DE LA IMPLANTACIÓN DE LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA A LAS ELECCIONES MUNICIPALES DE 1931

La inestabilidad política del período anterior queda reflejada en la media de mandatos de los Gobiernos, que apenas superó los cuatro meses. Las escasas virtudes del bipartidismo «por turnos», las mismas que permitieron superar la época de los pronunciamientos, se habían desvanecido con la fragmentación interna de liberales y conservadores, dejando al descubierto la corrupción de un sistema parlamentario que, en las zonas rurales, aún continuaba dominado por el caciquismo y que no había superado el fraude de pactar los candidatos que debían ocupar los escaños, los «encasillados».

Los sucesivos Gobiernos se limitaban a anular las decisiones del anterior. El resultado: una política desconcertante en lo social y absolutamente nefasta para resolver el conflicto con Marruecos que, en 1921, a causa de imprevisiones militares inexcusables, había provocado la muerte de miles de soldados en el episodio conocido como el Desastre de Anual.

Sin embargo, todas estas razones no pueden ser consideradas como las principales causas de la decisión tomada por el general Primo de Rivera de forzar la toma del poder. No en vano, durante el último Gobierno constitucional, presidido por el liberal Manuel García Prieto, la acción parlamentaria había adquirido robustez. Es precisamente en la voluntad del Congreso de aumentar su capacidad de acción donde probablemente se encuentre el motivo clave del golpe de Estado. El rey Alfonso XIII veía peligrar sus veleidades personalistas y el estamento militar se sentía acosado. Su sentido corporativo del honor no toleraba que fueran investigados los errores que ocasionaron tantas muertes en el Rif.

En tales circunstancias, Miguel Primo de Rivera, entonces capitán general de Cataluña, optó por el golpe de Estado. A pesar de que no contaba con demasiadas simpatías entre los generales africanistas, quienes lo consideraban abandonista, éstos no dudaron en apoyarle con la convicción de que cualquier solución era mejor que la ambigüedad crónica de los últimos Gobiernos y la ofensiva parlamentaria del actual. Con la adhesión del ejército, de los terratenientes y de la burguesía —Cambó, por ejemplo, le había manifestado explícitamente su simpatía en nombre de una clase media catalana cansada del pistolerismo—, el general, que contaba con la aquiescencia del rey, se apoderó del poder el 13 de septiembre de 1923.

Sus primeras decisiones fueron suspender la Constitución de 1876, prohibir la libertad de prensa, disolver el Gobierno, el Parlamento y los ayuntamientos y nombrar un Directorio militar. En el manifiesto divulgado aquel mismo día, Primo de Rivera apelaba a la necesidad de acabar con «la tupida red de la política de concupiscencias» y de dar paso a «hombres civiles que representen nuestra moral y doctrina» para justificar su acción.

En realidad, pasaron dos años antes de que el general sustituyera el Directorio por un Consejo Civil. Sin restar importancia a esta dilación en las intenciones iniciales de consolidar el poder civil, creo conveniente destacar, por lo que concierne a este estudio, la desconfianza absoluta que expresa el general hacia los políticos y su alusión a valores inconcretos —«nuestra moral y doctrina»—, no explícitamente confesionales, pero sí de claras connotaciones religiosas.

Primo de Rivera encarnaba una llamada al orden y a la tradición y, por consiguiente, contó con la aprobación general de la institución eclesial que, secularmente, había primado mucho más estos valores que los de la solidaridad o el progreso. Se trató, en términos generales, de una adhesión más pasional que racional como lo demuestran, por ejemplo, las palabras con que el canónigo integrista José Montagut terminaba la ofrenda de su libro El Dictador y la Dictadura:

[…] espero, ilustre Caudillo de la España nuestra, que aceptaréis gustoso el sentido ofrecimiento de unas líneas que tienden a glorificar vuestro nombre en las generaciones venideras para la exaltación suprema de la Patria y el robustecimiento de la cristiana monarquía y pidiendo al cielo que nos conceda el gozo durante muchos quinquenios de los beneficios de vuestra patriarcal y justísimo dominación.[23]

La retórica histriónica de este clérigo tarraconense, a pesar de no poderle atribuir una representatividad concreta, es un claro exponente de cómo la Dictadura potenció un modelo de concepción religiosa incompatible con un estado moderno. En contraste con estas manifestaciones, propias de un vasallaje ultramontano, prácticamente no existió ninguna voz crítica desde la Iglesia contra el golpe de Estado.

