LA CARTA COLECTIVA DE LOS OBISPOS ESPAÑOLES
Mientras el gobierno de la República se esforzaba para encontrar una fórmula política y jurídica que permitiera recomponer una cierta normalidad religiosa, el gobierno de Burgos ambicionaba capitalizar la beligerancia de la mayoría de los obispos.
Según la documentación aportada por las biografías que Anastasio Granados y Ramon Muntanyola escribieron del cardenal Gomá y del cardenal Vidal, respectivamente, hoy es posible afirmar que cuando el general Franco, en una entrevista con el cardenal Gomá el 10 de mayo de 1937, le sugiere que el episcopado español elabore un documento de apoyo a la causa nacional para ser difundido en el extranjero, el primado de Toledo —a instancias, según él de personas de su entorno e, incluso, de algunos obispos— ya la tenía prevista aunque inicialmente hubiera pensado en una pastoral colectiva a los fieles y especialmente dedicada a desautorizar y condenar la actitud de los católicos nacionalistas vascos que luchaban con los partidos del Frente Popular. La cuestión vasca, ya de por sí incómoda para la Conferencia Episcopal, complicaba además el proceso de establecimiento de relaciones oficiales del gobierno de Burgos con la Santa Sede y creaba un problema doctrinal que resquebrajaba los fundamentos teológicos con que la mayoría de obispos querían justificar el alzamiento.
El 22 de diciembre el presidente Aguirre, convencido de la licitud moral de la decisión tomada por el PNV de colaborar con el gobierno del Frente Popular, después de denunciar la ejecución de sacerdotes vascos a manos de los nacionales, había exigido, en unas declaraciones publicadas en la prensa, una manifestación episcopal o pontificia de aliento a su determinación.
[…] numerosos católicos de la República española han preguntado si está obligado el católico a defender el régimen legalmente constituido […] la juventud vasca, interpretando rectamente la doctrina cristiana clásica del derecho a la defensa, e incluso con las armas en la mano contra la agresión injusta […] quiere encontrar […] una voz que apruebe una conducta ajustada al derecho, ¿por qué calla la jerarquía?
Aguirre reclamaba el aval de la Iglesia para legitimar una violencia defensiva; Franco lo reclamaba para legitimar la sublevación ante la opinión pública internacional. Gomá tomó el relevo publicando el 10 de enero de 1937 una «Carta abierta. Respuesta obligada al Sr. Aguirre»:
[…] deje que le pregunte a mi vez, señor Aguirre: ¿Por qué su silencio, el de usted y el de sus adictos, ante esta verdadera hecatombe de sacerdotes y religiosos […] que en la España roja han sido fusilados, horriblemente maltratados, por muchos miles, sin proceso, por el único delito de ser personas consagradas a Dios?
Es endeble su catolicismo en este punto, señor Aguirre […].[219]
A la «carta abierta» le siguió, a los pocos días, una pastoral titulada El sentido cristiano español de la guerra. La carta pastoral es extensa. Sin embargo, la estructura es simple: a una breve digresión sobre la paz y la guerra le sigue el capítulo dedicado al «Valor moral de la guerra» que contiene los postulados básicos de las tesis que desea transmitir desarrollados extensamente en otros cuatro capítulos que, siguiendo los actos del penitente, tratan de «La confesión de España», «La guerra, penitencia de España», «La oración cuaresmal de la guerra» y «La enmienda», terminando con un «Augurio» final.
Gomá advierte, ante todo, que «la guerra, toda guerra, es efecto de la desviación moral del hombre». A pesar de ello, siguiendo la doctrina tradicional, el primado defiende en el texto que existen «las guerras justas y las injustas». El siguiente paso es previsible, España había pecado — «Tal vez no haya pueblo en la historia moderna en que el sentido moral haya sufrido un descenso tan brusco en los últimos años»— y la guerra era fruto de la providencia divina:
como todas las calamidades del orden colectivo, no puede descuajarse de la providencia de Dios.
[…]
Bajo este aspecto, nuestra guerra bien pudiera ser el instrumento de la justicia de Dios, con que tratara de purificarnos de nuestra miseria colectiva, de encauzar nuestra energía social en sentido cristiano; […].
A pesar de que el texto quiere desarrollar una reflexión doctrinal profunda, en la parte final, en «La enmienda», el planteamiento se vuelve absolutamente maximalista:
[…] la gran lucha moderna, de la que la guerra de España es un terrible episodio —afirma Gomá—, se ha concretado en estas palabras: Roma o Moscú. Dios o sin Dios. […]
Por esto, por el bien de España, hay que decir a los que la rigen: ¡Gobernantes! Haced catolicismo a velas desplegadas si queréis hacer la Patria grande.
