DE LA CONSOLIDACIÓN INSTITUCIONAL A LA CRISIS DE 1917

En los años posteriores a la Semana Trágica, la Iglesia optó por organizar y movilizar al laicado. Por una parte, promovió las prácticas de piedad como una expresión popular de la fe. La celebración, el año 1911, del Congreso Eucarístico internacional en Madrid o el inicio, en 1913, de la biblioteca Foment de Pietat Catalana en Barcelona son dos ejemplos del interés de la Iglesia para favorecer y consolidar este aspecto de la religiosidad.

Sin embargo, la voluntad de intervenir en los cambios sociales que afectaban a la sociedad y de hacer oír su voz en la opinión pública indujo a la Iglesia española, a través de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas —entidad fundada en 1910 por Ángel Herrera y Ángel Ayala— a comprar en 1911 la cabecera del periódico El Debate, que se convertirá así en el portavoz del pensamiento católico oficial sin menoscabo de generar una dinámica de reflexión y de comunicación desconocida hasta entonces en el seno eclesial.

Ciertamente, a partir de 1911 la proyección social y política de la Iglesia superará el ámbito del carlismo y del Partido Integrista —fundado en 1888 por el sector tradicionalista más intransigente— y ya no se limitará a promover ligas y asociaciones católicas de carácter piadoso o benéfico. Ya en 1912, el cardenal primado de Toledo, Gregorio M. Aguirre, fomentó un proceso de federación de las obras católico-sociales a través de la formación de tres grandes organismos: la Confederación Nacional Católico-Agraria, la Federación de Sindicatos Obreros y una federación de asociaciones diversas de acción social.

El primer intento de promoción obrera inspirada en los principios cristianos de justicia social había cristalizado en 1880 de la mano del jesuita castellonense Antoni Vicent, que organizó los Círculos de Obreros Católicos en la diócesis de Tortosa. A juzgar por los datos, 41.260 socios en toda España en 1893, la iniciativa se propagó con rapidez. Sin embargo, estos círculos tenían como objetivo básico la promoción cultural de los asociados —con la creación de escuelas nocturnas y dominicales— y, por tanto, no pueden ser considerados como una experiencia genuinamente sindical.

Una iniciativa más obrerista fue Acción Social Popular, una entidad fundada en 1907 en Barcelona por el también jesuita Gabriel Palau. La institución, además de promover la educación obrera, ofrecía asesoramiento a sus afiliados para mejorar la defensa de sus derechos laborales. Constituye, por tanto, un claro precedente de acción sindical de inspiración católica que tuvo su mayor concreción en la Unión Profesional de Dependientes y Empleados de Comercio. Sin embargo, la ideología del padre Palau se ceñía a las tesis doctrinales planteadas en la encíclica Rerum Novarum, proclamada por el papa León XIII en 1896. Es decir, planteaba una moralización de las relaciones entre obreros y patronos sin poner en cuestión ninguna de las estructuras de poder en que se fundamentaba la injusticia social. A pesar de esta ortodoxia que constreñía la actividad de los obreros afiliados a un sindicalismo de baja intensidad, tenido por contrarrevolucionario por los líderes socialistas y anarquistas, la jerarquía eclesiástica consideró que Gabriel Palau había aplicado una dinámica demasiado autónoma de sus directrices y optó por desterrarlo a Buenos Aires. Después de la destitución, la entidad redujo su nombre a Acción Popular y sus planteamientos a una acción más corporativa y dirigida a toda España. Este cambio de rumbo no impidió que se continuaran editando diversas publicaciones fundadas con anterioridad al relevo de Palau. Tal circunstancia permitió que entre 1921 y 1936 apareciera regularmente, de la mano del propagandista católico Ramon Rucabado, Catalunya Social. Finalmente, en 1931, Acción Popular se reorganizó y, bajo la dirección del sacerdote Antoni Griera, patrocinó los Cercles Obrers d’Estudis Socials de Catalunya, los cuales, tutelados por el capuchino Basili de Rubí, tuvieron una importancia relevante entre los obreros y los empresarios católicos en Cataluña.