La sociedad, en general, recibió el incruento golpe de Estado con pasividad y connivencia. Es cierto que Maura se opuso activamente a la decisión real, pero en realidad no hubo un movimiento sólido de oposición. Quizá lo impidieran la esperanza latente de superar unos problemas endémicos y la promesa de una devolución rápida del poder al estamento civil.

Sin embargo, estas esperanzas se convirtieron con el paso de los meses en frustración, confusión y radicalización de los partidos políticos en la clandestinidad.

La Dictadura consiguió, como es habitual en los regímenes autoritarios, sofocar el terrorismo, victorias importantes en la guerra de Marruecos y la realización de importantes obras de infraestructura. En su haber también está la desactivación del sistema caciquil. Ésta no se debió a un cambio en el sistema electoral ni, tampoco, a una reforma de carácter social; fue, por el contrario, una consecuencia indirecta de la decisión de disolver, en el conjunto de España, un total de 9.254 consistorios que se integraron en municipios más poblados.

La admiración del general por el fascismo de Mussolini no le impidió, sin embargo, aspirar a una entente con el PSOE que le garantizara unas dosis de estabilidad en el sector laboral y un barniz socialdemócrata. El partido socialista recibió esta oferta con disparidad de criterios y su posicionamiento basculó entre la colaboración estratégica y la conspiración sediciosa. Tanto el partido como el sindicato estuvieron de acuerdo en procurar garantizar los intereses de los trabajadores y en que no se derogaran aspectos positivos de la legislación laboral, pero no hubo consenso en el grado de implicación que este interés debía representar. Mientras Julián Besteiro defendía la licitud de colaborar con cualquier régimen burgués y Largo Caballero optaba por garantizar la supervivencia del sindicato, Indalecio Prieto —a pesar de haber aceptado inicialmente el cargo de Consejero de Estado— estaba convencido de la necesidad de consensuar con republicanos, comunistas y nacionalistas las bases para la implantación de una república de izquierdas. Por este motivo participó, a título personal, en el Pacto de San Sebastián (1930) que sentó las bases de un futuro Gobierno republicano.

A pesar de sus primeras declaraciones a favor de un regionalismo moderado, el general Primo de Rivera se decidió, una vez en el poder, por practicar una política de prohibición y neutralización del catalanismo que se materializó de forma evidente con la disolución, en 1924, de la Mancomunitat de Catalunya, el órgano que agrupaba a las cuatro diputaciones provinciales. En general, su actuación de gobierno en Cataluña estuvo marcada por las contradicciones. Si por una parte concedió a Barcelona la organización de la Exposición Universal de 1929, por otra prohibió arbitrariamente cualquier manifestación popular que partiera de la catalanidad. Un ejemplo grotesco fue, sin que se produjera oposición alguna de la jerarquía eclesiástica, la prohibición de los Pomells de Joventut, un movimiento juvenil y religioso que, de la mano del escritor Josep Maria Folch i Torres, había conseguido una rápida expansión en el territorio preconizando una conducta personal basada en el civismo, la devoción cristiana y una moderada exaltación catalanista.

Las contradicciones también se hicieron evidentes en el ámbito cultural: la presencia pública del catalán fue abortada hasta el punto de obligar a retirar los rótulos bilingües de las calles pero, en cambio, se permitió continuar con una discreta actividad editorial en lengua catalana.

Pese a la censura, la prensa también dispuso de una discreta libertad de expresión. Esta liberalidad fue aprovechada tanto por los movimientos obreristas como por algunos grupos de católicos liberales que sintieron la necesidad de profundizar en el sentido contemporáneo de sus convicciones religiosas. Destaca la fundación del periódico El Matí, que apareció en 1929 gracias al impulso de los escritores Josep Maria Junoy y Josep Maria Capdevila con la colaboración del canónigo Carles Cardó. El Matí fue un ejemplo de publicación capaz de defender una visión del pensamiento cristiano abierta y respetuosa con la sociedad moderna y capaz también, sin menoscabo de su ortodoxia católica, de desenmascarar las contradicciones evangélicas del pensamiento integrista.

