LOS ACENTOS IDEOLÓGICOS DE LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA. LAS PRIORIDADES ANARQUISTAS
A pesar de la dificultad para diferenciar con nitidez las premisas ideológicas y las estrategias políticas con que socialistas, comunistas y anarquistas enfocaron «la cuestión religiosa» a partir de julio de 1936 —así como las responsabilidades pasivas de algunas formaciones republicanas—, es imprescindible una aproximación a los planteamientos doctrinales y programáticos de cada uno de estos grupos para poder seguir el trazo que dejaron en el cañamazo de la represión que protagonizaron en la retaguardia republicana, especialmente la que ejercieron contra la Iglesia. Un repaso a los planteamientos oficiales de los partidos que encarnaban el pensamiento revolucionario de izquierdas no permitirá dilucidar responsabilidades, pero facilitará al lector un esbozo de la personalidad colectiva, del estado de ánimo y de las consignas con que actuaron a partir de la ruptura social y política que desencadenó la sublevación militar y de extrema derecha.
En este sentido, es de suma importancia observar que tanto el PSOE como el PCE, principales valedores del socialismo y del comunismo español respectivamente, celebraron sus últimos congresos con anterioridad a la implantación de la dictadura franquista, en 1932. Efectivamente, el PSOE convocó su XIII Congreso para en el mes de febrero de 1932 y no volvió a celebrar ninguno hasta septiembre de 1944 en Toulouse, y el PCE lo convocó un mes más tarde, en marzo de 1932, y no celebró el siguiente hasta septiembre de 1954 en Praga. Esta circunstancia es importante, puesto que significa que las resoluciones congresuales tanto de una formación como de la otra se adoptaron en un contexto social y político muy diferente del existente en julio de 1936.
El XIII Congreso del PSOE materializó el triunfo del sector más radicalizado, liderado por Largo Caballero, quien sustituyó a Julián Besteiro en la presidencia del partido. Con el cambio de dirección el PSOE avaló las tesis bolchevizantes que condujeron a la revolución asturiana de 1934. Sin embargo, en las actas del congreso no existe ninguna referencia explícita de carácter anticlerical ni tampoco ninguna declaración de principios que conlleve implícitamente una beligerancia contra la Iglesia o contra los fieles católicos. Las discusiones sobre la identidad revolucionaria del socialismo y la conveniencia de convergir en una unidad de acción con el resto del movimiento obrero protagonizaron las sesiones. Todo parecía indicar que la mayoría de congresistas compartían la opinión del nuevo presidente del partido, que había calificado la cuestión religiosa como «un problema de hogar». A pesar de ello, la animadversión de los militantes socialistas, muy especialmente de los encuadrados en la UGT, hacia los sindicalistas católicos ya desencadenó en 1934 graves enfrentamientos que pueden ser considerados como detonantes de algunas de las acciones violentas cometidas contra sacerdotes y religiosos en los episodios revolucionarios ya descritos anteriormente.
El enfrentamiento más destacado tuvo lugar en Moreda de Aller, donde el dirigente católico Vicente Madera lideró una ofensiva armada contra los revolucionarios. Este sindicalista se convirtió, a partir de entonces, en un modelo de resistencia sindical al socialismo. Como dijo Ángel Herrera,entonces presidente de la Junta Central de Acción Católica: «Queremos que después Vicente Madera sea uno de nuestros propagandistas que recorra toda España como una figura nacional, que lo es por derecho propio».[124] La concatenación de acciones y reacciones entre reaccionarios y revolucionarios que se produjo durante los cuatro años que separan el XIII Congreso del PSOE del triunfo del Frente Popular explica que en las filas socialistas se hubiera generalizado una agresividad anticlerical capaz de generar acciones criminales contra los católicos, clérigos o seglares.
El IV Congreso del Partido Comunista, celebrado el 17 de marzo de 1932 en Sevilla, tuvo como tarea principal superar los métodos sectarios de organización interna con la finalidad de convertir el partido en una organización de masas. La estrategia posibilitó que la formación política consiguiera su primer diputado en las elecciones de finales de 1933 y que, una vez iniciada la guerra, su número de afiliados pasara, en pocos meses, de treinta mil a cien mil.
En las actas de este congreso, etapa previa para que José Díaz ocupara en septiembre la secretaría general del partido, no se registra tampoco ninguna propuesta de carácter formalmente anticlerical. Los dirigentes del partido, entre ellos la mitificada Pasionaria que acababa de trasladar su residencia a Madrid, compartían la opinión de que el anticlericalismo formaba parte de los objetivos propios de una revolución burguesa.
Este juicio despectivo no fue, como es obvio, ningún inconveniente para que las milicias comunistas protagonizaran acciones agresivas contra la Iglesia, especialmente en el cumplimiento de las consignas de depuración de la retaguardia. Digamos que eran victorias secundarias de las que no dejaban de enorgullecerse. Las muertes de sacerdotes y fieles se consideraban, desde este punto de vista, como víctimas de la necesidad de «desmontar la base material y social de la reacción, de disolver sus organizaciones fascistas».[125]
Con estos antecedentes, es lógico que el proceso de convergencia entre las organizaciones sindicales y políticas socialistas y comunistas que dieron lugar a la formación del Frente Popular confiriera a éste un carácter inevitablemente anticlerical e incluso antirreligioso. Sin embargo, cabe matizar que se trató de un fenómeno más vinculado a las consignas y a las estrategias políticas que a la aplicación de una doctrina o de un programa articulado.
