LAS PRIMERAS VÍCTIMAS ECLESIÁSTICAS

La Iglesia fue la primera y principal víctima en las semanas de represión violenta que acompañaron a la revolución social que se desencadenó en las ciudades donde fue posible neutralizar la rebelión militar y de extrema derecha. Narrar la persecución a que fueron sometidos sacerdotes, religiosos y fieles es el objetivo de este libro. Sin embargo, no puede ignorarse que la destrucción y la muerte también golpearon a otras personas y estamentos. Militantes de derecha y de izquierda, falangistas y comunistas, jonsistas y anarquistas, patronos y obreros, militares y milicianos… fueron abatidos, con o sin juicio, a manos de quienes, según caso y circunstancia, se otorgaban la autoridad para hacerlo. Si los milicianos que ocuparon la calle para derrotar al fascismo justificaban sus acciones alegando la necesidad de depurar la retaguardia, las autoridades militares y las patrullas «nacionales» lo hacían invocando la necesidad de un nuevo orden. En las retaguardias se incubó, quizá, una tragedia peor que la vivida en los frentes. Allí tuvieron lugar los episodios más fratricidas, todos cargados de furor y de pasión. A la falta de humanidad de cualquier asesinato por razones ideológicas debe sumarse la paradoja de que también hubo enfrentamientos violentos entre facciones teóricamente afines. Y venganzas personales. Y acciones de simple delincuencia.

Sin embargo, en el marco de este torbellino destructor, las agresiones antieclesiásticas y antirreligiosas deben ser consideradas no sólo como un caso específico —todas lo fueron—, sino como la guerra interna más emblemática de todas las que se incubaron durante los tres años de conflicto bélico.

Los ataques a la Iglesia, si bien fueron un denominador común de todas las milicias antifascistas que actuaron en la retaguardia republicana, no fueron ejecutados con el mismo grado de convicción ni con el mismo objetivo por los radicales, los socialistas, los comunistas, los anarcomarxistas o los libertarios. Aun siendo imposible e inconveniente adjetivar las agresiones que todos ellos cometieron contra la libertad de conciencia y de confesión religiosa cabe destacar que, en términos generales, las protagonizadas por los anarquistas contaron con una dimensión estratégica e ideológica superior a las emprendidas por los demás grupos. Para los comunistas, a pesar de su rotunda afirmación de ateísmo, la Iglesia no fue el adversario prioritario en su visión pragmática de la guerra. Se enorgullecieron de muchas acciones contra el clero y los creyentes, contra parroquias y conventos, pero, en todo caso, no fueron considerados el enemigo prioritario ni capital y, aún menos, el específico al que se debía eliminar. Para los socialistas, sumidos en aquellos años en profundas discrepancias estratégicas e, incluso, en graves contradicciones ideológicas, atacar a la Iglesia fue, en ocasiones, una agresión táctica y, en otras, el mero resultado de la ofuscación derivada de tantas luchas internas. Para las minorías trotskistas, la antirreligiosidad fue una consigna y el anticlericalismo un recurso fácil para demostrar su fe en la revolución permanente y cotidiana. Ante todas estas corrientes políticas e ideológicas que tuvieron en los ataques a la Iglesia y a sus seguidores una razón más o menos consistente de justificar su ideología, los republicanos izquierdistas pueden, con razón, argüir que no dispararon contra ella. Sin embargo, fueron ellos quienes blanquearon el anticlericalismo, quienes lo emparentaron con el espíritu de modernidad, quienes bloquearon el discurso de los moderados y de los sectores católicos identificados con la República y quienes, lamentablemente, en muchas ocasiones, se mostraron increíblemente pasivos ante las agresiones destructivas y criminales que se produjeron contra la Iglesia durante los meses de conflicto bélico en que gobernaron.

Ante la imposibilidad de repasar todos los acontecimientos violentos que sacudieron pueblos y ciudades en aquellos días confusos de mediados de julio de 1936, me limitaré a exponer lo sucedido en la zona de Sevilla, Barcelona y Madrid, dejando para un capítulo posterior la descripción de la persecución de cada diócesis durante el conflicto bélico.

Sevilla

Sevilla fue la primera ciudad peninsular en sublevarse. A las dos de la tarde del 18 de julio el general Queipo de Llano, a pesar de sus iniciales convicciones republicanas —había sido jefe de la Casa Militar del presidente Alcalá Zamora— inició las hostilidades consiguiendo sin demasiada dificultad destituir a las autoridades civiles y militares. La resistencia se concentró en el aeródromo de Tablada y, por parte de las milicias populares, en el centro de la ciudad y en el barrio de Triana. La base aérea se rindió el 19 de madrugada, pero, en cambio, la lucha alrededor de la plaza de San Marcos y en Triana no cesó de forma definitiva hasta el jueves, 23 de julio.

La celeridad de los acontecimientos dificultó la defensa eficaz de los puntos neurálgicos de la ciudad. Quizá por este motivo, la indignación de las milicias obreras derivó en ataques a propiedades de la aristocracia —como fue el caso de la fábrica de jabones de Luca de Tena— y a iglesias y conventos. El mismo día 18 fueron incendiados nueve templos, entre los que destacan Santa Marina, San Roque, Omnium Sanctorum, la iglesia de la O y Santa Ana. También fueron destruidos los edificios de las Mercedarias y de las Salesas.