Las condiciones específicas de la sociedad y de la Iglesia en Cataluña durante este período exigen, para una general comprensión de las complejas relaciones entre la jerarquía eclesiástica española, el Estado y la Santa Sede, un análisis más detallado. Con el advenimiento de la dictadura de Primo de Rivera, la hostilidad del integrismo religioso contra el sector católico más comprometido con la regeneración cultural e identitaria de Cataluña cobró nuevo aliento. Durante muchos años habían desacreditado a los clérigos que, deseosos de encontrar una formulación más moderna del mensaje cristiano, propagaban las innovaciones ya citadas del canto gregoriano, la renovación litúrgica, los estudios de sociología, el movimiento obrero cristiano… El raquitismo espiritual de estas campañas llegó al punto de identificar cualquier innovación pastoral o litúrgica con una consigna de carácter separatista.

Con el nuevo régimen las presiones integristas formuladas en nombre de la españolidad católica se orientaron hacia el Vaticano. En respuesta a las denuncias presentadas, el papa Pío XI encargó una encuesta a monseñor Tedeschini, nuncio apostólico en España, sobre la realidad de la Iglesia catalana. A pesar de que, en sus conclusiones, el informe no consideraba censurable la identificación progresiva de la pastoral católica con los postulados del catalanismo ni el plus patriótico de muchas asociaciones crecidas al amparo de las parroquias, la Sagrada Congregación del Concilio dictó, en 1929, unas instrucciones «secretas» que laminaban y reprobaban el compromiso de la mayoría del laicado catalán. En estas disposiciones se instaba a la enseñanza del catecismo en castellano, se prohibía el uso del catalán llamado moderno en la predicación y se instaba a modificar los criterios de publicación del «Foment de Pietat Catalana» que desde 1913 llevaba a cabo una obra ingente de difusión doctrinal a través de la edición de devocionarios, estampas, calendarios, partituras, medallas…

El canónigo Carles Cardó resumió así el impacto de estas directrices:

Tuvimos que contemplar llorando en silencio la caída de numerosos jóvenes en la descreencia […] y el reforzamiento definitivo de los partidos hostiles con la Iglesia, acusada siempre por ellos de enemiga de nuestro pueblo. El descarrilamiento del catalanismo hacia las vías revolucionarias fue no sólo inevitable, sino un hecho consumado.[24]

La mayoría de obispos de las diócesis catalanas no expresaron públicamente ninguna discrepancia con estas disposiciones. Se daba la circunstancia de que muchos de ellos no eran oriundos de Cataluña y observaban con extrañeza e incluso con hostilidad el ambiente de catalanidad con que se emprendían numerosas iniciativas en sus demarcaciones. Los nombramientos realizados en el período dictatorial agudizaron aún más este divorcio entre jerarquía y clerecía. Los obispos designados con la intervención directa del Gobierno fueron José Vila Martínez, valenciano, para la sede de Gerona; Manuel Irurita, navarro, para la de Barcelona; y Félix Bilbao, vasco, para la de Tortosa.

En contraposición, destaca la figura, ya citada, de Francesc Vidal i Barraquer, arzobispo de la sede primada de Tarragona desde 1919. El cardenal catalán, en clara oposición a los decretos vaticanos, consiguió que éstos no se publicaran y, haciendo uso de su potestad, fue el único obispo que se negó a cursar la orden de no usar el catalán en la enseñanza de la doctrina. La firmeza con que mantuvo esta decisión estuvo acompañada, en todo momento, de una gran discreción y de una voluntad de diálogo con el poder civil y con el Vaticano. Esta forma de proceder, propia de un alquimista de la diplomacia, lo convertirá, en el futuro, en una pieza clave en el complicado mosaico de la República y la guerra.

Las circunstancias descritas acentuarán la singularidad de la Iglesia en Cataluña y moldearán un recelo de una parte importante del clero y de los grupos laicos más activos hacia la jerarquía episcopal española así como hacia el poder civil, especialmente por su voluntad inequívoca e inflexible de defender la confesionalidad del Estado.

