LOS EPÍGONOS DE LA PERSECUCIÓN

Aunque sea cierto que, en un sentido riguroso del término, no puede considerarse que exista persecución religiosa más allá del primer trimestre de 1937, continúa habiendo, sin embargo, víctimas eclesiásticas o víctimas de la cuestión religiosa hasta los últimos días de la guerra, con unos discretos repuntes en mayo de 1938 y en la retirada, casi todos ellos circunscritos al Principado de Asturias y a Cataluña. En cualquier caso, la cifra total de víctimas en los últimos veinte meses no superó el 5% del total.

A fin de poder enjuiciar las circunstancias de estas víctimas tardías he creído oportuno describir algunos episodios aleatorios acompañados de unos casos finales.

En Asturias, entre verano y otoño de 1937, aún abundaron los asesinatos de eclesiásticos. En la vigilia de San Juan fue asesinado Juan Ignacio Gorroño, «Ezequiel de las cinco llagas», pasionista de Mieres. Como en muchos otros casos, el religioso había sido destinado a realizar trabajos forzosos abriendo trincheras o caminos. Sin justificación aparente fue ejecutado cerca del túnel del ferrocarril de Oviedo.

El 8 de julio de 1937, a causa de un intento de deserción, el sacerdote Manuel Suárez, que ejercía de auxiliar médico en el frente, fue sometido a tortura. Desnudo ante la iglesia de Báscones, al no conseguir que blasfemara, fue golpeado hasta la muerte.

En la diócesis de Urgel, el 3 de febrero de 1939 —dos días antes de la entrada de las tropas franquistas—, mataron al sacerdote Joaquim Ginesta y a su sobrina. Ginesta, maestro de ceremonias de la catedral, no había querido abandonar la ciudad. Tenía ochenta años y estaba convencido de que tenía que mantenerse en su lugar de ministerio. El grupo que fue a buscarlos y que los asesinó en las afueras de la ciudad, a pesar de quedar ya lejana la época de la inmunidad total en la comisión de atentados, no se preocupó en disimular su osadía. Al contrario, una vez cometido el crimen, se acercaron a una casa próxima exigiendo herramientas para enterrarlos, alegando para ello que «allí debajo hemos matado a un curote y a una mozuela».

En tierras de Solsona, el capellán del santuario de Corner, Ramon Guitart, fue asesinado por unos milicianos en noviembre de 1938. Su muerte está relacionada con las batidas para encontrar emboscados que, tal como ha sido comentado, eran muy abundantes en aquella zona prepirenaica. Efectivamente, el 14 de noviembre una patrulla cercó la casa de payés donde se escondía. A fin de no correr riesgos inútiles, conocedor de que las últimas leyes promulgadas lo protegían, quiso identificarse como sacerdote. Aunque en un primer momento le respetaron la vida, cuando se cercioraron del fracaso de la pesquisa lo arrastraron al bosque y le dieron muerte.

En los días convulsos de primeros de mayo de 1937 encontraron la muerte los sacerdotes Enric Gispert, de la Canonja, y su amigo Josep Gomis, coadjutor de Sant Pere de Reus. Ambos se habían trasladado de las tierras tarraconenses a la ciudad de Barcelona. Habitualmente se encontraban en un colmado. El 27 de febrero de 1937 un grupo de milicianos los detuvo y los condujo al centro de detención, a la checa, de San Elías donde quedaron retenidos hasta ser asesinados el 5 de mayo de 1937, en pleno torbellino de disturbios y enfrentamientos. La detención de mosén Gispert probablemente estuvo relacionada con el hecho de haber presidido y oficiado, una semana antes, el entierro católico de un primo suyo.

Que en Barcelona aún subsistía en 1937 el peligro de ser detenido por el mero hecho de asistir de forma privada a un acto litúrgico lo corrobora la noticia aparecida en La Vanguardia el 26 de julio dando cuenta de que el día anterior se habían detenido a siete personas que estaban oyendo misa en el domicilio de un médico del paseo de San Juan.

El sacerdote Alfredo Sanchís ejercía su ministerio en la parroquia de Santa María de Castellón de la Plana. Tenía sesenta y siete años. A mediados de septiembre de 1936, a pesar de haber sido retenido durante algunos días en el palacio episcopal, pudo, gracias a la influencia de un pariente militante de la FAI, volver a su casa, donde procuró que no fuera notada su presencia. El 13 de junio de 1938, en vísperas de la entrada de las tropas franquistas, los republicanos en retirada simularon que eran franquistas. El padre Alfredo cayó en la trampa y salió de su casa con la sotana puesta convencido de que ya no corría ningún peligro. En plena calle y en presencia de su hermana fue tiroteado y muerto.

