«¡DIOS SALVE A LA REPÚBLICA!»
Fue el profesor Jiménez de Asúa quién afirmó que habría preferido unos cuantos años más de Dictadura por la simple razón de que Primo de Rivera era el mejor propagandista que tuvo nunca la República.
El golpe de Estado de 1923 ya había significado un desplazamiento de monárquicos hacia las filas republicanas. Sin embargo, no fue ésta la razón principal que determinó la caída de Alfonso XIII sino la incapacidad del régimen para absorber e integrar los procesos de modernización que se produjeron en la sociedad española. Es importante destacar algunas de las causas y de las consecuencias de estos procesos para poder comprender mejor la sociedad que protagonizó la llegada de la República:
a) La dictadura había propiciado una mejora sustancial de la economía y, en consecuencia, se habían producido cambios importantes en la estructura social y demográfica. A pesar de los resultados erráticos de la agricultura, la industria y la actividad minera experimentaron una sustancial expansión. Esta circunstancia, sumada al empuje que la Dictadura dio a la ejecución de obra pública produjo una eclosión económica con la consiguiente mejora de la riqueza per cápita, el incremento del sector terciario y sustanciales cambios urbanísticos.
b) La política económica de carácter expansivo había estimulado el rápido ascenso de las clases medias. Esta circunstancia tenía como contrapeso el incremento de la masa proletaria. Sin embargo, la creación en noviembre de 1926 de la Organización Corporativa del Trabajo que instauró —de común acuerdo con los socialistas— los Comités Paritarios para negociar en los conflictos laborales, consiguió una destacable neutralización de la conflictividad que potencialmente se hubiera podido producir en el ámbito laboral.
c) Las universidades se convirtieron en verdaderos focos de oposición al régimen. Los universitarios —que se habían duplicado durante el período 1923-1930— sentían como ningún otro sector de la sociedad la contradicción entre el paternalismo político y las tendencias modernizadoras. La popularización de la radio y del teléfono, por ejemplo, aparecían como incompatibles con las limitaciones de la libertad. En los claustros universitarios y en los foros intelectuales se generalizó una aversión creciente hacia la mezcla de vulgaridad y de represión con que actuaba el nuevo régimen al tiempo que lo culpaban del retraso social que subsistía en España. Así creció y se propagó la idea de incompatibilidad entre dictadura y modernidad y, por ende, entre monarquía y modernidad.
d) En este contexto, los intelectuales más críticos con el régimen se convirtieron, con el paso de los años, en referentes imprescindibles para un cambio. Miguel de Unamuno, Gregorio Marañón, Jiménez de Asúa asumieron su papel de dirigentes de la radicalización universitaria. Una radicalización que, lamentablemente, en muchas ocasiones se verbalizó recurriendo a una fraseología libertaria poco adecuada para un debate en profundidad. En cierto modo, toda la intelectualidad de la época asumió el reto de convertirse en «dirigentes e ilustradores del pueblo». En esta misión, que sobrepasó con mucho el ámbito universitario, se dieron cita —además de los profesores citados y tantos otros— autores tan diversos como Ortega y Gasset —que en 1923 había fundado Revista de Occidente—, Marcelino Domingo, Antonio Machado, Ramón Pérez de Ayala y un largo etcétera que llegaba hasta Eugenio d’Ors, delegado español en la Asociación Internacional de Cooperación Intelectual, organismo precursor de la UNESCO. La fundación de la Agrupación al Servicio de la República, a los pocos días antes de las elecciones municipales de 1931, fue un claro exponente de esta voluntad de compromiso público de la intelectualidad y de los claustros universitarios.
e) La ambición de cambio radical de las estructuras políticas estuvo acompañada de un rechazo de la moral y de los prejuicios tradicionales, marcados por una ortodoxia católica desfasada. Esta tendencia a la modernidad, que enaltecía usos y costumbres de nuevo cuño como la práctica deportiva, los viajes, el nudismo o la defensa del amor libre afianzó la disidencia estudiantil al mismo tiempo que también sacudía los ambientes obreristas, aunque con una mayor receptividad entre los núcleos anarquistas y menor entre los socialistas. En el ámbito universitario, la oposición al modelo social y político cristalizó con la fundación, en enero de 1927, de la Federación Universitaria Escolar (FUE) que en poco tiempo neutralizó a la Asociación Católica de Estudiantes. En términos generales, la propagación del republicanismo estuvo unida a la proliferación de lo que vino a llamarse propaganda disolvente, que emergía en un sinfín de publicaciones. Los sectores más conservadores de la sociedad se alarmaban de esta vorágine escandalosa al tiempo que recelaban de los nuevos escritores «rebeldes» como Rafael Alberti, Federico García Lorca, Manuel Altolaguirre… es decir, de la conocida como generación del 27.
f) La pérdida de afecto a la monarquía fue extendiéndose de forma imparable. Los esfuerzos para canalizar esta desafección se concretaron en la fundación de nuevas organizaciones políticas. A) En 1926 se constituyó Alianza Republicana, compuesta por cuatro partidos y organizaciones ya existentes: el Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux, el minoritario Partido Republicano Federal, el Grupo de Acción Republicana encabezado por Manuel Azaña que contaba con la simpatía del Ateneo de Madrid y el Partit Repúblicá Catalá fundado en 1917 por Marcelino Domingo y Lluís Companys. Además, la Alianza contó con la adhesión de numerosos intelectuales como Vicente Blasco Ibáñez, Miguel de Unamuno, Antonio Machado o Gregorio Marañón. B) En julio de 1929, Marcelino Domingo y Álvaro de Albornoz organizaron el Partido Republicano Radical Socialista. C) En Cataluña, Lluís Nicolau d’Olwer lideró, en 1922, la formación de Acció Catalana de la que surgió en 1927, por una escisión protagonizada por Antoni Rovira i Virgili, Acció Republicana de Catalunya. Ambas formaciones volvieron a fusionarse en 1931 bajo las siglas mareadas de Acció Catalana Republicana. En 1931, al filo de las elecciones que provocaron la caída de la monarquía, también se formaron Esquerra Republicana de Catalunya y Unió Democrática de Catalunya, de inspiración demócratacristiana pero de estricta fidelidad republicana. Delegados de todos esos partidos, juntamente con representantes de la Derecha Liberal Republicana de Niceto Alcalá Zamora, de Estat Catalá y de la Federación Republicana Gallega de Santiago Casares Quiroga, se reunieron el 17 de agosto de 1930 en la ciudad de San Sebastián con el fin de pactar la estrategia adecuada para el advenimiento de la República y acordaron la formación de un Gobierno revolucionario responsable de convocar elecciones para unas Cortes constituyentes. Los socialistas Indalecio Prieto y Fernando de los Ríos asistieron a título personal.
g) A todas las circunstancias y factores ambientales ya descritos cabe añadir aún el creciente descontento del ejército y de la marina por el trato arbitrario e incluso discriminatorio recibido especialmente en el último tramo del mandato del dictador.
h) En estas condiciones no es de extrañar que la coincidencia, en verano de 1929, de una crisis económica de tipo inflacionista con la indignación general de conservadores y liberales por la decisión de Primo de Rivera de llevar al libre debate un proyecto constitucional sin contar con el preceptivo mecanismo parlamentario, marcara el inicio del fin del régimen. Las protestas universitarias —especialmente las de marzo de 1929 y de enero de 1930— unidas a la decisión de los socialistas de no ofrecer más apoyo al régimen y a la incapacidad de la Unión Patriótica —el partido oficial fundado en 1925 por el mismo general— de defenderlo, obligaron a Miguel Primo de Rivera a presentar su dimisión al rey el 28 de enero de 1930.