Para las milicias y gobernantes de los partidos del Frente Popular, una víctima eclesiástica, una persona asesinada a causa de sus creencias fue, ante todo, un efecto colateral del ambiente bélico y de la exigencia revolucionaria de neutralizar cualquier peligro reaccionario en la retaguardia. Si bien por definición un daño colateral tiene siempre la consideración de secundario, en el caso de las destrucciones de templos y de los asesinatos de clérigos y fieles, la complicidad anticlerical que se había generalizado entre las filas republicanas izquierdistas facilitaba a los autores de las agresiones una coartada irrefutable basada en la acusación genérica de ser la Iglesia una institución facciosa y sus seguidores, por tanto, todos sospechosos de traición. De ahí, la impunidad —la convicción de impunidad— de los autores materiales de las peores hazañas iconoclastas. De ahí las justificaciones intelectuales de los incendios de iglesias como inevitables consecuencias del «fuego purificador».
Las acciones anticlericales protagonizadas por los anarquistas tuvieron, en general, una dimensión más trascendente. Tanto la CNT como la FAI celebraron dos congresos —o Plenos Nacionales— durante la etapa republicana. Las actas de estas cuatro convenciones definen un modelo de revolución social incompatible con la pervivencia institucional de la Iglesia e, incluso, con la noción cristiana de la religiosidad. Tanto la fe como la organización eclesiástica son vistas no sólo como un elemento nocivo y perturbador sino, además, como un escollo insalvable para la instauración del nuevo orden social libertario.
La convicción de que el estallido de la guerra representaba una oportunidad única para intentar convertir los antiguos ensayos insurreccionales en una revolución definitiva actuó de acicate en el momento de salir a la calle el 18 de julio. Para las milicias anarquistas no se trataba tanto de defender a la República como de neutralizar todos los resortes institucionales, bien fueran los legalmente constituidos como los que aspiraban a implantar los sublevados.
La celeridad con que los militantes armados de la CNT y de la FAI actuaron en aquellos territorios donde contaban con la hegemonía de la clase obrera les permitió no sólo ayudar a vencer a los militares y paramilitares sublevados, sino que también les sirvió para encender la mecha de una revolución sin precedentes.
En la crónica de los primeros atentados que cometieron destacan unos elementos que, compartidos mayoritariamente con el resto de milicias represivas, serán recurrentes en muchos de los casos que tendrán lugar en las semanas y meses siguientes: el rumor como mecanismo de estimulación, la represalia fácil y desproporcionada ante una agresión real o hipotética, la improvisación en la ejecución material de los asesinatos, los diálogos premortuorios, las tensiones frecuentes entre los ejecutores, el protagonismo de personas ajenas a la población, el secretismo de los responsables finales…
Un análisis detallado de los episodios de violencia anticlerical nos conduciría a la conclusión de que en cada actuación una parte importante del desarrollo de los hechos estuvo en consonancia con el caos imperante. Sin embargo, hay elementos suficientes para creer que el caos no fue el argumento que explica la actuación de los grupos violentos, sino que, habiéndolo previsto, se convirtió en el hábitat social adecuado para, mediante los medios más expeditivos, incluso el terror, provocar un proceso irreversible de cambio radical. La espontaneidad sólo existió en el gesto concreto y en la palabra escogida. Sólo existió en el grado de transgresión y en la forma final de cada atentado. El resto fue producto de un proyecto, de una estrategia y, en algunos casos, de una planificación.
Cierto es que tanto los socialistas como los comunistas habían pronosticado la necesidad de una ruptura revolucionaria e, incluso, la implantación de una dictadura del proletariado, pero sólo los anarquistas tuvieron como objetivo específico la abolición del régimen social y de cualquier tipo de autoridad.
La inmediata proliferación por las calles de Barcelona y de las ciudades con predominio de los anarquistas de vehículos identificados con las siglas CNT-FAI no fue, pues, sólo la traducción aritmética de su hegemonía, sino que respondió a la irrenunciable voluntad de capitalizar la circunstancia histórica.
La hipótesis está avalada por un documento interno de la FAI. Efectivamente, cuando, en capítulos anteriores, he citado el Pleno Nacional de Regionales de la FAI celebrado en octubre de 1933, he mencionado el dictamen que se aprobó sobre la prerrevolución dejando de forma deliberada para este capítulo el dictamen aprobado sobre la revolución misma a fin de vincularlo con los primeros acontecimientos violentos acaecidos después del control de la sublevación.
El dictamen, presentado por la regional catalana, dice textualmente:
Nuestra revolución es social por y para todos, lo que quiere decir que ésta debe efectuarse con arreglo a los impulsos espontáneos o provocados en el pueblo por las propagandas y agitaciones llevadas a cabo en su seno por los anarquistas. La historia nos demuestra con creces la producción de estos movimientos populares, en virtud de diversidad de causas y que aprovechadas por un sector determinado, definido ideológicamente, han realizado cristalizaciones concretas.
Es lo que debemos tener en cuenta los anarquistas. Mientras nos preparamos de material efectivo, organizamos nuestros cuadros y preparamos la semilla de nuestros ideales, debemos poseer la visualidad de saber interpretar, primero, y aprovechar, después, estos estados psicológicos emotivas de la masa popular para traducirlos en movimientos puramente libertarios o, lo que es lo mismo, convertirlos en una verdadera revolución social.