El uso indiscriminado de la violencia que las tropas de regulares y legionarios —llegados por vía aérea a partir del día 19— ejercieron sobre militares leales, sindicalistas y militantes izquierdistas e, incluso, contra civiles anónimos, sumado al tono altamente agresivo y provocador de las alocuciones radiadas de Queipo de Llano iniciadas desde el mismo sábado 18, debe ser considerado un gravísimo precedente en la espiral represiva que se vivió en las retaguardias. Algunos fragmentos de estas arengas transmitidas desde Radio Sevilla en los primeros días de la sublevación permitirán al lector juzgar el grado de crueldad y de provocación que contenían:

[…] He dicho que estoy dispuesto a emplear las máximas energías para combatir esa huelga. general, y a tal fin advierto que, en caso de que estalle, consideraré a sus organizadores incursos en el delito de rebeldía y como a tales rebeldes se les aplicará el castigo que marca la ley con el máximo rigor.

Caso de no ser habidos los responsables directos de la huelga general, serán pasados por las armas los Comités directivos de todos los oficios que se sumen al paro. (20-VII-36).

[…] Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los rojos lo que es ser hombre. De paso, también a las mujeres de los rojos; que ahora, por fin, han conocido a hombres de verdad, y no castrados milicianos. Dar patadas y berrear no las salvará. (23-VII-36).

[…] Termino, sevillanos, diciéndoos, no que tengáis ánimos, porque os sobran, pero si repitiendo mi recomendación de ayer. Si algún afeminado, algún invertido, se dedica a lanzar infundios alarmistas, no vaciléis en matarlo como a un perro, o entregádmelo al instante.

A todos les recuerdo que, por cada persona honrada que muera, yo fusilaré, por lo menos, diez; y hay pueblos donde hemos rebasado esta cifra. Y no esperen los dirigentes salvarse, apelando a la fuga, pues los sacaré de bajo la tierra, si es preciso, y si están muertos, los volveré a matar. (25-VII-1936).

Efectivamente, las noticias periodísticas sobre la rebelión militar se vieron contaminadas desde el primer día por los rumores fundamentados de una violencia indiscriminada por parte de las tropas africanistas y de las patrullas falangistas y de los requetés de Fal Conde. Esta circunstancia sirvió de coartada para reacciones contrarias, especialmente las de carácter anticlerical, facilitando aún más la impunidad de los que en la zona republicana, en nombre de una justicia revolucionaria, asesinaron por razones doctrinales y se dedicaron al pillaje y a la destrucción.

En Sevilla, de la mano de Queipo de Llano, nació, pues, el patrón represivo de la «limpieza política». Es un mal atenuante pensar que el instrumento del terror lo defendían otros grupos muy diversos ya fuera en nombre de la revolución social o de la imposición de un estado corporativo. En todo caso, fue como encender una mecha en un polvorín. Mal inicio, mal ejemplo, mal presagio.

Barcelona

En Barcelona los primeros movimientos de tropas se produjeron en la madrugada del domingo 19 de julio. Desde la Generalitat, conocedores del complot que se tramaba, habían acordado un plan para neutralizar a las fuerzas de infantería y de artillería que saldrían en diferentes columnas en dirección al centro de la ciudad para ocupar los puntos neurálgicos.

Sin despreciar las narraciones emotivas de heroicidad popular, lo cierto es que a media mañana las fuerzas de orden público de la Generalitat ya habían conseguido abortar la sublevación. La incorporación de la Guardia Civil en la defensa de la ciudad y el apoyo de la aviación confirmaron la victoria de las fuerzas leales a la República.

El protagonismo de los cenetistas en los acontecimientos de aquella madrugada de julio fue, pues, mucho menor de lo que a menudo se ha considerado. La historiografía reciente demuestra, por otra parte, que la Generalitat no armó a los anarquistas. Una carta del dirigente libertario Diego Abad de Santillán al escritor Carlos Rojas explica que, a las tres de la madrugada de aquel domingo, él mismo y García Oliver se dirigieron a la Comisaría de Orden Público para reclamar fusiles y su petición fue denegada por el comisario general, el comandante Escofet.[113] Los cenetistas y faístas se armaron de forma importante, pues, a medida que los sediciosos que se rendían entregaban las armas; además, se apropiaron con posterioridad de treinta mil fusiles que se hallaban depositados en el cuartel de artillería de San Andrés y en el de la Maestranza de Pedralbes, ambos ocupados estratégicamente por las milicias de la central sindical.

Los principales enfrentamientos se produjeron alrededor de la plaza de Cataluña. En esta zona se enfrentaron una columna del ejército y pequeños grupos de falangistas con guardias de asalto situados a la defensiva y grupos de obreros que colaboraron activamente. Las dudas sobre la actitud de la Guardia Civil se desvanecieron con la llegada de una columna, dirigida por el coronel Escobar, que resolvió la situación de forma expeditiva. La adhesión de la institución armada dio lugar a un ambiente de confraternización popular de rasgos épicos que, al mismo tiempo, sentó el precedente de una fractura irreversible en la disciplina militar.

El desconcierto y la euforia en la ciudad, muy especialmente entre los grupos que participaban activamente en su defensa, aumentó después de que la aviación lanzara octavillas informando del licenciamiento de los oficiales y de la tropa así como por la decisión del presidente Companys de no mandar actuar contra la requisa de los polvorines militares, desoyendo incluso las opiniones de aquellos miembros de su gobierno que lo alertaron de los peligros que podrían derivarse.

En estas circunstancias no es de extrañar que la sensación predominante en una recepción que el Gobierno autonómico ofreció en el Palau de la Generalitat el mismo 19 de julio por la tarde, fuera de que la batalla militar contra el ejército golpista estaba ganada —sólo quedaba un foco de resistencia en la Diagonal y otro en las Atarazanas—, si bien, no obstante, se había iniciado un conflicto social de consecuencias imprevisibles.

