LAS REDES DE AYUDA

El huracán destructor de bienes y personas con que se transformó el estallido revolucionario del 19 de julio de 1936 generó una reacción de solidaridad humana que, en algunas ocasiones, llegó a ser heroica.

Cabe elogiar, ante todo, la actitud de los Gobiernos central y autonómicos, especialmente el de la Generalitat de Cataluña, que desarrollaron una actividad, en algunos momentos frenética, para salvar vidas y patrimonio.

La desidia o incapacidad para controlar durante largos meses el orden público y para evitar la represión en la retaguardia y la persecución religiosa contrasta con dicha actitud. Digamos que hubo una suplencia de gestos a la ausencia de acciones de gobierno.

Hablar de ayuda humanitaria es, en muchas ocasiones, hablar de acciones anónimas. En aquellos momentos trágicos muchas personas desconocidas públicamente intervinieron con valentía para salvar con riesgo de sus vidas las de otras personas. Ilustra perfectamente este sector, siempre ignorado, de personas audaces el caso del responsable de la UGT de Castellar del Vallés, provincia de Barcelona, que «murió asesinado porque había redactado un aval para el párroco de la localidad, que también fue asesinado».[237]

En el ámbito oficial catalán destacaron por méritos propios, por su actividad humanitaria, tres nombres: Garles Pi i Sunyer, Ventura Gassol y Josep Maria España, que ocupaban respectivamente, en julio de 1936, las responsabilidades de alcalde de Barcelona, conseller de Cultura y conseller de Gobernación.

Pi i Sunyer, restituido desde febrero de 1936 en su cargo electo de alcalde de Barcelona, refiriéndose a los sucesos posteriores a la sublevación militar, dejó escrito en su libro de memorias, publicado en 1986:

Cuadro de horror y de terror. Las temidas noticias de cada mañana de los que por la noche habían sido sacados de sus casas, desaparecidos o hallados muertos de madrugada en los márgenes de los caminos. La repetición en las conversaciones impotentes de los nombres siniestros de «paseo» y «cuneta». […] Durante aquel tiempo de aflicción éramos muchos, yo entre ellos, los que procurábamos ayudar a salir a todos aquellos que con tanta angustia lo pedían. Era un sinfín de amigos, los más, desconocidos, los demás, que, presos de un pánico justificado, anhelaban de marchar como fuera. Algunas peticiones de ayuda procedían de mi esposa, siempre tan dispuesta y preparada para contribuir a resolver aquellas tragedias.

Ventura Gassol llegó al extremo de instalarse en las dependencias oficiales durante las primeras semanas de la revolución para conseguir multiplicar así sus acciones de ayuda y de salvaguarda del patrimonio artístico. Las opiniones ya citadas de este conseller en el sentido de justificar los efectos purificadores de algunos actos protagonizados por los milicianos deben ser interpretadas en el contexto de una personalidad sumamente apasionada, con tendencia a sublimar nuevas realidades. Gassol dormía, pues, en las oficinas del Palacio de la Generalitat desde donde ordenaba, coordinaba, animaba e intercedía por todo aquello que urgía y por todos aquellos que le suplicaban. Unas palabras de J. Carner-Ribalta, que había sido uno de los secretarios de Ventura Gassol, reproducidas en la biografía que Eufemiá Fort —otro colaborador— le dedicó, nos permiten una aproximación veraz a la persona y al momento histórico:

Gassol se reservaba personalmente los problemas más delicados. Eran asuntos comprometedores, en cierto modo incluso peligrosos. Gassol, sin embargo, aceptaba la plena responsabilidad y el riesgo. Se trataba de salvar personalidades, la vida de las cuales corría peligro a causa de los excesos del tumulto revolucionario. Así se salvaron del eventual peligro personas eminentes como el cardenal Vidal i Barraquer, el abad de Montserrat, el obispo de Gerona y otros ciudadanos valiosos. Naturalmente, era un trabajo necesario en el cual todo el mundo, desde el presidente hasta el último, estaba de acuerdo; pero nadie estaba dispuesto a confesarlo. Tratándose especialmente de gente de Iglesia […] todos encontraban normal y justificable que en la Conselleria de Cultura se salvaran catalanes ilustres, igual que se había salvado el tesoro artístico y arquitectónico con la protección de iglesias y conventos.