Para ello bastará que nos aprestemos a figurar en las vanguardias de todos estos movimientos y en carácter de otros tantos combatientes, influenciando a los trabajadores con nuestras clásicas consignas […].
El Pleno Nacional de la FAI no volvió a reunirse hasta finales de enero de 1936. En esta ocasión los debates fueron mucho más coyunturales que en 1933. Sin embargo, la ponencia defendida por los grupos anarquistas de Cataluña insiste en la urgencia de que «todas las fuerzas del progreso y de la libertad estudien el modo de librar la batalla definitiva al viejo edificio de la moral, de la economía y de la política capitalista».[126]
A los tres meses de la reunión de la FAI se celebró en Zaragoza el IV Congreso de la CNT. Un resumen de los dictámenes aprobados permitirá al lector valorar no sólo los juicios y las estrategias que allí se debatieron sino, también, descubrir cómo en dichos acuerdos está presente el liderazgo de la FAI y, por tanto, el germen de la acción anticlerical y antirreligiosa.
A. Dictamen sobre la situación político-militar
Reconociendo el fracaso del actual régimen democrático y creyendo que la actual situación política y social no tiene solución en el Parlamento […]. A tal efecto proponemos:
1.° Desplegar una amplia campaña de propaganda en la tribuna y en la Prensa, contra todas las leyes represivas […].
2.° Intensificar la propaganda de descrédito e incapacidad hacia todos los partidos políticos, haciendo ver al pueblo que la solución de sus problemas no es una cuestión de cambio de orden, sino de régimen y de estructuración de la sociedad, aprovechando en todos cuantos actos se organicen la oportunidad para levantar un estado de opinión favorable a la revolución comunista libertaria.
3.° Exigir la ampliación de la amnistía para todos aquellos presos sociales que permanecen en la cárcel y para los comunes derivados sociales, cuyo delito está basado en la desigualdad económica […].
7.° En caso de que el gobierno de España declarase una movilización bélica será declarada la huelga general revolucionaria.
B. Dictamen sobre Alianzas Revolucionarias
Considerando que es ferviente deseo de la clase obrera española el derrocamiento del régimen político y social existente, y considerando que la UGT y la CNT aglutinan y controlan en su seno a la totalidad de los trabajadores organizados en España, esta Ponencia entiende:
Que la Confederación Nacional del Trabajo de España debe dirigirse oficial y públicamente a la UGT, emplazándola para la aceptación de un pacto revolucionario bajo las siguientes bases fundamentales:
1.° La UGT, al firmar el Pacto de Alianza revolucionaria, reconoce explícitamente el fracaso del sistema de colaboración política y parlamentaria. Como consecuencia lógica de dicho reconocimiento, dejará de prestar toda clase de colaboración política y parlamentaria al actual régimen imperante.
2.° Para que sea una realidad efectiva la revolución social, hay que destruir completamente el régimen político y social que regula la vida del país.
3.° La nueva regularización de convivencia, nacida del hecho revolucionario, será determinada por la libre elección de los trabajadores reunidos libremente.
C. Dictamen sobre «Concepto Confederal del Comunismo Libertario». Conceptuamos que la revolución se inicia:
Primero. Como fenómeno psicológico en contra de un estado de cosas que pugna con las aspiraciones y necesidades individuales.
Segundo. Como manifestación social cuando, por tomar aquella reacción cuerpo en la colectividad, choca con los estamentos del régimen capitalista.
Tercero. Como organización, cuando sienta la necesidad de crear una fuerza capaz de imponer la realización de su finalidad biológica. En el orden externo, merecen destacarse estos factores:
Hundimiento de la ética que sirve de base al régimen capitalista. Bancarrota de éste en su aspecto económico.
Fracaso de su expresión política, tanto en orden al régimen democrático como a la última expresión, el capitalismo de Estado, que no es otra cosa el comunismo autoritario.
El conjunto de estos factores, convergentes en un punto y momento dado, es el llamado a determinar la aparición del hecho violento que ha de dar paso al período verdaderamente evolutivo de la revolución.
Organización de la nueva sociedad, después del hecho revolucionario.— Las primeras medidas de la Revolución.
Terminado el aspecto violento de la revolución, se declaran abolidos: la propiedad privada, el Estado, el principio de autoridad y, por consiguiente, las clases que dividen a los hombres en explotadores y explotados, oprimidos y opresores.
Socializada la riqueza, las organizaciones de los productores, ya libres, se encargarán de la administración directa de la producción y del consumo.
Establecida en cada localidad la Comuna Libertaria, pondremos en marcha el nuevo mecanismo social. Los productores de cada ramo u oficio, reunidos en sus Sindicatos y en los lugares de trabajo, determinarán libremente la forma en que éste ha de ser organizado.
Las Comunas Libertarias y su funcionamiento.
[…] Aquellas Comunas que, refractarias a la industrialización, acuerden otras clases de convivencia, como por ejemplo las naturistas y desnudistas, tendrán derecho a una administración autónoma, desligada de los compromisos generales. Como estas Comunas naturistas-desnudistas, u otra clase de Comunas, no podrán satisfacer todas sus necesidades, por limitadas que éstas sean, sus delegados a los Congresos de la Confederación Ibérica de Comunas Autónomas Libertarias podrán concertar convenios económicos con las demás Comunas Agrícolas e Industriales.
