal arraigo en Madrid. El liderazgo de Pablo Iglesias frustró los intentos de colaboración con la izquierda republicana y dio protagonismo al sector radical partidario de la transformación revolucionaria —y violenta, si cabe— de la sociedad. La visión jacobina del socialismo y la permanencia en Cataluña de los planteamientos del socialismo utópico explican que fuera en este territorio donde la corriente favorable al comunismo libertario acabara siendo mayoritario en el sindicalismo y donde el anarquismo encarnó modelos de lucha urbana, en contraposición con las acciones revolucionarias promovidas en Andalucía que, a menudo, partían de grupos secretos como el de La Mano Negra.

10. La historia de la introducción del anarquismo y del socialismo en España determinará diferencias, relativas pero importantes, entre unas u otras zonas. El apoliticismo y el universalismo propugnados por los anarquistas rompieron en Cataluña la unidad de acción que se había dado en los primeros años del siglo XX entre el movimiento obrero y el catalanista. Al mismo tiempo, la consideración de la religión como el factor más influyente en la alienación humana dará lugar a episodios singulares de rechazo y de persecución contra los representantes de la Iglesia y sus feligreses, especialmente en todo el arco mediterráneo, donde el anarquismo consiguió liderar el movimiento obrero. El socialismo y el comunismo también compartirán la idea que la Iglesia representa un obstáculo para la emancipación de los obreros. Sin embargo, en términos generales, se trata de un planteamiento menos ideológico. «Aunque yo entiendo que los verdaderos socialistas son antirreligiosos —escribía Pablo Iglesias—no creo que de tal asunto debamos hacer una cuestión batalladora». El anticlericalismo será el denominador común y la violencia antirreligiosa tendrá formas y matices diferentes según la empleen grupos de uno u otro signo.

11. El Concilio Vaticano 1, celebrado en 1870, y, en términos generales, todo el pontificado de Pío XI (1846-1878) reforzaron el pensamiento integrista en la Iglesia. La declaración dogmática de la Purísima Concepción (1854), la proclamación del Syllabus (1864) —conjunto de ochenta declaraciones condenatorias de muchas de las teorías liberales—y el acuerdo conciliar de afirmar la infalibilidad del Papa cuando habla ex cathedra sobre temas de fe y de moral, supusieron un contrapunto a la evolución social y política de Europa y sumieron en la paradoja y en el desconcierto a muchos católicos, al mismo tiempo que alejaban a los movimientos de emancipación obrera —sobre todo los movimientos sindicales— de la tradición evangélica y de los objetivos pastorales. El pontificado de León XIII (1878-1903), en cambio, significó un intento de reconciliación de la Iglesia con los gobiernos liberales. Para el caso español tuvo una especial importancia la promulgación en 1882 de la encíclica Curra multa, puesto que hizo patente la desautorización del pensamiento integrista que había tomado el relevo a las ofensivas militares del carlismo. También en este caso la jerarquía eclesiástica española se mostró recelosa de los planteamientos del pontífice. Pocos fueron los obispos que publicaron el texto de la encíclica. La oposición al pensamiento renovador encontró en la obra del doctor Félix Sardá i Salvany, El liberalismo es pecado, publicado en 1884, un baluarte propagandístico eficaz. A partir de su publicación se desataron virulentas campañas en la prensa católica contra los creyentes que defendieran la compatibilidad de la fe cristiana con las democracias liberales, calificándolos despectivamente de mestizos. Las dos líneas de pensamiento subsistieron durante décadas —y subsisten todavía— tanto en el seno de la jerarquía como entre los eclesiásticos y laicos. En el período de la Segunda República y de la guerra civil, las diferencias ideológicas internas en el seno de la Iglesia obstaculizaron de forma importante la posibilidad que actuara como una fuerza conciliadora.

Los factores enumerados incidieron de forma especial en el cambio de mentalidad que experimentó la sociedad española durante el último tercio del siglo XIX, un período marcado por la Restauración borbónica que, con el ánimo de blindar los derechos monárquicos, implantó un sistema bipartidista que fácilmente derivó en una alternancia en el poder a partir de pactos ajenos a los procesos electorales. El sistema favoreció al caciquismo y marginó a los partidos carlistas, republicanos y socialistas. En este ambiente políticamente corrupto el anarquismo encontró un hábitat ideal para su propagación y en él se fraguaron las peores tempestades para la sociedad española en general y, de una forma particular, para la Iglesia, que se mantuvo demasiado alineada institucionalmente con el poder político.

La minoría católica liberal prácticamente no pudo hacer valer su voz en este período convulso — ni tampoco en los sucesivos. Paradójicamente, tanto la Primera República española (1873) como la Segunda República (1931-1939) contaron con presidentes católicos: Emilio Castelar y Niceto Alcalá Zamora. El primero de ellos, en su libro Recuerdos de Italia, publicado antes de su nombramiento, escribía:

El paganismo se ha transformado, no se ha destruido. […] El romano agita las antorchas bajo el dominio de los papas, como las agitaba antes bajo el dominio de los césares […] Cuando el Papa aparece conducido en hombros, puesto sobre altísima silla, envuelto el cuerpo en crujientes brocados, coronada la cabeza por áurea tiara que reluce, en las manos el preciado báculo, a los pies aquellas legiones de mitrados con sus capas de mil colores, cree el ánimo hallarse en los días en que el lujo oriental y las costumbres orientales invadieron con los césares venidos de Siria la Ciudad Eterna.