A causa de las múltiples y azarosas acciones de ayuda que promovió, se le apodó «Pimpinela Escarlata». Trabajaba normalmente con discreción. Sin embargo, el progresivo empeoramiento de la situación acabó indignándolo. La indignación se convirtió en ira cuando supo que las milicias habían asesinado a su buen amigo Manuel Clusells, secretario de la Asociación de Música de Cámara. Las acusaciones que profirió entonces contra los cenetistas determinaron, seguramente, que los milicianos empezaran a recelar de sus movimientos y decidieran actuar contra él. Conocedor del peligro, el presidente Companys, el 23 de octubre de 1936 —a las pocas semanas de que la CNT entrara a formar parte del Gobierno—, ordenó que saliera a escondidas del palacio para dirigirse directamente al aeropuerto y tomar un avión que lo conduciría a Marsella, al exilio.

El conseller Josep Maria España, en su calidad de responsable de Gobernación, el 19 de julio había aconsejado al presidente Companys que evitara a toda costa que las armas del ejército, depositadas en la maestranza de San Andrés —veinte mil fusiles—, cayeran en manos de las patrullas de milicianos. El presidente desestimó su opinión. El miedo a un derramamiento de sangre, o a perder la batalla contra los sindicatos o el desenfreno revolucionario que lo caracterizaba, determinó que se negara. A partir de entonces, España, desde su despacho oficial, dedicó todos los esfuerzos a proteger personas amenazadas. Expidió —según parece con pleno consentimiento de Companys— miles de pasaportes. Incluso los firmaba, si era preciso, con nombres falsos o en blanco, a fin de que sus colaboradores pudieran repartirlos discrecionalmente.

Durante dos meses de actividad frenética España hizo lo imposible para amortiguar la tragedia que se vivía en la retaguardia. Pero ocurrió lo inevitable. Un día, a mediados de septiembre de 1936, recibió una llamada de advertencia de la CNT, avisándole de que las patrullas de aduanas no aceptarían más pasaportes librados con su firma. España se dio por avisado y, discretamente, se dirigió al exilio, a París.

Los dos políticos, de Esquerra Republicana ambos, no fueron las únicas autoridades catalanas que abandonaron el país. Joan Casanovas, presidente del Parlament, Santiago Gubern, presidente del Tribunal de Casación, y Frederic Escofet, comisario general de Orden Público, también se vieron obligados a hacerlo. Todos por amenazas de muerte de las patrullas anarquistas.

En el proceso de salvación de tantas y tantas vidas fue determinante que el cuerpo consular barcelonés reconociera como interlocutora oficial a la Secretaría de Relaciones Exteriores de la Generalitat. La fluidez de las gestiones permitió que desde el puerto de Barcelona pudieran embarcar un mínimo de doce mil personas —muchos sacerdotes y religiosos— en barcos fletados por los Gobiernos francés e italiano.

El consulado francés editó, al final de la guerra, una relación nominal de las personas salvadas por vía marítima y las clasificó en tres grupos. El primero, formado por 515 personalidades políticas, militares o religiosas especifica que embarcaron en buques de la Armada francesa. El segundo, compuesto por 1.598 personas, se salvó viajando con mercantes franceses fletados para esta misión; de entre ellos, el más conocido fue el Anfa, que cubría la ruta Barcelona-Marsella. El tercer grupo estuvo formado, exclusivamente, por religiosas con un total de 1.369 monjas pertenecientes a 46 comunidades diferentes, la mayoría carmelitas y dominicas. La publicación también subraya que otras 3.152 personas —también con la ayuda del consulado— pudieron huir del país por vía terrestre. En resumen, del total de más de seis mil personas auxiliadas por el consulado francés, 2.142 fueron sacerdotes, religiosos o monjas.

Un estudio sobre la participación de la marina italiana en la guerra, publicado en 1975, especifica que la cifra de personas evacuadas por barcos italianos desde los puertos de Barcelona o Valencia ascendió a 6.390, contando sólo los transportados entre el 19 de julio y el 7 de agosto de 1936. Queda documentado, por ejemplo, que el 24 de julio de 1936 zarpó de Barcelona con rumbo a Génova el Principessa Maria con seis religiosas de las Hijas de María y varios padres salesianos. El cónsul italiano autorizó un nuevo embarque para el 31 de julio. En esta ocasión fueron evacuadas más de 1.500 personas, muchas de las cuales eran religiosas: 105 hospitalarias del Sagrado Corazón, 70 del Instituto homónimo… El 7 de agosto queda registrado un nuevo viaje. No obstante, la evacuación mayor con el Principessa Maria tuvo lugar el 1 de septiembre con un total de cerca de un millar de monjas.