Sin embargo, la rotundidad de la pastoral de Gomá no desautoriza pública y explícitamente a los católicos vascos. El primado deseaba que lo hiciera la Santa Sede. Por el contrario, el Vaticano sugirió que lo hiciera la Conferencia Episcopal. Ante tal dilema y convencidos los obispos, tanto como el gobierno de Burgos, de la necesidad de contrarrestar la mala prensa que la sublevación militar tenía en Europa, surgió la iniciativa de redactar una carta colectiva dirigida especialmente a los católicos europeos, la Carta colectiva de julio de 1937, a un año del inicio de las hostilidades.
Ante todo, la carta defiende terminantemente que la Iglesia ante la proclamación de la República «se puso resueltamente al lado de los poderes constituidos con quienes se esforzó en colaborar para el bien común» y que «el pueblo católico nos secundó, siendo nuestra intervención valioso factor de concordia nacional en momentos de honda conmoción social y política», es decir, que la Iglesia no conspiró sino que fue sorprendida por la sublevación y la guerra «lamentando el doloroso hecho más que nadie»: «La Iglesia no ha querido esta guerra ni la buscó […] quien la acuse de haber provocado esta guerra o de haber conspirado para ella […] desconoce o falsea la realidad».
Sentadas estas bases, dedica un capítulo entero a desgranar los errores cometidos por los gobiernos republicanos, «fueron los legisladores de 1931, y luego el poder ejecutivo del Estado con sus prácticas de gobierno, los que se empeñaron a torcer bruscamente la ruta de nuestra historia […]».
El caos social, al entender de los obispos, justifica que se produjera un «alzamiento cívicomilitar» y denuncia que las «fuerzas fieles al Gobierno» planearon un contraataque «en comandita con las fuerzas anárquicas que se sumaron a ellas». «Por esto —se afirma en la Carta— se produjo en el alma nacional una reacción de tipo religioso.»
La guerra es pues [concluyen los obispos] como un plebiscito armado […] de un pueblo partido en dos tendencias: la espiritual, del lado de los sublevados, que salió a la defensa del orden, la paz social, la civilización tradicional y la patria, y muy ostensiblemente, en un gran sector, para la defensa de la religión; y de la otra parte, la materialista, llámese marxista, comunista o anarquista, que quiso sustituir la vieja civilización de España, con todos sus factores, por la novísima civilización de los soviets rusos.
Al final del texto, los obispos rebaten los «reparos que se nos han hecho desde el extranjero» afirmando que a) «[No nos hemos] defendido contra un movimiento popular [haciéndonos] fuerte en [los] templos y siguiéndose de aquí la matanza de sacerdotes y la ruina de las iglesias», b) «Es acusación ridícula […] que la Iglesia de España era propietaria del tercio del territorio nacional y que el pueblo se ha levantado para librarse de su opresión», c) la Iglesia no ha pecado de «temeridad y partidismo al mezclarse en la contienda [sino que] se ha puesto siempre al lado de la justicia», y e) la Iglesia no «se ha puesto del lado de los ricos […] no pueden echarse en olvido nuestra avanzada legislación social y nuestras prósperas instituciones de beneficencia».
A esta defensa propia le siguen unas moderadas apreciaciones sobre el futuro alegando, contra los que acusan a la Iglesia española de postrarse ante una opción política estatista y alejada del cristianismo, que « [la Iglesia] se siente amparada por un poder que hasta ahora ha garantizado los principios fundamentales de toda sociedad».
El documento no rehúsa hablar de la violencia de las tropas nacionales. Sorprendentemente las minoriza alegando que «nadie se defiende con total serenidad». Tampoco rehúsa hablar de los católicos vascos, a quienes dirige «nuestra admiración por las virtudes cívicas y religiosas», simplemente manifiesta «pena por la ofuscación que han sufrido sus dirigentes» y reprobación «por haber desoído la voz […] del Papa en su encíclica sobre el comunismo».
La carta termina con una discreta petición de plegaria «para que en nuestro país se extingan los odios, se acerquen las almas y volvamos a ser todos unos en el vínculo de la caridad».
En resumen, la carta, a pesar de contener una ligera crítica a algunas actitudes que podrían desnaturalizar en el futuro los objetivos de la sublevación —en referencia al fascismo de la Falange—, afirma con total rotundidad que «hoy por hoy, no hay en España más esperanza para reconquistar la justicia y la paz y los bienes que de ella se derivan, que el triunfo del movimiento nacional».
Al releer la pastoral, pasados los años y los hechos que la motivaron, concluyo que tiene un valor más propagandístico que doctrinal. No incluye ninguna contrición colectiva ni el más leve indicio de autocrítica. Existió un objetivo, convencer a la opinión europea, especialmente a los obispos católicos: de ahí la moderación doctrinal con que se escribió. Nada que ver con las proclamas vinculando el odio a «los rojos» con la fe católica. Cabe decir que la moderación doctrinal no estuvo acompañada de discreción en los detalles. La carta contiene datos al alza para provocar reacciones de rechazo visceral al régimen republicano como, por ejemplo, afirmar que «se calcula en número superior a trescientos mil los seglares que han sucumbido asesinados, sólo por sus ideas políticas y especialmente religiosas».
