EL MARTIRIO DE LAS COSAS

En el ataque global contra la Iglesia las agresiones no se limitaron a las personas, sino que se dirigieron también, y en primer lugar, contra los templos. Contra toda clase de templos: capillas privadas, ermitas, santuarios, iglesias parroquiales, catedrales… Y contra los monasterios y los conventos. Y contra los colegios religiosos y los hospitales de beneficencia. Y contra los monumentos y las cruces de los caminos. Y contra las imágenes, todas las imágenes… Y contra las bibliotecas y los archivos conventuales o parroquiales. Y contra la toponimia…

Esta circunstancia marca una diferencia básica con otras actuaciones revolucionarias como las dirigidas contra las propiedades privadas —mansiones y automóviles— que, por regla general, no se destruyeron ni incendiaron. Tampoco se derribaron los cuarteles ni los bancos…

Es una diferencia sustancial porque denota que en el caso de los ataques a la Iglesia existió la firme voluntad de destruir un símbolo, de abolir el núcleo de la herencia patrimonial colectiva interviniendo incluso de forma agresiva en la geografía urbana. Conseguir que los pueblos perdieran la silueta de la iglesia era una de las máximas aspiraciones de los comunistas libertarios. Como si el derribo de una iglesia incapacitara a la doctrina vinculada a ella para transmitir los valores morales y estéticos tradicionales, como si de este modo se cambiaran automáticamente las relaciones sociales y de poder.

Pasados más de veinte años, un grupo de urbanistas franceses identificados como «situacionistas» presentaron un proyecto para la mejora del paisaje urbano de París proponiendo — inspirándose, según dijeron, en la Barcelona de 1936— demoler todos los edificios religiosos de la ciudad.[224]

Pretender que el lector pueda figurarse la dimensión de las pérdidas arquitectónicas y artísticas ocasionadas por la persecución, pretender además que pueda valorar la obsesión con que en muchas ocasiones se quiso que una destrucción se convirtiera en fiesta profana, en profanación impúdica, en happening carnavalesco… resulta aún más difícil que conseguir que se sienta partícipe del dolor humano infligido en cada episodio criminal.

No sirven para conseguir este objetivo la acumulación de datos en forma de listas y estadísticas.

Me he limitado, por tanto, a unas reseñas escuetas buscando en todo momento el detalle que pudiera impresionar mejor. La mayoría de referencias proceden de las diócesis catalanas por la simple razón de tener como precedente de esta obra una anterior, El silenci de les campanes, dedicado a ellas.

LAS IGLESIAS

Resulta sumamente difícil cifrar el daño material causado a los templos católicos a causa de la espiral de violencia anticlerical que se desató en 1936. En el conjunto del territorio español había en 1931, según el Anuario eclesiástico, 20.331 iglesias y 18.118 ermitas o santuarios. De este total, aproximadamente la mitad, después de la sublevación del 18 de julio, quedó en la zona republicana. Considerando que en su inmensa mayoría fueron en mayor o menor grado atacadas, se puede concluí; por tanto, que 20.000 iglesias o ermitas sufrieron daños. La cifra de las que fueron totalmente destruidas puede cifrarse, según las estadísticas diocesanas, en un 10% del total, unas dos mil.

Quisiera dar expresividad a las cifras subrayando que, ante todo, fue una destrucción ajena a la guerra. Y, también, que la destrucción material de bienes eclesiásticos fue la máxima expresión plástica de la carga de violencia social con que inundaron las calles de la retaguardia republicana los grupos de milicianos. Los millares de aspirantes a revolucionarios encontraron en la quema de iglesias una manera efectiva de demostrar que tenían el poder real en sus manos. Prender fuego a una iglesia equivalía a indicar que en aquel territorio —barrio, pueblo o vecindario— había llegado la revolución.

Cada iglesia en llamas se convertía —en la mirada del miliciano— en una señal imborrable del anuncio de una nueva sociedad que se quería tan roja como inmaculada. El negro de las cenizas tenía que ser el mejor fertilizante. Que la acción revolucionaria tuviera todos los ingredientes del terror se convirtió, lamentablemente, en una minucia. El camino inexplorado devino, súbitamente, en un camino desbocado, en llamas, sin referentes morales que evitaran la impiedad de las profanaciones y de los asesinatos.