Los brigadistas internacionales también participaron en alguna ocasión en las detenciones ilegales y los asesinatos clandestinos. Jesús Boira, que ejercía de sacerdote en Culla, diócesis de Tortosa, cuando fue llamado a filas, sabiendo que en la caja de reclutas trabajaba un seminarista, se presentó voluntariamente a las oficinas de alistamiento. El estudiante consiguió que fuera destinado a transmisiones. Descubierta su condición de sacerdote por los compañeros del regimiento, el 21 de septiembre de 1937 un teniente de las Brigadas lo detuvo y, junto con los soldados que estaban a sus órdenes, lo trasladaron a las cercanías de Pobla Tornesa y lo fusilaron.

El año 1937 murieron en la diócesis de Barcelona, por su condición de religiosos o por su profesión de fe cristiana, un total de sesenta y dos personas. En 1938 la cifra se redujo a nueve. Tanto estos casos como el resto de los acaecidos en España en esta época registran un elevado índice de probabilidad de que las causas religiosas estén contaminadas por otras de carácter político o circunstancial. Por ejemplo, en el caso de las víctimas barcelonesas de 1938, dos murieron por cumplimiento de una sentencia del Tribunal de Espionaje y Alta Traición, uno fue asesinado en un campo de trabajo donde había sido trasladado en calidad de prófugo, cinco murieron en presidio por desfallecimiento o por enfermedad, y uno por las torturas a que lo sometieron en una checa de la calle de Muntaner.

En 1939 el censo de víctimas religiosas relacionadas con la diócesis de Barcelona se redujo a siete. Un sacerdote murió de enfermedad en una cárcel de Cuenca; un escolapio fue asesinado en Torroella de Montgrí el 7 de febrero; dos sacerdotes fueron ejecutados junto con el colectivo asesinado en el santuario de El Colla, cerca del lago de Banyoles, en la provincia de Gerona; y, finalmente, otros dos, junto con el obispo Polanco, cayeron fusilados en Pont de Molins, a pocos kilómetros de la frontera francesa. Los dos últimos episodios merecen un comentario particular.

El 25 de enero de 1939, ante la inminencia de la llegada de las tropas franquistas a la capital catalana, cuarenta y dos prisioneros de la batalla de Teruel mayores de cincuenta años —los demás habían sido trasladados a un campo de trabajo—, entre ellos el obispo Anselmo Polanco y su vicario general Enrique Ripoll, que permanecían encerrados en el Depósito de Prisioneros y Evadidos «19 de julio» situado en el convento de las Siervas de María de la plaza de Letamendi, fueron evacuados con destino al paso fronterizo de Puigcerdá. Siguiendo órdenes posteriores, el grupo retrocedió hasta Ripoll para dirigirse a la frontera por Figueras. El 6 de febrero, cuando el convoy se encontraba en la masía de Can Boac, en el municipio de Pont de Molins, nuevas órdenes emplazaron a los responsables de la evacuación a dirigirse con los presos hacia Roses con la presumible intención de una evacuación por mar. En tal contexto de confusión, a media mañana del 7 de febrero, llegó un camión con treinta soldados dirigidos por el comandante Pedro Ruiz. Recogieron a los presos alegando el traslado al puerto. En realidad, se organizaron dos viajes con los detenidos a una prudente distancia de menos de dos kilómetros en dirección a Les Esquales, hasta el paraje conocido como el barranco de Can Tretze. Allí fueron asesinados y sus cuerpos quemados y abandonados al fondo del barranco.

