LOS EPISODIOS REVOLUCIONARIOS DE 1934
Alianza Obrera es el nombre que se dio al pacto defensivo promovido desde Barcelona por el Bloc Obrer i Camperol con el objetivo de aglutinar tanto a las fuerzas socialistas como a las anarcosindicalistas. La iniciativa, proyectada desde el verano de 1933 y pregonada no sólo desde las tribunas políticas sino también desde los ateneos y centros culturales de la órbita izquierdista — como es el caso del Ateneu Enciclopèdic Popular de Barcelona—, se materializó coincidiendo con los preparativos de la insurrección libertaria, ya comentada, de principios de diciembre. Esta circunstancia determinó una inesperada incompatibilidad estratégica especialmente en Cataluña. Efectivamente, la CNT —a excepción de la regional asturiana— no quiso adherirse a la Alianza Obrera. Las organizaciones y partidos que sí se mostraron favorables a impulsar la Alianza fueron la UGT, los Sindicatos de Oposición, el Partido Sindicalista, la Unió Socialista de Catalunya, la Federació Catalana del PSOE, la Izquierda Comunista y la Federació Sindicalista Llibertària en cuya sede se estableció el comité de dirección.
Durante el primer semestre de 1934 se produjo una intensa actividad entre partidos y sindicatos para convencer a la dirección del PSOE, a la del PCE y, muy especialmente, a los sindicatos cenetistas, de la necesidad de implantar la estrategia «bloquista» en todas las provincias españolas. Los socialistas, representados por Largo Caballero, adoptaron una actitud de colaboración oficiosa e irregular: reconocían la necesidad de una estrategia defensiva conjunta pero no creían en la urgencia del proyecto ni tampoco creyeron conveniente liderarlo. El Partido Comunista, a pesar de la hostilidad inicial, decidió su ingreso en la Alianza en septiembre de 1934. Más irreductibles se mostraron los cenetistas que, además del temor a la pérdida de protagonismo revolucionario, no compartían el acuerdo de la Alianza —cerrado en la Conferencia de Comités Comárcales del 17 de junio— de defender, ante una posible agresión por parte de un gobierno de derechas a la autonomía catalana, la proclamación de una República Catalana.
La Alianza Obrera consiguió tener una presencia activa en diferentes provincias españolas, especialmente en Asturias, Madrid, Jaén, Córdoba y Sevilla. Antes de iniciar el análisis detallado de la forma en que se proyectó la acción defensiva y revolucionaria de la Alianza Obrera, es importante reparar en dos cuestiones políticas que influyeron de una forma decisiva en el curso de la historia de aquellos años decisivos.
De una parte, en Cataluña se produjo el primer enfrentamiento político importante del período republicano. Las elecciones generales del mes de noviembre habían representado un triunfo para la Lliga. Esta circunstancia, sumada al fallecimiento de Francesc Macià, que dejaba vacante la presidencia de la Generalitat, impulsó a ERC a formar, en enero de 1934, un gobierno de unidad republicana presidido por Lluís Companys con una conselleria reservada a la Unió Socialista. El día 8 empezaron los disturbios ya narrados y para el 14 habían sido convocadas unas elecciones municipales parciales con el objeto de elegir por sufragio universal a los concejales que debían sustituir a los que en abril de 1931 habían accedido aún a sus cargos por designación indirecta prevista en las leyes ya derogadas. En un exceso de recelo y de desconfianza, relacionada con el triunfo de la CEDA, el recién estrenado gobierno catalán ordenó, pocos días antes de la fecha de las elecciones, el registro del local central de la Lliga en Barcelona bajo la sospecha de que había armas escondidas. La medida policial provocó incidentes durante toda la jornada y el asalto a diversas sedes comarcales. Ante esta situación inesperada e injustificada, la Lliga decidió que sus diputados abandonasen los escaños del Parlamento autonómico hasta que el Gobierno no garantizase el orden público. La reacción, desproporcionada al parecer de los cristianodemócratas de la UDC, bloqueó toda la actividad parlamentaria durante nueve meses, hasta octubre, cuando la Lliga se reintegró al hemiciclo.
Este episodio, además de las consecuencias políticas que provocó, puso en evidencia que el primer Gobierno liderado por Companys había actuado con una elevada dosis de impotencia gubernativa y de desconfianza política, dos características que, desgraciadamente, en el transcurso de los años no sólo no se moderarían sino que se acentuarían. Tanto es así que no fueron ajenas a las decisiones tomadas en las horas inmediatas a la neutralización en Barcelona de la sublevación militar del 18 de julio de 1936.
La otra cuestión que debe tenerse en cuenta es la resistencia del presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, a encargar la formación de gobierno a la CEDA, a pesar de su clara victoria en las urnas. Gil Robles acató esta decisión con cierta complacencia al considerar que no era el momento oportuno para que su coalición tomara la responsabilidad de gobernar, sino que prefería que fuera el Partido Radical de Alejandro Lerroux, cada vez más conservador, quien administrara la victoria electoral. Así fue como el Partido Radical Republicano, que ya había presidido los dos últimos Gobiernos anteriores a las elecciones de noviembre de 1933, se vio abocado a lo imposible: formar, contando con poco más del 20% de escaños, un Gobierno sólido al margen de la CEDA. El resultado fueron tres Gobiernos efímeros, dos de ellos presididos por Lerroux, hasta que el 4 de octubre el líder radical republicano optó por dar entrada, en una cuarta remodelación, a tres ministros de la CEDA —Trabajo, Justicia y Agricultura—, a dos del Partido Agrario y a un católico independiente, Leandro Pita Romero.
Los continuos cambios ministeriales fueron el producto previsible de una situación compleja y contradictoria. El Partido Radical, de larga tradición anticlerical e importantes vinculaciones con la masonería, tenía que encajar la acción de Gobierno con la CEDA como partido mayoritario del Congreso, de inspiración católica y talante confesional que, al no poder iniciar por aritmética parlamentaria un nuevo proceso constitucional, aspiraba como mínimo a conseguir la anulación de algunas leyes aprobadas en la antigua legislatura. Estas contradicciones fueron las causantes del bloqueo de cualquier iniciativa legislativa y de impedir obviamente la actividad ordinaria del Gobierno.