La concepción teocrática del Estado se hará evidente en la intervención, calculada y articulada, de la dictadura en el desarrollo de dos instituciones básicas: la escuela y el municipio. La imposición de la confesionalidad en las escuelas públicas no consistió únicamente en la obligatoriedad de la enseñanza de la religión en todos los grados, sino que se dio orden al cuerpo de inspectores de que procuraran que se cumpliera escrupulosamente la voluntad del Gobierno de infundir a todo el sistema educativo un «impecable sentimiento religioso». Esta directriz significó la expulsión del cuerpo docente de algunos maestros que se negaron, por ejemplo, a formar a sus escolares en la entrada de una ciudad para recibir al obispo de la diócesis o, como es el caso de un profesor de Lérida, por haber recomendado a sus alumnos la lectura de libros desaconsejados…

En el ámbito municipal, las juntas ciudadanas de cada localidad, que regían las actividades locales al margen de los partidos políticos, estaban obligadas a incorporar a un delegado eclesiástico con el fin de vigilar el cumplimiento estricto de la moral pública.

El sindicato CNT rehusó frontalmente colaborar con el nuevo régimen y se declaró contrario al intento de implantar un socialismo corporativista que forzara la moderación tanto de la patronal como de los trabajadores. La negativa confederal determinó su paso a la clandestinidad y provocó un maridaje de conveniencia entre el Gobierno y los socialistas. El general Primo de Rivera elogió públicamente, en más de una ocasión, la figura de Pablo Iglesias en un claro intento de favorecer la implantación de una versión española del Estado novo de Mussolini que se fundamentara en la combinación de dos factores: la exaltación patriótica española y la formulación de un socialismo cristiano.

La connivencia del socialismo español con la dictadura no sólo generó las importantes tensiones, ya citadas, dentro del partido y de la central sindical, sino que, en el caso de Cataluña, motivó una agria polémica entre políticos y líderes sindicales.

La Unió Socialista de Catalunya, fundada en 1923, acusaba al PSOE de oportunista.

Sólo dos fuerzas disfrutan hoy en Cataluña [escribía Rafael Campalans en 1925] de plena libertad para organizar actos de propaganda: los Sindicatos Libres y el Partido Obrero Socialista Español. El socialismo oficial, llevado por una funesta impaciencia de éxito, ha perdido cualquier posibilidad de influir sobre las masas obreras y los elementos intelectuales de Cataluña.[25]

En un sentido contrario, el líder ugetista Ramon Pla i Armengol escribía refiriéndose a la Unió Socialista:

No se proponen hacer socialismo, sino que quieren aprovechar el prestigio del socialismo para procurar comparsas, que se llamen de izquierdas, al movimiento, más que conservador, reaccionario, que representa el nacionalismo catalán.[26]

Mientras el entorno socialista se debatía entre dudas estratégicas y criterios morales, la tolerancia de la dictadura con la acción sindical moderada o corporativa ya se había traducido en la constitución, en enero de 1924, de la Confederación de Sindicatos Libres de España formada por la unión de los sindicatos católico-libres vasco-navarros, los constituidos en Madrid por el dominico José Gafo y los Libres de Cataluña, una vez desvinculados éstos de las acciones violentas parasindicales. Según consta en los documentos fundacionales, la nueva central aspiraba a formar un «frente único profesional, prescindiendo de todas las ideologías que dividen», propugnaba una acción reformista, no revolucionaria, con aspiraciones de carácter cooperativo capaces de conseguir que «desaparezca el asalariado […] y, como consecuencia, el capitalismo», todo ello «con un respeto efectivo y absoluto a todos los valores morales y religiosos que la misma vida social va seleccionando como su más preciado e íntimo patrimonio». Se trataba, por tanto, de una oferta sindical de inspiración cristiana pero no confesional.

La entidad sindical creció con rapidez, hasta el punto de que el IV Congreso, celebrado en 1929, llegó a los doscientos mil afiliados. De ellos, una amplísima mayoría, el 95% en 1925, procedía de Cataluña, de modo que una vez más este territorio se convertía en el principal laboratorio de debate ideológico y de ensayo sociopolítico durante el primer tercio del siglo XX español. Es ésta una singularidad que se suma a la ya comentada en relación con el contexto eclesiástico y que no puede ignorar tampoco el intento sedicioso protagonizado en 1926 por el sector radical del nacionalismo catalán que intentó, a las órdenes del ex coronel Francesc Macià —futuro presidente de la Generalitat, una vez convertido en líder de Esquerra Republicana de Catalunya—, una penetración guerrillera desde los Pirineos.