El episodio de la detención, encarcelamiento y asesinato del obispo Polanco presenta aún hoy muchas lagunas. Hay constancia de que, mientras estaba en prisión, fue llamado en tres ocasiones a declarar y que en mayo de 1938 fue sometido a juicio. Lamentablemente, las actas judiciales fueron destruidas junto con los documentos del ministerio de Defensa que se decidió quemar antes de atravesar la frontera. Hay constancia, también, de que hubo varios intentos para canjear al obispo, algunos de ellos con la intervención del cardenal Verdier, arzobispo de París, pero se ignoran los detalles que impidieron conseguirlo…

El Collell, situado en las comarcas interiores de Gerona, a medio camino entre Banyoles y Olot, se convirtió, desde finales de 1938, en una de las cárceles de emergencia creadas en la provincia de Gerona para trasladar a los presos de la Modelo y del Centro de Prevención de San Elías de Barcelona. Las autoridades gubernativas y, muy especialmente, el SIM, siguiendo instrucciones personales de Negrín, seleccionaron a los presos que consideraron más peligrosos —por ejemplo, los que estaban pendientes de ser ejecutados por sentencia del Tribunal de Espionaje y Alta Traición— y, junto con prisioneros de guerra y quintacolumnistas, los agruparon en el santuario, antiguo seminario aislado entre bosques, llegando a un número de detenidos superior al millar.

El 30 de enero de 1939 cincuenta de los prisioneros, previamente seleccionados, fueron segregados del grupo y fusilados en un descampado próximo. Entre los ejecutados había dos sacerdotes: Joaquim Guiu, de la parroquia de Corpus Christi de Barcelona, detenido el 31 de mayo de 1938, y Josep Maria Conill, de Fogars de Monclús, detenido el 12 de junio del mismo año.

Este último episodio de la represión en la retaguardia ha sido recreado por el novelista Javier Cercas en su obra Soldados de Salamina, publicada en 2001. El éxito del libro y de la versión cinematográfica de la obra demuestra el interés intergeneracional en aproximarse a la tragedia de una guerra que, como un nido de víboras, contuvo en su seno a otras más.

Los episodios de Pont de Molins y del santuario de El Collell no fueron los únicos que transcurrieron durante las semanas que duró la retirada de miles de soldados y de civiles hacia la frontera francesa. Milicianos descontrolados, especialmente de los supervivientes de las columnas de Líster y de Durruti, protagonizaron actos de represalia en otras poblaciones fronterizas.

Terminada esta panorámica sobre las víctimas en la retaguardia republicana vinculadas, en mayor o menor grado, a la violencia anticlerical, acaecidas entre mayo de 1937 y el fin de la guerra, la conclusión es evidente. En este período no se puede hablar de persecución religiosa. Falta la voluntad manifiesta de infligir una pena a causa de la profesión de fe cristiana. Las escasas víctimas lo son en el contexto de venganzas personales, de acciones aisladas o de sentencias del Tribunal de Espionaje. Es cierto que en muchos pueblos y ciudades no desapareció la hostilidad anticlerical latente y que todos los organismos gubernamentales —desde los municipales a los autonómicos y los dependientes de las instituciones del Estado— continuaron enalteciendo los valores del laicismo y demostrando desdén por lo que había significado la persecución contra la Iglesia y la religión católicas. Sin embargo, también lo es que desde mediados de 1937 se realizó un esfuerzo considerable para recuperar el control del orden público y, por consiguiente, para evitar que se cometieran agresiones contra la Iglesia. Se evitó la inmunidad y se actuó contra algunos responsables.

No hubo voluntad de reparación del daño causado y, por tanto, el problema subsistió hasta el final. No obstante, el no restablecimiento del culto público en ese período no puede ser imputado a las autoridades republicanas, sino a la negativa de las eclesiásticas.

Afirmar que durante los últimos veinte meses de guerra no existió persecución religiosa puede parecer una afirmación gratuita o cínica, puesto que las destrucciones y los asesinatos ya se habían cometido con anterioridad. Tal como alardeaban algunos dirigentes anarquistas y comunistas, ya no quedaban iglesias ni sacerdotes. Cabe reconoce; sin embargo, que el contexto social, jurídico y político cambió en beneficio de una mínima libertad para la práctica religiosa privada.

En sentido riguroso, pues, sólo puede afirmarse que existió una persecución religiosa efectiva durante el segundo semestre de 1936; que durante el primer trimestre de 1937, no habiéndose producido cambios efectivos en el ámbito jurídico y de orden público, aún se registraron numerosas víctimas a causa de la violencia anticlerical; y, finalmente, que durante los meses restantes los casos de violencia contra sacerdotes o religiosos formaron parte de un contexto de represión del quintacolumnismo y de las represalias finales. De entre ellos, el caso más grave fue, sin lugar a dudas, el del obispo Anselmo Polanco, que representó el capítulo final de una tragedia histórica.