La inestabilidad gubernamental y parlamentaria supuso un paso más en el incremento de las hostilidades políticas. Paradójicamente, los partidos de la izquierda marxista y la derecha reaccionaria coincidieron en la incapacidad de concebir que pudiera existir una República católica o una República de derechas. Así pues, no fueron sólo los partidos de izquierda —republicanos o marxistas— los que identificaron República con laicismo, sino también un sector de las derechas que contaba con el aval del sector más integrista de la Iglesia.
En estas circunstancias cualquier proyecto de ley era motivo de enfrentamiento político. La crispación se hizo evidente, por ejemplo, en las reacciones encontradas que suscitó una iniciativa legislativa presentada en abril de 1934 y que, al amparo de una amnistía general, equiparaba a los detenidos en el alzamiento militar del general Sanjurjo del verano de 1932 con los cenetistas que habían participado en las insurrecciones obreras de enero y diciembre de 1933. Lo mismo sucedió con un intento de contrarreforma agraria.
La cuestión agraria fue también la causa de graves fricciones del Gobierno de Madrid con el de la Generalitat catalana. La más importante de ellas se produjo como consecuencia de la aprobación en abril de 1934, en el Parlamento catalán, de la Llei de Contractes de Conreu. Dicha ley preveía el acceso del arrendador a la propiedad de una finca y a un precio reglamentado después de un período de dieciocho años de cultivarla; obligaba a un período mínimo de seis años en el arrendamiento de fincas agrícolas y limitaba al 4% del valor de la tierra la renta máxima. Se trataba, por tanto, de una reforma agraria progresiva y moderada. Así lo entendió la dirección de la UDC y, por tanto, votó a favor de la ley, en una decisión que demuestra una vez más la independencia de criterio con que el partido democristiano actuó durante la Segunda República y la escasa coincidencia con los sectores católicos más conservadores.
Lamentablemente, el Gobierno de Madrid, presidido por Ricardo Samper y presionado por la Lliga (que se opuso a la ley), decidió presentar un recurso de inconstitucionalidad ante el Tribunal de Garantías, el cual declaró la incompetencia del Parlament en esta materia. La sentencia fue interpretada como una agresión al autogobierno. Fueron precisas largas y tensas negociaciones para llegar a una solución de compromiso. Sólo después de pactar un nuevo redactado, el 12 de septiembre se procedió a la aprobación definitiva de la ley. Sin embargo, la solución de consenso no convenció a los propietarios más conservadores agrupados en el Instituto Agrícola de San Isidro. Esta circunstancia determinó que dicha institución patronal, hasta entonces dominada por la Lliga, se inclinara por la opción más conservadora de la naciente Acció Popular Catalana, adherida a la CEDA. Como demostración de fuerza, el Instituto de San Isidro convocó una manifestación contra la ley de contratos en Madrid para el S de septiembre. La iniciativa consiguió el apoyo de más de dos mil propietarios agrícolas. El éxito de la campaña decidió a Gil Robles a bloquear el último trámite parlamentario que estaba previsto para el pleno del Congreso del 1 de noviembre. La decisión representó en la práctica un voto de censura al gobierno radical. La crisis se resolvió al precio tan temido por los partidos de izquierda de ceder —tal como ha sido comentado en párrafos anteriores— ministerios a la CEDA y a los agrarios.
Tal decisión sirvió de detonante para las revueltas de octubre de 1934, que ocasionaron las primeras víctimas de la violencia anticlerical del período republicano.
Sin embargo, antes de analizar con detalle dichos episodios es importante recordar que en las elecciones de noviembre de 1933 los integristas y los tradicionalistas habían conseguido, bajo las siglas de Comunión Tradicionalista, 29 diputados. Esta presencia parlamentaria no era importante en sí misma, puesto que en sus principios fundacionales el nuevo partido, fundado en 1931 por la fusión del Partido Católico Nacional de Ramón Nocedal y del Partido Católico Tradicionalista de Vázquez de Mella, se declaraba contrario a la democracia parlamentaria. Era, en cambio, un signo de la fortaleza con que los sectores más conservadores de la sociedad española —muchos de ellos vinculados con el carlismo—iban organizando la resistencia a un modelo de sociedad republicana e izquierdista contraria a sus principios e intereses.
En tal sentido, en el verano de 1934 se produjeron tres hechos significativos. De una parte, el nombramiento del andaluz Manuel Fal Conde como secretario general de la Comunión Tradicionalista en virtud a las exitosas campañas de difusión llevadas a cabo en Andalucía que representaron una importante y estratégica expansión de la doctrina tradicionalista. En relación con dicho nombramiento cabe destacar el impacto que causó en la opinión pública española el desfile en Quintillo de Sevilla, coincidiendo con el segundo aniversario de la proclamación de la República, de la milicia armada de la Comunión Tradicionalista, esto es, de los «requetés», con la participación de 650 boinas rojas. En tercer lugar, hay que subrayar la reunión que en marzo de 1934 mantuvieron el general Barrera, el alfonsino Goicoechea y el carlista Rafael Olazábal con Mussolini. No en vano, consiguieron un pacto según el cual las autoridades fascistas prometían colaborar con los monárquicos españoles en la caída de la República y en el establecimiento de una Regencia. Para ello se pondría a disposición de los conspiradores un millón y medio de pesetas, diez mil fusiles, doscientas ametralladoras y abundante munición, y se entrenaría en suelo italiano a cierto número de requetés tradicionalistas. Las divergencias surgidas entre los carlistas y los alfonsinos, partidarios estos últimos del retorno de Alfonso XIII, restaron eficacia a un pacto que, sin embargo, debe ser considerado el precedente de la ayuda militar italiana prestada a la sublevación del 18 de julio de 1936.
Este pacto secreto fue especialmente grave porque significó primar los intereses políticos y dinásticos de partidos y personas de conocida reputación católica —muchos de ellos mantenían contactos regulares con el cardenal Segura— en detrimento de las recomendaciones oficiales de la Iglesia. Ésta apostaba, cabe recordarlo, por trabajar, en nombre del bien común, para la transformación de las leyes antirreligiosas sin romper el principio de autoridad civil emanado de un Gobierno legalmente constituido.