Quince meses separan el exilio voluntario del general en París —donde moriría al cabo de pocas semanas— de la proclamación de la Segunda República española. De nada sirvieron los esfuerzos del general Berenguer y del almirante Aznar —a quienes el rey encomendó formar Gobierno para salvar la monarquía. Las elecciones municipales convocadas para el 12 de abril de 1931, las primeras desde la implantación de la Dictadura, se convirtieron en un plebiscito entre monarquía y república y, aún más, entre un modelo de vida renovado y modernizado frente al inmovilismo de los usos y costumbres tradicionales.
Ésta fue la razón básica por la que definirse como republicano se convirtió en muchos ambientes y sectores profesionales en una cuestión de prestigio. Un buen torero o una cantante de moda, un profesor competente o un banquero solvente, un abogado diestro o un médico cualificado hacían gala de su republicanismo. Las razones de todos ellos sólo coincidían con las de los obreros y sindicalistas en la consideración de que la monarquía había fracasado, que tenía fecha de caducidad.
Los monárquicos, que ya no contaban entre sus filas con los sectores derechistas más liberales, intentaron desesperadamente organizar campañas en defensa del rey y de los principios básicos de la sociedad cristiana. Se movilizaron las Juventudes Monárquicas para propagar el miedo al cambio, alegando que la instauración de la República representaría acabar con los «cuatro principios básicos de la sociedad», es decir, la religión, la familia, el orden y el rey.
En resumen, en el proceso que condujo a la implantación de la República se encuentran tres elementos básicos que, sumados, dan razón del resurgimiento del anticlericalismo como un fenómeno ligado al cambio de régimen. En primer lugar, la identificación de cambio político con cambio de criterios morales; en segundo lugar, la recuperación, por parte de los políticos más radicales, de los argumentos que justificaban los ataques a la Iglesia y a la religión por ser, en su conjunto, bastiones de resistencia al progreso y a la justicia social; y, en tercer lugar, la opción de los reductos monárquicos de vincular el sentimiento religioso con el antiguo régimen y, viceversa, la opción del sector más integrista de la Iglesia —especialmente de buena parte de la jerarquía— de defender, de forma numantina, los valores monárquicos como los más propiamente católicos.
Sólo la conjunción de estos factores explica que en las manifestaciones estudiantiles de 1929 y 1930 ya se apedrearan las redacciones de los rotativos considerados confesionales.
En este contexto, tampoco es de extrañar que al conocerse la noticia de que las candidaturas republicanas que optaban a las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 habían triunfado en 45 de las 52 capitales de provincia, se diera por justificada la proclamación del nuevo régimen. Ninguna de las instituciones del Estado, ni el ejército ni el propio rey, se opusieron a la ocupación pacífica del poder sin valorar la victoria contundente que, en cifras globales, habían obtenido las candidaturas de signo monárquico.
Efectivamente, cuando el 14 de abril se proclamó la República —primero en Barcelona y, seguidamente, en Madrid y el resto de poblaciones—, se habían asignado sólo 41.917 concejales de un total de 80.632 electos y, del conjunto de aquéllos, el 71,45% correspondía a las filas monárquicas, el 21,10% a las republicanas, el 4,25% a las de carácter constitucionalista y el 3,2% restante a las de partidos diversos.
Teniendo en cuenta que los resultados que faltaban correspondían, en su mayor parte, a zonas rurales, Gobierno y oposición sabían que las cifras se escorarían aún más, como así fue, a favor de los monárquicos. Sin embargo, la República —aunque se trataba de elecciones municipales, sin el escrutinio cerrado y con resultados desfavorables— se proclamó con la licitud otorgada por el valor de plebiscito que había adquirido la consulta popular y con la certeza compartida de que el voto urbano tenía un valor mucho más significativo, combativo e, incluso, democrático que el rural, donde aún tenía fuerza el caciquismo.
A pesar de estas justificaciones, en el momento de profundizar en las causas del estallido de violencia contra la Iglesia —y, en general, a la hora de comprender la evolución de los hechos históricos— los resultados estadísticos de las elecciones resultan preocupantes, puesto que ponen en evidencia, por una parte, la precariedad de la toma de poder y, por otra, la gran diferencia entre el voto rural y el urbano. Ambos hechos determinaron que las fuerzas republicanas, así como los socialistas y los sindicalistas, recelaran de cualquier movimiento monárquico por su potencialidad involucionista y que los sectores más izquierdistas —de forma muy especial los sindicalistas de la CNT y un sector de la UGT—, convencidos de que la República acabada de instaurar no era otra cosa que una expresión del poder burgués, creyeran llegada la hora de preparar la revolución y que así multiplicaran sus estrategias de adoctrinamiento y de implantación social adoptando unas formas que, a menudo, apelaban al carácter redentorista o mesiánico de sus objetivos con las consiguientes justificaciones de la violencia como instrumento revolucionario.
Antes de continuar, es importante reparar en la reaparición pública de la CNT y en las condiciones en que ésta se produjo para entender la evolución de los hechos relacionados con la persecución religiosa posterior.
Los días 17 y 18 de abril de 1930, la CNT convocó un pleno de la organización en la localidad catalana de Blanes. En dicha cita, los reunidos, que ya habían mantenido numerosos contactos con políticos significados, acordaron colaborar con las fuerzas republicanas para derrocar a la monarquía.
Dos semanas antes, la FAI había publicado una circular donde valoraba que la legalización sólo podía ser considerada como un medio para conseguir la amnistía de sus presos que, en aquellas fechas, se contaban por millares, pero afirmaban que:
cuando tengamos de nuevo a éstos de nuestro lado, será cuando habrá llegado el momento, una vez organizados, de actuar bajo la acción directa; para ello contamos con la Legión Roja, que estamos organizando, y que será de efectos positivos en cuánto actúe. No se trata más que de unificar todos los grupos de acción, que antes actuaban independientes, y de formar esta Legión, que estará dirigida por un comité elegido entre ellos mismos, el cual se encargará de facilitarles armas y medios necesarios para las comisiones que se les encarguen […] por esto queremos que esta otra fuerza netamente revolucionaria, o sea, la Legión Roja, esté al margen de toda legalidad ni supeditada a las autoridades de arriba.
Después de la reunión de Blanes, Joan Peiró, a pesar de ser un firme defensor de la colaboración con los partidos republicanos, también afirmaba que, cuando se produjera el cambio de régimen, la CNT tenía que recuperar su apoliticismo y luchar para conseguir implantar un nuevo sistema social.
El dirigente más crítico con los postulados de la FAI fue Ángel Pestaña, que había sido secretario general de la CNT en 1929 y lo volvería a ser en 1931 y 1932. Pestaña, que era contrario al predominio de los grupos anarquistas dentro de la CNT, declaraba que también compartía el deseo de conseguir la amnistía para todos los presos cenetistas pero que, al mismo tiempo, temía que todos estuvieran de nuevo en la calle por los perjuicios que, con su comportamiento, podían ocasionar a la central sindical.
Así pues, queda claro que, ya antes de proclamarse la República, surgen dentro de la CNT tres tendencias contradictorias. Desgraciadamente, los núcleos ácratas, partidarios de la implantación del comunismo libertario, después de dos años de luchas internas, consiguieron hacerse con el timón de la central sindical, expulsando a Pestaña de la organización y dejando en minoría al sector encabezado por Peiró, que se quedó clamando contra el caos.