El lunes, 20 de julio, el comandante Escofet visitó a Companys para comunicarle que la revuelta militar había sido totalmente sofocada pero que, para garantizar el orden público, creía necesario establecer una negociación exigente con los grupos que se habían armado. Entre éstos se contaban no sólo las milicias de partidos y sindicatos, sino también presos comunes que se habían beneficiado de la apertura de las cárceles y que estaban acostumbrados a vivir de la comisión de delitos.

Siguiendo los consejos de Escofet, así como los del comandante Vicenç Guarner, jefe superior de las fuerzas del orden público de la Generalitat, el presidente Companys resolvió aquella misma tarde llamar a los dirigentes de todos los partidos y centrales sindicales que habían apostado por el Front d’Esquerres, empezando por los de la CNT-FAI.

Mientras en una sala del Palau se celebraba una reunión para ampliar la representatividad del Gobierno, Companys se entrevistó con Buenaventura Durruti, Juan García Oliver, Ricardo Sanz y Joaquín Ascaso. Hacía muy pocas horas que habían participado en el asalto al cuartel de las Atarazanas donde había caído muerto Francisco Ascaso, hermano de Joaquín. Después de una conversación en que Companys acabó reconociendo —no sin admiración— que poseían el poder real en la calle, se dirigieron juntos a la sala donde se encontraban reunidos los políticos. Fue entonces cuando, por exigencia de los líderes anarquistas, se acordó crear un Comité Central de Milícies Antifeixistes de Catalunya (CCMAC) con el objetivo de promover y dirigir la revolución, controlar la retaguardia y organizar unas columnas de milicianos para garantizar el avance en el frente de Aragón.

El organismo, que se sancionó por decreto el día 23 de julio, se convirtió en el gobierno de facto de Cataluña, mientras que la Generalitat quedó como un ente secundario, por no decir simplemente virtual. El CCMAC lo formaban tres miembros de Esquerra Republicana, uno de Acció Catalana, otro de la Unió de Rabassaires, dos de la UGT, dos del PSUC, dos del POUM, tres de la CNT y dos de la FAI. Instalaron su sede en la Escuela de Náutica, cerca del puerto. Las reuniones las presidían formalmente el conseller de Trabajo o el de Servicios Sociales, ambos de Esquerra Republicana, que ejercían funciones de enlace y de representación.

El organigrama del CCMAC estaba formado por una Secretaría General, que tenía a su cargo los medios de comunicación, y por cuatro secciones: la de Guerra, responsable de la logística y sanidad; la de Investigación; la de Transportes y la de Milicias. A partir de los primeros días de agosto de 1936, el Comité impulsó también la formación de Patrullas de Control. En este gobierno oficioso, los militantes de la CNT y de la FAI se reservaron todos los cargos de proyección gubernativa: García Oliver quedó al frente de la Sección de Guerra y, por tanto, de la seguridad interior; Aurelio Fernández asumió la de Investigación; Diego Abad de Santillán se quedó con la de Milicias y José Asens fue designado para organizar las Patrullas de Control.

La voluntad gubernativa del Comité quedó de esta forma impregnada de la ideología y de la estrategia libertarias. Esta circunstancia, sumada a la proliferación de numerosos comités de barrio, de industria o locales que de forma espontánea querían imponer su control, generó una caótica situación social.

No podemos olvidar que en Barcelona y en sus alrededores, a causa de la actividad industrial y portuaria, habían crecido barrios obreros donde la pobreza y la indignación se daban la mano. El caos social creado permitió por primera vez que muchos hombres y mujeres de estos barrios, que nunca habían militado en ningún partido ni sindicato, que nunca se habían sentido comprometidos con una revolución que les permitiera el ideal del anarquismo, sintieran, en cambio, la emoción de ser protagonistas de una historia no escrita que aparecía tras los telones de una sociedad decapitada. Decapitada no sólo porque los órganos de gobierno habían sido suplantados por otros de revolucionarios, sino, especialmente, porque se la había despojado de la matriz social que garantizaba su perpetuidad. Esta circunstancia, sumada a la ausencia de un modelo alternativo experimentado, condujo a una dinámica más destructora que constructiva en que los líderes anarquistas —y, con otra dimensión, también los socialistas y comunistas— encontraron un hábitat ideal para imponer su estrategia.

En el resto de ciudades y poblaciones de Cataluña —así como, en general, de toda España— se organizaron rápidamente comités de Salud Pública o grupos de defensa antifascista que, a la espera de noticias u órdenes, procedieron a improvisar microgobiernos municipales de emergencia. Contaban con la ventaja de que en los pueblos era más difícil la infiltración de elementos desconocidos, pero, a la vez, con el inconveniente de que la capacidad de iniciativa era más limitada y la posibilidad de que se impusiera un liderazgo personal más elevada.

Así surgieron en todas partes nuevos líderes, «hombres de acción» que durante unas semanas pudieron actuar con total impunidad ya fuera en beneficio real de la población que pretendían representar, ya para, simplemente, favorecer la imposición de unos ideales o, incluso, para buscar, como si de vulgares delincuentes se tratara, su lucro exclusivo.

Fueron semanas de asesinatos y de pillaje, de una destrucción indiscriminada que se sumó a la tragedia de los primeros días. Fue el inicio de un torbellino trágico tan impregnado de contradicciones que aún en la actualidad presenta serias dificultades a la hora de querer dilucidar responsabilidades. Es importante tener siempre presentes estas limitaciones en el estudio e interpretación de los hechos para evitar reincidir en maximalismos y simplificaciones que nos alejarían del objetivo reconciliador que debe tener cualquier rememoración del pasado colectivo.

Me ha parecido oportuno escribir esta consideración general antes de mencionar a las primeras víctimas eclesiásticas posteriores a la sublevación y a la revolución consiguiente.