El movimiento sindical anarquista en Cataluña, a pesar de actuar desde la clandestinidad, también participó activamente en las polémicas doctrinales y estratégicas que se suscitaron en aquellos años. La gran implantación de la organización obrera anarquista impidió que se desarticulara su aparato propagandístico y, por tanto, mantuvo intacto el poder de seducción que despertaba en los medios políticos e intelectuales, necesitados de contar con el potencial confederal en la lucha para conseguir instaurar un régimen republicano. Prueba de ello es la intensidad y el calado de la polémica pública que, en 1928, políticos, sindicalistas e intelectuales mantuvieron desde la prensa, de forma especial desde las páginas del semanario L’Opinió en torno a la idoneidad del modelo sindical, a la efectividad de sus métodos de acción y, también, a la necesidad de coordinación entre el movimiento republicano, de aspiraciones federalistas o independentistas, con el sindical de carácter libertario.

Son ilustrativos los artículos de Joan Peiró, líder cenetista de Sants y ministro de Industria en 1936. En ellos expuso su teoría sobre el arraigo del anarquismo en Cataluña:

[…] más allá del socialismo marxista, en Cataluña existe un problema sicológico y un sentimiento autóctono no comprendidos por los socialistas madrileños, problema y sentimiento que, en cierto modo, son incompatibles con el sentido unitario y centralista del socialismo internacional.

[…] Cataluña es la cuna del federalismo. Basta saber eso para entender que Cataluña es impermeable al socialismo marxista y para saber también por qué el anarquismo ha tenido y tendrá aquí su expresión de vitalidad más potente. El socialismo marxista es absorbente y el anarquismo es, esencialmente, federalista.[27]

Sus palabras recogen el sentimiento de fortaleza que impregnaba el movimiento cenetista y el magnetismo que desprendía:

Yo digo que el sindicalismo posee un valor de entidad […], así se explica que el sindicalismo — puesto que en él radica la verdadera fuerza del obrerismo— se lo disputen socialistas, comunistas y anarquistas, no estando ausente de la disputa ni la propia Iglesia.[28]

A pesar de que en ningún momento renunció a la acción directa —«ésta sí que debe mantenerse, si no se desea que el sindicalismo derive en un sentido conservador», argumentaba—, defendía la conveniencia de confluir con el liberalismo (léase republicanismo):

Nosotros sabemos sobradamente que nuestro ideario tiene que ser todavía por mucho tiempo una aspiración ideal, y de igual modo sabemos que las masas obreras influidas por los anarquistas tienen que estar siempre dispuestas para apoyar todas las buenas causas, todos los movimientos verdaderamente liberales […], porque en esos movimientos […] pueden existir ocasiones para la consecución de las mayores ventajas morales y materiales contenidas en el programa mínimo del proletariado revolucionario. Tal es el sentido de responsabilidad que nunca ha fallado entre nosotros y pensamos con razón que, al resurgir la Confederación, dicha responsabilidad será más acuciante.[29]

Lamentablemente, el tono moderado de Peiró, que representaba una corriente de colaboración de la CNT con políticas de carácter progresista, ya había generado la alarma en el seno del movimiento anarquista que, con la intención de blindar el carácter libertario de la central sindical, había fundado en el verano de 1927, la Federación Anarquista Ibérica (FAI).

Es de suma importancia para los propósitos de este libro releer las crónicas de la reunión fundacional celebrada en Valencia en los últimos días de julio de 1927. Presentadas las actas en forma de diálogos doctrinales, puede leerse en el resumen de la tercera parte:

Ante el presente de la Dictadura, ¿qué medios hemos de adoptar los anarquistas para provocar un esfuerzo internacional o parcial en la Península Ibérica? Se acuerda desarrollar una intensa campaña de agitación constante entre el pueblo, a fin de que, caldeado el ambiente, se produzca un movimiento popular que sea determinado por el espíritu libertario.