En la confusa situación de 1934 también causó alarma entre los partidarios de la República el escándalo político que se produjo en Austria cuando el Frente Patriótico —una formación política equivalente a la CEDA española— impuso desde el poder la ilegalización del partido socialista y la implantación de una constitución corporativista. La radicalidad antidemocrática de las Juventudes de Acción Popular (JAP), el brazo juvenil de la CEDA, aumentó todavía más el recelo que inspiraba la confederación de las derechas en amplios sectores de la población. Algunos desfiles paramilitares de esta organización juvenil, como el organizado el 22 de abril de 1934 en el Escorial, hacían realmente fácil asimilar a la CEDA y a Gil Robles con las ideas fascistas. Sin embargo, no sería lícito calificar de forma gratuita a la CEDA como un partido totalitario ni mucho menos golpista, a pesar de que algunos de sus militantes, como Ramón Serrano Súñer, fueron importantes colaboradores franquistas.
Unas palabras del canónigo Carles Cardó sobre la CEDA, escritas en 1947 desde el exilio, ofrecen una visión crítica y a la vez profunda de lo que representó —o hubiera podido representar— la CEDA en el contexto de la Segunda República. Cardó, que no deja de considerar la confederación de las derechas como una respuesta de la Acción Católica en el orden político, aludió a ésta con una velada acusación a la actitud del integrismo religioso.
Conocedores como somos [escribió] de esta organización modélica, de sus promotores y de sus actividades, no vacilamos en afirmar que si hubiera encontrado el apoyo que merecía de los que estaban más obligados a dárselo, habría salvado a la religión y a España bajo cualquier forma de gobierno. Quizá mejor dicho: si no hubiera chocado con su hostilidad rencorosa. […] Se deseaba como fuera que la guerra civil destruyera a la República como condición previa para el triunfo de la religión.[76]
En resumen, a pesar de que todos los factores enumerados no están vinculados de manera directa con la Iglesia, no es posible afirmar que toda la jerarquía eclesiástica se mantuviera al margen de las tramas conspirativas. Las relaciones de los sectores más tradicionalistas con el integrismo fueron evidentes, al tiempo que los grupos políticos que representaron, en el contexto del segundo bienio republicano, el involucionismo político hicieron alarde constante de la defensa de la religión católica como legado histórico y como código moral.
Puede afirmarse con certeza que tres años de separación Iglesia-Estado no habían desterrado la idea —real o tópica, según los escenarios— de que el catolicismo era cosa de derechas. Ser católico y, aún más, ser eclesiástico, no se consideraba una condición derivada exclusivamente de la opción religiosa personal, sino que tenía, en opinión de una parte importante de la población, una evidente connotación política. Éste era el cliché alimentado por el anticlericalismo parlamentario, por la prensa satírica, por un sector influyente de la intelectualidad y por las logias masónicas. Todos los esfuerzos individuales y corporativos para romper esta imagen, para superar el estigma, toparon con la inercia secular de raíces inquisitoriales y con la falta de fidelidad evangélica en muchas de las actitudes y decisiones adoptadas por una parte importante de la jerarquía eclesiástica.
Al día siguiente de la entrada de la CEDA en el Gobierno, el 5 de octubre de 1934, la Alianza Obrera declaró una huelga general en toda España. Sin embargo, la consigna sólo cuajó con intensidad variable en Cataluña y en Asturias. Andalucía y Castilla habían protagonizado en verano importantes protestas que fueron reprimidas enérgicamente por los radicales.
En Cataluña la huelga, tolerada por el gobierno de la Generalitat, fue total, con la particularidad de que, en esta ocasión, no estuvo protagonizada por los militantes cenetistas que se habían declarado contrarios a ella. Las calles de Barcelona fueron ocupadas rápidamente por miles de obreros de las organizaciones aliancistas, entre los que destacaban los escamots, las patrullas de Estat Catalá que, organizadas militarmente, tenían por misión actuar como una guardia cívica en defensa de la República y de Cataluña. En un ambiente de parálisis y de desconcierto, los manifestantes reclamaban armas a la Generalitat y exigían del presidente Companys que proclamara la República Catalana con el objetivo de provocar un cambio radical en el escenario político español que no sólo garantizara la supervivencia de la República sino que, además, estableciera las bases de un Estado confederal.
Una parte importante del Gobierno catalán, que contaba con Josep Dencàs en la conselleria de Gobernación (Dencàs había presidido las juventudes de Estat Català), se mostraba favorable a las tesis rupturistas de la Alianza Obrera pero, al mismo tiempo, recelaba del peligro que podía suponer armar a los sublevados tanto por la inferioridad logística ante un ejército que se mantenía expectante, como por la oportunidad que representaba para los anarquistas de provocar paralelamente una ofensiva insurreccional y revolucionaria.
Al atardecer del día 6, el presidente Companys proclama el Estat Català de la República Federal Española. Al cabo de una hora, los militares, a la orden de Doménec Batet, capitán general de Cataluña, ocupan el centro de la ciudad. Empiezan, entonces, los enfrentamientos armados con la inesperada pasividad de los escamots de Estat Català que, al margen de las fuerzas de seguridad de la Generalitat, eran los únicos efectivos organizados y armados con que contaba la Alianza. A pesar de ello, cuatrocientos obreros logran concentrarse en el edificio del Fomento del Trabajo —cerca de la catedral—, una facción de Estat Català resiste en la sede del CADCI, la organización sindical de los dependientes de comercio en las Ramblas, y en la Casa del Pueblo de la calle Nou de Sant Francesc se reúnen los efectivos socialistas. Sin embargo, la resistencia se hace inútil ante el uso de la artillería, que dirige sus ataques especialmente contra la sede del CADCI y del Palau de la Generalitat, sede del Gobierno. A las seis y media de la madrugada del día 7 de octubre, el presidente Companys comunica al general su intención de rendirse. La ausencia de liderato, la escasez de armas y la negativa anarquista a secundar la insurrección la habían condenado al fracaso.