El primer sacerdote asesinado después del 18 de julio fue Caries Ballart, el párroco de la parroquia del Buen Pastor en la barriada de las Casas Baratas de Santa Coloma de Gramanet (Barcelona). En la madrugada del domingo 19, un grupo de personas asaltaron la casa parroquial y, cuando intentaba huir, lo mataron.

A primeras horas de la tarde de aquel mismo día, el párroco y un sacerdote de la parroquia de Santa Mónica de Barcelona fueron asesinados delante de la iglesia. En este caso, la proximidad con el cuartel de las Atarazanas y con el edificio del Gobierno Militar, donde los sublevados se habían fortificado con la intención de dejar libre el puerto a la espera de la llegada de tropas de Mallorca, hace suponer que los que asaltaron el templo fueron grupos de milicianos que se acercaban a la zona para atacar a los sediciosos. La hora de las muertes coincide, además, con la llegada del general Goded, el cual pretendía, con su presencia, garantizar el éxito del alzamiento en Barcelona. Sea como fuere, el caso es que los milicianos exigieron a los sacerdotes que los acompañaran con la excusa de ir a prestar declaración a las dependencias de un sindicato próximo; cuando salieron de la iglesia fueron disparados y agredidos con armas blancas hasta causarles la muerte. Con toda probabilidad, el sindicato al que debían ser trasladados era el del transporte de la CNT, donde, precisamente dos días antes, se habían depositado los fusiles sustraídos a las armerías de unos barcos anclados en el puerto. Esta circunstancia provocó un grave incidente entre la central sindical y el comandante Guarner, jefe de los Servicios de Orden Público de la Generalitat, cuando éste se personó en las dependencias exigiendo la devolución del armamento, y los sindicalistas, con García Oliver y Durruti al frente, se negaron. Todas estos hechos apuntan como probabilidad más cierta que fueran los anarquistas los responsables de estas primeras víctimas eclesiásticas en Barcelona.

También en Montcada, aquella tarde de domingo un grupo de milicianos detuvo y ejecutó cerca de la estación a un sacerdote, probablemente el profesor del seminario de Gerona, Frederic Trigás que, procedente de aquella ciudad, se dirigía en tren a Barcelona.

Aún el mismo día, fueron detenidos en Sant Adra del Besós tres hermanos pasionistas, congregación de origen italiano implantada en España desde 1933. Como no se hallaron sus cuerpos, se cree que fueron asesinados aquel mismo día.

En la Rambla de Barcelona, delante de la iglesia de Belén, hacia las once de la noche de aquel mismo domingo, una patrulla mató al sacerdote sacristán que había acudido a abrir las puertas del templo. Después de asesinarlo prendieron fuego a la iglesia, que poseía uno de los altares barocos más importantes de Cataluña.[114]

En la escenografía violenta de los primeros días volvieron a tener un protagonismo fúnebre los incendios de iglesias y conventos.

El comandante Escofet afirma en sus memorias que a las diez de la mañana del domingo 19 ya quedaba claro que en Barcelona los militares sublevados no conseguirían sus objetivos.[115] A pesar de ello, hacia el mediodía, como si se tratara de una señal de que la victoria militar no significaría el retorno a la normalidad ciudadana sino el inicio de una revolución incierta, ya se encontraban en llamas las iglesias de la Bonanova, Sant Pere de les Puelles, Santa Maria del Mar y Sant Miguel del Port. Es importante señalar que la situación geográfica de los templos forma un eje curvilíneo que cubre la distancia de un extremo a otro de la ciudad. Esta circunstancia, sumada al hecho de que todas las construcciones estuvieran alejadas de los focos de combate y la casi simultaneidad de los incendios, permite deducir que fue precisa la actuación coordinada y motorizada de varios grupos.

Estos factores permitieron afirmar ya en 1938 a Lluís Carreras que estos incendios constituyen una de las primeras y más evidentes demostraciones de la existencia de un plan de destrucción anticlerical previo al estallido de la guerra.[116]

Sin embargo, el caso más grave y delicado tuvo lugar al día siguiente, lunes, en el edificio de las Carmelitas de la Diagonal. El regimiento de caballería de Santiago, viendo imposible atravesar el cruce de esta avenida con el paseo de Gracia, retrocedió hasta refugiarse en el convento que los carmelitas tienen en el cruce con la calle Llúria. La importancia de los hechos justifica examinar con detalle qué sucedió. Por suerte, dos de los principales protagonistas dejaron su testimonio escrito: el padre prior del convento, Gonçal Maciá Irigoye, nacido en Borges Blanques, y el coronel Escobar, que dirigía la columna de la Guardia Civil. La narración del prior detalla cómo la entrada de los militares en el recinto conventual se hizo en dos fases, primero los heridos y, después, el resto de la tropa:

Fue el 19 de julio. A las cinco de la madrugada, cuando la Comunidad se dirigía, como cada día, al coro para cantar los laudes al Señor, nos sorprendió un fuego intenso de fusiles y ametralladoras. La revolución había empezado y el primer choque entre el ejército y los rojos tenía lugar a dos pasos del convento. Los soldados luchaban con un coraje admirable, pero sucumbían ante enemigos invisibles contra los cuales se enfrentaban inútilmente. Los rojos ocupaban los tejados de los alrededores, de tal modo que era fácil pronosticar cuál sería el resultado de la batalla en aquel sector.

En la calle yacían algunos soldados muertos y muchos heridos. Yo veía desde una ventana cómo los soldados iban de un lado a otro buscando una puerta abierta, pero en aquellas horas todas permanecían cerradas. Finalmente llamaron al convento. Bajé y, sin abrir, pregunté qué deseaban. El coronel me pidió que abriera:

—Padre, tenemos muchos heridos y no sabemos dónde guarecerlos. Por caridad, ábranos. Les hubiera abierto de inmediato, les habría hecho tal caridad de buen grado; dudé unos momentos porque no dejaba de considerar que la decisión nos comprometía bastante. Pero la voz enérgica del coronel insistía:

—Padre, ¡tiene que abrirnos!