De ser provocado por otros sectores, ¿qué medios ha de adoptar la minoría anarquista para lograr el determinante de la revolución? La conferencia ratifica el acuerdo asumido en el congreso de Marsella (mayo de 1926) de no mantener ningún pacto, colaboración ni inteligencia con elementos políticos y sólo estar en inteligencia con la CNT de España. Se acuerda intervenir en todo pronunciamiento que surja, procurando apartarle de la acción política y encauzar la acción popular a destruir todos los poderes y organizar libremente su vida.

¿Existe dentro de nuestro movimiento la capacidad precisa para una obra contractiva sobre bases antiautoritarias y federalistas? Se cree en su existencia y en la necesidad de desarrollar los organismos para que adquiera nuestro movimiento la máxima solvencia y llegue a la conquista de la voluntad popular.[30]

La exposición de objetivos y métodos es clara. Sin hacer uso de fórmulas incendiarias, empleando un lenguaje confiado e incisivo, plantea «desarrollar una campaña intensa de agitación constante» y «encauzar la acción popular a destruir todos los poderes». El registro dialogado lleva implícita una voluntad didáctica que se complementa con la combinación lingüística del sujeto general «nosotros», para referirse al grupo que debe aplicar los acuerdos, con el uso de un tercero impersonal para definirlos. Tras su lectura uno tiene la impresión de que acuciaba tomar decisiones prácticas, emitir instrucciones concretas. Urgía evitar la indecisión.

En este sentido resulta sintomático que los reunidos aprueben confeccionar «un folleto claro y enérgico para que el obrero sepa qué hacer en una acción revolucionaria». Doctrina y estrategia iban a la par. La FAI no pretendió nunca convertirse en un movimiento numeroso ni ser considerada un referente en el debate ideológico. Su objetivo era activar la revolución de carácter libertario y su desiderátum obtener la mayor eficacia posible de sus actos a través de la agitación popular y del control del sindicato mayoritario, todo ello recubierto de una pátina redentorista: se trataba de encauzar la «voluntad popular» hacia una libertad global, tan atractiva como indefinida.

La FAI, aun sin estar integrada orgánicamente en la CNT, se convertirá en poco tiempo en su acicate. Ya con esa intención, la conferencia aprobó «invitar» a los comités de la CNT para que formaran «consejos generales» con los grupos anarquistas, con el fin de constituir verdaderos «comités de acción» sectorial que garantizaran la implantación general del anarquismo.

Los asistentes a la conferencia representaban a organizaciones libertarias procedentes de Andalucía, del territorio valenciano y, muy especialmente, de Cataluña. La trayectoria del anarquismo catalán marcó no sólo la convocatoria de la conferencia fundacional de la FAI sino su propio contenido, hasta tal punto que, cuando los reunidos debaten si los «comités de acción» deben formarse a partir de la organización sindical o de los grupos anarquistas, se aprueba «lo primero, imitando a Cataluña».

En resumen, durante el período de la Dictadura primoriverista el conjunto de la sociedad catalana siguió un proceso de confrontación, radicalización y debate que afectó a todo el conjunto de las instituciones civiles y eclesiásticas, así como a los partidos y a los sindicatos, con inclusión de una propuesta de organización revolucionaria de matriz anarquista concretada en la fundación de la FAI.

Todas estas circunstancias determinarán no sólo que Cataluña encare el período republicano y bélico de una manera relativamente diferenciada respecto al conjunto de España, sino que el conjunto de innovaciones y provocaciones revolucionarias gestadas en ella se proyecten en el conjunto del Estado e, incluso, se conviertan en factores determinantes a la hora de analizar algunos aspectos de la insurrección militar de 1936, de la revolución que estalló con ella y, muy especialmente, de la persecución política y religiosa que se desarrolló en la retaguardia republicana.