El proceso de dominio total de la CNT por la FAI puso en tensión a la organización sindical convocando numerosas huelgas y acciones de protesta más destinadas a la estrategia de acoso que a los intereses de los trabajadores. En este período, los grupos de afinidad anarquista llevaron a cabo intensas campañas internas para convencer a los afiliados de la bondad de sus tesis.
En este sentido, es sintomático que el 16 de noviembre de 1930, al finalizar un segundo pleno nacional, aún clandestino, en Barcelona, la central convocara a una huelga general de seis días y que la huelga tomara inmediatamente un carácter antimonárquico y revolucionario.
También es coherente con la estrategia explicada que los grupos anarquistas más convencidos decidieran emprender acciones educativas para los afiliados a la central sindical con el fin de hacerles sentir protagonistas no sólo de las mejoras laborales concretas de sus puestos de trabajo, sino también de la posibilidad histórica de convertirse en actores de una revolución.
Las tácticas de adoctrinamiento intensivo quedan reflejadas, por ejemplo, en un escrito firmado por el anarquista Eliseo Valls, publicado en Solidaridad Nacional el 22 de mayo de 1931:
A los militantes de Mollet: No debe pasar ninguna semana sin que en el pueblo se den una o dos conferencias. Deben suprimirse los mítines, dando en su lugar conferencias. Los mítines son más bien para provocar el entusiasmo de las masas. La masa de Mollet ya posee ese entusiasmo. La conferencia educa más que entusiasma, en lugar de hacer aplaudir, hace pensar, reflexionar.
Un tema sociológico, pedagógico o higiénico, bien desarrollado, cautiva la atención de los trabajadores. Conviene que los obreros cuando salgan del local donde se acaba de dar una conferencia, vayan reflexionando sobre las imágenes que el orador les ha hecho grabar en sus mentes. De esta manera, lentamente van despertando de su letargo, y les hace sentir la necesidad de una inmediata superación moral, física e intelectual.
La combinación de adoctrinamiento y de lucha directa en las fábricas y talleres originó, en grupos selectos de activistas, una sinergia ajustada a los objetivos revolucionarios que los líderes políticos y sindicales más radicales habían planteado, entre los cuales la cuestión religiosa no era menor.
En la práctica, lo que dio en llamarse «el problema religioso» formaba parte incluso de los documentos programáticos de algunos partidos republicanos. Es el caso de Esquerra Republicana de Catalunya, en cuya Declaració de principis i programa polític había un apartado específico dedicado a la religión. Su título —«Problema religioso»— ya lleva implícito que el partido consideraba conflictivo el tema. Dice así:
Al plantear la cuestión partimos del postulado liberal, que no es otro que el respeto a la dignidad del hombre y, especialmente, a su más noble expresión: la libertad de pensar y de expresar su pensamiento, sin otro límite que el mismo derecho para todos […].
El Estado, pues, ha de permanecer neutral en esas manifestaciones del espíritu […].
El Estado no puede tomar partido por ninguna religión; tiene que cuidar que los asuntos y las diferencias religiosas, que pertenecen a la conciencia individual, no invadan nunca ni tampoco no influyan a ninguna de las instituciones. Sin embargo, el Estado permitirá que todas las Iglesias se organicen y trabajen para sus fines, sin que ninguna de ellas dañe a los esenciales de la vida. Y de todas ellas, de las confesiones religiosas, no sólo vivirá separado sino, que vigilándolas y controlándolas, en nombre de la libertad que a todos nos es debida, las someterá al derecho común y corregirá de ellas las posibles extralimitaciones.[33]
Tal como puede comprobarse, el documento no incluye ningún elemento coercitivo. La gravedad de la declaración, por tanto, no reside en la lícita aspiración a la separación absoluta de Iglesia y Estado, ni tampoco en la omisión explícita de la Iglesia católica con el argumento falaz de la mención genérica, sino en el recelo y desconfianza que transpira. Un recelo y una desconfianza que nadie puede suponer dirigidos a las muy minoritarias comunidades protestantes o judías…
En el contexto previo a la proclamación de la República, Cataluña vio nacer una organización específica de apostolado católico, la Federació de Joves Cristians de Catalunya (FEJOC), la cual, de la mano del sacerdote Albert Bonet, conseguirá una rápida aceptación entre los núcleos juveniles universitarios y profesionales.
La FEJOC creció con rapidez. En cinco años consiguió tener más de 20.000 afiliados. No puede considerarse que fuera un grupo de presión política, puesto que, esencialmente, se trataba de un grupo de renovación cristiana. Sin embargo, más allá de los aspectos devocionales y morales, es importante destacar que en los puntos 5 y 6 de su decálogo se hace constar que «el fejocista se preocupa de los problemas sociales y busca la paz» y que «el fejocista ejerce todos los derechos y cumple con todos los deberes que comporta la vida ciudadana; no se desentiende de los políticos».
Esta forma abierta de entender la religiosidad explica su rápida propagación en un territorio como Cataluña, donde los focos de renovación pastoral y litúrgica habían sido tan importantes. Estas mismas razones ilustran que la Acción Católica, vinculada orgánicamente con la jerarquía eclesiástica, no hubiera conseguido tal penetración.
Aun siendo una organización laica y comprometida con la realidad social, la FEJOC sufrió directamente la persecución religiosa de 1936. Alrededor de trescientos fejocistas fueron asesinados. Este dato obliga a buscar las causas de la persecución que se produjo durante la guerra civil más allá del anticlericalismo genérico para entrar a valorarla como una estrategia encaminada a la imposición del ateísmo, en la cual los comportamientos iconoclastas, vinculados a la furia revolucionaria, tendrán un papel de máxima importancia.
En las antípodas de la FEJOC y de los núcleos católicos integrados políticamente en la Derecha Republicana de Niceto Alcalá Zamora, en la Unió Democràtica de Catalunya y en el Partido Nacionalista Vasco, subsistía un sector católico integrista, heredero en parte del carlismo, que consideraba inseparable la causa de la religión de la de los partidos tradicionalistas y que se oponía, por tanto, a la misma esencia de la República como sistema lícito de gobierno.
Por ello, este sector —quizá minoritario pero de gran influencia— no admitió como buenas las razones de «accidentalidad» argumentadas por los «propagandistas» para aceptar el cambio de régimen. Cuando se proclamó la República el sector carecía de una organización específica, pero se respiraba en el ambiente que la República no conseguiría integrar a los católicos más integristas. Para ellos resultaba improcedente valorar los contenidos programáticos de los partidos que la habían protagonizado o participar en el proceso constituyente que se abriría. No tenía ningún valor que el presidente del Gobierno provisional, Niceto Alcalá Zamora, y el ministro de Gobernación, Miguel Maura, y el de Economía, Lluís Nicolau d’Olwer, se declararan católicos practicantes. Estaban al acecho de cualquier error que el nuevo Gobierno cometiera o del primer incidente que se produjera para iniciar una campaña de desprestigio. Desgraciadamente, errores e incidentes los hubo en exceso.
Las reacciones de la prensa de inspiración católica ante la proclamación de la República fueron diversas, en consonancia con su concepción más o menos confesional de la sociedad. Tres ejemplos bastan.
El Debate, en el editorial del 15 de abril, afirmaba, con tono resignado: «La República es la forma de gobierno establecida en España; en consecuencia, nuestro deber es acatarla».
