ARAGÓN

En 1936, Zaragoza era la sede metropolitana de las diócesis de Barbastro, Huesca, Teruel, Tarazona, Jaca y Pamplona.

De todas ellas, sólo Barbastro, Teruel y una zona rural de Huesca y Zaragoza quedaron en territorio republicano. Un territorio que vivió el impacto, ya comentado, de la llegada de las columnas de milicianos anarquistas que, provenientes de Barcelona, pretendían recuperar para la República las ciudades de Huesca, Zaragoza y Teruel. Los detalles políticos y militares relacionados con estos episodios han sido ya comentados en el subcapítulo dedicado a «Los órganos de acción y de control de la revolución».

La represión desencadenada por las milicias anarquistas con el fin de instaurar el comunismo libertario en los territorios orientales de Aragón tuvo dos epicentros: Caspe y Barbastro. En Caspe, la ciudad más poblada de las ocupadas por los milicianos, fueron asesinados siete miembros del ayuntamiento interino impuesto por la Guardia Civil el 20 de julio de 1936. En general, en la pequeña zona de la provincia de Zaragoza controlada por los anarquistas murieron asesinadas setecientas personas, entre ellas veintidós alcaldes, sesenta y ocho concejales y once jueces municipales.

Diócesis de Barbastro

La diócesis de Barbastro contaba con 199 parroquias y unas 70 ermitas o santuarios. Se ocupaban de los quehaceres eclesiásticos 147 sacerdotes diocesanos, en el seminario estudiaban un centenar de jóvenes y las órdenes religiosas contaban con 30 frailes y casi un centenar de monjas.

En este obispado pirenaico, uno de los menos poblados de España, se produjo, porcentualmente, la peor matanza religiosa. La práctica totalidad de los religiosos y casi el 90% de sacerdotes diocesanos fueron asesinados.

A pesar del protagonismo que las columnas catalanas de milicianos tuvieron en estos acontecimientos, es importante remarcar la participación en los hechos de los comités aragoneses. Unos y otros, en una especie de emulación o competencia, precipitaron la tragedia.

A las once y media de la mañana del 18 de julio de 1936, doscientos milicianos ocuparon el ayuntamiento de Barbastro. Al día siguiente, una vez constituido en la sede municipal el comité revolucionario, todos los militantes de los sindicatos y los partidos que apoyaban al Frente Popular ocuparon las calles de la ciudad.

A las cinco y media del lunes 20, sesenta milicianos se dirigieron al convento de los claretianos. Como siempre, el motivo era encontrar armas ocultas. En realidad sólo se hicieron con un montón de escopetas de madera, que eran las que usaban los novicios que por edad participaban en la instrucción militar que el gobernador obligaba a realizar en la plaza de toros de la ciudad. Pese a eso, se llevaron detenidos a todos los miembros de la comunidad. Al principio, sólo al superior y a los directores de la orden, que fueron encerrados en la prisión municipal —más adelante en el convento de las capuchinas— y, una hora más tarde, a los cincuenta y cuatro religiosos y estudiantes que quedaron reclusos en el convento de los escolapios, justo enfrente del ayuntamiento. Al día siguiente, también quedó detenido el obispo con dos familiares en las dependencias superiores del recinto.

Tres días más tarde, ingresaban en el mismo centro de detención veinte benedictinos del monasterio de Nuestra Señora del Pueyo. Si a los claretianos y a los benedictinos añadimos la veintena de escolapios que residían en el convento antes de que lo convirtieran en prisión, obtendremos la cifra de los que estaban encerrados allí, un total que superaba los 90 eclesiásticos.

La festividad de Santiago llegó a la ciudad de Barbastro la columna Durruti con mil quinientos hombres y ochenta milicianas. De la euforia del recibimiento se pasó en pocas horas al temor de la devastación. Los anarquistas catalanes quemaron y saquearon las iglesias e hicieron que cundiera el pánico en la prisión en la que estaban reclusos los religiosos. Solamente una rápida negociación entre el comité popular de Barbastro y uno de los jefes de la columna, Ramon Casanellas —hijo del fundador del Partit Comunista Català—, impidió una matanza colectiva. Pese a haber evitado la tragedia, el ambiente de hostilidad de los grupos anarquistas y comunistas de la ciudad con los presos en general y los religiosos en particular, aumentó a partir de aquella fecha.