Otra forma de dar vida a las cifras puede encontrarse en la narración de casos concretos. A pesar de la dimensión de la tragedia, son escasos los testimonios escritos que detallen en primera persona la secuencia de una destrucción. Invito al lector a rastrear algunos de ellos. Miguel Regás Ardévol dejó escrito cómo grupos de milicianos procedieron a destruir varias iglesias de Barcelona. Según explica en sus memorias:[225]

Aquellas primeras noches [después del 19 de julio] quemaron y destruyeron las iglesias [de Barcelona]. Oímos con nuestras orejas y nuestros ojos lo pudieron ver, los destralazos y la luz siniestra del incendio de la preciosa joya […] de la Iglesia del Pi. Pasamos al día siguiente por la Rambla y ni comprender podíamos cómo se había podido hundir Belén hasta ver el cielo desde los altares. Mi hijo Miguel me explicó el espectáculo dantesco de la quema de la magnificente Santa María del Mar. Lo que más pena me causó fue la quema de Sant Jaume, porque estuve presente desde el inicio. No fue cosa fácil. Tres o cuatro veces lo intentaron sin conseguirlo. Las puertas eran muy resistentes y cada vez alguna persona benevolente quería hacerles entender la barbarie que suponía quemar aquella iglesia encastada totalmente entre casas habitadas y el peligro que podrían suponer las llamas para el edificio. La situación debería llegar a oídos de los dirigentes de aquella lucha que se iba mostrando cada vez más con su verdadero carácter. Mandaron gente adiestrada que no atendería ninguna súplica de persona sentimental. La iglesia tenía que ser destruida. […]

Otro caso destacable fue el de la catedral nueva de Lérida, construida después de que Felipe V destruyera la gótica. Los comités locales la habían respetado, pero el paso por la ciudad, a finales de agosto, de la columna anarquista de Los Aguiluchos, dirigida por García Oliver ocasionó que se mandara incendiar.

A menudo fueron grupos de milicianos los que incendiaron o saquearon las iglesias. Sin embargo, los ayuntamientos, en algunos casos, también colaboraron. Sólo así se explica que, por ejemplo, se pudiera retirar la imagen de la Virgen de las Mercedes situada en la cúpula de la basílica que se encuentra en la fachada marítima de la ciudad condal. O que se pudiera proceder a derrumbar la imagen del Sagrado Corazón situada en el vértice del templo del Tibidabo.

Otros dos casos bien documentados son los de las ciudades de Manlleu y de Manresa. Un acta del ayuntamiento de Manlleu, correspondiente a un plenario de 1936, contiene los siguientes acuerdos:

1.°, que la Brigada de Trabajadores en paro forzoso proceda a demoler la iglesia y edificios anexos […] por no ofrecer las condiciones mínimas de salubridad y de higiene para ser habitados ni tampoco habilitados para ningún servicio público […]. 4.° Abrir para el pago de los gastos […] un crédito de cinco mil pesetas con cargo al capítulo XI, art. I del presupuesto […] por unanimidad [también] se acordó aprobar y tomar los acuerdos siguientes: 1.°, obligar a todos los propietarios de edificios donde hubiera capillas con emblemas religiosos que las hagan desaparecer de la via pública en el plazo de quince días de comunicado dicho acuerdo, haciéndoles saber que si no lo hacen ellos, lo hará este ayuntamiento con cargo a sus propietarios […].

Los acuerdos municipales de Manresa llevan fecha del 7 de noviembre de 1936:

Seguidamente, por unanimidad, se toman los siguientes acuerdos: Convalidar las obras de demolición de las iglesias […] a fin de economizar gastos, interesa que los técnicos estudien si el derribo de la iglesia de Sant Doménec podrá realizarse usando dinamita en lugar de mano de obra que consume muchos jornales.