Mucho más crítico, el rotativo ABC, en su edición del 16 de abril, proclamaba que «[…] los católicos en todas las naciones no hacen distinción entre una y otra forma de gobierno, mientras que éstos no suscitan el combate con la Iglesia». En Cataluña, el periódico El Matí, correspondiente al 15 de abril, expresaba, aunque con ciertos circunloquios, una nítida identificación con la proclamación republicana:
El ritmo de nuestra vida, el curso de nuestras ideas, el tono de nuestra voz no pueden alterarse por el advenimiento de la República. Celebramos este advenimiento, y lo hacemos de corazón, porque no sabríamos sentirnos incompatibles.
En el nuevo régimen seguiremos siendo, como siempre, católicos fervientes. Ésa es la razón de nuestra existencia periodística. Y como católicos nos interesa que el gobierno legalmente constituido sea un gobierno fuerte, porque sólo este tipo de gobiernos puede mostrar respeto y hacer respetar a los ciudadanos y a sus creencias. No queremos, en principio, sino libertad dentro de las leyes justas para defender nuestras convicciones […]. Nosotros no tenemos que juzgar el color de las personas que ejercen el Poder sino sus actos. Incluso pensamos que debemos cooperar abiertamente con su obra, siempre que sea francamente favorable al progreso moral y material del país.[34]
El editorial se publicaba el mismo día de constitución del Gobierno provisional de Cataluña que también contaba con la presencia de dos consellers católicos: Ventura Gassol, de ERC, por Política Interior, y Manuel Carrasco i Formiguera, de Acció Catalana Republicana, por Comunicaciones.
Mucho más diáfano fue el título escogido por el sacerdote Lluís Carreras para encabezar un artículo que apareció en la revista Catalunya Cristiana de Sabadell también el día 15. El título, explícito en sí mismo, decía: «Déu guardi la República!».[35]
La actitud oficial del Vaticano, expresada por boca del cardenal secretario de Estado, Eugenio Pacelli —el futuro papa Pío XII—, al nuncio Federico Tedeschini, fue de reconocimiento implícito del nuevo régimen. Recomendaba a los prelados que, «a fin de mantener el orden y en pro del bien común», aconsejaran a religiosos, sacerdotes y fieles que respetaran el nuevo poder.
Por otra parte, el tercer punto del estatuto jurídico del Gobierno provisional dedicado a la cuestión religiosa también había sido redactado con máxima prudencia. A pesar de ello, su tono respetuoso se diluía en un respeto genérico falto de convicción: «El Gobierno provisional hace pública su decisión de respetar de manera plena la conciencia individual mediante la libertad de creencias y cultos, sin que el Estado en momento alguno pueda pedir al ciudadano la revelación de sus convicciones religiosas».
La reacción de Pacelli era, en cierto modo, previsible, puesto que en 1918, primando los gestos diplomáticos, había conseguido superar unos graves disturbios revolucionarios en Baviera. En cambio, la actitud del papa Ratti, Pío XI, siempre estuvo más sujeta a la imposición de su autoridad. No mantuvo un criterio uniforme en el momento de aprobar o sancionar un régimen político. Su preocupación principal fue encontrar siempre la mejor manera de defender los intereses de la Santa Sede, manteniéndose a la expectativa, si lo creía conveniente, hasta tomar una decisión definitiva. Por ejemplo, mientras que en 1929 había promovido la conciliación y la firma de un concordato con el régimen mussoliniano, en los primeros meses de 1931 se enfrentó con el dictador italiano para defender la libertad de acción y de expansión de la Acción Católica. La dualidad y ambivalencia del pontífice fueron la causa de graves desajustes entre el Vaticano y la Segunda República y ocasionaron mucha confusión entre los fieles y una importante desunión y dispersión de esfuerzos entre el clero.
Los tanteos diplomáticos se hicieron evidentes de forma inmediata. Al día siguiente de proclamarse la República, el ministro de Justicia, el socialista Fernando de los Ríos, ya recibió la visita protocolaria del nuncio Tedeschini. La reunión sirvió para ofrecer garantías a la Iglesia en el sentido que sólo se decretarían la libertad de cultos y la secularización de los cementerios.
El mismo día, o quizá el 16, también concedió audiencia a dos miembros del capítulo de la catedral de Madrid. En esta ocasión, el diálogo tal vez no fuera tan fluido, puesto que El Debate, en la edición del día 16, destaca que el ministro les recomendó que abandonaran cualquier veleidad política «cualesquiera que fuesen las excitaciones belicosas que se les dirigieran en este sentido».
Estos primeros contactos se hacían al tiempo que por las calles de Madrid una muchedumbre celebraba aún la victoria republicana. Declarado el día 15 fiesta laboral, se formaron manifestaciones espontáneas. En una de ellas, que circulaba por la calle Bailén, destacaban —según noticia de portada de El Debate del día 16— las banderas soviéticas y sobresalían las consignas anticlericales. Las Juventudes Socialistas entonaban su himno, que contenía versos de agravio contra la Iglesia. En este ambiente, unos jóvenes quisieron colocar una bandera roja en el brazo de la imagen de Santa Teresa que preside la fachada de la iglesia dedicada a esta santa. Grupos de católicos y también de manifestantes lo impidieron, estos últimos alegando los sacrificios que había costado conseguir el cambio pacífico de régimen.
En Barcelona, a pesar de las reticencias de algunos consellers, el sábado, día 18, el presidente Maciá también había recibido la visita del cardenal Vidal i Barraquer, a quien manifestó su deseo de evitar cualquier brote de violencia. El cardenal, por su parte, manifestó su deseo de encontrar una solución armoniosa con el gobierno de Madrid en relación con el estatus político del nuevo Gobierno catalán que el día 14 había proclamado la constitución de la República Catalana en el marco de una futura Federación de Repúblicas Ibéricas.
En su visita el cardenal se hizo acompañar del obispo de Barcelona, Manuel Irurita, a pesar de que éste, dos días antes, en la primera circular publicada después de las elecciones, una vez acatada la recomendación vaticana de aconsejar respeto y obediencia a las nuevas autoridades, había añadido:
Sacerdotes: sois ministros de un Rey que no puede abdicar, porque su realeza le es substancial y si abdicara se destruiría a sí mismo, siendo inmortal; sois ministros de un Rey que no puede ser destronado, porque no subió al trono por votación de los hombres, sino por derecho propio, por título de herencia y de conquista. Ni los hombres le pusieron la corona, ni los hombres se la quitarán.
A pesar de tales palabras, Vidal consiguió imponer su criterio conciliador en una asamblea episcopal catalana celebrada cuatro días después de visitar a Maciá, el 22 de abril. Dicha conferencia acordó que cada uno de los obispos escribiría una carta particular de saludo al presidente Maciá al tiempo que el cardenal se comprometía a escribir al ministro de Justicia con el fin de que transmitiera al presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, la voluntad de colaboración de los obispos catalanes. Asimismo se acordó comunicar al cardenal Pedro Segura, arzobispo de Toledo, la opinión desfavorable de convocar, como era su intención, una reunión de obispos metropolitanos con el fin de no despertar suspicacias que pudieran generar una reacción anticlerical.
Los obispos que en 1931 ostentaban el título de metropolitanos —es decir, que tenían la jurisdicción de un grupo de diócesis— eran nueve y, de éstos, tres cardenales: Francisco Ilundáin, de Sevilla, y los citados Francesc Vidal i Barraquer, de Tarragona, y Pedro Segura, de Toledo; y los arzobispos de Santiago, Valladolid, Burgos, Valencia, Zaragoza y Jaén.