Ambas iniciativas destacan por méritos propios en un conjunto mucho más amplio y heterogéneo de grupos de promoción obrera de inspiración católica que permite cifrar la existencia en 1908 de doscientos cincuenta y cuatro centros obreros, ciento sesenta y seis sindicatos locales agrarios y diez industriales, según datos del Consejo Nacional de Corporaciones Católicas.

La dispersión y disparidad de estos grupos recibió en 1911 unas primeras indicaciones de coordinación a partir de las directrices federativas ya citadas del cardenal Aguirre. Sin embargo, este empeño de la jerarquía contaba ya con precedentes regionales importantes como la Federación Local de Sindicatos Católicos-Libres, promovida en Andalucía por el dominico Pedro Gerard, que consiguió en 1912 la federación de los sindicatos de boteros, campesinos, dependientes de comercio, carpinteros, cerrajeros y jornaleros. Lamentablemente, la jerarquía eclesiástica desconfió también en este caso de la gestión del padre Gerard y lo destituyó en 1916, pocos meses antes de ordenar la expatriación del padre Palau.

En Madrid, la acción sindical de inspiración católica tuvo como protagonista a otro dominico, el padre José Gafo, de origen asturiano, que en febrero de 1914 fundó el Sindicato de Ferroviarios Libres de Madrid. A pesar de contar en sus estatutos con la figura de un consiliario episcopal, el sindicato rehusó explicitar su condición confesional. Pocos meses antes, en Bilbao, también había iniciado su singladura la Solidaridad de Obreros Vascos. «Unión obrera y fraternidad vasca» fue su lema. En este caso, a pesar de considerarse explícitamente de inspiración católica, no sólo obvió esta condición en su nombre, sino que fue además el primer movimiento obrero católico no vinculado orgánicamente con la jerarquía eclesiástica. Esta forma autónoma de funcionamiento interno y su compromiso con las reivindicaciones nacionalistas le confirieron un carácter específico con capacidad para influir en el movimiento obrero de una forma mucho más relevante que en el resto de España.

El trabajo sindical católico en el sector agrario consiguió un nivel superior de organización y de penetración social. En este caso, la iniciativa correspondió a La Rioja y Burgos que ya crearon una Federación propia en 1910. Álava y Madrid la fundaron en 1912. Estas experiencias permitieron que se consolidara una amplia organización, formalizada en Valladolid en 1916, que comprendía entidades sindicales castellanas, vascas, asturianas, navarras, aragonesas y valencianas que se amplió en 1919 a la totalidad del territorio español. Los sindicatos agrarios de inspiración católica habían sabido crecer y desarrollarse al amparo de los beneficios previstos en la ley consensuada de Sindicatos Agrarios de 1906. El grado de debate político en el medio rural era mucho menor que en los suburbios obreros de las ciudades. Tal circunstancia facilitó que los sindicatos agrícolas tuvieran mucha más consistencia que los industriales. Los datos de afiliación avalan esta afirmación: en 1917 contaban con doscientos mil socios repartidos en mil quinientas poblaciones, la mayoría procedente de la parte septentrional del país. Sin embargo, en 1920 la organización sufrió una importante crisis interna derivada de la insistencia en crear una Liga de Terratenientes Andaluces en el seno de la confederación sindical. El debate interno sacó a relucir el excesivo mercantilismo de las Cajas Rurales dependientes de los sindicatos y demostró la inoperancia del modelo sindical mixto en el contexto jornalero de las tierras meridionales. En Cataluña la crisis de los sindicatos agrarios se agravó aún más con la radicalización de las reclamaciones de los rabassaires o arrendatarios de viñedos con contratos sometidos a la vida de las cepas.

En resumen, los esfuerzos para potenciar la afiliación sindical católica toparon con dos graves inconvenientes: el intervencionismo de la jerarquía eclesiástica, que no toleraba dejar de tutelar a los líderes ni dejar de controlar los programas de acción, y la incapacidad intrínseca de las organizaciones sindicales propias para romper los límites de la concepción mixta del sindicato o de superar las acciones de carácter mutualista.