La familia y las relaciones sexuales.
El Comunismo Libertario proclama el amor libre, sin más regularización que la voluntad del hombre y de la mujer, garantizando a los hijos la salvaguardia de la colectividad y salvando a ésta de las aberraciones humanas por la aplicación de los principios biológicos-eugénicos.
Asimismo, por medio de una buena educación sexual, empezada en la escuela, tenderá a la selección de la especie, de acuerdo con las finalidades de la eugenesia, de manera que las parejas humanas procreen conscientemente, pensando en producir hijos sanos y hermosos.
La cuestión religiosa.
La religión, manifestación puramente subjetiva del ser humano, será reconocida en cuanto permanezca relegada al sagrario de la conciencia individual, pero en ningún caso podrá ser considerada como forma de ostentación pública ni de coacción moral ni intelectual.
Los individuos serán libres para concebir cuantas ideas morales tengan por conveniente, desapareciendo todos los ritos.
De la Pedagogía, del Arte, de la Ciencia, de la Libre Experimentación […].
Lo inmediato será organizar entre la población analfabeta una cultura elemental, consistente, por ejemplo, en enseñar a leer, a escribir, contabilidad, fisicultura, higiene, proceso histórico de la evolución y de la revolución, teoría de la inexistencia de Dios, etc.
Defensa de la Revolución.
Por tanto, mientras la revolución social no haya triunfado internacionalmente, se adoptarán las medidas necesarias para defender el nuevo régimen, ya sea contra el peligro de una invasión extranjera capitalista, antes señalado, ya para evitar la contrarrevolución en el interior del país […).
El Pueblo armado será la mayor garantía contra todo intento de restauración del régimen destruido por esfuerzos del interior o del exterior.[127]
El documento, mucho más extenso, es mucho más pormenorizado de los elaborados por los partidos y sindicatos agrupados en el Frente Popular. Su lectura induce, a menudo, a compararlo más con un manual de sociología experimental basada en doctrinas derivadas de la mística o de la ascética, que con una proclama revolucionaria. La consideración del naturismo o del nudismo como un modelo de comuna singular, la terapia de separar de la comunidad a un enfermo de amor o la aceptación de la eugenesia como una mejora social son tres ejemplos que avalan esta sensación. Son, a la vez, tres ejemplos que proyectados en el tiempo nos remiten a experiencias actuales y, en el caso de la selección genética, al fantasma de la superioridad racial predicada por el nazismo o, en una interpretación laxa, a la ingeniería biogenética de nuestro siglo.
Los debates nunca estuvieron orientados a concretar las estrategias para ocupar el poder, sino a detallar la forma de transformar radicalmente la sociedad. En esta premisa inicial se concentra toda la ingenuidad y toda la peligrosidad del planteamiento ácrata, puesto que, para conseguir dicha transformación se requiere, como dice el texto, destruir «completamente» no sólo el régimen político, sino, también, «el social que regula la vida del país».
La radicalidad con que debe realizarse la mutación conlleva necesariamente, según los dictámenes, ejercer la violencia como mal menor durante la primera fase, la destructiva, de la revolución soñada por los anarquistas. La prioridad que en todo momento se da a la implantación de un nuevo patrón social explica que la violencia se ejerciera quizá más contra los representantes próximos y evidentes del modelo social a destronar que contra el enemigo situado enfrente. El peligro que corriera la República quedaba, no hace falta decirlo, lejos de sus intereses y objetivos.
Con estas ideas por bandera, la Iglesia católica, con sus representantes y sus fieles, se convirtió en un obstáculo que había que derribar, ya que no limitaba su actuación al «sagrario de la conciencia individual», sino que de forma tan explícita como histórica ejercía sobre el modelo social vigente una influencia determinante.
Desde este punto de vista existían tres razones para atacarla. Por una parte, era evidente, más incluso que en la actualidad, que la Iglesia cumplía una función de regulación de las relaciones sociales. Esta circunstancia la convertía, pues, en una institución perniciosa que debía ser destruida.
Pero la Iglesia no sólo ejercía una función reguladora, ya que también aleccionaba a la población con el fin de imponer una moral católica, una ética confesional. Es éste el segundo motivo por el cual no merecía subsistir; puesto que es necesario, según se puede leer en el documento, el «hundimiento de la ética que sirve de base al régimen capitalista».
La Iglesia, además, actúa jerárquicamente y predica en nombre de una autoridad ajena al individuo natural. He aquí la tercera razón por la que, según se desprende del documento, debe ser destruida, puesto que en la nueva sociedad, después de la transformación revolucionaria, «se declaran abolidos: la propiedad privada, el Estado [y] el principio de autoridad».
Cabe entender que las tres razones que, según la lógica anarquista, convierten a la Iglesia en un obstáculo para el triunfo del comunismo libertario son razones puras, que se valen por ellas mismas, con toda la fuerza de su abstracción. Forman parte de «la idea» que perseguían implantar. Sólo así se explica —como he insinuado en páginas anteriores—que en el momento de agredir a un religioso o a un creyente no hubiera atenuantes. No eran atacados como personas sino como símbolos de una institución opresora. Que un sacerdote fuera caritativo, o estuviera enfermo, o ejerciera de maestro, o fuera un erudito, o por su edad estuviera retirado… nada lo eximía de ser asesinado. Acaso, en el ejercicio de una lógica perversa, estas condiciones podían llegar a ser un agravante porque cuanto más sabio, anciano o generoso fuera o hubiera sido, más culpable debía ser considerado por haber puesto su tiempo o sus facultades al servicio de la alienación del pueblo.