En otras ocasiones, los ayuntamientos aprovecharon la ocasión para proceder a reformas urbanísticas previstas. Tal es el caso del derribo, por parte de las brigadas municipales de Gerona, de la iglesia del Mercadal y del convento de las Bernardas, a finales de julio de 1936. En la diócesis de Toledo, en el pueblo de Villarrobledo, el espacio de la iglesia se destinó a plaza pública.

La fiebre destructora de las primeras semanas del estallido revolucionario es una de las demostraciones más evidentes de que existía una estrategia prevista. En otro capítulo ya he mencionado las observaciones aportadas por mosén Sanabre en el sentido de que muchas iglesias de Barcelona ardieron el día 19 de julio de forma simultánea y formando un semicírculo en el mapa de la ciudad bastante alejado de los escenarios de las luchas para neutralizar al ejército sublevado.

Él mismo, observador de primera línea, concluyó que el proceso de destrucción siguió itinerarios y pautas. En primer lugar —señala Sanabre[226]— atacaban a las iglesias parroquiales, sin olvidar la casa del párroco, después continuaban con el resto de las iglesias y los conventos del barrio o de la ciudad. Finalmente, seguían la ruta de las ermitas más alejadas o de difícil acceso.

Con el fin de garantizar que la destrucción llegara a los puntos más recónditos, los comités más numerosos o decididos enviaban grupos de milicianos a supervisar todos los parajes de las comarcas.

La actuación en una iglesia tenía que asegurar una triple destrucción: el sagrario, el altar y el crucifijo. Después se procedía al destrozo de las imágenes, del mobiliario, de los retablos y de los ornamentos.

Destrozar el sagrario significó, en una gran mayoría de casos, quemar los retablos del altar mayor donde estaban ubicados. Uno entre centenares fue el barroco de la iglesia de Santo Domingo de Almería, del cual no quedó rastro ninguno.

La obsesión destructiva no tenía freno. En la diócesis de Urgell, por ejemplo, quedaron totalmente destruidas las iglesias de Santa Maria de Ribes y Santa Maria de Puigcerdá, ejemplos del románico del siglo XIII. En la diócesis de Toledo la mayor pérdida artística fue la provocada por el incendio del convento de San Juan de la Penitencia, una de las piezas arquitectónicas más representativas del plateresco-mudéjar del siglo XVI. En Orihuela fue totalmente destruida la parroquia de Santas Justa y Rufina, un exponente del gótico tardío.

Las ermitas también fueron destino de los peregrinajes destructivos.

Así, por ejemplo, fueron asaltadas las dos dedicadas a San Sebastián y la de Santa Bárbara de Jijona. Y tantos centenares y millares de las esparcidas por la geografía… Todas, prácticamente, sufrieron deterioros.

Algunas catedrales y monasterios pudieron salvarse de la destrucción gracias a la intervención, a la incautación, decretada por las autoridades gubernativas. Tal es el caso de Montserrat, Santes Creus, Poblet… en Cataluña.

Más allá de la voluntad sacrofóbica de los milicianos o del cumplimiento de las órdenes recibidas de los comités revolucionarios, se dieron muchos casos de expoliación. La corrupción prendió entre los incendiarios que vieron en los atentados que cometían una magnífica oportunidad para enriquecerse. Hay casos perfectamente documentados y otros que, por afectar probablemente a personas que ocupaban en aquel entonces cargos importantes, no han podido ser demostrados. Sea como fuere, a menudo destrucción, expoliación y robo formaron parte del mismo proyecto.

ICONOCLASTIA

La destrucción de las imágenes y de los retablos, de los via crucis y de los ornamentos expresó con rotundidad la rabia antirreligiosa de los milicianos.

En algunos casos las operaciones se limitaban a quemar el altar mayor y las capillas de las iglesias. En otras ocasiones, los agresores, ayudados con convicción o por la fuerza por los vecinos, procedían a amontonar todos los enseres de la iglesia en la plaza para quemarlos con ánimo festivo.

Era el momento oportuno para complementar el trabajo con la escenificación grotesca e irreverente. Cuanto más, mejor. Se trataba de usar el sacrilegio como un complemento, como si con su cometido la destrucción fuera más completa.