Barcos británicos y alemanes también participaron en algunas operaciones humanitarias.

Desde Madrid la mayoría de evacuaciones se hicieron a través de las embajadas. El 4 de mayo, la embajada yugoslava aportó a una expedición organizada por varias legaciones cuatro monjas del Sagrado Corazón. La operación consiguió transportar trescientas personas en ocho autocares hasta el puerto de Valencia para, desde allí, ser expatriadas a Francia. El 12 de julio de 1937, a través de la embajada británica, se formó una expedición de evacuados entre los cuales había algunas siervas de Jesús.

Las sedes diplomáticas de la capital de España fueron en muchos casos bastiones para refugiados. En las primeras semanas de conflicto, las patrullas de milicianos asaltaron algunas de ellas, como fue el caso de la chilena y, meses más tarde, el 3 de diciembre, la finlandesa. El 19 de diciembre de 1936, trasladado ya el Gobierno a Valencia, mandó clausurar las de Italia y Alemania. Los centenares de personas que se refugiaron en ellas pudieron, en muchos casos, organizar actos religiosos.

Tanto el Liceo Francés como el hospital de San Luis de los Franceses, ambos dependientes de la embajada francesa, fueron lugar seguro para cerca de un millar de personas. Once sacerdotes allí refugiados tuvieron a su cuidado la organización del culto religioso. En el hospital de San Luis residieron los sacerdotes Azemar y Heriberto Prieto, ambos investidos con atribuciones de vicarios generales. La embajada francesa consiguió en marzo de 1937 evacuar, por vía marítima, a casi ochocientas personas refugiadas en el pabellón galo.

La embajada mexicana, a pesar de mostrarse recelosa de una ayuda sistemática, admitió en sus salas a varios religiosos. Por iniciativa del embajador, se organizaron dos caravanas de autobuses: la primera en vísperas de Navidad de 1936 y la segunda el 11 de marzo de 1937, que consiguieron evacuar, desde el puerto de Valencia, a centenares de refugiados.

Las embajadas de Bélgica, Rumania y Turquía también colaboraron en la protección de personas amenazadas.

Sin embargo, de todas las presentes en Madrid la que acogió un número más elevado de sacerdotes y religiosos y monjas fue la de Noruega, hasta el extremo de que las personas allí refugiadas se organizaron para las cuestiones de culto en nueve parroquias.

El Comité Internacional de la Cruz Roja también quiso intervenir en los trámites de ayuda a la población civil. Existen noticias de una primera gestión realizada en agosto de 1936 para formalizar un intercambio de prisioneros. A pesar de que las informaciones son confusas, parece que la intermediación estuvo a cargo del citado conseller España, que no obtuvo ninguna facilidad por parte de la CNT ni de los mandos militares sublevados en Andalucía.

En diciembre de 1936 la Cruz Roja tomó la iniciativa de proceder a facilitar una expatriación masiva. La pretensión era que las mujeres, niños y hombres mayores de sesenta años, tanto de la zona controlada por la República como de las ciudades y pueblos en manos del ejército sublevado, pudieran solicitar refugio en países neutrales. A pesar de que en Barcelona se abrieron las formalidades para presentar la solicitud, y a pesar también de haber elaborado una lista con más de dos mil personas, jamás se procedió a ejecutar este plan.

AYUDAS EN EL INTERIOR

No todos los sacerdotes, religiosos y religiosas querían huir o sabían encontrar los contactos necesarios para poder salir al extranjero. Muchos de ellos y de ellas buscaron refugio en casas de amigos, de familiares o de benefactores. ¡Cuántas buhardillas y bajos de escaleras y rincones en los pajares y falsos techos se convirtieron en refugios improvisados para cobijar a un párroco o a un fraile! ¡Cuántas monjas disimularon ser sirvientas y cuántos sacerdotes se afiliaron a un sindicato! Incluso hubo jóvenes que se prestaron a tener por marido a un jesuita… ¡Se trataba de usar el ingenio para salvarse! Mucha gente creyó que era un deber de caridad dar refugio a una persona perseguida injustamente.