Estas limitaciones, unidas a la escasa o nula voluntad de la Iglesia para impulsar el compromiso social de los laicos en los sindicatos de clase, favoreció, aún más, que las organizaciones sindicales católicas fueran consideradas por la mayoría de los obreros aliadas incondicionales de los patronos y terratenientes, y que las pláticas de la Iglesia sobre la justicia social no fuesen valoradas en función de los valores humanistas que contenían sino como un estorbo a la necesaria concienciación obrera en la lucha por su emancipación. Lamentablemente, el criterio de la confesionalidad sindical defendida tanto por León XIII como por su sucesor Pío X, así como por los primados españoles, había desembocado en un callejón sin salida.

Mientras la Iglesia demostraba su incapacidad o su impotencia para promover —y mucho menos liderar— proyectos sindicales específicamente obreros, la sociedad española evolucionaba rápidamente hacia una desmotivación religiosa. Cada vez se hacía más evidente el divorcio entre la clase obrera y la Iglesia. Este fenómeno, que algunos autores han calificado de «apostasía de las masas», fue especialmente importante en las zonas urbanas y en las meridionales. El proceso no afectó a las manifestaciones de religiosidad popular como las fiestas patronales, las procesiones u otros ritos, sino a las prácticas religiosas individualizadas como el descanso dominical, la asistencia a misa en días festivos, la comunión pascual, el ayuno y la abstinencia cuaresmales…

La escasa operatividad de los sindicatos católicos y el relajamiento de la práctica religiosa denotan una evidente incapacidad de la Iglesia española de las primeras décadas del siglo XX para superar los planteamientos más tradicionalistas surgidos del XIX, así como para evitar el espíritu de confrontación que el integrismo había suscitado. Se demuestra incapaz de afrontar el reto de la progresiva primacía de la vida urbana. Los esfuerzos desde 1912 para organizar una Acción Católica al filo de la acción pastoral y social tampoco fueron eficaces. La falta general de musculatura de los movimientos sindicales de inspiración católica en España queda reflejada en las estadísticas del congreso fundacional de la Confederación Internacional de Sindicatos Cristianos, celebrado en La Haya, en julio de 1920, en la que participó una delegación de la Confederación Nacional de Sindicatos Católicos (CNSC), constituida un año antes en Madrid. Según las estadísticas, en España sólo había 60.000 obreros afiliados a una central católica, una cifra muy inferior a los 100.000 de Francia, los 150.000 de Bélgica, los 200.000 de Holanda o el 1.250.000 de Alemania e Italia.

Frente a los balbuceos de los sindicatos confesionales, en 1911 el movimiento obrero y la patronal consolidan sus posiciones con la fundación, en Barcelona, de la Confederación Nacional de Trabajadores (CNT) y la constitución, en Madrid, de la Confederación Patronal Española. La Unión General de Trabajadores (UGT), nacida veinte años antes, inició también en esta época un crecimiento espectacular de afiliados, triplicando en tres años su número (50.000 en 1910, 150.000 en 1914).

En contraposición a la vinculación ideológica y, en ciertos casos, orgánica de la UGT con el Partido Socialista, la CNT aglutinó desde el primer momento a todos los partidarios de la acción sindical revolucionaria. En este sentido, los anarquistas convinieron en que la Confederación podía y debía ser el instrumento idóneo para promover una sociedad libertaria. Sin embargo, en el seno del sindicato convivieron desde un primer momento una línea estrictamente sindicalista y moderada con la de tradición bakuninista e, incluso, con la participación de socialistas radicales. La CNT se presentó, desde el primer momento, como abanderada no sólo de la lucha de clases, sino, por añadidura, de una revolución social que se conseguiría a través de la acción directa y de la huelga general. El crecimiento del sindicato fue espectacular. En pocos meses ya contaba con treinta mil afiliados y en apenas unos años llegó a ser el sindicato absolutamente mayoritario, con la particularidad de que fue en Cataluña donde, en todo momento, se registró el porcentaje más elevado de afiliados. Andalucía y Levante también registraron una implantación importante. En cambio, en el resto de España, especialmente en el centro y norte, la actividad de la CNT fue bastante menor.

La primacía de la UGT en Madrid y de la CNT en Barcelona ha sido motivo de numerosos estudios y debates que no caben en esta obra. Aun así, es importante subrayarla porque no fue ajena a las características específicas que la persecución religiosa de 1936 presentó en los distintos territorios y ciudades.