Aunque parezca un hecho secundario, cabe destacar que la CNT, aprovechando la impunidad por no haber participado en los disturbios, supo organizarse para apropiarse de una parte importante del armamento utilizado por los aliancistas que, en el intento de escapar de la detención, abandonaban por las calles o, en muchos casos, tiraban a las cloacas. Este alijo de armas será de suma importancia para la CNT en las jornadas decisivas de julio de 1936, especialmente para poder abastecerse de arsenales mayores.
A pesar del fracaso de la revuelta en Barcelona, los conatos de insurgencia proliferaron en muchos pueblos y ciudades de Cataluña.
En Sabadell los aliancistas, respaldados por todos los núcleos republicanos y con un amplio apoyo popular, ocuparon el ayuntamiento hasta la llegada, ya caída la noche, de las tropas militares. En Manresa, una nutrida representación obrera entregó al alcalde una proclama a favor de la República Catalana para que fuera leída desde el balcón consistorial. A pesar de que no se registraron enfrentamientos violentos, el local del Partido Radical fue atacado. En Mataró, con el apoyo de ERC, la huelga tuvo un seguimiento total y desde el ayuntamiento se proclamó el Estado catalán.
Valls, Vilafranca del Penedés, Vilanova i la Geltrú, Badalona, Lérida y muchas otras localidades se sumaron a la revuelta. A pesar de ello, el historiador Josep Termes plantea un análisis sumamente crítico de los acontecimientos, que califica de «un alzamiento de un poder legal contra otro, realizado sin fuerzas suficientes, mal preparado y concebido, en el cual un grupo arrastra al otro y juntos hacen que no hacen. […] No fue una revuelta que se enfrentó al Gobierno, sino un gobierno que impuso una revuelta».[77]
La insurrección se saldó con cuarenta y seis víctimas, una docena de heridos y más de dos mil quinientas detenciones. Todos los miembros del gobierno de la Generalitat fueron juzgados y condenados a treinta años de reclusión. El estatuto fue derogado. El Parlament clausurado. La Llei de Contractes de Conreu abolida. Se ordenó el cierre de numerosos periódicos y muchas entidades locales fueron prohibidas.
En términos generales, los disturbios no ocasionaron daños materiales importantes. Sin embargo, en los municipios de Lérida, Navars, Vilafranca del Penedés y el Morell se registraron actos de violencia anticlerical.
En Lérida murieron dos franciscanos y dos más resultaron heridos como resultado de la acción de unos militantes del BOC, el partido que había promovido la revuelta. En un primer momento, los insurrectos detuvieron a dos de ellos. Sometidos a un simulacro de juicio que se celebró en el local de esta organización política, fueron condenados a muerte. La sentencia no se ejecutó gracias a la intervención de las fuerzas de seguridad de la Generalitat, que exigieron su custodia para entregarlos a la delegación del Gobierno en la ciudad. Sin embargo, los agentes del orden no pudieron evitar que los más exaltados dispararan contra ellos y los hirieran. Las víctimas fueron asesinadas a la entrada del convento, en represalia por la actuación policial.
En Navars, en la comarca del Bages, el párroco fue asesinado cerca de la estación del ferrocarril. Por la mañana, como en tantas otras poblaciones, los grupos aliancistas se habían apoderado del ayuntamiento de forma pacífica. Fue al anochecer cuando algunos grupos incendiaron el interior de la iglesia parroquial y, después, alegando que tenían que conducirlo a declarar, detuvieron al sacerdote. Éste era un hombre de fuerte temperamento que se había enfrentado a menudo con los ciudadanos que ofendían a la religión. Camino del ayuntamiento, uno de los acompañantes gritó: «¡Lo tenemos que matar!». Lo derribaron a perdigonadas y lanzaron su cuerpo por encima del muro del cementerio.
En el pueblo de El Morell su párroco, Andreu Roig, también fue atacado con escopetas de caza. En Vilafranca del Penedés y otras localidades los huelguistas procedieron a incendiar la iglesia parroquial.
En Asturias la convocatoria de huelga general desembocó en una insurrección de un calibre y de unas características muy distintas a la catalana. En un movimiento coordinado, la Alianza Obrera había conseguido reunir en esta provincia minera e industrial a socialistas y anarquistas, a los que posteriormente se unirían los comunistas. Según consta en el primer punto del comunicado conjunto emitido el 28 de marzo de 1934, «las organizaciones firmantes de este pacto trabajarán de común acuerdo hasta conseguir el triunfo de la revolución social en España, estableciendo un régimen de igualdad económica, política y social, fundado sobre los principios socialistas federalistas».
Con esta estrategia, la Alianza sumaba en un solo proyecto revolucionario a setenta mil sindicalistas con una ligera mayoría de afiliados a la UGT, que era la organización obrera dominante en las cuencas mineras, especialmente por su vinculación con el Sindicato Obrero de Mineros de larga tradición reivindicativa. El sindicato contaba con una solvente estructura financiera y editaba un boletín propagandístico titulado Avance con una edición semanal de veinticinco mil ejemplares. En Asturias se concentraba también la organización más numerosa de las Juventudes Socialistas de toda España con más de dos mil afiliados organizados, desde noviembre de 1933 —siguiendo las directrices de Largo Caballero—, como fuerza de choque con preparación y estructura paramilitares. En estas condiciones, el ambiente revolucionario había impregnado con el paso de los meses a amplios sectores de la sociedad asturiana. Uno de los líderes mineros, González Peña, lo resumía así en una conferencia impartida en Oviedo en febrero de 1934:
Hay que hablar de ella [la revolución] no en el centro obrero, sino en la tertulia de café, en el taller, en la fábrica, en la oficina, en la mina, en el campo, hasta que se convierta en una tromba que lo arrastre todo a su paso.[78]
En esta misma fecha, en un mitin en el cine Pardiñas de Madrid, Indalecio Prieto, abandonando su moderación política, exclamaba: «Hágase cargo el proletariado del Poder y haga de España lo que España merece. Para ello no debe titubear, y si es preciso verter sangre, debe verterla». Ya en vigilias de la insurrección, el 27 de septiembre, El Socialista advertía:
El mes próximo puede ser nuestro octubre, nos aguardan días de prueba y jornadas duras; la responsabilidad del proletariado español y sus cabezas directoras es enorme. Tenemos nuestro ejército a la espera de la movilización. Y nuestra política internacional. Y nuestros planes de socialización […].