Siguiendo la vía conciliadora iniciada en la reunión de los obispos catalanes, el 26 de abril, desde el monasterio de Montserrat, el cardenal Vidal envió un telefonema al presidente de la República, que se encontraba de visita en Barcelona, pidiéndole que intercediera para frenar la campaña de la prensa madrileña contra el cardenal Segura por su actitud beligerante en el período prerrepublicano.
Las gestiones de los obispos catalanes y las palabras de Vidal se vieron lamentablemente desautorizadas por la decisión del cardenal Segura de convocar para el 9 de mayo la reunión de metropolitanos y, de forma muy especial, por el contenido de una circular que el arzobispo de Toledo publicó en el boletín de la diócesis del 2 de mayo donde reconocía públicamente los beneficios que la Iglesia había recibido de la monarquía, trazaba un cálido elogio de la figura de Alfonso XIII y reclamaba en tono ligeramente amenazador: «[…] Cuando el orden social está en peligro, cuando los derechos de la religión están amenazados, es deber imprescriptible de todos unirnos para defenderla y salvarla».
La difusión de la carta tuvo lugar un sábado, cuando en Madrid aún resonaban los gritos reivindicativos de las marchas obreras de la vigilia, el primer 1 de mayo republicano. El Gobierno provisional, lejos de poder interceder, como le había pedido Vidal, para reconducir la hostilidad popular contra Segura, se vio empujado a un enfrentamiento institucional que no tardaría en producirse.
La reunión de metropolitanos del 9 de mayo empeoró aún más la situación, puesto que los cardenales y arzobispos, a pesar de manifestar alguna reserva, no desaprobaron el texto de la pastoral de Segura. Se limitaron a encargarle un redactado institucional, una «Declaración colectiva» que, evitando el tono amenazador de la pastoral, reivindicara «los sacrosantos e inalienables derechos de la Iglesia» y, también, una carta confidencial dirigida al presidente del Gobierno.
El tono crítico de las declaraciones de Segura fue ampliamente superado por las de Isidro Gomà, por entonces obispo de Tarazona. El futuro sucesor del cardenal Segura en la sede primada de Toledo afirmaba:
El peligro de esta fábula de soberanía nacional está, primeramente, en que se vacía de Dios la sociedad, y se le suplanta con la autoridad de un hombre o de unos hombres que, por lo mismo que no ejercen el poder en nombre de Dios, podrán prescindir de Él […]. La soberanía nacional es, bajo este aspecto, el plano inclinado para llegar al pleno ateísmo del Estado.
Sin embargo, estas palabras, publicadas en el boletín del obispado de Tarazona el 10 de mayo, tuvieron un eco mucho menor debido en parte a la poca relevancia del obispado en el conjunto del Estado y, asimismo, porque la prensa estaba exclusivamente pendiente de informar de los primeros disturbios graves que vivió la República. Unos disturbios antimonárquicos que no tardaron en tener como objetivo la quema de edificios religiosos.
Todo empezó la mañana del domingo día 10. El Gobierno, haciendo gala de liberalidad, había concedido permiso a los promotores de un Círculo Monárquico Independiente para que convocaran, en un piso de la calle de Alcalá, cercano a la Puerta del Sol, el acto fundacional de esta entidad antirrepublicana. Los disturbios empezaron hacia la una del mediodía, al finalizar la asamblea. Existen diferentes versiones de cómo sucedió. Sin embargo, una de verosímil y sintética indicaría que en el momento de la salida de los monárquicos, mientras por el gramófono sonaba la Marcha Real, llegó un taxi con dos personas que vitorearon al rey. Esta circunstancia provocó un enfrentamiento entre los ocupantes del taxi, algunos transeúntes y el propio taxista que, enojado, les replicaba. En aquel momento llegó al lugar de los sucesos un numeroso grupo de personas procedentes del Parque del Retiro (donde habían estado escuchando a la Banda Municipal), que organizaron, indignadas, un tumulto con el resultado final de tres coches incendiados. Los enfrentamientos podrían haber finalizado así, pero el rumor de que el taxista había sido asesinado provocó que el grupo se dirigiera a la redacción del rotativo ABC cuyo director, Juan Ignacio Luca de Tena, había asistido al acto en calidad de fundador, juntamente con el conde de Romanones, del Círculo Monárquico.
La redacción del periódico tuvo que ser custodiada por la Guardia Civil que, en un intento por imponer cierto orden, abrió fuego disuasorio e hirió a un niño que estaba subido a un árbol. El accidente dio lugar a un duro enfrentamiento con el resultado final de dos manifestantes muertos.
Lo sucedido provocó la reacción inmediata de la Junta del Ateneo de Madrid. La entidad, presidida por Manuel Azaña, por entonces ministro de la Guerra del Gobierno provisional, redactó un manifiesto en que se reclamaba el desarme de la Guardia Civil, la depuración de responsabilidades, la represión de los movimientos reaccionarios y, a pesar de no guardar ninguna relación directa con los hechos, se protestaba contra los obispos y se exigía la expulsión de las órdenes religiosas.
Una vez entregado el documento al ministro de Gobernación, Miguel Maura, y de haber recibido la respuesta del Gobierno, favorable sólo al cierre del periódico y a la destitución del teniente que dirigía la Guardia Civil, los ateneístas se dirigieron a las personas que se habían ido congregando para hacer una lectura del manifiesto y de la respuesta gobernativa.
Madrid vivió aquella noche con la tensión propia de un episodio inconcluso. A la mañana siguiente, lunes, una comisión presidida por el mecánico de aviación Pablo Rada —de tendencia filoanarquista, que se había hecho famoso por haber participado, en 1926, en la primera travesía sobre el Atlántico sur— se presentó de nuevo en el ministerio de Gobernación exigiendo responsabilidades por los acontecimientos del domingo.
Al cabo de pocas horas de celebrarse esta segunda entrevista, un grupo de jóvenes prendió fuego a la residencia de los jesuitas de la calle de la Flor. El Gobierno tuvo noticia del atentado en plena reunión del Consejo de Ministros que se celebraba en el ministerio de la Guerra. Miguel Maura, ante la negativa de la mayoría de reprimir con contundencia aquellos actos, abandonó la sala y amenazó con la dimisión. A instancias del nuncio y del presidente del Gobierno renunció a presentarla y se reincorporó a su ministerio no sin antes garantizar que en el futuro sería de su libre competencia el control del orden público.
Lamentablemente, la quema de conventos se había propagado por toda la ciudad. Al mediodía, los incendiarios ya habían atacado el convento de los Carmelitas Descalzos de la calle Ferraz y el Instituto Católico de Artes e Industrias (ICAE), regido por la Compañía de Jesús. A pesar de que a la una y media el Gobierno impuso el estado de guerra, los incendios continuaron. Por la tarde, las llamas destruían el Colegio de Maravillas y el convento de las Mercedarias de la calle Bravo Murillo, el colegio salesiano de la calle Villarroel y el edificio de las religiosas del Sagrado Corazón de Chamartín.
Ante la gravedad de la situación, el Gobierno celebró una tercera reunión de emergencia que se alargó hasta la madrugada del martes, día 12.
En una pausa de este Consejo de Ministros, Alcalá Zamora, en una alocución radiada, quiso aminorar la importancia de los hechos alegando que durante el período monárquico también se habían producido altercados violentos de carácter anticlerical. El director general de Seguridad se dirigió a la prensa para informar que la cantidad de edificios dañados —entre seis y once, según las fuentes— debía compararse con el total de los ciento setenta existentes y para destacar que las fuerzas del orden habían impedido que se cometieran destrozos en otros diecisiete.