En términos generales, los textos congresuales citados no tienen la fuerza incendiaria de un mitin o de una proclama periodística. Son documentos doctrinales y estratégicos. De todos ellos creo importante subrayar la voluntad explícita de los faístas de querer aprovechar y liderar cuando fuera posible la fuerza expansiva de los movimientos populares —espontáneos o provocados— a favor de una ideología libertaria que permitiera no sólo los ensayos de 1933 y 1934, con la declaración de los «municipios libres», sino una revolución completa, tal como fue posible en julio de 1936.
Este planteamiento, asimilado por el conjunto de la CNT, favoreció la consolidación de actitudes maximalistas radicales. Fue un proceso largo que centrifugó de la organización anarquista a todos aquellos colectivos que veían en el anarquismo una doctrina que potenciaba el desarrollo personal, la armonía social y el pacifismo. Ya en 1932, por ejemplo, Federica Montseny había proclamado:
Morirán, moriremos quizá muchos… ¡Qué importa! También mata el hambre, el sol, la sed, la peste, y hasta la gripe. ¡En marcha cruenta caerán, caeremos quizá muchos! ¡Qué importa…! Adelante, pues, por encima de las tumbas. Cuando las tierras, las almas, son estériles, la sangre, el abono humano, las hace fecundas.[128]
La suma de los tres factores —maximalismo, doctrina y estrategia—es la que dio como resultado la subversión de una victoria del orden y de la legalidad republicana en una revolución obrera heterogénea y, por ello mismo, confusa e irregular. Los sectores comunistas y socialistas bolchevizantes tuvieron como referente la Revolución Rusa; los anarcomarxistas del POUM pretendieron aplicar las estrategias dictadas por Trotsky y, finalmente, los anarquistas, en un alarde de funambulismo revolucionario, se lanzaron a la consecución, a la imposición, de una revolución que, aun sin tener precedentes, por la dimensión de los cambios propuestos debe compararse con la francesa que, salvando las distancias, también ambicionó enterrar un modelo social y de distribución del poder. En este caso, la pretensión era dotar la revolución social emprendida de una dimensión y concreción ácratas. Era forjar una sociedad nueva bajo el imperio de la idea soñada. Como era previsible, transcurridos los primeros meses, los intereses, aunque revolucionarios, contrapuestos, se convirtieron en motivos de discordia y de hostilidad que culminaron en los enfrentamientos de mayo de 1937 de Barcelona, con el resultado de centenares de anarquistas y militantes del POUM muertos. Después de aquellos episodios, la persecución religiosa menguará. Subsistirá, en cambio, la falta de garantías para un ejercicio público y ordinario del culto religioso y el goteo, hasta el final de la guerra, de episodios violentos merecedores de la máxima denuncia aunque estuvieran desprovistos de las antiguas motivaciones.
Todas estas reflexiones, escritas después de explicar los primeros episodios de violencia anticlerical y antes de iniciar la narración y el repaso estadístico de lo que representó la persecución religiosa, pretenden llamar la atención sobre la necesidad de contextualizar cada caso concreto. Por ejemplo, es evidente que en el momento en que el prior de los carmelitas de Barcelona abrió las puertas del convento no sólo a los heridos sino a todo el destacamento de caballería permitiendo que utilizase el edificio de la Diagonal para defenderse, sabía que estaba tomando una actitud de gran trascendencia política. Sin embargo, en su escrito el prior explica que el tono de voz del coronel que pedía auxilio correspondía a una exigencia. Que la tropa hubiera entrado igualmente en el recinto. La consideración del mal menor, por tanto, pesó en el ánimo del religioso. Sin embargo, también es cierto que el texto delata una cierta sintonía con los militares sublevados. «Creíamos que los militares se harían dueños de la situación», escribió en su relato. Y vio justo que pudieran convertir el convento en fortaleza, con ametralladoras en las ventanas… No hay ninguna duda razonable, por tanto, de que el prior era consciente de que con su actitud favorecía la sedición. Exigencias humanitarias, razonamientos pragmáticos y afinidades ideológicas se entrecruzaron en este caso y en muchos más. Es conveniente, por tanto, no sacar conclusiones de ningún episodio concreto por paradigmático que parezca. Sólo una visión de conjunto puede facilitar un análisis de lo acaecido en el contexto caótico del segundo semestre de 1936.