Una de las primeras consecuencias del blindaje doctrinal ejercido por la FAI sobre la CNT fue el distanciamiento estratégico entre la central sindical y los partidos políticos. Dejando a un lado las cavilaciones crónicas de carácter revolucionario de los sectores más radicales del socialismo español, en general los partidos democráticos aprovecharon el período dictatorial para pactar un nuevo régimen parlamentario de carácter republicano, a la vez que la CNT, impregnada de las consignas ácratas, iba supeditando su acción sindical a la idea de implantar el comunismo libertario. Convencidos de la carga revolucionaria de sus propuestas, aspiraban, además, a convencer a la UGT —a la que veían postrada en el reformismo— para que se sumara a la acción subversiva. Esta voluntad de acción conjunta se manifestará trágicamente en los episodios revolucionarios de octubre de 1934 en Asturias…

Coherente con sus planteamientos, la FAI adoptó una organización interna muy efectiva con comités específicos dedicados a propaganda, control sindical, preparación bélica, finanzas y técnicas especiales. Disponían de grupos de «acción directa» propios y promovieron, dentro de la CNT, la constitución de comités de «defensa confederal». La importancia de la FAI en el seno de la CNT se consolidó con la incorporación, en 1933, del grupo Nosotros —los antiguos Solidarios, que ya habían tomado el relevo de Los Justicieros— y, en 1936, del grupo vinculado a La Revista Blanca, de Joan B. Montseny, Federico Urales. Pero la FAI no sólo consiguió que los grupos anarquistas más significados se comprometieran con la estrategia sindical revolucionaria, sino que también logró seducir para la causa anarquista a muchos grupos afines de carácter naturista, feminista, espiritista o, simplemente, a los defensores del esperanto como lengua de relación universal, grupos procedentes de un entorno social difuso pero muy activo.

La potencia ideológica y la capacidad de acción de la FAI, capaz de marginar a la línea más puramente sindicalista de la CNT —representada por Ángel Pestaña y por Joan Peiró—, y de imponerse a los grupos anarcobolcheviques, se erigió en el activo revolucionario más importante, el más preparado para actuar —en pro de la causa general pero también de la idea propia— en el momento de la rebelión militar del 18 de julio de 1936. La radicalidad de sus planteamientos ideológicos y la incorporación de acciones terroristas en su praxis revolucionaria la convertirán en uno de los resortes de la explosión anticlerical y antirreligiosa que se vivió a partir de aquella fecha.

Sin embargo, el extremismo de un grupo minoritario, por muy bien preparado que estuviera y aunque contara con el aparato sindical de la CNT, no habría conseguido imponerse si no hubiera contado con la complicidad de un apoyo social y político de cierta envergadura. El binomio, ya comentado, de la confesionalidad absoluta del Estado, sumada a la represión del grupo sindical mayoritario y a las ambivalencias de los socialistas produjo, en aquel contexto, que los activistas radicales fueran temidos y, en ciertos ambientes, admirados, al mismo tiempo que la Iglesia se convertía en una diana fácilmente justificable de las iras revolucionarias. Se había puesto en marcha un motor capaz de alimentar la peor ola antirreligiosa de la historia de España, la que reactivaría las consignas anticlericales de la tradición liberal para teñirlas con la sangre de las víctimas del terror revolucionario. La voz de los moderados se ahogaría en el caos, en los caminos en llamas.

En este viaje sin retorno, las campañas a favor del laicismo promovidas por un sector de la prensa, por una parte de la intelectualidad y por el universo de las entidades, grupos y partidos de matiz republicano consiguieron que la reivindicación de soberanía del poder civil frente al militar y religioso se convirtiera en un elemento clave de los consensos y pactos para instaurar un nuevo régimen de carácter republicano. El planteamiento consiguió ganar muchos adeptos incluso entre algunos grupos y ambientes católicos que veían evangélicamente necesario abolir la confesionalidad oficial del Estado. Lamentablemente, también supuso dar ventaja a los partidarios no sólo de limitar el ámbito de actuación de la Iglesia, sino de perseguirla por la filosofía religiosa que predicaba y por el legado histórico y cultural que representaba.

Una de las principales herramientas de difusión del anticlericalismo fue la puesta en circulación de numerosos folletos y libritos que buscaban convencer a los obreros de las bondades del ateísmo mientras señalaban a la Iglesia como la culpable secular de todos los males. La popularidad de estas obras divulgativas queda demostrada, por ejemplo, con las traducciones de los libros del anarquista francés Sebastián Faure (1858-1942). Entre 1917 y 1939 se vendieron 335.000 ejemplares de la obra de este autor Contestación a una creyente, 250.000 de Los crímenes de Dios y, según datos de la editorial Vértice, 620.000 ejemplares de Doce pruebas de la inexistencia de Dios.[31]