Finalizado el Consejo de Ministros, la ciudad estaba bajo control. Sin embargo, los actos de violencia anticlerical se propagaron, durante dos días, por el sur y el levante de la Península. En Málaga fueron incendiadas o saqueadas diez de las once iglesias parroquiales y un conjunto de treinta edificios religiosos; en Sevilla, cuatro; en Cádiz, cuatro más; cinco en Jerez de la Frontera; dos en Algeciras y en Sanlúcar de Barrameda; veinte en la ciudad y provincia de Valencia; trece en Alicante y cuatro en Murcia.
A la gravedad de los hechos hay que añadir el escándalo de la pasividad —y en ocasiones connivencia— de las autoridades que tenían a su cargo el orden público. Poco podía esperarse de los cargos provinciales después de que el Gobierno, en una nota oficial publicada el 12 de mayo, admitiera implícitamente la impotencia o la inoperancia para reprimir los actos vandálicos y llegara a felicitarse de que no se produjeran víctimas:
[…] hoy, igual que los creyentes, los deploran, los condenan, los ministros que, en la plena libertad espiritual que caracteriza y proclama este Gobierno, tienen otra representación. Los hechos ocurridos hoy no son ni privativos de régimen republicano ni desconocidos en la Historia de España. Han tenido lugar bajo otras formas de Gobierno con mayor violencia, con otra intensidad, con repetición durante varios días y con excesos en las personas y en las cosas, de que se han visto libres los sucesos que han tenido lugar en el día de hoy en Madrid.
El Gobierno, que no ha perdido ni un momento la serenidad ni el dominio de los resortes que están a su alcance, aunque procurara sorprenderle el rumbo y la preparación de los acontecimientos, queda tranquilo de haber evitado días de luto, jornadas de sangre, aun cuando conserve el sentimiento de que en su batalla para defender el orden público no pudiera llegar con toda la eficacia de sus órdenes y de sus deseos a reprimir los excesos en propiedades, que todas son sagradas y que las atacadas lo son bajo otro aspecto que afecta a las creencias de muchas personas […][36]
El caso más significativo se produjo en Sevilla. El gobernador militar de la ciudad, general Gómez García-Caminero, ordenó a la Guardia Civil que se retirara de los lugares donde se produjeran incidentes y no autorizó la protección del palacio episcopal. Por este motivo, los bomberos no pudieron intervenir en los edificios que se iban incendiando y la sede episcopal también fue destruida. El general no se lamentó en ningún momento de haber impedido la actuación de las fuerzas del orden ni de haber obstaculizado la de los bomberos sino que, complacido por los resultados, envió un telegrama al ministro de la Guerra, Manuel Azaña, afirmando textualmente: «Ha comenzado el incendio de iglesias. Mañana continuará».[37]
Este caso extremo obligó al Gobierno a cesar al general. Pero fue una decisión excepcional. El resto de los protagonistas quedó impune, no hay rastro alguno de procesos judiciales relacionados con la «quema de conventos» de 1931.
La explicación debe buscarse en el seno de los debates que mantuvieron los ministros en aquellas jornadas. Efectivamente, las discusiones pusieron en evidencia que en el Gobierno eran mayoría los que justificaban el anticlericalismo. Esta correlación de fuerzas explica que cuando el ministro de Gobernación, Maura, en la primera reunión del lunes, defendió, con el aval del propio presidente del Gobierno, que se debía reprimir los ataques con firmeza, Azaña replicara con una frase tajante: «Eso no. Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano». La postura de Azaña condicionó el voto de los otros ministros que optaron por apoyarle, los republicanos, o por abstenerse, los socialistas.
La actitud del Gobierno, a menos de un mes de la proclamación de la República, representó un grave afrenta a su prestigio. El anticlericalismo de la mayoría de sus ministros se convirtió en un escollo insalvable a la hora de tomar las primeras decisiones de orden público. Los detractores de la República tuvieron sobrados argumentos para poner en duda el carácter liberal del nuevo régimen.
A pesar de no poder precisar los motivos por los cuales las protestas del domingo derivaron el lunes en ataques anticlericales ni quién los promovió, cabe recordar que tanto el presidente Alcalá Zamora como los ministros Maura y Azaña, hacen constar en sus memorias —con detalles y matices diferentes— que se preveían disturbios de este tipo.
Todo estaba dispuesto [explica Maura] para que los amotinados pudieran actuar con absoluta impunidad. Ya por la tarde y por la noche la inhibición de la fuerza pública ante los alborotos y desmanes dio a los revoltosos plena conciencia de ser ellos los dueños de la calle. La resolución del gobierno de permanecer indiferente y no enfrentarse con el desorden era conocida de los organizadores de la subversión.[38]
Ya el lunes 11 se temió el desbordamiento contra los conventos [escribe Alcalá Zamora] y salimos a recorrer las calles Prieto y yo […] No pasó nada mientras Indalecio y yo recorríamos Madrid; poco después se iniciaba el primer incendio.[39]
Manuel Azaña, en sus Memorias íntimas, concretamente en las líneas fechadas el 7 de diciembre de 1932, anota que recibió la visita de un confidente y afirma que era el mismo que un año antes había advertido al ministro Maura, «cuarenta horas antes» de la quema de conventos, de lo que sucedería.
Todo parece indicar, por tanto, que existió premeditación y un cierto grado de organización en los atentados. A los textos que lo denuncian debe sumarse la evidencia de que para llevar a cabo incendios múltiples e importantes en diferentes puntos de la ciudad, y perpetrados en pocas horas de diferencia, se requiere una logística incompatible con la improvisación.
Dado que nadie se otorgó la autoría de los hechos, es imposible poderla determinar. Elucubrar en esta dirección es un error. Sin embargo, que ningún grupo la reivindicara significa que existían intenciones ocultas. ¿Se trataba, como se ha dicho, de castigar la indulgencia del Gobierno con las citadas declaraciones de algunos obispos? Cuando se hizo correr el rumor de que los incendios habían empezado después de que los jesuitas de la calle de la Flor hubieran disparado contra un grupo de manifestantes que los insultaban, ¿se pretendía presionar al ministro de Gobernación para que actuara contra la Compañía de Jesús y contra la Iglesia en general? Dado el contexto general, no es plausible que los religiosos tomaran tal iniciativa. Todo parece indicar que se trata de una intoxicación informativa interesada. Dado que los dos únicos periódicos que abonaron tal hipótesis fueron El Socialista y El Liberal, la intención oculta ¿no podría estar relacionada con la incomodidad que sentían republicanos y socialistas ante la presencia de ministros católicos — representantes de la minoría más progresista— y ante la actitud conciliadora del sector eclesiástico mayoritario, identificado con los editoriales de El Debate?
Cabe recordar que el 29 de abril de aquel año, apenas quince días antes de la quema de conventos, a iniciativa de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas y de las personas vinculadas a El Debate, con Ángel Herrera como portavoz, se había fundado Acción Nacional, un partido que, aplicando la teoría de la «accidentalidad», pretendía liderar la defensa de los valores católicos en el marco de una República liberal. Se trataba de una apuesta que no tenía el beneplácito general de la jerarquía episcopal ni contaba con la simpatía de los sectores monárquicos o filofascistas más intransigentes. Resulta evidente que esta iniciativa, después de la quema de conventos, perdió la posibilidad de conseguir un compromiso histórico de todos los sectores católicos con el nuevo régimen. Los acontecimientos centrifugaron de este camino a los más radicales.