Comprendí que oponerme resultaría inútil. Abrí, pues, y los heridos fueron albergados en el convento. Procuramos aliviarlos moral y físicamente tanto como pudimos.

La lucha continuaba en la calle y, como los soldados eran una buena diana para el enemigo, iban llegando más heridos.

La situación era cada vez más crítica por lo cual el coronel me comunicó la decisión de refugiarse en el convento:

—Padre, comprendo muy bien que mi decisión les pone en un compromiso pero no veo otra solución. En el peor de los casos, si la fortuna nos fuera contraria, declararíamos que les hemos obligado a abrir.

De nada hubiera servido oponerme a una decisión que, por otra parte, me parecía justa y natural. Fue así como unos ciento cincuenta soldados entraron en el convento, que de morada pacífica se convirtió en hospital y fortaleza. Colocaron las ametralladoras en puntos estratégicos y se organizó la defensa con tanta tenacidad y eficacia que habrían podido resistir mucho tiempo si el desarrollo de los acontecimientos no les hubiera convencido de no alargar inútilmente una resistencia que no comportaba ningún beneficio.

He leído en los periódicos crónicas de este episodio de la revolución y me ha sorprendido extraordinariamente que afirmen que incluso los religiosos se defendían disparando desde las ventanas. Lo desmiento absolutamente. Los religiosos no dispararon en ningún caso. Permanecieron al lado de los heridos a los que prodigábamos curas con la máxima solicitud.

Creíamos que los militares se harían dueños de la situación […].

La crónica completa de los hechos, mucho más extensa, fue publicada en enero de 1937.[117]

El coronel Escobar, que llegó al mediodía del lunes al lugar de los hechos con el objetivo de negociar la rendición de los militares, explicó que después de haberles garantizado la protección necesaria, cuando los soldados empezaron a salir del convento, un grupo de personas lo apartaron del lugar desde donde controlaba la operación. Las milicias aprovecharon esos minutos para matar al coronel que dirigía el regimiento y a otros militares. En aquellos momentos de confusión, también fueron asesinados tres carmelitas y un cuarto murió pocas horas después en el hospital militar de la calle Tallers, a causa de las heridas recibidas.[118]

Durante la mañana del mismo lunes, día 20, otro grupo de milicianos saqueó el piso que el canónigo Huguet tenía en la plaza de Sant Jaume lanzando todos los muebles por el balcón y quemándolos en medio de la plaza. Cito este episodio no por la gravedad de los hechos, sino a causa del lugar donde sucedieron, entre el edificio de la Generalitat y el del ayuntamiento de la ciudad. Cuando el alcalde Caries Pi i Sunyer, de Esquerra Republicana, testimonio presencial de los hechos, llamó indignado por teléfono a la sede del Gobierno, el conseller de Finanzas, Martí Esteve, de Acció Catalana, le respondió en nombre de la Generalitat que se veían impotentes para evitarlo.

El caso más significativo de los sucedidos en los primeros días ocurrió en la cartuja de Montalegre, en Tiana, población cercana a Badalona. El edificio ya había sido destruido durante las revueltas de 1835. Adquirido de nuevo por los cartujanos y reconstruido, era la residencia, desde 1901, de una comunidad expulsada de Francia. A pesar de que esta circunstancia podría explicar cierta animadversión de los habitantes más politizados de la zona, la razón que llevó a las patrullas de milicianos el lunes 20 hasta las puertas del recinto fue el rumor de que en él se había refugiado un numeroso grupo armado partidario de los sediciosos, noticia absolutamente falsa puesto que en la cartuja no había nadie más que los componentes de la orden religiosa. Sí es cierto que al cabo de unos meses se encontraron escondidas unas cuantas armas, circunstancia que en el contexto de aquellos años, a pesar de no poder ser considerado un tema trascendente, pudo haber dado lugar al rumor. Según un texto anónimo —la ausencia de rúbrica hace plausible que corresponda a un cartujano, dado que estos monjes tienen por costumbre no firmar sus escritos— publicado por el erudito Josep Massot,[119] el vicario de la comunidad, receloso de lo que pudiera suceder, había insistido durante meses en la necesidad de disponer de armas para defenderse. El prior, Joan Baptista Cierco, siempre lo había desautorizado, pero quizá en su ausencia —durante el mes de febrero de 1936, a causa de una intervención quirúrgica, había residido en Barcelona— el vicario hubiera almacenado aquellas armas.

Lo difundido desde Radio Badalona era mucho más grave. La noticia propagada por la emisora afirmaba que Montalegre —el convento de la Conreria, según los badaloneses— era

una fortaleza formidable, defendida por una guarnición capitaneada por un general ruso, ex oficial de la escolta del último zar, con cañones capaces de destruir toda Badalona y con un gran número de ametralladoras.

Ante este rumor [continúa el texto anónimo] se comprende que los que por la mañana ya habían incendiado una iglesia indefensa [la de Tiana] hubieran sentido miedo de aventurarse a atacar directamente los muros de la ciudadela de Montalegre.

Ciertamente, el primer intento de agresión contra Montalegre se limitó a unas escaramuzas para desenmascarar la fuerza de los cartujanos. El temor era tal que incluso, en caso de necesidad, habían previsto la intervención de la aviación.

Por la tarde, en coches y camiones procedentes de Badalona, llegó a Montalegre un contingente numeroso de milicianos dispuestos a sitiar el recinto conventual. Previamente, el alcalde y el líder anarquista de Tiana habían advertido del peligro a los monjes. A pesar de que el prior no tomó en consideración este aviso, algunos cartujanos optaron por trasladarse a la Conreria. Gradualmente, los asaltantes pudieron comprobar que el silencio en el recinto no respondía a ninguna estrategia defensiva sino a una ausencia total de resistencia.