El proceso de radicalización del PSOE se había acentuado con la victoria de la CEDA en las elecciones de noviembre de 1933, pero desde 1931se nutría de la retórica de una nueva generación de militantes y de cuadros, en su mayoría profesionales independientes procedentes de la clase media que alimentaban la idea de capitanear una revolución que impidiera el avance, del denominado «virus reformista».
Los anarquistas asturianos tenían su área de influencia máxima en la zona industrial de La Felguera y Avilés; los motores socialistas eran Mieres y Oviedo mientras que los comunistas tenían en Sama de Langreo una de sus plazas fuertes. El ambiente en los círculos obreristas asturianos se había radicalizado no sólo a causa de la coyuntura política, sino también por la disminución productiva de las minas que repercutía gravemente en la precariedad laboral de los mineros, los cuales acumulaban una larga tradición de lucha social y de ejercicio de la solidaridad. UHP, «Unión de Hermanos Proletarios», PP, «Poder Proletario» o TPS, «Trabajadores Proletarios, Salud» son las siglas, los lemas, las consignas que jalonaban caminos y carreteras y con los cuales rubricaban las proclamas y los comunicados revolucionarios en un intento de conferir una marca propia a los esfuerzos desesperados y trágicos de dotar a la sociedad asturiana de un orden nuevo.
Los enfrentamientos de los revolucionarios con el ejército, que operaba bajo la dirección del general Franco y del coronel Yagüe, duraron una semana. Las organizaciones revolucionarias disponían de material bélico abundante comprado con antelación con fondos del sindicato minero. Según un informe de la Dirección General de Seguridad, el 5 de enero de 1935 se habían recuperado en Asturias diecisiete mil fusiles, veintisiete ametralladoras, cuarenta y un cañones, veintitrés mil bombas y treinta y tres mil cartuchos de dinamita. Con este arsenal, resulta evidente que la intención de los insurgentes no era sólo resistir el envite de las tropas del ejército y del Tercio de la Legión, sino expandir la revolución a toda España.
El número de víctimas mortales superó el millar, de las cuales más del 80% fueron militantes sindicales. Los heridos, más de dos mil, también fueron en su mayor parte civiles. Resultaron destruidas más de setecientas viviendas, cuatro fábricas y cincuenta edificios públicos.
La revolución asturiana marcó un punto de inflexión en la violencia anticlerical de la etapa republicana, puesto que no sólo se destruyeron diecisiete iglesias,[79] entre las que destaca la catedral de Oviedo, sino que se procedió a dar muerte a treinta y cuatro eclesiásticos.[80] En uno de los primeros bandos difundidos desde Mieres por el Comité Revolucionario, destinado en esta ocasión a las tropas del ejército enviadas para reprimir a los obreros, ya se vislumbraba esta posibilidad cuando, después de solicitar a los soldados que desertaran y se sumasen al ejército rojo, «dispuestos a defender con su sangre los intereses de nuestra clase proletaria», apuntaba como enemigos de ella a «todos nuestros explotadores, el clero, los militares podridos […]».[81] Desde entonces, la sotana o el hábito telar ya no serían sólo motivo de burla, sino, por añadidura, el símbolo de un enemigo que debía ser abatido.
Los dos casos más destacables fueron los de un grupo de ocho Hermanos de las Escuelas Cristianas de Turón y un segundo formado por seis seminaristas de Oviedo.
En Turón los disturbios empezaron el jueves, 5 de octubre. Los insurgentes atacaron en primer lugar el cuartel de la Guardia Civil. Seguidamente instalaron el cuartel general en el Ateneo y un centro de abastecimiento, con todo lo requisado en los comercios de la ciudad, en la escuela Nuestra Señora de Covadonga regida por los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Al llegar, los milicianos procedieron a detener a la comunidad junto con un sacerdote pasionista que actuaba de confesor. Éstos fueron encarcelados en la Escuela de Niños de la localidad, donde se les sumaron el párroco y el coadjutor de Turón y dos oficiales carabineros. El lunes, 8 de octubre, fueron visitados por dos miembros del Comité local, uno de ellos antiguo alumno de los detenidos, con la falsa intención de tranquilizarlos. A la una de la madrugada del martes, con la excusa de llevarlos al frente para usarlos de escudos humanos, los condujeron al cementerio, donde fueron fusilados por un pelotón de unos veinte milicianos y enterrados en una fosa común. Alguno de ellos fue, además, brutalmente golpeado. De la secuencia de los hechos destacan dos circunstancias. Por una parte, la negativa de los milicianos a permitir que el sacerdote muriera con la sotana puesta, alegando que eso no estaba permitido en una «república libertaria», respuesta que denota un elevado grado de convicción en el triunfo de la revolución al tiempo que una contradicción flagrante con la idea de libertad. Por otra, la opción de escoge; en el momento de comprobar que no todos cabían en el camión que los tenía que trasladar al cementerio, a los dos curas de Turón que se libraron así de la muerte. Esta selección demuestra que el móvil principal de la agresividad anticlerical no era la religión en sí misma, sino la acción educativa de las órdenes religiosas por el influjo —a su modo de ver pernicioso— que generaba.
Los seminaristas eran estudiantes de teología del seminario de Santo Domingo de Oviedo. El asalto de los mineros de Mieres a la capital había empezado el sábado, día 6, a las siete de la mañana. El barrio de San Lázaro, donde estaba situado el seminario, fue uno de los primeros en ser ocupados. Los insurrectos, encabezados por Arturo Vázquez, uno de los líderes obreros, se enfrentaron con una compañía de Infantería. En la batalla, el edificio sufrió graves daños, su biblioteca fue incendiada… Un grupo numeroso de seminaristas que, siguiendo los consejos del secretario episcopal, habían permanecido en él, huyó hasta esconderse primero en una vivienda deshabitada y, posteriormente, en un sótano de las cercanías donde ocho de ellos, acompañados de un dominico, permanecieron hasta el atardecer del día siguiente. Les delató su intento de ir en busca de comida. A partir de este momento, los hechos se precipitan: siete de ellos son detenidos y, con la excusa de presentarlos ante el Comité, custodiados por dos obreros armados, se les obliga a avanzar en fila de a uno hasta que, en el acceso de la calle de la Luneta, situados ante un portón, son tiroteados a quemarropa.