En 1911 se registraron en España más de trescientas huelgas, entre las que destaca la general convocada en septiembre. En la dinámica de estas protestas obreras se hizo evidente la divergencia entre las dos grandes centrales. Cabe destacar que, a pesar de la violencia con que los hechos se desarrollaron en algunas de las capitales —que, en ciertos casos, requirió la intervención de la artillería— los amotinados nunca dirigieron sus ataques contra eclesiásticos ni contra centros religiosos.

Este cambio de actuación se mantuvo en las jornadas de huelga general de 1914 y de 1916, que tenían como prioridad la protesta contra la precariedad y el empeoramiento de las condiciones de vida que se había acentuado con el inicio de la primera guerra mundial. El hecho de que la ausencia de los ataques contra las personas o los bienes de la Iglesia coincida durante estos años con la desactivación de los debates anticlericales en los foros políticos y con la renuncia táctica de los Gobiernos a dictar nuevas medidas unilaterales contra la Iglesia, denota una importante y evidente relación causa-efecto —o, cuando menos, una clara retroalimentación— entre el anticlericalismo intelectual y los objetivos estratégicos de las luchas obreras.

Superadas las tensiones de la Semana Trágica de 1909, Cataluña vivió un período de reivindicación autonomista que culminó con la constitución, en 1914, del primer órgano de Gobierno específico, la Mancomunitat de Catalunya, al frente de la cual Enric Prat de la Riba, político de la Lliga Regionalista, supo realizar una ingente obra cultural y de innovación técnica. Se cumplían doscientos años de la disolución de las cortes catalanas. La revolución industrial había cambiado totalmente las coordenadas socioeconómicas. La acción de la Mancomunitat dejó patente el influjo de las ideas forjadas al amparo del movimiento noucentista que planteaba una organización social basada en una ética humanista, una estética clasicista y una política conservadora con divagaciones sindicales gremialistas. El proyecto resultó eficaz en numerosas actuaciones culturales, educativas y relacionadas con las infraestructuras pero no resolvió el creciente divorcio de la clase dirigente del país y de los sectores comprometidos con la regeneración cultural —entre ellos, buena parte del clero— con un sector importante de la masa trabajadora, especialmente la inmigrante, que no relacionaba sus problemas de subsistencia con otra vindicación que no fuera la sindical.

La fractura social empujó a los partidos republicanos y federalistas, unidos desde 1911 en la Unió Federal Nacionalista Republicana, a buscar un pacto con los radicales de Lerroux. Las contradicciones intrínsecas que comportaba un pacto de esta clase —conocido como el Pacte de Sant Gervasi— no sólo lo condenaron al fracaso, sino que provocó una profunda crisis política que coincidió con un creciente protagonismo de la central anarquista. En verano de 1917 confluyeron tres factores que provocaron en España una grave crisis política. Por una parte, el ejército se mostraba quejoso a causa de la precariedad de medios y la desorganización interna de la institución armada. Este malestar dio lugar a la fundación de Juntas de Defensa de carácter sindical militar en un momento en que la burguesía —muy especialmente la catalana— exigía una reforma en profundidad de las estructuras del Estado y también con la convocatoria unitaria de las dos grandes centrales sindicales de una huelga general. Fue precisamente el temor a una ofensiva obrera —cabe recordar que en marzo de aquel año se había desencadenado la Revolución Rusa— lo que frenó la participación de la Lliga en el estallido revolucionario. El partido catalanista, deseoso de participar en el Gobierno español, se limitó a la convocatoria de una Assemblea de Parlamentaris para reclamar unas cortes constituyentes. El partido socialista, a pesar de proclamas sediciosas, tampoco adoptó una actitud decidida. Y las Juntas de Defensa militares primaron el apoyo al Gobierno. En este contexto, los protagonistas en exclusiva fueron militantes sindicalistas que el 13 de agosto promovieron graves disturbios en Madrid, Barcelona, Bilbao, Oviedo, Vigo, Villena y Zaragoza. La represión fue contundente y provocó setenta muertos, centenares de heridos y dos mil presos. Tampoco en esta ocasión hubo ninguna acción destacable de carácter anticlerical.