Sea como fuere, la pasividad gubernamental convirtió en letra inútil el estatuto jurídico del Gobierno provisional y dejó en vía muerta el contenido de un manifiesto que con el título Inteligencia Republicana había sido consensuado en marzo de 1930 por un grupo de sesenta intelectuales que, presentándose como «hombres de izquierda, políticos o apolíticos», exigían el fin de la Dictadura y condenaban cualquier manipulación que pudiera propagar el miedo a un nuevo régimen de carácter republicano y federal. Con tono solemne habían escrito:
Ante la urgencia de definir posiciones, por encima de los partidos y de las organizaciones […] anteponiendo hoy nuestra condición de ciudadanos a toda otra adjetivación específica, y en plena conciencia del valor de nuestro compromiso, declaramos que estamos dispuestos a trabajar previamente para asegurar un nuevo orden político que, instaurado sobre la condición suprema de la justicia, impida definitivamente toda subversión de poderes y conduzca al país por las vías jurídicas indispensables al progreso de los pueblos.
Lejos de este espíritu de consenso, todo parecía indicar que los partidos y las instituciones no estaban dispuestos a avanzar con sosiego. La nueva realidad se veía amenazada por las turbulencias y parecía decidida a encarnar el espíritu revolucionario latente en las proclamas políticas más radicales de los últimos meses de la monarquía. Dos de ellas, por méritos propios, deben ser recordadas. De una parte, el Manifiesto revolucionario de la izquierda española publicado en diciembre de 1930 y suscrito, en su momento, por la gran mayoría de los que, cuatro meses más tarde, serían ministros del Gobierno provisional de la República. El texto no contiene ninguna referencia explícita contra la Iglesia pero, en cambio, legitima la violencia de carácter revolucionario:
El pueblo está ya en medio de la calle, y en marcha hacia la República. No nos apasiona la emoción de la violencia, culminante en el dramatismo de una revolución; pero el dolor del pueblo, y las angustias del país, nos emocionan profundamente. La Revolución será siempre un crimen o una locura, dondequiera que prevalezcan la justicia y el derecho; pero es justicia y es derecho donde prevalece la tiranía. Sin la asistencia de la opinión y la solidaridad del pueblo, nosotros no nos moveríamos a provocar y dirigir la Revolución.[40]
El otro texto forma parte de los decretos que los militares que el 12 de diciembre de 1930, en Jaca —bajo el liderazgo del capitán Fermín Galán—, habían protagonizado una insurrección armada en favor de la República, tenían preparados para el caso de conseguir proclamarla. En un capítulo titulado «De la religión» se puede leer:
Todo argumento sagrado o delegación de la divinidad cae por tierra después del fracaso viviente de veinte siglos de cristianismo, después del aniquilamiento opresor de la Iglesia, después de su triste historia, después de su ceguera ante el mundo nuevo que nos abre la ciencia, después de ser incapaz de evolucionar a tenor de los tiempos. No hay ninguna razón que ampare el respeto a la Iglesia como entidad político-económica, religiosa. Su futura organización estará a merced del talento comprensivo de sus dirigentes y de la caridad piadosa de los creyentes. Noblemente debemos advertir, con sinceridad, que ningún sacerdote será abandonado, y, por tanto, la revolución le proporcionará trabajo útil para que satisfaga sus necesidades vitales como hombre y como sacerdote; ningún obstáculo será para nosotros aquel que quieran presentar los altos dignatarios de la Iglesia como una política defensiva. Firmemente aseguramos que entonces la Iglesia será aplastada y deshecha, y sólo el sacerdote podrá ejercer, como célula libre, en bien de sus creyentes y si fiel a sus sentimientos no vacila en seguirlos, amparados en la ayuda y protección de los que necesitan de su auxilio.[41]
La agresividad con que la prensa de izquierdas, al cabo de pocos meses, comentaría la quema de conventos magnificó aún más la gravedad de lo acaecido. La prensa socialista analizó los hechos desde una óptica estrictamente revolucionaria. El 12 de mayo, El Socialista publicaba:
La reacción ha visto que el pueblo está dispuesto a no tolerar. Han ardido los conventos: ésa es la respuesta de la demagogia popular a la demagogia derechista.
El mismo día se podía leer en el rotativo El Pueblo:
Como represalia contra los criminales manejos urdidos por los clericales y alfonsinos, son incendiados varios conventos. La lección debe servir de ejemplo para futuros planes. Al conocerse en toda España lo ocurrido, se producen indescriptibles manifestaciones de entusiasmo republicano.
Y el 14 de mayo, a través del periódico Crisol, el diputado socialista Luis Bello opinaba:
El pueblo no puede esperar que la revolución se haga paso a paso, y los hombres que el 11 de mayo quemaron las iglesias prestaron un servicio muy estimable a los que mañana hayan de gestionar la renovación del Concordato…
El poder judicial —tal como he apuntado en páginas anteriores— brilló por su pasividad ante los hechos dejando que los autores de los incendios quedaran impunes. Hasta el 20 de octubre de 1932 no se celebró el primer juicio contra uno de ellos, Antonio Fernández Soto, el cual fue declarado inocente a pesar de que había sido detenido en el momento que rociaba de gasolina la puerta del convento de las Comendadoras de Santiago de Madrid.
La quema de conventos fue el punto de partida de la confrontación entre la Iglesia y el gobierno de la República. La cordialidad —aunque tensa, efectiva— de los primeros días dio paso a desafíos constantes. En pocos meses, el fantasma del anticlericalismo violento volverá a recorrer pueblos y ciudades convirtiéndose, a menudo, en piedra de toque para valorar la legitimidad revolucionaria de una acción. En el seno de la Iglesia los acontecimientos se vivirán de forma convulsa. Lamentablemente, no predominará el rigor evangélico en las reacciones de una parte importante de la jerarquía y de los cargos eclesiásticos.
A partir de mayo de 1931, los derrotistas, los que declaraban la incompatibilidad del régimen republicano con los principios de la moral pública católica, tendrán nuevos argumentos para oponerse a la política conciliadora impulsada —y aún mantenida después de las quemas— por los cardenales Tedeschini y Vidal, de tal forma que intentarán, a partir de entonces, buscar el amparo directo del Vaticano para continuar con éxito su ofensiva de carácter integrista.
Los disturbios de mayo deben relacionarse también con la reunión de los metropolitanos convocada por el cardenal Segura. A su clausura, siguiendo los consejos del gobernador civil de Toledo —un republicano católico que había evitado el ataque al palacio episcopal—, se trasladó a Madrid y desde la capital siguió viaje por carretera hacia Roma, vía Irún. La marcha del cardenal desató todo tipo de comentarios. Corría la voz de que en alguna de sus pláticas, concretamente en la que dirigió el día 18 de abril a los alumnos maristas de Toledo, había implorado la maldición de Dios sobre España si en ella arraigaba la República. Sus detractores, convencidos de la veracidad del rumor, consideraban un acto de justicia que se le impidiera su retorno a España. Sus defensores, transformados en paladines de la tradición católica tridentina, lo convirtieron en el símbolo de la resistencia al peligro comunista. Unos y otros, con sus prejuicios, impidieron que se procediera a una lectura serena de la pastoral —ya citada— del 2 de mayo la cual, a pesar del tono general de desconfianza hacia el nuevo régimen, insistía en que «es deber de los católicos tributar a los Gobiernos constituidos de hecho respeto y obediencia para el mantenimiento del orden y del bien común» y, a pesar de que avisaba a los católicos de que deberían en conciencia «asumir gravísimas responsabilidades que no podrán eludir […] ante el Tribunal de Dios» también les recordaba que la primera de ellas debía ser votar a los diputados que «ofrezcan plena garantía de que defenderán los derechos de la Iglesia y del orden social», en clara referencia a las elecciones a Cortes Constituyentes que se acababan de convocar para el 28 de junio.