A las seis de la tarde, todos los monjes que no habían huido ya habían sido detenidos. El narrador explica el diálogo que se produjo después de que un grupo de religiosos que intentaban escapar por el bosque fuera capturado. Se trata de un diálogo muy similar a los centenares y miles de los que, posteriormente, se establecieron entre verdugos y víctimas.

Los cartujanos, manifestando que no llevaban armas, alzaron los brazos; los milicianos, a pesar de ello, continuaron apuntándolos con sus armas amenazadoramente. Hasta que se estableció un diálogo con protestas, por parte de unos y otros, de ser hombres de paz; los milicianos afirmaban que no eran asesinos, sino que habían acudido para liberarlos del yugo de la superstición, mientras que los cartujanos pregonaban su amor al pueblo.

Una vez hechos todos prisioneros —un total de treinta y siete, entre aspirantes, novicios, frailes y hermanos—, los agruparon en el patio de la Conreria para ser conducidos en camiones hasta el ayuntamiento de Badalona. Hasta aquel momento, el grupo estaba capitaneado por un dirigente socialista de origen mallorquín que decía actuar en nombre del comité revolucionario de la ciudad. Antes de comenzar a caminar, llegó al lugar un numeroso grupo de milicianos que exigieron «no perder una ocasión tan oportuna para librar al mundo [de aquellos vampiros]».

El dirigente socialista consiguió imponer su criterio pero tuvo que aceptar, a regañadientes, que los monjes hicieran el camino a pie y no en los camiones previstos. Con esta estratagema los milicianos recién llegados consiguieron ganar el tiempo necesario para recoger un coche e interceptar en dos ocasiones a la comitiva exigiendo en cada ocasión que subieran los responsables de la comunidad. Cada parada significó, en realidad, la ejecución de los acompañantes solicitados. Tres de ellos resultaron muertos y el prior y dos más quedaron malheridos y abandonados.

El narrador anónimo de los hechos destaca que de las cuatro personas que iban en el coche sólo una, el chófer, hablaba en catalán. También observa que de todo el grupo la única mujer era la más agresiva. Estas dos referencias, delicadas porque señalan a un sector determinado, son frecuentes entre los relatos de la persecución religiosa en Cataluña. Las dos tienen su explicación. La cuestión lingüística deriva de la relación directa entre agresividad social y desarraigo cultural. La referencia a la crueldad femenina responde a la necesidad de las minorías más discriminadas de demostrar con creces su valor y capacidad de emancipación.

La llegada de los religiosos al centro de Badalona fue el momento más peligroso. Una multitud exigía la ejecución inmediata de los cartujanos por considerar que eran responsables morales de la muerte de los milicianos badaloneses que habían perecido en los combates del domingo. El texto de referencia narra cómo

Badalona entera hervía; ardían iglesias y conventos, o sólo quedaban las ruinas. Había mucha gente por las calles gritando y lanzando improperios; otros miraban distraídos, entre indiferentes y curiosos. Parecía que había llegado la gran noche preconizada por los doctrinarios del proletariado Al llegar al Ayuntamiento, los milicianos que conducían el grupo los obligaron a continuar por la carretera. Mientras, las amenazas aumentaban de tono y los gritos exigiendo «¡Que mueran!» eran coreados por el gentío a un ritmo frenético.[120]

Finalmente, el desenlace trágico se evitó gracias a la intervención de tres miembros del comité revolucionario encabezados por el alcalde de Badalona, militante de Esquerra Republicana. El último escollo que hubo que superar fue que la totalidad del comité de la ciudad, reunido de madrugada, permitiera dejar en libertad a los supervivientes. Conseguido este objetivo, a las seis de la mañana empezaron a distribuirse por diferentes casas de la ciudad que los acogieron, pendientes de su traslado a Barcelona y su embarque rumbo a Italia.

El mismo día 20, sin movernos de la diócesis de Barcelona, el párroco de Subirats fue asesinado en las afueras del pueblo. En la ciudad de Barcelona fue tiroteado, cerca del cementerio de San Gervasio, Rafael Serra, un ciudadano que los milicianos confundieron con un hermano de las Escuelas Cristianas de la comunidad de la Bonanova.

Madrid

El presidente Casares Quiroga, antes de su dimisión, confió el mando de las fuerzas de Seguridad y Asalto de la ciudad de Madrid al teniente coronel Sánchez Plaza y garantizó la lealtad de la Guardia Civil y del mando de la sección correspondiente de Carabineros. Preventivamente, el 18 de julio por la mañana también procedió a la detención de once jefes militares. La Unión de Militares Republicanos Antifascistas, por su parte, había ocupado desde el día 17 los centros clave de transmisiones y comunicaciones militares. Ellos fueron los que encuadraron y armaron a las primeras milicias obreras. Al anochecer del sábado 18 ya se habían configurado los primeros cinco batallones populares vinculados a los partidos y centrales sindicales mayoritarios. Contaban con cinco mil fusiles. No pudieron disponer de más armamento por la negativa de los oficiales del cuartel de la Montaña a cumplir las órdenes de entregarlos.

Con esta negativa y la autorización de permitir el acceso al recinto a grupos de falangistas, el cuartel de la Montaña se convirtió en el símbolo de la rebelión en Madrid. Por la tarde del domingo 19, el general Fanjul, que había entrado de paisano en las dependencias militares, procedió a leer el bando de declaración del estado de guerra. Sin embargo, no sacó las tropas para ocupar la ciudad, sino que optó por recluirlas en el cuartel a la espera de los acontecimientos. Aquella tarde de domingo la ciudad vivió una calma tensa con incidentes en el batallón de Carabanchel y movimientos logísticos para preparar columnas de ataque en las instalaciones militares de Campamento y Getafe. La lealtad de las fuerzas aéreas fue decisiva para evitarlas.