El episodio de los carmelitas de Barcelona favoreció que corriera como la pólvora el rumor de que los sacerdotes se habían sumado a los sediciosos, que se disparaba a las milicias y a las fuerzas del orden desde los campanarios, que en las iglesias había polvorines escondidos. Todos estos rumores infundados también influyeron en el estado de ánimo de las patrullas de incendiarios y en los encargados de ejecutar a tantos sacerdotes y religiosos. El comandante Escofet, testimonio presencial y cualificado de los sucesos de las primeras semanas de violencia, dejó claro en sus memorias que desde los templos no se atacaron a las patrullas de defensa. También lo niega el historiador Gabriel Jackson: «El 18 de julio por toda España corrió el rumor de que los curas disparaban contra el pueblo desde los campanarios de las iglesias. Con muy pocas excepciones, esto no fue nunca verdad, excepto en el territorio carlista».[129]
Otro argumento que desmiente por pasiva el mito de los ataques perpetrados desde los templos es la constatación de que en la prensa de aquellos meses no consta ninguna detención concreta ni ninguna causa abierta contra sacerdotes armados. Los periódicos barceloneses, por ejemplo, todos incautados por fuerzas del Front d’Esquerres, habrían alardeado de la existencia de denuncias de este tipo… Asimismo, se ha demostrado que la existencia de una película filmada en la escalinata del seminario de Gerona, en que se puede contemplar a un grupo de frailes armados —capellans trabucaires— que disparaban desde el edificio a mujeres con niños, no fue otra cosa que un montaje grosero y difamante.[130]
Quizá sea cierto, como indica algún cronista, que desde la iglesia de Belén de Barcelona se disparó contra un grupo de anarquistas el domingo 19 de julio al atardecer. Y que el vicario de Montalegre de Badalona había creído conveniente guardar armas para la defensa de la cartuja… Sin embargo, debe tenerse en cuenta que se trató de casos muy aislados y, sobre todo, que la revolución y el uso del terror para impulsarla e implantarla ya estaban decididos de antemano. En el contexto de aquellos días, el comportamiento determinado de un miliciano o de un político —como fue el caso del dirigente socialista mallorquín de Badalona— facilitaba o dificultaba la acción represiva, pero no la evitaba. La decisión respondía a consignas previas.
El caso de Navarra difiere del resto de España. En aquel territorio la sublevación militar contó con la participación activa de los requetés y de los sacerdotes encuadrados en esta organización.
A pesar de estas evidencias y de la clara diferencia de objetivos entre anarquistas, comunistas y socialistas, las campañas internacionales de intoxicación informativa para ocultar la realidad de la persecución religiosa duró meses y contó con la colaboración de personalidades muy diversas. Un claro ejemplo de tergiversación informativa lo encontramos en las declaraciones de Marcelino Domingo, diputado de Izquierda Republicana, de finales de septiembre de 1936: «¿La persecución actual? ¿Quién ha comenzado a perseguir? La República se proclamó en España sin que se tocara ninguna iglesia ni a ningún cura […]. La Iglesia no es la perseguida, sino la perseguidora».[131]
Entre tanta confusión cabe convenir que los hechos que se describirán son la crónica de una faceta de una revolución que, en el caso de la promovida por los anarquistas, pese a nacer con vocación de ser absoluta e irreversible, resultó inacabada.
Dos testimonios ilustran esta hipótesis. De una parte, las confesiones de faístas que participaron personalmente en los acontecimientos. Efectivamente, el escritor gerundense Miguel Mir ha podido contactar, merced a su amistad con el ahijado de uno de ellos, con anarquistas veteranos que le han expresado su convicción de que fue la falta de medios y de tiempo lo que les impidió concluir la revolución que habían iniciado.
De otra, existe el testimonio del sacerdote Josep Sanabre, que dejó escrito cómo un dirigente sindical le confesó que no fueron capaces de coronar con éxito lo que se habían propuesto:
La revolución [escribió], como todas las anteriores, tuvo un cerebro director. Nunca olvidaremos las palabras oídas de boca de un directivo sindical, al reconocernos en octubre de 1936, después de felicitarnos por resultar ileso hasta aquel entonces, que nos decía: «Vosotros habéis visto la revolución desde abajo, yo desde arriba; el plan era asesinaros a todos»; la declaración fue espontánea y no podía ser más terminante.[132]
Con el fin de poder evaluar la capacidad operativa de la FAI, considerada la fuerza revolucionaria más deliberadamente anticlerical, es importante cifrar el número de sus militantes. En este sentido, las actas del Pleno de 1936 documentan la existencia de 497 grupos activos. De ellos, 87 eran correspondientes a la Regional de Levante; 7 a la ciudad de Valencia; 225 a la Regional de Cataluña, 27 en Barcelona; uno a la Regional de Asturias, León y Palencia; 71 a la Regional de Andalucía y Extremadura, con una disminución de 48 en relación al censo de 1933; 55 a la Regional de Aragón, Rioja y Navarra; 45 a la Regional del Centro, 12 de ellos correspondientes a la ciudad de Madrid y 13 a la Federación Regional del Norte. No participaron en el Pleno las delegaciones de Baleares, Canarias y Galicia. En esta última Regional existían 20 grupos.[133] Así pues, a falta de datos de las islas, la cifra total aproximada era de 520 grupos. Según un cálculo estimativo realizado a partir de totales parciales de militantes, cada grupo estaba formado por una mediana de diez componentes, con lo cual deberían ser unos cinco mil los sindicalistas libertarios disponibles en el momento de estallar la revolución.
Se trata de un dato importante, puesto que la totalidad de estos militantes desplegó una gran actividad en las acciones de «control» en la retaguardia. Su protagonismo, además, se vio amplificado de forma excepcional por la participación y liderazgo que desarrollaron en las Patrullas de Defensa Confederal, que se convirtieron en muchas ocasiones en verdaderos núcleos de poder bien fuera por la imposición del orden público, bien por participar en los Comités municipales o de distinto orden que proliferaron al amparo de la nueva situación política.