Esta forma de proceder era propia, fundamentalmente, de los anarquistas. El pensamiento ácrata predicaba la necesidad de la libertad absoluta. El ritual destructor, sarcástico o morboso pretendía la eliminación de la función asignada a lo sagrado además de su desaparición material. De un modo más o menos consciente, al tirar los objetos a las llamas los incendiarios querían no sólo quemar los objetos, sino también eliminar el legado, el símbolo y la función de todos ellos. Digamos que la iconoclastia religiosa contenía una voluntad antisacramental.

En algunos pueblos, las imágenes que tradicionalmente eran sacadas en procesión o romería en julio de 1936 fueron arrastradas por las calles como si se pretendiera con ello desacralizar el espacio público. Desde la capilla del cementerio hasta el pueblo y atada a una caballería fue arrastrada en Barrax —provincia de Albacete— la imagen del Santísimo Sacramento, siendo apaleada brutalmente durante el trayecto.

Cuando en el verano sangriento de 1936 muchos milicianos se encontraron con un arma en la mano y la seguridad de que sus acciones restarían impunes, el caos social estaba asegurado. Militantes adiestrados doctrinalmente para atacar a los enemigos de la clase obrera se encontraron ante un camino histórico tan desconocido como incierto. Se convirtieron sin previo aviso en actores de una obra nunca ensayada. Se sintieron guerreros de una batalla desconocida. Las órdenes eran tajantes y lacónicas y tenían un marcado acento destructivo. Así fue como de garantizar la neutralización del ejército sublevado y dar inicio a reformas revolucionarias se pasó a emprender una persecución religiosa y una depuración civil inimaginable. En aquel contexto, la fiesta destructiva, en el sentido más pagano del término, se convirtió en la forma más fácil de rellenar los espacios inmensos de dudas y de incertidumbres que, súbitamente, se habían producido.

Por ejemplo, en Ayna, en la diócesis de Toledo, las imágenes de la iglesia fueron trasladadas a un local donde se celebraba una lidia de toros para que las bestias arremetieran contra ellas y divirtieran al personal.

Nadie imaginaba encontrarse ante las puertas de una guerra que duraría tres años. Intentar la demolición de la estatua del general Prim, fusilar la imagen del Sagrado Corazón del Cerro de los Ángeles o disfrazarse con las casullas y los báculos sacados de las sacristías, son ejemplos de una transgresión catártica capaz de suplir la necesidad colectiva de garantizar una victoria definitiva, de alejar el fantasma de que pudiera ser efímera.

En las representaciones sacrílegas no había guión escrito. Las palabras brotaban con espíritu de rebeldía sarcástica, como dardos envenenados, como en el caso de un miliciano de Herradón de Pinares, provincia de Ávila, que con un fusil encañonando al sagrario, le decía: «Ríndete. Hace tiempo que tenía ganas de vengarme de ti».[227]

Multitud de imágenes fueron descuartizadas, quemadas, arrastradas, fusiladas, ahorcadas, torturadas… como si fuesen la representación viva del enemigo, en una manifestación de fobia figurativa, próxima a la tradición iconoclasta e intransigente de la reforma luterana. Un verdadero símbolo de la sociedad reactiva que querían imponer.

La violencia verbal también estuvo presente en las iras iconoclastas. Las maldiciones y las blasfemias eran lecciones aprendidas, fáciles de recitar en momentos como aquéllos. Sin embargo, cabe diferenciar entre la maldición asociada a la religiosidad popular —más propia de un sentimiento patrimonial de la fe— y la blasfemia pronunciada deliberadamente como una injuria a Dios, al concepto de Dios. Muchas crónicas de la persecución religiosa se refieren al tono con que los milicianos maldecían y blasfemaban, un tono en nada parecido al del labrador indignado por una mala cosecha o por una granizada intempestiva.

Como compañera de viaje de las maldiciones y de las blasfemias, estaba la escatología. La actividad humana más primaria también tomó valor agresivo. Defecar en un cáliz u orinar sobre las sagradas formas se convirtió en un medio eficaz para vulgarizar a lo sagrado. Más y más trasgresión. La no existencia de límites para la trasgresión abrió las puertas a perder el respeto a la dignidad humana o, como mínimo, a perder el respeto hacia los sacerdotes y religiosos precisamente porque encarnaban a lo sagrado.