Eso explica que cuando el 1 de agosto por la noche llegó un grupo de milicianos de Ginestar d'Ebre, que reclamaba que se les entregasen a veinte presos, no opusieran resistencia. Fueron asesinados de madrugada ante las puertas del cementerio de la capital aragonesa. Entre ellos había los tres superiores claretianos, un escolapio, un benedictino y siete curas diocesanos.

La sensación de impunidad hizo que los milicianos de Barbastro se decidieran a asesinar a su obispo en el kilómetro tres de la carretera de Sariñena, en la madrugada del 9 de agosto. Florentino Asensio y Barroso, nacido en la aldea de Villasexmir, contaba con cincuenta y ocho años de edad y había tomado posesión de su cargo el 14 de marzo del mismo 1936. Fue un hombre humilde que había aceptado la dignidad episcopal a regañadientes. Las relaciones con las autoridades civiles fueron difíciles durante los cuatro meses que estuvo en el cargo a causa, principalmente, del litigio provocado por la incautación y posterior orden de demolición del seminario que monseñor Asensio logró paralizar en el último momento mediante una orden del Tribunal Supremo. Fue, paradójicamente, otro tribunal, éste de carácter revolucionario, el que lo citó a declarar en el ayuntamiento el día 8 de agosto. Después de ser interrogado —y, según las fuentes, torturado—, desapareció.

Tres días más tarde, a las tres y media de la madrugada, un grupo de quince milicianos reclamó la presencia de los seis religiosos más ancianos. Al cabo de veinte minutos el sonido de los disparos daba testimonio de su muerte.

Al día siguiente, a las doce de la noche, llamaron a veinte presos más de los claretianos; en este caso se trataba de los más jóvenes. Después de negarse a formar parte de las columnas militares que acudían al frente, fueron fusilados también en la carretera de Sariñena. Cuando fueron a recogerlos, ya les habían dicho a los veintiún claretianos restantes que al día siguiente les tocaría a ellos.

En realidad aún tardarían dos días. La noche del 14 al 15 de agosto, después de que los religiosos, como en el caso anterior, se negaran a formar parte de las columnas militares, fueron ejecutados también cerca del kilómetro tres de la carretera de Sariñena.

Quedaron vivos solamente los benedictinos del Pueyo, los escolapios de la casa y el cocinero de los claretianos, al que habían sacado de la lista porque les convenía que continuara con el trabajo de intendencia.

El 27 de agosto, en las afueras de la ciudad asesinaron a los benedictinos. Fueron testigos de ello cinco niños estudiantes que habían quedado en manos de los milicianos.

Cuando todo parecía indicar que los escolapios se salvarían de la ejecución, la noche del 7 de septiembre llegó a la ciudad una columna de milicianos que había participado en la frustrada expedición de Mallorca. Su extrañeza por la supervivencia de los escolapios provocó la decisión de liquidarlos. Esa misma noche, lista en mano, los reunieron a todos menos a uno, a Mompel que, al no haber sido nombrado, pudo escabullirse. Atados de dos en dos por los codos, fueron ejecutados en las afueras de la ciudad, cerca de Creu Segura.

Fuera de la capital, en el resto de la diócesis, murieron 114 sacerdotes seculares, el noventa por ciento del censo. Dos episodios de esta persecución guardan también relación con Cataluña. El primero es la matanza colectiva de religiosos que se produjo en Graus el 2 de agosto, ya que entre los muertos había cinco eclesiásticos de Lérida. Dos claretianos suramericanos, salvados por su condición de extranjeros, fueron testigos directos de ese episodio. El segundo episodio tuvo lugar en Calanda cuando el 27 de julio llegó una de las columnas de milicianos de Barcelona para reforzar el frente de Aragón. Los ejecutados ese mismo día en el lugar llamado Las Nueve Masadas fueron siete dominicos ancianos —el resto había podido dispersarse a tiempo— y un sacerdote catalán, el padre Manuel Albert.