No sería justo pensar, sin embargo, que la FAI fue la única organización izquierdista que protagonizó la represión en la retaguardia. Incluso en Cataluña, donde la CNT era hegemónica, abundaron los atentados cometidos por otras milicias. El sindicalista Joan Peiró, ministro de Industria en los primeros meses de 1937, lo dejó claro en el libro Perill a la reraguarda:
Afirmo con plena responsabilidad [escribió] que todos los sectores antifascistas, empezando por Estat Catalá y terminando con el POUM, pasando por Esquerra Republicana y por el PSUC, han dado un contingente de ladrones y asesinos igual, como mínimo, a los que ha dado la CNT y la FAI.[134]
Peiró, en esta cita, no menciona explícitamente los asesinatos de religiosos, pero, en cambio, pone en evidencia que en ausencia de una estructura judicial y gubernativa operativa, cada partido y sindicato, a través de diferentes comités, se había erigido en policía y juez. Sin procedimientos ni protocolos. No sólo disponían de la vida y de la muerte de los ciudadanos, sino que en algunas ocasiones se creían incluso en el deber de destruir todo tipo de archivos con la justificación de haber sido un instrumento antisocial. Tales hechos dificultaron cualquier posibilidad de regeneración democrática inmediata y bloquearon la capacidad de iniciativa de muchos sectores leales a la República.
También es importante insistir en el grado de penetración de la tradición anticlerical en España. Esta circunstancia había sedimentado en las izquierdas un poso de desconfianza tan visceral hacia la Iglesia que facilitó una tendencia a camuflar y justificar cualquier agresión que se cometiera contra ella. En la formación de este poso intelectual colaboraron activamente las logias masónicas. El librepensamiento, propagador de las teorías laicistas más radicales, había ido tejiendo una red de influencia ideológica que favoreció la incorporación del antijesuitismo y del anticlericalismo en la tradición republicana.
Dos testimonios de excepción —Ventura Gassol y Pere Bosch i Gimpera— ilustran la tendencia que tuvo el republicanismo a cerrar filas ante cualquier indicio de crítica proveniente de los ambientes católicos, desestimando así la posibilidad de que los sectores más progresistas pudieran actuar en defensa de la propia República.
Ventura Gassol, conseller de Cultura de la Generalitat de Cataluña, a pesar de haber protagonizado, entre julio y octubre de 1936, numerosas acciones encaminadas a proteger a personas amenazadas —entre ellas a muchos religiosos— y a salvaguardar el patrimonio cultural catalán, en declaraciones efectuadas a primeros de agosto de 1936 a un periodista francés decía, mostrándole los montones de obras de arte recuperadas de las iglesias, que todo aquello se había salvado «no de las masas, sino gracias a las masas» y que «todos y en todas partes, sin excepción» habían seguido las indicaciones de los conservadores, historiadores y eruditos que, arriesgando su vida, indicaban a los «combatientes» —refiriéndose a los milicianos— las obras que se debían respetar.[135]
Pere Bosch i Gimpera, que entre 1933 y 1939 ostentó el cargo de rector de la Universidad Autónoma de Barcelona, publicó muchos años más tarde, en 1976, uno de los escritos más contundentes en relación con la justificación de las muertes de eclesiásticos:
La República española ciertamente separó la Iglesia del Estado —medida aprobada por muchos católicos sinceros— y no persiguió a nadie por sus ideas religiosas. En medio de las convulsiones revolucionarias provocadas por el levantamiento de 1936, no hubo tampoco persecución para la religión; los eclesiásticos muertos —en muchos casos por lamentables errores y siempre contra la política de los gobiernos republicanos que hicieron cuanto pudieron para protegerles— no lo fueron por ser eclesiásticos, sino por supuestos «fascistas» […].[136]
La gravedad de las palabras de Bosch i Gimpera sólo puede atenuarse con la indulgencia de la edad y de la distancia —vivió en México y había cumplido ochenta y tres años cuando murió en 1974— que distorsionan o impulsan a maquillar recuerdos que se querrían diferentes.
A pesar de recaer en las milicias anarquistas la responsabilidad, según mi criterio, de haber sido las que instrumentalizaron, con plena convicción de sus planes, las destrucciones de iglesias y los asesinatos por motivos religiosos como un medio eficaz o ineludible para conseguir sus objetivos revolucionarios, no se puede olvidar que éstos no habrían podido existir sin la concurrencia de un abanico de circunstancias que van desde la actuación de grupos de delincuentes comunes hasta la complicidad de una parte importante de los votantes y militantes de izquierdas que se mantuvieron entre incrédulos y expectantes ante los acontecimientos.