La destrucción de imágenes de las iglesias y santuarios se completó con la de muchas capillas privadas e, incluso, con las que tradicionalmente había en muchas casas. Comités y ayuntamientos dictaron bandos exigiendo a la población que entregara todo lo de su propiedad que tuviera un carácter religioso. En Martorell, provincia de Barcelona, por ejemplo, se creó una brigada de matasantos que recorría las calles del pueblo en un camión al descubierto con el fin de que los vecinos fueran arrojando todos los objetos religiosos de uso personal o doméstico que guardaran en casa para proceder, así, a quemarlos.[228]

Todos los casos de iconoclastia contienen una fobia a lo sagrado. La forma de expresarla puede ser, en cambio, muy diversa. Por ejemplo, algunos vecinos y milicianos de Pont de Montanyana, diócesis de Urgell, la expresaron arrastrando a San Ermengol hasta el río con una cuerda atada al cuello.

Sin embargo, la fobia puede transformarse en filia si lo sagrado cambia el nombre que lo identifica. Por ejemplo, Luis Almarcha, posteriormente obispo de León, explica en su libro Mi cautiverio en el dominio rojo (estuvo un año encarcelado en Barcelona) el caso de una mujer barcelonesa ya anciana que no quería desprenderse de una imagen de la Virgen que siempre había tenido en su domicilio. Ante la insistencia de las vecinas, que le advertían del peligro que corría si se la quedaba, decidió comprar una insignia de la FAI y colocársela. «¡Denunciadme ahora!… ¡He aquí la Virgen de la FAI!… ¡Ésta es de las nuestras!»

Las cruces, a menudo góticas, de los caminos también fueron una obsesión de los anticlericales. Su destrucción representaba la liberación del espacio natural, de la geografía, que había sufrido la profanación secular de los símbolos sagrados. Una nueva demostración de que la ofensiva anticlerical iba dirigida contra el conjunto de la herencia cultural de las tierras españolas, tan empapadas de valores cristianos.

Algunos cementerios también sufrieron las consecuencias de la persecución con la profanación de tumbas, destrucción de capillas o panteones, retirada de las cruces… Hasta llegar, en casos extremos, a exponer públicamente los restos momificados de religiosas que habían profesado una vida de clausura. Se trataba de arrancarles los secretos más íntimos, las razones más recónditas por las cuales se habían alejado de la vida mundana. Profanando sus restos y exhibiéndolos se conseguía un simulacro de destrucción postrera de la tradición conventual tantas veces emparentada popularmente con el misterio y la morbosidad.

La diócesis de Vic fue una de las que registraron un grado mayor de ensañamiento con los restos de personajes ilustres. Fueron profanadas las tumbas del obispo Torres i Bages, en la ciudad; la del obispo Morgades, en Ripoll; o la de Berenguer III.

BIBLIOTECAS Y ARCHIVOS

Con la pueril y genérica acusación de que los libros antiguos eran expresión de la cultura clerical y burguesa, se quemaron libros y se destrozaron bibliotecas. El pedagogo Georges Viot, en un artículo publicado en el Bulletin de la Société de Bibliophiles de Guyenne, redactó una enérgica protesta por la pérdida irreparable de muchos fondos bibliográficos. En la lista destacaban las bibliotecas de los franciscanos y de los capuchinos de Sarriá, en Barcelona, así como una parte importante de la del seminario de dicha ciudad; la de los franciscanos de Igualada; la del doctor Sardá i Salvany en Sabadell…

La cifra de archivos eclesiásticos destruidos fue muy cuantiosa. No solamente se vieron afectados los diocesanos sino, también, los conventuales y parroquiales. Leer, por ejemplo, los daños causados, pueblo por pueblo, en la diócesis de Tortosa es desesperante: «Excepto un tomo de matrimonios, quemaron todos los libros sacramentales» (La Mata de Morella); «Desaparecieron para siempre el archivo parroquial y todos los libros sacramentales» (Móra d'Ebre); «El archivo parroquial, quemado» (La Palma d'Ebre); «Del archivo parroquial sólo se salvó el libro de bautizos corriente: años 1929-1936» (Roquetes)…

En el archiprestazgo de Cazorla, en la diócesis de Toledo, solamente se salvó un archivo parroquial. Quemado íntegramente el de Torre del Burgo, en las llamas desaparecieron códices miniados, bulas y privilegios medievales y las crónicas inéditas del monasterio benedictino de Sopetrán.