El Gobierno, que previamente a la partida del cardenal ya había pedido su remoción, recibió la noticia del viaje a Roma con alivio. El 25 de mayo fue recibido en audiencia privada por el Papa. La reunión se alargó por espacio de hora y media. Con posterioridad a esta entrevista, la Secretaría de Estado del Vaticano negó el placet al nombramiento de Luis de Zulueta como nuevo embajador de España ante la Santa Sede y, también, en fecha posterior, concretamente el 9 de junio, el texto, encargado treinta días antes por los metropolitanos, apareció en el Boletín de la diócesis toledana. Con la sorpresa general tanto de los obispos como del Gobierno, el redactado —que no había podido ser revisado por el conjunto de metropolitanos— estaba fechado en Roma el 3 de junio e iba acompañado de la Exposición dirigida al Presidente del Gobierno Provisional a pesar del acuerdo general de que este documento, una verdadera declaración de agravios de la Iglesia, no se haría público.
Tal forma unilateral de proceder, que fácilmente podía ser interpretada como una maniobra del cardenal para demostrar que contaba con el aval del pontífice, reavivó la confrontación con el Gobierno. Advertido el ministerio de Gobernación de que, con fecha 10 de junio, el cardenal había entrado de nuevo —por la carretera de Barcelona y vestido de paisano— en territorio español, su titular, Miguel Maura, decidió que se le detuviera y se le expulsara formalmente. Fue localizado y detenido el domingo 14 de junio, mientras se dirigía a Pastrana (Guadalajara) para presidir una reunión con sacerdotes de la diócesis. Al día siguiente, se le trasladó a la frontera de Irún, desde donde se dirigió a la población de San Juan de Pie de Puerto.
La expulsión había sido precedida de la del obispo de Vitoria, monseñor Mateo Múgica. Dicho prelado, amigo personal de Alfonso XIII, ya se había distinguido antes de las elecciones de abril por haber exhortado a sus feligreses a que no votaran a ninguna candidatura republicana ni socialista. Con tal precedente, bastó que el obispo, pocos días después de la quema de conventos de Madrid, desatendiera los avisos dados por el gobernador de Guipúzcoa en el sentido de que, a tenor de los disturbios, le desaconsejaba realizar una visita pastoral a Bilbao, para que el 18 de mayo fuera obligado a exiliarse.
Todas estas circunstancias —la impunidad de los alborotadores y la expulsión de eclesiásticos— justifican sobradamente las palabras que Niceto Alcalá Zamora escribió en sus memorias:
Para la República fueron desastrosas: le crearon enemigos que no tenía; mancharon un crédito hasta entonces diáfano e ilimitado; quebrantaron la solidez compacta de su asiento; motivaron reclamaciones de países tan laicos como Francia o violentas censuras de los que como Holanda, tras haber execrado nuestra intolerancia antiprotestante, se escandalizaban de la anticatólica.[42]
A la vez que se sucedían estos episodios de desencuentro avanzaba el calendario electoral y, con él, los trámites para disponer de un borrador constitucional cuando se hubieran constituido las Cortes Generales. A tal fin se había nombrado una comisión asesora externa al Gobierno. El grupo, que debía emitir un primer informe jurídico que sirviera de anteproyecto constitucional, estaba presidido por el católico liberal Ángel Ossorio y Gallardo, decano del Colegio de Abogados de Madrid. Con este nombramiento, el Gobierno —o, como mínimo, la presidencia del Gobierno— pretendía garantizar que se llevara a debate un texto aceptable para todos los grupos políticos y que no representara un recrudecimiento de las hostilidades con la Iglesia.
Lamentablemente, las aguas parlamentarias fueron por otros senderos. En contradicción con la prevención citada, quizá a causa de la disparidad política de los ministros, se habían ido promulgando normas y disposiciones que, justificadas como imprescindibles para la implantación de la República, representaron en muchas ocasiones un nuevo motivo de alarma y de confrontación social.
Efectivamente, durante los tres meses que transcurrieron desde la proclamación, el 14 de abril de 1931, de la República y la fecha de apertura de las Cortes Constituyentes, el 17 de julio, se habían ido regulando por decreto cuestiones tanto de ámbito general como de procedimiento concreto. Significativamente, una parte importante de éstas estaban relacionadas con la Iglesia y sus atribuciones públicas.
La primera decisión, tomada el 18 de abril de 1931, fue suspender el carácter obligatorio de los actos religiosos en el seno del ejército. El 29 del mismo mes se disolvieron las órdenes militares.[43] Durante el mes de mayo se decretó el día 6 el carácter voluntario de la enseñanza religiosa en las escuelas; el día 8, la sustitución del preceptivo juramento religioso de los cargos oficiales por una promesa personal y la suspensión de las exenciones tributarias de la Iglesia; el 22, la plena libertad de conciencia y de cultos; y, el 31, la obligación de inscribir los bienes fundacionales de las capellanías privadas en el registro de la propiedad.
Celebradas las elecciones —ganadas por una amplia mayoría por los partidos republicanos y de izquierdas— el día 30 de junio, el Gobierno en funciones disolvió los cuerpos eclesiásticos del ejército el 3 de julio, con el fin de preparar la supresión de los haberes eclesiásticos dependientes del presupuesto estatal, ordenó el inicio de un inventario de los bienes de los sacerdotes diocesanos y, todavía, el 9 decretó la secularización de los cementerios.
A todas estas disposiciones se sumaron otras que, pese a ser de menor rango, no dejan de mostrar la voluntad del Gobierno de acabar, de forma urgente, con el predominio institucional de la Iglesia católica. Del conjunto cabe destacar la prohibición de que los gobernadores civiles asistieran en función de su cargo a los actos religiosos, la exclusión de los prelados de los Consejos de Instrucción Pública, la retirada de la cruz de aquellas aulas cuyos alumnos hubieran rehusado la enseñanza de la religión, la supresión de los honores militares a la procesión de Corpus…
No es difícil imaginar que todas estas modificaciones del statu quo de la Iglesia provocaron una animadversión creciente entre los núcleos más conservadores e, incluso, entre amplios sectores de la población. Es el caso concreto de los cambios que afectaron a las procesiones del día de Corpus, que en muchas ciudades constituían uno de los festejos más importantes del año. Aquel 1931 la festividad de Corpus fue el 11 de junio y, por primera vez en siglos, no se consideró día festivo. Por añadidura, muchos gobernadores civiles, alarmados por los disturbios de mayo, optaron por la prohibición sin más de las procesiones. Tal circunstancia creó uno gran división de opiniones y una nueva fractura social que contaminó las elecciones convocadas —recordémoslo— para el 28 de aquel mes, en primera vuelta, y para el 5 de julio, donde fuera menester, en segunda.
Calendario en mano, es de suponer que la fecha escogida por el cardenal Segura para su retorno a España —la vigilia de Corpus— tampoco resulta casual. El cardenal, que conservaba su pasaporte en regla, quiso, con toda seguridad, poner al Gobierno en el dilema de aceptar su presencia, sabiendo que procuraría influir en la conciencia de los votantes católicos, o de expulsarlo, con el consecuente escándalo internacional. Las palabras de Alcalá Zamora lamentando el desprestigio que supuso expulsar al cardenal a quince días de las elecciones tuvieron como funesto aliado a la fotografía. La instantánea del cardenal escoltado por la Guardia Civil recorrió las redacciones de todos los periódicos europeos…