Sorprendentemente, no han sido los anarquistas sino los comunistas a quienes se ha culpado generalmente de la persecución religiosa. Es sólo un tópico, producto de un proceso de «fijación analógica» que se generó a partir de la victoria bolchevique en Rusia y sobre todo desde la fundación en Moscú en 1919 de la III Internacional o Komintern, en un intento de marginar a los partidos socialistas acusándolos —muchas veces sin razón— de reformistas. En este contexto
el comunismo consiguió aglutinar bajo su sombra dentro de la opinión pública proletaria toda la fuerza simbólica y todo el dinamismo común de los movimientos obreros. Así, mientras a ningún comunista se le ocurría enarbolar, digamos, una bandera roja y negra, los anarquistas levantaban el puño y gritaban ¡Viva Rusia! A lo que contribuyó la reacción derechista, atribuyéndoselo todo al comunismo.[137]
Que se trate de un tópico, de una simplificación inexacta, no significa que el comunismo, a pesar de las consignas de amplia colaboración con los socialistas establecidas por el Komintern en 1935, renunciara a su condena de la religión ya considerada filosóficamente por Karl Marx como una superestructura enajenante. Con una perspectiva más estratégica y política, Lenin, en un folleto dedicado a la cuestión religiosa —recopilación de artículos publicados entre 1902 y 1920—, editado en castellano con el título De la religión, lo resumía de forma clara:
«La religión es el opio del pueblo». Esta sentencia de Marx constituye la piedra angular de toda la concepción marxista en materia de religión. Religiones e Iglesias modernas, organizaciones religiosas de toda especie, son consideradas siempre por el marxismo como órganos de reacción burguesa que sirven para sostener la explotación y embrutecer a la clase obrera.[138]
En todo caso, fue el órgano de la CNT, Solidaridad Obrera, el que expuso con más crudeza la necesidad y la total justificación de los actos de violencia contra la Iglesia y contra los católicos en general. En consecuencia, la organización sindical anarquista puede y debe ser considerada el centro neurálgico de las acciones y de las estrategias que dieron lugar a la persecución religiosa en la retaguardia republicana.
Ante las evidencias no es justificable ni riguroso hablar, pues, de «incontrolados» a la hora de investigar la autoría de los hechos. El historiador Josep Maria Solé Sabaté matiza con razón que «los incontrolados sabían que había personas ideológicamente afines que [los] estimulaban». Para ilustrar esta afirmación aporta el caso de Jaume Balius, un activista anarquista procedente de las filas d’Estat Catala, que el 17 de diciembre de 1936 publicó un artículo en la citada Solidaridad Obrera invitando al asesinato del diputado Manuel Carrasco i Formiguera de Unió Democrática de Catalunya.[139]
Como colofón a lo antedicho, creo oportuno transcribir ahora —a pesar del salto cronológico que representa— las reflexiones que aparecieron también en Solidaridad Obrera, en relación con la persecución religiosa, en un texto editorial publicado el 22 de enero de 1937:
Hemos hecho una policía general de sacerdotes y parásitos; hemos echado fuera a los que no habían muerto con las armas en la mano, de manera que no puedan volver nunca más. Hemos hecho justicia de las ridiculeces y fingida caridad de la Iglesia y de los clérigos, los cuales, presentándose como apóstoles de la paz, habían quemado a los hijos del pueblo a favor de los grandes monopolizadores de la riqueza y de los secuestradores de la libertad.
Hemos encendido la antorcha aplicando al fuego purificador a todos los monumentos que, desde hacía siglos, proyectaban su sombra por todos los ángulos de España, las iglesias, y hemos recorrido las campiñas, purificándolas de la peste religiosa.[140]
Ante la contundencia del texto, que valora la «labor» efectuada por las milicias, escaso valor puede darse a otros textos publicados en la revista advirtiendo de la gravedad de las acciones injustificadas y dando muestras de disconformidad por los actos de violencia gratuita. En todo caso, el límite de las acciones que no creían justificables no contemplaba en absoluto la salvaguarda de sacerdotes ni templos, de religiosos ni conventos, de católicos ni tradiciones religiosas. Subvertir la sociedad requería, en lógica rigurosa, destruir la ética en que se fundamentaba. Poco importaba que en el armazón social hubiera las mejores aportaciones espirituales de siglos. No procedía reformar sino destruir. Las muertes de eclesiásticos o de fieles fueron, así entendidas las cosas, un elemento accidental e imprescindible. No se procedió, en general, a someter a las víctimas a juicios previos. Ninguna jurisprudencia podía amparar ni dar razón a tales decisiones. Ante la evidencia de que la depuración social era el único objetivo de tales muertes y que los condenados no tuvieron ninguna garantía jurídica, éstas deben ser calificadas de viles asesinatos. Sin más agravio que los cometidos por las tropas y patrullas «nacionales» contra los dirigentes obreros y políticos de izquierda. Pero, tampoco, con menos responsabilidad ni gravedad.
Durante muchos años, los muertos a causa de la persecución religiosa, convertidos en «caídos por Dios y por España», recibieron los halagos políticos del franquismo. Recientemente, parte de ellos, considerados como mártires de la fe, han recibido los elogios oficiales del Vaticano en pomposas ceremonias de beatificación y canonización. Unas y otras glorificaciones pueden tener sus fundamentos y razones. Sin embargo, las elucubraciones políticas o teológicas que dieron o han dado fundamento a tales iniciativas no han servido, según mi opinión, para ofrecer una visión humana, próxima y objetiva de la tragedia que los católicos y, especialmente, los sacerdotes y religiosos vivieron en la retaguardia republicana. No han servido para entender la dimensión revolucionaria en que se basó la persecución. Han sepultado bajo piedra el drama de aquellos que se vieron perseguidos a pesar de haber, en algunos o muchos casos, defendido a la República. E incluso, tanta instrumentalización, ha dado al traste con el mejor legado espiritual que muchas de las víctimas nos ofrecieron con su testimonio. Ha llegado la hora de desprenderlas de banderas y de palios, así como ha llegado la hora de no enterrarlos de nuevo bajo sepultura de nuevos escarnios ni mofas iconoclastas. Ellos tienen derecho a una recta restitución de su memoria y la sociedad a recibir y poder valorar su mejor legado espiritual.