Ninguna revolución justifica la comisión de asesinatos a sangre fría. Sin embargo, el episodio de la muerte de estos seminaristas es tan cáustico y gratuito, sin intervalos dubitativos, sin presencia de dirigentes… que lo hace aún más incomprensible. Sólo la coincidencia de los hechos con la noticia de que el ejército había ocupado la torre de la catedral para disparar contra los obreros con la consiguiente indignación de los sublevados pudo crear las condiciones propicias para que los guardianes apretaran el gatillo.
Los mineros afiliados a sindicatos católicos se convirtieron en diana preferente de los ugetistas y cenetistas levantados en armas, como demuestra el asedio al que fueron sometidos treinta de ellos, liderados por Vicente Madera Peña, el día 5, en su local social de Moreda. Tomás Suero, el párroco, les suplicó que se rindieran. Ante su negativa, el párroco permaneció a su lado hasta que al anochecer huyó junto con veintiséis de ellos. Su proeza no le salvó la vida puesto que, delatado por un socialista emparentado con feligreses que le escondían, fue detenido y asesinado. El traslado del cadáver hasta la fosa preparada de antemano se convirtió en una algarabía de insultos.
La hostilidad hacia las organizaciones obreras de signo católico también fue, probablemente, la causa del asesinato de Joaquín del Valle, párroco de Olloniego que había dedicado buena parte de su vida al fomento de una Cooperativa Obrera y de un Sindicato Católico. Lo detuvieron en la casa parroquial y, después de cuatro días de cautiverio, el miércoles día 10, bajo la excusa de ser trasladado a los juzgados de Oviedo, fue asesinado. Según carta de Santiago Rodríguez, párroco de Santiago de Arenas, a Graciano Montes, provincial de los padres agustinos residente en Lima, Joaquín del Valle, antes de ser asesinado, sufrió la mutilación de los genitales.[82]
Veintinueve años de edad contaba el cura de Sama, Venancio Prada. Desde los veinticinco ejercía con ímpetu la acción pastoral en esta localidad. En esta ocasión fueron los mineros armados quienes se atrincheraron en la iglesia para atacar al cuartel de la Guardia Civil. Era la madrugada del 5 de octubre. Ante el peligro de derrumbe de la casa parroquial intentó refugiarse en una fonda sin conseguirlo. Un disparo certero lo dejó malherido en plena calle sin que nadie atendiera a su petición de auxilio. Murió al atardecer y su cuerpo fue retirado al cabo de tres días. No parece improbable que su intensa actividad pastoral de carácter benéfico esté vinculada a su muerte. Según Dimas Camporro, párroco de San Isidoro de Oviedo, ya había recibido amenazas en este sentido a la salida de una conferencia sobre el concepto de libertad que le habían invitado a impartir en la Casa del Pueblo.[83]
En la noche del 7 de octubre, en las cercanías de la mina Coca de Mieres, fue asesinado el jesuita Emilio Martínez. Había sido detenido en la entrada de Santullano por la mañana, después de estar dos días huyendo por el monte. En las horas previas a la muerte intervino en su defensa José Iglesias, un capataz de minas de gran ascendencia en el pueblo. Su alegato, consistente en destacar la dedicación docente del jesuita destinada a los obreros e hijos de obreros de Revillagigedo, fue considerado un agravante, pues se creía que los religiosos que enseñaban no eran más que embaucadores.
Cada caso, hasta llegar al cómputo de los treinta y cuatro religiosos —de un censo de sesicientos veinte— que cayeron asesinados en aquellas jornadas revolucionarias, reviste características particulares. Sin embargo, destaca entre ellas que las víctimas —especialmente los casos individuales— se hubieran distinguido por su carácter polemista o por su actividad docente o cultural, como fue el caso de Ramón Cossío, párroco de la Corte de Oviedo, fundador de la revista El Candil, que el día 4 de octubre había librado a la imprenta un diálogo titulado «La fraternidad marxista» donde calificaba el comunismo de utopía engañosa y de horizontes trágicos. Sin contradecir lo dicho, no deja de ser cierto que la condición de fraile ya era motivo suficiente para ser perseguido; así sucedió en el caso de los pasionistas Alberto de la Inmaculada, de dieciocho años, y del hermano Cayo, de setenta y uno, que, juntos, encontraron la muerte a manos de una patrulla en el barrio de la Requejada de Mieres.
Los sacerdotes y religiosos no fueron las únicas víctimas ajenas a los enfrentamientos armados. Destaca en este sentido la muerte de un grupo de civiles que, mientras huían del incendio de las casas colindantes con el Palacio Episcopal, fueron tiroteados por orden de Jesús Argüelles «Pichilatu»; o la del joven estudiante Rafael González, muerto a manos del grupo de José Alonso «el Gobernador». Se trataba de acciones criminales a manos de activistas sin escrúpulos que quisieron justificar su tiranía con las exigencias de la revolución o, peor aún, que aprovecharon ésta para dar rienda suelta a su personalidad antisocial.
Cabe destacar que en las diferentes narraciones de aquellos días frenéticos hay testigos coincidentes sobre el respeto —e, incluso, mimo—con que fueron tratadas las monjas. También fueron escasas las parodias iconoclastas. En resumen, las acciones anticlericales de 1934 en Asturias, aun considerando su gravedad, no fueron el núcleo de la revolución social. Sin embargo, en su conjunto, deben ser consideradas un auténtico precedente de los acontecimientos que, acrecentados en forma de una gran persecución religiosa, se producirán en julio de 1936 en toda la retaguardia republicana. Ahora bien, como en todo fenómeno incipiente se confunden aún en dichas acciones rasgos que en 1936 se perfilarán con más nitidez en función del contexto social y político donde se produzcan y de la fecha. Las conclusiones divergirán a menudo de los tópicos. Así sucede cuando, por ejemplo, se observa que en Asturias los casos de violencia anticlerical más importantes se registraron en zonas dominadas por los socialistas. Puede ser consecuencia de una simple cuestión de mayor fuerza numérica o del bajo índice de objetivos resueltos por los anarquistas. Sin embargo, la lección es evidente: cabe huir de los análisis superficiales. Las incógnitas históricas que llevaron a la progresiva estigmatización de la condición religiosa, que determinaron el paso del anticlericalismo a la persecución religiosa, deben ser desbrozadas pacientemente. Pudiera ser que el carácter antirreligioso de una insurrección estuviera más determinado por las estrategias acordadas para implantar una revolución que por las ideologías que las sustentaran.