El ataque al cuartel de la Montaña empezó en la madrugada del lunes 20. Después de la acción de la artillería y de un bombardeo aéreo, la resistencia de los sublevados cesó el mediodía del mismo lunes. Cabe destacar que la rápida rendición obedeció en parte a la creciente oposición interna a los sublevados. Lamentablemente, las fuerzas de la Guardia Civil, cuando ya habían ocupado el patio del recinto militar, permitieron la entrada de las milicias populares, que transformaron la indignación en impiedad ocasionando la mayor parte de las víctimas entre las cuales la mayoría de la oficialidad (noventa de ciento cuarenta) y de los ciento ochenta falangistas.

Con pocas acciones militares destacables, toda la primera región militar quedó en manos del Gobierno republicano, a excepción de la pequeña guarnición de Toledo que, encabezada por el coronel Moscardó, se atrincheró en el Alcázar convirtiéndose en un símbolo para las fuerzas sublevadas, especialmente cuando después de más de dos meses de asedio y de ataques consiguió el objetivo de abrir las puertas a las tropas rebeldes del general Franco.

La primera consecuencia de la adhesión de Toledo a la causa «nacional» fue la imposibilidad del Gobierno de contar con la munición almacenada en la fábrica de armamento de la ciudad, compuesta por más de un millón de cartuchos. La segunda, y más grave que la primera, fue la que se gestó a causa de la obstinación de Moscardó de no rendirse ni aceptar ninguna negociación con las autoridades republicanas. Aquella actitud, acompañada del mérito personal de haber optado voluntariamente por quedarse en Toledo cuando estaba a punto de partir con la delegación española a los juegos olímpicos de Berlín, son una muestra del carácter carismático de Moscardó. Él consiguió convencer a ochocientos guardias civiles para que, con sus familias —unas quinientas mujeres y cincuenta niños— y unos cien falangistas, se encerraran en el Alcázar. La torpeza de los dirigentes obreros al pretender chantajearlo con la amenaza de atentar contra la vida de su hijo detenido y la actitud dubitativa del Gobierno, que mantuvo una estéril vacilación entre la solución negociada o la militar, fueron los ingredientes necesarios para forjar el mito más rentable de la ofensiva militar y fascista contra la República.

Se han escrito muchas páginas sobre el grado de veracidad de la tradición que explica el diálogo que mantuvieron padre e hijo el 23 de julio, manifestando su complicidad sentimental a la hora de anteponer los intereses colectivos a los particulares. No es el objetivo de este libro entrar en esta polémica. Basta para la finalidad de este estudio constatar la fuerza de este mito, especialmente por su connotación religiosa. Cuando todas las versiones recogen que el padre recomendó al hijo que se encomendase a Dios como paso previo a sacrificarse por España, cuando esta narración se difundió hasta la saciedad, está claro que el mito que se forjó fortaleció y dio dimensión épica al concepto de vinculación de la fe religiosa con el sentido patriótico, permitiendo a los integristas manipularlo a su conveniencia. El 11 de septiembre el coronel Moscardó, después de renunciar a la rendición, pide como único favor al comandante Rojo, el emisario gubernamental, que deje entrar a un sacerdote para bautizar a dos recién nacidos y para poder oír misa, acto con el que estaba añadiendo al mito toda la carga emotiva de la ascética más ortodoxa. El Gobierno dudó ante tal petición, pero finalmente permitió que el 13 de septiembre Vázquez Camarassa, un sacerdote conocido por su defensa de los valores encarnados por la izquierda política, entrara en el Alcázar. Denegar la petición hubiera sido peor, pero acceder a ella representó un nuevo triunfo para Moscardó. En resumen, se dio vida a un mito de resonancias medievales que a su vez alimentó, con ayuda de las modernas técnicas comunicativas, la versión más religiosa del concepto de «cruzada» con que se quiso identificar la ofensiva antirrepublicana y, además, ayudó a consolidar la idea incipiente de llegar hasta el fin, esto es, de dilatar la guerra hasta la derrota final y la eliminación física del adversario.

Desde el primer momento en que se tuvo conocimiento de la sublevación militar, se produjeron en Madrid, como en tantas otras ciudades, nuevos atentados anticlericales. Está documentado, por ejemplo, que el sábado, 18 de julio, al mediodía, coincidiendo por tanto con los primeros altercados en Sevilla, grupos de milicianos armados se dirigieron al seminario madrileño y lo ocuparon. También existen noticias de ataques violentos a la iglesia de San Ramón, en el puente de Vallecas, a la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores y al edificio de la Mutua del Clero, anexo a ésta. La mañana del domingo 19, Madrid vivió una situación confusa y dispar. Si bien de madrugada las patrullas de milicianos ya habían ejecutado a algunas personas partidarias de la rebelión armada en las proximidades de la Casa de Campo,[121] la vida ciudadana aún mantuvo un pulso de normalidad. Los cadetes del cuartel de la Montaña, por ejemplo, salieron uniformados y en formación, como cada domingo, para oír misa en el templo cercano de los Carmelitas sin que se produjera ningún incidente. En cambio, hubo serios altercados ante la iglesia de los Dominicos a la salida de una misa celebrada casualmente en memoria del padre de los hermanos Serrano Súñer y, horas más tarde, coincidiendo con la declaración de guerra leída en el Cuartel de la Montaña, también se produjo un ataque sangriento a la iglesia de San Andrés.[122]

El ritmo de los ataques e incendios a edificios religiosos se aceleró en la noche del domingo. Se calcula que en la madrugada del lunes ya habían sufrido destrozos importantes unas cincuenta iglesias o conventos.