Así, cuando yo veía pasar bajo los arcos triunfales de mármol, cuya sucesión compone el Vaticano, la figura majestuosísima del Papa, entre tantas aclamaciones, entre tanto lujo, no podía menos de decir para mis adentros que aquella autoridad tan universal, tan grande, es una autoridad que no proviene tanto del espíritu cristiano, democrático, sobre todo en los primeros tiempos, como de la superioridad que tuvo Roma por sus derechos, por sus conquistas sobre todas las ciudades del mundo.

Cuando una religión se divorcia de su tiempo y de los progresos de su tiempo, ¡ay!, perece. Es imposible que se armonicen siglo liberal y religión autoritaria; siglo democrático y religión absolutista; siglo que se inspira en la conciencia viva y religión que se inspira en tradiciones muertas; siglo de derechos y religión de jerarquías; siglo que se abre a todas las ciencias y religión que se cierra a cuanto no sea teológico. […]

Jamás nos cansaremos de repetir que los dogmas en nuestro tiempo promulgados y el espíritu que a ellos ha presidido, convierten al catolicismo de religión en secta, y al Papa, por consiguiente, en jefe de sectarios. […]

Ya en plena Gloriosa, en marzo de 1873, apareció en Madrid una publicación anarquista titulada Los Descamisados. En una nota de redacción queda clara su línea programática:

Nosotros los desheredados, los parias, los ilotas; nosotros los que componemos la plebe, la hez, la escoria, el fango de la sociedad; los que no tenemos sentimientos, ni educación, ni vergüenza; nosotros declaramos que hemos llegado al colmo del sufrimiento, que está próxima la hora de la reparación, y ante el altar de nuestra conciencia, los redactores de este periódico declaramos solemnemente, en virtud de nuestra autonomía, roto desde hoy el pacto que a la sociedad nos ligaba escarneciendo nuestra dignidad y cambiando en un suplicio nuestra existencia. […]

La anarquía es nuestra única fórmula. Todo para todos, desde el poder hasta las mujeres. De este bello desorden […] resultará la verdadera armonía. Siendo de todos la tierra y sus productos, concluirán el robo, la usura, la avaricia; destruida la familia y establecido el amor libre, la prostitución pública y privada concluirán […] Prescindiendo de este espantajo que llaman Dios […] habrán terminado esas industrias que llaman religiones y que sólo sirven para dar de comer a esos farsantes, a los curas, cuya misión se reduce a engañar y estafar a los necios. […]

La bandera negra está enarbolada. ¡Guerra a la familia! ¡Guerra a la propiedad! ¡Guerra a Dios!

El cambio cualitativo en el anticlericalismo, el que abre paso al ataque directo contra las expresiones de la vida de la Iglesia, se manifestó de forma precisa y simbólica en el atentado perpetrado el 7 de junio de 1896 en Barcelona. Al paso de la procesión de Corpus por la calle de Canvis Nous un grupo de anarquistas hizo explosionar una bomba, con el resultado de seis personas muertas y otras cuarenta y dos heridas, de las cuales seis murieron en los días siguientes. El resultado, pues, fue de doce víctimas mortales.

La represión que siguió al atentado fue la primera a gran escala contra los anarquistas. La policía detuvo a más de cuatrocientos militantes. De éstos, ochenta y siete fueron procesados en un juicio que dictó cinco penas capitales. El consejo de guerra que los juzgó y condenó se caracterizó por actuar de forma arbitraria, dando como válidas confesiones conseguidas por medio de la tortura y, en general, sin respeto a las garantías procesales de los acusados. Estas anomalías y el hecho de que entre los enjuiciados hubiera personas destacadas del movimiento obrero —tales como Teresa Claramunt, Anselmo Lorenzo, Pere Coromines, Tarrida de Mármol y Joan Montseny— dio lugar a una amplia campaña internacional para exigir una revisión del proceso judicial, conocido como Proceso de Montjuïc.

Al mismo tiempo, el 8 de agosto de 1897, Antonio Cánovas caía asesinado en el balneario de Santa Águeda, en Mondragón. El autor del magnicidio, Ángel Angiolillo, reclamaba con este acto el derecho a la venganza por la intransigencia de su Gobierno. El periódico bilbaíno La Lucha de clases, en coherencia con sus postulados revolucionarios, comentaba la noticia en estos términos:

Protestamos nuevamente de estos atentados como protestamos a su debido tiempo de las iniquidades, de las torturas inquisitoriales puestas en práctica en el castillo de Montjuïc contra muchos anarquistas. Es una lucha salvaje e insensata la que mantienen los anarquistas de una parte y los gobiernos burgueses de otra.

Sensible a esta línea de opinión, el líder del Partido Liberal, Práxedes Mateo Sagasta, en su calidad de nuevo jefe del Gobierno optó por dictar, a finales de año, la anulación de los destierros. Posteriormente, en 1901 se decretaría una amnistía para los presos.

Por otra parte, la campaña, además de los resultados concretos, consiguió promover un amplio movimiento de solidaridad internacional a favor de los círculos anarquistas barceloneses y españoles, en general, que contaron, desde entonces, con la simpatía de buena parte de la izquierda europea.

El libro de Tarrida del Mármol Les inquisiteurs de l’Espagne (1897) se convirtió en una pieza clave en este proceso de descrédito de las instituciones en el cual la Iglesia es acusada de complicidad con el sistema represivo. En la organización de la campaña —de justas aspiraciones jurídicas pero de dudosas fidelidades políticas— tomaron parte activa las logias masónicas. Tarrida del Mármol pertenecía a una de ellas, la Luz de Barcelona. Asimismo, es significativo que en París la campaña se promoviera desde la redacción de la revista L’Aurore, de la cual era redactor Francisco Ferrer i Guárdia —el «Hermano Cero», que por aquel entonces impartía clases de español en el Lycée Condorcet y pertenecía al Grand Orient de France.