En todo caso, algunos de los matices diferenciales observables en los hechos de Asturias, en este caso derivados de la opción ideológica de los agresores, subyacen en dos manifiestos publicados respectivamente en Mieres y en Grado.
El Comité Revolucionario de Mieres, de mayoría socialista, se dirigió a los obreros de la ciudad y su consejo dictando siete instrucciones precisas y prácticas tomadas por él «como intérprete de la voluntad popular» con el fin de velar «por los intereses de la revolución» y la advertencia de que serían impuestas con «la energía necesaria» para «encauzar el curso del movimiento». No hay, en este bando, ninguna reflexión moral ni filosófica, no pretende otro fin que ordenar la vida de los ciudadanos en función del triunfo de la revolución socialista.
La proclama de Grado, uno de los feudos anarquistas, que se dirige a los «compañeros» calificándolos de «soldados del Ideal», empieza con una contundente afirmación: «Estamos creando una nueva sociedad». Este preámbulo permite a los redactores advertir que al igual que «en el mundo biológico, [en que] el alumbramiento se verifica con desgarrones físicos y dolores morales […] no os extrañe, pues, que el mundo que estamos forjando cueste sangre, dolores y lágrimas». La cuestión es clara: «La muerte produce la vida […] todo es fecundo en la tierra». Se trata de un texto más próximo a la mística revolucionaria que a prever las necesidades de la insurrección. La convicción en su ideal libertario les induce a afirmar incongruentemente que «Será cuestión de horas; las necesarias para que se convenzan los antiguos privilegiados que sus privilegios se han terminado para siempre […].»
Son las partituras de dos sinfonías que desgarrarán el corazón de muchos republicanos convencidos de que la proclamación de 1931 traería la prosperidad y no la guerra; de muchos republicanos que, aun metidos en la guerra, creían que el espíritu de superación histórica de 1931 garantizaría la unidad de los combatientes y el respeto a la vida y a la libertad de conciencia. La realidad será mucho más trágica. Los conceptos totalitarios de derechas y de izquierdas arrasarán el sueño republicano. Los católicos que compartían este sueño, huérfanos de una Iglesia conciliadora, llorarán con el evangelio en la mano. Asturias señaló el camino, el «campeonato de las locuras» continuaba.
A dos años de la revolución asturiana de 1934 serán las milicias cenetistas las principales —¡no las únicas!— protagonistas del terror antirreligioso, pero el debate de autorías continuará abierto: ¿hasta qué punto los acontecimientos anticlericales derivarán directamente de la acción revolucionaria preparada por las organizaciones anarquistas o, por el contrario, formarán parte de la planificación del Komintern para implantar en España un régimen comunista? Era opinión general en el seno de la III Internacional que la tradición católica española constituía un serio obstáculo para conseguir dicho objetivo. Así lo recogen las actas de numerosas reuniones anteriores al conflicto bélico. Se trataba de un razonamiento genérico, sin profundizar en las características específicas de los territorios que aspiraban a una mayor autonomía política. Desde esta perspectiva, la hipótesis de que la CNT-FAI resultó ser, en la práctica, el brazo ejecutor de los intereses comunistas podría efectivamente ser defendida. Entonces cobraría un nuevo —y, quizá, pleno— sentido la proclama hecha el 5 de mayo de 1937 por José Díaz, secretario general del Partido Comunista, en un mitin en Valencia: «En las provincias en las que dominamos la Iglesia ya no existe —dijo—. España ha sobrepasado en mucho la obra de los soviets, porque la Iglesia, en España, está hoy día aniquilada».[84]
A la revolución asturiana, totalmente sofocada a partir del 18 de octubre, le siguió una represión carente de criterios equitativos y coherentes, con lo cual el triunfo del orden republicano se transformó, con el paso del tiempo, en un nuevo lastre para la credibilidad del régimen. Las detenciones se contaron a millares, los excesos en el proceso de identificación revistieron en manos de algunos militares, como en el caso del comandante Doval, una ferocidad tan innecesaria como contraproducente. Para colmo de males, el proceso judicial se contaminó con un agrio debate en torno a la conveniencia o no de indultar a los treinta condenadosa la pena capital. Los intereses partidistas libraron a los máximos responsables, y con ellos a la mayoría de sentenciados, de la ejecución. Sólo se cumplieron la de «Pichilatu» y la de un sargento que había colaborado con los mineros. La depuración de responsabilidades políticas se limitó a unas semanas de reclusión de Largo Caballero y de Manuel Azaña por sus vinculaciones con los episodios de Asturias y de Barcelona, respectivamente.
Los partidos políticos, en lugar de buscar fórmulas de superación del conflicto, se enzarzaron en acusaciones mutuas. Las derechas, sin atender a razones, proclamaron como prueba de sus predicciones «los horrores de la revolución». Las izquierdas, sin ocultar su voluntad de volver al ruedo, se desquitaron denunciando «las atrocidades de la represión». Entre los militares que habían dirigido las operaciones de represión tampoco había unidad de criterios. Mientras que el general López Ochoa buscaba ocasionar el mínimo daño a un contrincante con quien compartía sueños e ilusiones, el coronel Yagüe combatía a los mineros con la convicción de que eran enemigos de sus ideales. En el Congreso, tanto Calvo Sotelo como José Antonio Primo de Rivera destacaban —en virtud a la firmeza de mando de Franco— la función de «columna vertebral» del ejército. Todo parecía entonar el estribillo de la guerra en ciernes.