La ofensiva militar del lunes por la mañana contra el cuartel de la Montaña y la inmediata rendición de los militares sublevados, lejos de favorecer una mejora del orden público, se convirtió en pocas horas en una ola de atentados y asesinatos, muchos de ellos de carácter anticlerical. Se calcula que sólo durante este día diecinueve eclesiásticos fueron víctimas mortales de la explosión de violencia.

En el ataque al convento e iglesia de los agustinos de la calle Goya murió asesinado por un disparo en la nuca, después de ser detenido, el padre Mariano Cil. También se registraron víctimas mortales en el asalto a la parroquia de San Antonio de la Florida. Pero no todos los asesinatos eran producto del asedio a edificios religiosos. El sacerdote extremeño Adalberto Delgado, por ejemplo, doctor en filosofía que cursaba estudios bíblicos en la ciudad, fue descubierto y ejecutado en Tetuán de las Victorias, cerca de la actual plaza de la Remonta.

El caso más grave y al mismo tiempo más documentado de los acaecidos en aquel lunes de julio afectó a dos religiosas del colegio de Santa Susana, que las Hermanas de la Caridad del Sagrado Corazón regentaban en el barrio de Las Ventas. Tras el ataque del que fue objeto el colegio durante el domingo, las madres Dolores Pujalte, de ochenta y tres años de edad, y Francisca Aldea, de cincuenta y cuatro, habían pernoctado en la casa de María Turnay, en la calle de Alcalá, para dirigirse, a la mañana siguiente, a un nuevo domicilio amigo. Alertados los milicianos de su huida y movimientos, una patrulla formada por cinco hombres y dos mujeres se personó en el piso donde se refugiaban y procedió a su detención. Conducidas en automóvil por la carretera de Aragón, pasado el pueblo de Canillejas, la patrulla fue interceptada por un control que les requisó el coche. Ante esta circunstancia, los milicianos tirotearon con total impunidad a las dos religiosas. Como epígono, un grupo exaltado de mujeres del pueblo obligó a los doctores de la localidad a practicarles una autopsia macabra.

La impunidad con que se cometieron estos asesinatos es una demostración del grado de desintegración gubernativa que se produjo a partir del 18 de julio. Ningún decreto había autorizado a las milicias para que usurparan las funciones policiales y judiciales. Sin embargo, los comités actuaron con la convicción de que ninguna autoridad censuraría sus actos. En este contexto, era de dominio público el peligro que corrían los religiosos. Así se deduce de la actuación del comisario de policía del distrito del Hospicio, Fernando Fagoaga, que, el mismo lunes día 20, decidió trasladar a todos los agustinos del convento de la calle de Valverde a la Dirección de Seguridad y, desde allí, a la cárcel Modelo, entendiendo que era uno de los mejores refugios que les podía encontrar.

La actuación protectora de este comisario contrasta con la de una célula comunista que ocupaba un piso en el número 11 de la calle Ferrer del Río. Sus componentes, tras descubrir que el hijo de la portera del edificio era sacerdote —era párroco de Villanueva del Pardillo—, decidieron darle muerte. El asesinato se produjo el 23 de julio de 1936. Esteban González Montes —éste era su nombre— volvía de visitar a su madre cuando, al bajar del tranvía en la plaza de Alfonso Martínez, fue tiroteado.

En general, los actos de violencia anticlerical que se produjeron en Madrid los primeros días de enfrentamientos armados tuvieron por objetivo puntos alejados del centro de la ciudad y se dirigieron contra religiosos o comunidades poco relevantes. Señales inequívocas de una tragedia al acecho.

Concluido el análisis de las primeras víctimas eclesiásticas en Sevilla, Barcelona y Madrid, es importante destacar que en el resto de pueblos y ciudades la violencia contra la Iglesia también se hizo evidente de forma inmediata. Puede afirmarse que no hubo ninguna población, por pequeña que fuese, que no sufriera, en un momento u otro de aquellas primeras semanas, el estrago de los iconoclastas que pretendían, con la destrucción física de la iglesia y la muerte del sacerdote, decapitar la estructura social existente. «La nueva situación requería la destrucción del viejo orden y la Iglesia lo simbolizaba, verdaderamente había empezado una auténtica persecución religiosa», concluyen los historiadores Josep Maria Solé y Joan Villarroya en el libro La repressió a la reraguarda de Catalunya.[123]

Es cierto que la represión en la retaguardia no tuvo como objetivo sólo a la Iglesia, sino que tanto los militares como la patronal y los civiles comprometidos con grupos de ideología de extrema derecha fueron perseguidos y encarcelados o ejecutados. Sin embargo, el sector eclesiástico fue el que sufrió un ataque más sistemático.

Esta circunstancia guarda relación directa con tres factores determinantes. De una parte, con el grado de vulnerabilidad de los frailes, monjas y sacerdotes. De otra, con la importancia y el valor de símbolo que la Iglesia como estamento tenía en el modelo social que había entrado en crisis: los valores trascendentes de la doctrina cristiana eran fácilmente interpretados como un instrumento de justificación de los males endémicos del modelo caduco. En tercer lugar, con la presencia corporativa generalizada: de las tres instituciones demonizadas por el anarquismo y por la izquierda marxista —Iglesia, ejército y capital—, era la única que disponía, más entonces que en la actualidad, de representantes en todos los lugares, desde los barrios obreros de las capitales hasta los pueblos y vecindarios de más difícil acceso.

Situada en el punto de mira, la Iglesia se convirtió en un objetivo altamente estratégico en julio de 1936.