LA TOPONIMIA, LAS CAMPANAS Y EL CICLO FESTIVO

En la cultura cristiana, la primera y principal de las fiestas iniciáticas es el bautismo. Escoger un nombre que identificará al recién nacido y acercarlo en comitiva de amigos, familiares y padrinos a la pila bautismal con el repique de campanas para pregonarlo se había convertido al paso de los siglos en una forma tradicional de comunicación social. La revolución, en su afán para borrar todo vestigio de las tradiciones cristianas que pudiera hipotéticamente estorbar la implantación de una nueva cultura libertaria o comunista, libre del legado católico, intervino de forma agresiva y espontánea en todos los procesos individuales o colectivos de identificación o de comunicación. No bastaba con prohibir la fiesta familiar del bautizo o de la confirmación, no bastaba con prohibir el culto privado y público, era imprescindible actuar en el ámbito público. Por ese motivo, en muchos pueblos y ciudades se decretaron numerosos cambios toponímicos que afectaron a la identificación de las calles, los locales públicos e, incluso, al nombre de la localidad. También en numerosas poblaciones se prohibió el toque de campanas. La Generalitat de Cataluña, por ejemplo, en el período 1936-1937 autorizó o dictaminó el cambio de nombre de ciento diez poblaciones. Dieciséis por cuestiones relacionadas con la geografía, como fue el caso de Fígols d'Organyà por Fígols de Segre; dos para evitar referencias monárquicas, Prats y Molins de Rei fueron sustituidos por Prats d'Anoia y Molins de Llobregat. Los restantes noventa y dos cambios tuvieron como única finalidad borrar del mapa toponímico cualquier referencia religiosa. Fueron sustituidos, por tanto, todos los que incluían nombres de santos y de santas. En algunos casos se optó por reducir el nombre. Así, Sant Feliu de Guíxols pasó a ser Guíxols. En otros, se optó por escoger un nombre nuevo vinculado con la orografía local o con la actividad económica: Sant Cugat del Vallés se convirtió en Pins del Vallés, Sant Climent de Llobregat en Cirerer de Llobregat… Finalmente, para otros se escogió un nombre relacionado semánticamente con el imaginario anarquista o comunista: Sant Fost de Campcentelles pasó a llamarse Alba del Vallés y Sant Boi de Lluçanès se convirtió en Aurora de Lluçanès. En toda la zona republicana también fue habitual cambiar los nombres de las calles de connotaciones religiosas por otros de acento más revolucionario. El ayuntamiento de Manresa, por ejemplo, en septiembre de 1936 acordó la sustitución del nombre de treinta y dos calles o plazas. Veamos algunos casos: San Miguel por Ferrer i Guardia, calle de los Capuchinos por calle de los hermanos Ascaso —militantes de la FM—, San Lorenzo por Karl Marx… Con tres años de antelación, en la ciudad de Castuera (Badajoz), por acuerdo municipal del 8 de abril de 1933 también se procedió al cambio de los nombres de calles. La de los Mártires se optó por dedicarla a Julián Besteiro, la de la Iglesia se cambió por Marcelino Domingo y la de Santa Ana por Margarita Nelken.

Aunque no corresponda a este capítulo, al hablar de Castuera no puedo dejar de citar otro acuerdo municipal, en este caso fechado el 16 de enero de 1933, por el cual se acordó que «[…] los niños que asistan a la Iglesia para aprender la doctrina cristiana deben estar previamente autorizados por sus padres, cuya autorización debe ser intervenida por la autoridad».[229]

Volviendo al tema de los cambios toponímicos, cabe subrayar que la gravedad de la cuestión no estriba en el nombre escogido para relevar al antiguo: radica en el rechazo a mantener el nombre de origen sin que esté vinculado a un personaje concreto, sino a una larga tradición histórica y popular. Subyace una vez más la firme voluntad de eliminar el rastro del cristianismo, un objetivo mucho más ambicioso que la secularización de la sociedad prevista en la regulación constitucional de 1931.