En este mar de confusiones, el PSOE de Julián Besteiro continuó actuando de interlocutor con el Gobierno, mientras que Gil Robles, contradiciendo a quienes le acusaban de conspirador antirrepublicano, siguió colaborando con el Gobierno radical de Lerroux, el cual, después de un brevísimo gabinete monocolor —del 3 de abril al 6 de mayo de 1935—, accedió a gobernar con mayoría de ministros de la CEDA o independientes, dando entrada a Gil Robles en la cartera de Guerra. Quienes, con la justificación de instaurar un régimen corporativo que superara la lucha de clases, reforzaron la opción conspirativa fueron los partidos de extrema derecha, especialmente Renovación Española que a partir de 1934, con el liderazgo de José Calvo Sotelo, pasó a denominarse Bloque Nacional, capitalizando así, de nuevo, el concepto de patria nacional contrapuesto al de república. La acción de Calvo Sotelo, que no mantuvo relaciones demasiado cordiales con Falange Española, encarnó en el Congreso la opción derechista partidaria de enterrar la experiencia republicana.
Del análisis de la insurrección asturiana y de sus consecuencias políticas se puede concluir que la constante anticlerical de las izquierdas españolas —socialistas, comunistas y anarquistas— no se desarmó después de octubre de 1934 sino que se agudizó. A pesar de los matices, era un sólido denominador común. El anticlericalismo había enseñado de nuevo su cara más violenta en unos momentos en que las leyes emanadas del primer período republicano, que no pudieron, por razón de los equilibrios parlamentarios, ser derogadas en el segundo bienio, habían alimentado una hostilidad contra la Iglesia más grave que la estricta laicidad del Estado.
La libertad de culto, por ejemplo, no quedaba limitada sólo por las normas restrictivas de carácter oficial, sino también por la presión social. Resulta sintomático, en este sentido, que las campanas, el uso de las campanas, fuera motivo en muchas localidades de una singular batalla entre el poder municipal, que reclamaba el derecho de aplicar un impuesto para su uso o que decretaba directamente su silencio, y las parroquias que alegaban los derechos consuetudinarios e históricos para utilizarlas libremente.
A partir de 1934, la idea de «persecución religiosa» ya no será considerada, lamentablemente, una extravagancia ni recibida con la risa burlona de una ofensa tabernaria. Se había ido infiltrando, entre la población, la idea de que la práctica religiosa, incluso la más popular, era una cosa ilegal. Ya no constituía un signo de poder, sino una inconveniencia social.
Más allá de la influencia política de la Iglesia, más allá del valor simbólico de los eclesiásticos diferenciados por la sotana o el hábito, más allá de lo que dijeran las leyes, paralelamente a la convicción de que sólo una revolución podría resolver los problemas sociales y políticos, se había consolidado también la idea de que la revolución tenía que liquidar el problema religioso. Revolución y persecución religiosa empezaron a ser, a finales de 1934, sinónimos. Era de dominio común que en el caso de que nuevamente gobernaran las izquierdas, los católicos —y, especialmente los clérigos— lo pasarían mal. La aberración histórica de considerar inevitable una persecución religiosa ya asomaba por el horizonte.
La historia, lamentablemente, tardaría poco más de un año en darle forma. Se trataría de una persecución religiosa con grados y modos de aplicación muy diversos, una persecución religiosa que acumularía episodios espontáneos con otros muchos planificados. Una persecución religiosa que no constaba de manera explícita en ningún ideario sindical ni de los partidos de izquierda sino que, mucho peor, tomaría forma como metáfora popular.
En el proceso que situaba la cuestión religiosa en la cresta de la ola, en la circunstancia, ya evidente, de que ni la Constitución ni las leyes podrían lograr una disminución del nervio anticlerical que el pensamiento izquierdista había incorporado a su doctrina, era clave considerar que las derechas, en general, y los sectores integristas, tradicionalistas y filofascistas, en particular, continuaran reivindicando la religión como un monopolio de las doctrinas no liberales y continuaran enarbolando su catolicismo como una señal de identidad.
La Iglesia oficial española —a excepción del sector encabezado por el cardenal Vidal i Barraquer— no supo ni quiso evitar la manipulación, la peligrosa manipulación, que esta circunstancia representaba. Con el argumento —cierto pero no suficiente— de que la República había transgredido los límites tolerables, no sólo consintió en continuar siendo un icono del involucionismo, sino que, una vez que estalló el conflicto bélico, se prestó a justificarlo y se negó, además, a colaborar con las autoridades republicanas.
Lo dicho no obsta para que, ante la tragedia, se levantaran también voces críticas. Es el caso del sacerdote y promotor sindicalista Maximiliano Arboleya quien, en una carta al sociólogo Severino Aznar, fechada a finales de octubre de 1934, escribió:
Nadie, absolutamente nadie, se para a preguntar si este atroz movimiento criminal revolucionario de cerca de 50.000 hombres no tiene más explicación que la consabida malsana propaganda socialista; nadie piensa en que también puede haber tremendas responsabilidades por nuestra parte. Y consiguientemente nadie piensa en cambiar la conducta. […] Esto es casi tan abrumador como el vandalismo de estas fuerzas inhumanas. Conmigo hablan muchísimo para comentar los sucesos. No hay uno, le digo que ni uno, que pida una opinión; todos me dan la suya y resulta difícil buscar entre ellas la más desatinada. Cuando les pregunto si no creen que hace falta llegar también al desarme espiritual, se encogen de hombros y pasan a otra cosa.[85]
Desde el exilio de los años cuarenta, también Indalecio Prieto asumirá con amargura su grado de responsabilidad:
Me declaro culpable ante mi conciencia, ante el Partido Socialista y ante España entera, de mi participación en aquel movimiento revolucionario. Lo declaro, como culpa, coma pecado, no como gloria. Estoy exento de responsabilidad en la génesis de aquel movimiento, pero la tengo plena en su preparación y desarrollo. Por mandato de la minoría socialista, hube yo de anunciarlo sin rebozo desde mi escaño del Parlamento.
Unas palabras estas muy distantes de las que constan en uno de los primeros párrafos del informe del Comité Regional de la CNT de Asturias, donde puede leerse:
Ha sido tan sublime aquella gesta proletaria, ha brindado tantas y tan provechosas lecciones para futuras luchas, que estamos orgullosos de haber estado en los Comités de responsabilidad […] en aquellos momentos […] en que tan cerca tuvimos la hora de que se cumpliesen los postulados de emancipación que nos son queridos y en cuya persecución vamos dejando, con satisfacción y alegría, lo más preciado de nuestra existencia.