El anticlericalismo también estuvo presente en el ideario de numerosos rotativos y publicaciones periódicas. Destacaron en Madrid los editoriales y las notas de redacción de El Sol y El Liberal complementados por los de La Libertad y Heraldo. En Barcelona, el discurso anticlerical encontró su voz en El Diluvio, El Día Gráfico, La Batalla y, muy especialmente, en la prensa satírica encabezada por L’Esquella de la Torratxa. En la capital valenciana fueron El Pueblo y El Mercantil Valenciano y, sobre todo, la revista La Traca los medios de comunicación que airearon las ideas anticlericales. El anticlericalismo llegó a ser un tema tan recurrente que se fundaron revistas, normalmente de carácter satírico, dedicadas exclusivamente a difundirlo. Tal es el caso de Fray Lazo, El Cencerro o Las Hijas de Elena. No cabe decir que todas las publicaciones y boletines de los partidos republicanos y de izquierda, así como de los sindicatos, también alardearon de la capacidad revolucionaria del anticlericalismo. Todos parecían estar de acuerdo con las consignas de una proyectada Liga Anticlerical Revolucionaria que, según Hans Mein, su promotor en 1931, debería contener en su programa básico: a) la «incorporación de la lucha anticlerical a la lucha de clases de los trabajadores de España», b) la producción de «propaganda de un ateísmo consecuente» y c) la «organización de mítines revolucionarios y anticlericales».[32]

Algunos estudios explican la connivencia de los partidos de la izquierda parlamentaria con el anticlericalismo y, en algunos momentos, con la persecución religiosa, como una fórmula estratégica de la clase media española, de los profesionales y empresarios emergentes, para liberar a las estructuras del Estado del lastre que representaba para el progreso la versión conservadora de la sociedad que defendía la Iglesia. Implantar el laicismo hubiera significado, según esta interpretación, entrar de pleno en la modernidad, romper definitivamente las fronteras levantadas por la Contrarreforma. Desovillando este argumento, la conclusión sería que la ola revolucionaria que se desató con la sublevación militar de 1936 fue consentida y rentabilizada por la burguesía en beneficio de los intereses del capital. Personalmente, creo que ésta es una visión demasiado mecanicista de la historia. Una historia que, en todo caso, tomará un nuevo y contradictorio aliento con la proclamación de la Segunda República.

Sea como fuere, la actitud oficial de la Iglesia española había alimentado voluntariamente un carácter de exclusividad, de lejanía, de vinculación con el poder. Un número incalculable de reportajes gráficos, de documentos doctrinales, de campañas moralistas la habían reforzado como símbolo reaccionario que generaba fácilmente un rechazo en los ámbitos urbanos, obreros y juveniles. Su vinculación con las grandes instituciones del poder —monarquía, ejército y patronal— propiciaría que en 1936 se convirtiera —derrocada la monarquía y sublevado el ejército— en uno de los dos objetivos a destruir siendo, claramente, el más vulnerable.

Este reduccionismo de perfil absolutamente demagógico se vio favorecido, además, desgraciadamente, por decisiones innecesarias y desafortunadas de la Santa Sede como la de instituir, en 1926, a través de la encíclica Quas Primas, la festividad de Cristo Rey. No se trató de una declaración inocua, sino que pretendía reforzar de forma evidente y solemne la idea teocrática del origen divino del poder temporal. La promulgación se basaba en la ya citada invitación a venerar el Sagrado Corazón de Jesús, devoción que una vez popularizada se quería que adquiriera un valor de insurrección católica contra las nuevas doctrinas sociales y políticas, condenándolas sin distinción. Esta ofensiva sacralizadora puso en una situación extremadamente difícil e incómoda a todos aquellos fieles que no compartían la reclamada confesionalidad del Estado como condición para poder sentir y vivir su fe cristiana, es decir, la de los católicos que compartían el deseo de una república parlamentaria, que consideraban perfectamente lícita y potencialmente beneficiosa para la sociedad.

La carga ideológica y emocional de la fiesta religiosa implantada explica, probablemente, que con el paso de los años se popularizaran las exclamaciones a favor de Cristo Rey y que tuvieran valor de jaculatoria en boca de muchos clérigos y laicos en el momento trágico de morir por su condición de creyentes.