La obsesión por el cambio de los nombres —es decir, la voluntad de redefinirlo todo— llegó al extremo de conceder un cambio oficial de apellidos a fin de evitar que un ciudadano tuviera que soportar la vergüenza de llamarse Dios. La petición partió de un miliciano llamado Fernández de Dios, la respuesta provino del ministro de Justicia en persona, por aquel entonces el anarquista Juan García Oliver. Ésta fue la respuesta del ministro al director general de Registros y del Notariado:

Ilmo. Sr.: Visto el escrito elevado a este Ministerio por don Gervasio Fernández de Dios, en solicitud de que se le autorice para cambiar su segundo apellido por el de BAKUNIN, y teniendo en cuenta que las actuales circunstancias aconsejan prescindir de la complicada y larga tramitación del expediente de modificación de apellidos en aquellos casos en que, como en el del solicitante, la necesidad del cambio aparece justificada por notoriedad Este Ministerio ha tenido a bien autorizar […] como segundo apellido el de «Bakunin» en lugar del de «Dios», que hasta ahora ha venido usando. Valencia, 9 de Diciembre de 1936.[230]

Desde la caída de la monarquía las campanas de las iglesias fueron un foco permanente de tensión que empeoró con la promulgación, a finales de 1936, de la nueva constitución republicana. Muchos consistorios interpretaron que las campanas tenían que ser consideradas un bien común y debían ofrecer un servicio de carácter civil y no religioso. Estas consideraciones justificaron que muchos municipios establecieran un impuesto para gravar el uso de las campanas, es decir, que si la parroquia quería tocar a misa o a bautizo o a rosario o quería señalar el ángelus o llamar a sepelio, tenía que pagar un arbitrio municipal. Después del 19 de julio muchas campanas fueron retiradas de las torres de las iglesias para ser fundidas a fin de conseguir metal para las industrias de guerra. Eliminar las campanas tenía, además, un significado evidente en el proceso intensivo de decapitación de la Iglesia. Conseguir que enmudecieran se convirtió en un objetivo revolucionario, de ruptura con el pasado. El silencio de las campanas era —debía ser— el anuncio de una nueva era.

La revista L' Hora Nova de Vic, en su edición del 3 de septiembre de 1936, lo ilustró con estas palabras:

Si salís a las afueras, echad un vistazo a la ciudad y, enseguida, notaréis una tan gran transformación que os parecerá imposible. Como por arte de encantamiento, han desaparecido aquellas campanas que, durante siglos y más siglos, habían sido la llamada matinal… De pronto, los campanarios han enmudecido. ¿Qué ha pasado? Ha pasado que el pueblo, el verdadero, levantando el puño, ha hecho saltar la venda que cegaba los espíritus apagados, y les ha dicho: ¡Campanas, no! ¡Sirenas! Y este pueblo inflamado por un sentimiento de progresa ha escalado decidido y entusiasta los treinta y pico de campanarios y de un empujón ha tirado las campanas de arriba abajo; bajaban por el espacio dando repiques, hasta que su pesado cuerpo sordo y amortiguado apagaba su clamor para siempre, aquel clamor que, hasta ayer, lo mismo servía para tocar a fiesta que a duelo.

También existió un interés de las autoridades locales y gubernamentales por alterar el ciclo festivo a fin de desvincularlo del litúrgico. La fiesta de Navidad fue eliminada y el 25 de diciembre pasó a ser un día laborable. Y la popular fiesta de Reyes se diluyó en una propuesta de Semana de la Infancia. Un caso singular de fiesta local que sufrió absurdamente las fobias antirreligiosas fue la de la Patum de Berga, actualmente declarada por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad. Dado que se celebra con motivo de la festividad de Corpus, todos los partidos votaron a favor de suprimirla. El Comité Antifascista sugirió, incluso, quemar todo el bestiario medieval en la plaza pública.[231]