Si el curso de la guerra no se hubiera contaminado con los desmanes de una pretendida revolución social impuesta al margen de la ley y de la Constitución republicana —por muy excluyente que ésta fuera—, un número significativo de obispos no habría aceptado firmar la carta que vinculó definitivamente a la Iglesia con el franquismo.
Sin embargo, los pocos obispos que durante el período 1931-1936 habían sido capaces, siguiendo el legado pontificio de León XIII, de defender un modelo social más justo y democrático y de colaborar con la República para que se hiciera realidad esta aspiración popular, se encontraron con la imposibilidad de asumir el precio de la persecución religiosa. Prefirieron ignorar la ira destructora con que los defensores del orden y de la moral, con que los defensores de la unidad de España como destino sagrado, imponían su ley. Unos lo hicieron con espíritu de reconciliación, otros alardeando de soberbia misionera. Pero la gran mayoría firmó la Carta colectiva de los obispos españoles a los de todo el mundo con motivo de la guerra de España. Concretamente, suscribieron el documento cuarenta y tres obispos y cinco vicarios capitulares en representación de cincuenta y siete diócesis de las sesenta y dos existentes.
Los que no la firmaron fueron el cardenal Vidal i Barraquer, por considerar que el documento era «poco adecuado a la condición y carácter de quienes han de suscribirlo»; el cardenal Segura, por su condición de obispo dimisionario; Mateo Múgica, probablemente por razones de exilio y de angustia por la discrepancia de una parte importante de su clero, el vasco, contra el cual temía represalias si firmaba la carta; Torres Ribas, el obispo de Menorca, muy anciano y enfermo, que residía aislado en el palacio episcopal con el beneplácito de las autoridades republicanas de la isla; y Andrés de Irastorza, obispo de Orihuela-Alicante que pasó la guerra en Londres sin manifestar ningún entusiasmo por la trayectoria de la sublevación militar.
La carta puso los cimientos de lo que se ha identificado como nacionalcatolicismo y representó un grave obstáculo a cualquier gestión conciliadora que pretendiera liderar el Gobierno republicano puesto que, además de calificar anticipadamente de operación de maquillaje político cualquier gesto humanitario, calificaba dicho Gobierno de serlo del «bando contrario» y consideraba que «a pesar de todos los esfuerzos de sus hombres […], no ofrece garantías de estabilidad política y social».
La carta fue enviada el 14 de junio de 1937 a todos los obispos para su aprobación, se publicó con fecha 1 de julio en Pamplona pero no se difundió hasta mediados de agosto a la espera, especialmente, de que el cardenal Vidal accediera a rubricarla. Su distribución masiva se garantizó editándola en catorce idiomas.
La resonancia del documento no se limitó a las curias episcopales europeas, sino que favoreció un cambio de actitud en el trato de los medios de comunicación del continente y de América hacia la guerra de España, en general, y hacia la cuestión religiosa, en particular. En el futuro, disminuirá la intensidad de la crítica a la sublevación.
El contenido de la pastoral también agudizó el debate teológico que desde hacía meses se mantenía en los ámbitos intelectuales religiosos, especialmente los franceses, en relación con la licitud moral de los contendientes. Los términos del debate, por su interés, son tratados específicamente en páginas posteriores.
La reacción del Vaticano a la publicación de la carta fue ambivalente. De una parte, dio paso al establecimiento de unas primeras, aunque discretas, relaciones diplomáticas entre el gobierno de Burgos y la Santa Sede pero, en cambio, ni la Secretaría de Estado ni el Papa emitieron ningún comunicado hasta marzo de 1938, transcurridos siete meses de su difusión.
Las relaciones diplomáticas se establecieron nombrando sendos encargados de negocios. Efectivamente, el 27 de agosto de 1937 Pablo de Churruca —que había cursado baja del cuerpo diplomático al proclamarse la República— fue aceptado para tal cargo por la Santa Sede. Desde agosto del año anterior, el almirante Antonio Magaz, que había ocupado la embajada española durante los últimos años de la dictadura de Primo de Rivera, personado en Roma, había insistido con malos modos y sin éxito en que se reconociera la legitimidad del nuevo Gobierno. Su único triunfo fue conseguir que el embajador republicano, Luis de Zulueta, que no contaba tampoco con la colaboración del personal de la embajada, abandonara Roma en noviembre de 1936. En mayo de 1937, coincidiendo con los preparativos de la carta, Magaz fue trasladado a la embajada de Berlín.
También a finales de agosto de 1937 Ildebrando Antoniutti fue nombrado encargado de negocios de la Santa Sede ante el gobierno de Burgos.
El cambio de rumbo era evidente. Aunque en el Anuario Pontificio de 1937 aún consta Silvio Sericano como encargado de negocios ante la República española, lo cierto es que desde noviembre de 1936, después de decidir el cierre de la Nunciatura, ya no actuaba como tal.