También en Tamarit, paso obligado de las columnas de milicianos, el 24 de julio, en el paraje de La Cuadra, fueron fusilados cinco escolapios y tres sacerdotes que, previamente, habían sido retenidos en la cárcel municipal. Se da la circunstancia de que tres de los fusilados que sobrevivieron y pudieron huir, fueron perseguidos hasta garantizar su muerte al cabo de dos días.

Archidiócesis de Zaragoza y diócesis de Huesca y Teruel

En el conjunto de las tres diócesis aragonesas restantes fueron asesinados 159 sacerdotes. Los porcentajes, en este caso, no son un dato determinante puesto que si bien Zaragoza, con 81 víctimas, sólo perdió el 10% del censo diocesano y Huesca, con 34, un 17%, cabe recordar que se trata de cifras relacionadas con la totalidad de clérigos del territorio. El monto sería muy superior si se refiriera sólo a los residentes en la zona bajo dominio republicano.

Uno de los casos más singulares de los acontecidos en la diócesis de Zaragoza tuvo lugar en Valdealgorfa. En esta localidad, el comité local dictó un bando conminando a la población, bajo pena de muerte, para que delatara a los sacerdotes que se habían refugiado en la zona. Ante el peligro para sus protectores, cinco sacerdotes y un operario diocesano se presentaron voluntariamente ante las milicias. Encarcelados con nueve seglares, todos fueron paseados victoriosamente por las calles más concurridas del pueblo hasta subirlos a un camión que los condujo al Mas de Marcos, cerca del cementerio, donde fueron fusilados.

En Bujaraloz, sede de la columna cenetista, los milicianos asesinaron a Jesús Franco Pallás, párroco de la localidad. También habrían procedido a dar muerte al de la población cercana de Aguilaniu, Jesús Arnal, natural de Candasnos, si no hubiera intercedido personalmente Buenaventura Durruti que lo tomó a su servicio. Esta circunstancia, más allá de la faceta anecdótica, demuestra el grado de arbitrariedad con que se cometían o se evitaban los asesinatos.

Más ilustrativos son los porcentajes de Teruel. Esta diócesis, compuesta por un centenar de parroquias y 250 ermitas, contaba en 1931 con un censo de 184 sacerdotes diocesanos, 114 seminaristas, 40 religiosos y 150 monjas. Durante los meses de represión republicana fueron asesinados 44 sacerdotes, el 20% de los más de doscientos con que contaba en 1936.

El caso más relevante acontecido en esta diócesis afectó, precisamente, a su obispo, Anselmo Polanco, religioso agustiniano de origen leonés. Había sido nombrado para ocupar la curia de Teruel en junio de 1935. La personalidad del obispo era compleja y, aparentemente, contradictoria. Si bien, con su traje talar, acudía a las zonas suburbanas más empobrecidas de la capital y con su pericia administrativa procuraba paliar tanto las necesidades de los sacerdotes rurales como la de los feligreses más necesitados, también destacó por su beligerancia antirrepublicana. Durante los meses en que la ciudad estuvo bajo el control de los nacionales, el obispo con sus arengas a las tropas, con sus sermones a los feligreses, con sus contactos oficiales, fue convirtiéndose en un símbolo de la resistencia de la ciudad. Cuando en enero de 1938 las tropas republicanas rompieron las defensas y recuperaron Teruel, monseñor Polanco, que se había refugiado en el monasterio de Santa Clara, fue detenido y trasladado a Rubielos de Mora, desde donde partió hacia la prisión valenciana de San Miguel de los Reyes para, desde allí, ser conducido a Barcelona. En la capital catalana fue retenido primeramente en el convento dominicano de Montesión, convertido en cuartel Pi i Margall, situado en la céntrica Rambla de Cataluña. Su estancia en este recinto militar se limitó a una semana, al cabo de la cual fue trasladado al Depósito para Prisioneros y Evadidos «19 de julio», situado en un antiguo convento de las Siervas de María, en la plaza de Letamendi, donde permaneció durante un año.

El final trágico del obispo, que coincidirá con la retirada de las tropas republicanas en enero de 1939, será descrito en el capitulo sexto.