A pesar de estas ayudas espontáneas, en el transcurso de las semanas surgió un problema de subsistencia económica. Numerosas familias acogedoras, castigadas por la guerra, no tenían recursos sobrantes para mantener a los huidos. Con las iglesias y conventos cerrados o destruidos, tampoco existía el recurso de los donativos en la misa. Ni subvenciones ni ayudas oficiales de ningún tipo. El mantenimiento del clero se convirtió en los primeros meses de guerra en un problema grave, sobre todo teniendo en cuenta que una parte considerable de los que vivían escondidos eran de edad avanzada y tenían problemas de salud. Paralelamente, la propagación del culto también creaba necesidades crematísticas.

Las primeras ayudas que se distribuyeron en Barcelona procedieron de Unió Democrática de Catalunya. Su presidente, Lluís Vila d'Abadal, hasta su muerte (1937), asumió directamente la responsabilidad de gestionarlas. En una segunda fase, el partido democratacristiano pidió colaboración a la delegación del Gobierno vasco.

A partir del verano de 1937, la ayuda exterior, promovida por el cardenal Vidal i Barraquer y por el obispo Cartañá, se consolidó como principal fuente de ingresos.

Toda esta logística permitió hacer frente a las necesidades más perentorias. Las ayudas del cardenal Vidal, las más abundantes, llegaban a través de un funcionario del consulado francés. Cada mes, Ferran Ruiz Hebrard, secretario de la FEJOC, iba a recoger el dinero y lo entregaba al abogado Maurici Serrahima quien, con un equipo de colaboradores, se cuidaba de distribuirlo.

El despacho de abogados de Serrahima actuaba, pues, de centro de enlace en la red de ayuda. Sin embargo, en Barcelona, existieron otros puntos de regencia en la asistencia a los refugiados. Tal fue el caso de la joyería Sunyer o de un Consultorio Bibliográfico que, fundado por el sacerdote Jaume Toldrá, sirvió de tapadera para múltiples iniciativas clandestinas.

Otro grupo de personas se reunía en un estanco del centro de la ciudad. Sin embargo, las personas que lo componían no se limitaban a la ayuda humanitaria sino que colaboraban con la organización quintacolumnista conocida como Socorro Blanco, en contraposición a la organización comunista Socorro Rojo, creada en Moscú en 1922 y con actividad en España a partir de 1926.

En marzo de 1938 se produjo un incidente cuando una persona vinculada al citado grupo denunció al abogado Serrahima como jefe de la Falange en Barcelona. Tal circunstancia, sumada a la convicción del SIM de que el vicario general amparaba las actividades de Socorro Blanco, provocó que una patrulla de agentes detuviera y encarcelara a los dos. Torrent estuvo retenido durante una semana en una checa del paseo de San Juan; Serrahima estuvo encarcelado hasta finales de abril. Las presiones ejercidas por el ministro de Estado, Álvarez del Vayo, y por el propio Azaña convencieron al SIM de que había sido objeto de una operación de distracción, urdida desde los grupos quintacolumnistas o de la misma Falange.

Durante aquellas semanas el SIM procedió a una nueva campaña de detenciones. Sacerdotes o religiosos y un gran número de civiles fueron encarcelados por sospechar que en el transcurso de las celebraciones eucarísticas se conspiraba. La desconfianza no era totalmente infundada. Muchos católicos anhelaban la victoria franquista y algunos, los más conservadores, aprovechaban cualquier ocasión para manifestar sus opiniones y para crear complicidades. Sin embargo, el SIM, mal informado y asesorado, convirtió la investigación en una razón más de indignación popular al poner bajo sospecha a muchos católicos inofensivos a los que coartaba el libre ejercicio de unos derechos, la recuperación de los cuales tantos esfuerzos privados y oficiales había costado.

La ofensiva policial sirvió indirectamente para que el padre Torrent justificara de una forma contundente y definitiva su actitud obstruccionista y su negativa a colaborar con la República.

INICIATIVAS A FAVOR DE LA PAZ

Según explica Hilari Raguer, el catedrático de Oviedo Alfredo Mendizábal y el dirigente de Unió Democrática Joan B. Roca Caball se conocieron en casa de Ángel Ossorio y Gallardo, poco después de las elecciones de febrero de 1936. Esta relación previa les facilitó trabajar luego desde la capital francesa, refugiados ambos, a favor de hallar caminos para la reconciliación y la paz.

Durante el año 1937 se fraguaron en París tres iniciativas internacionales para buscar fórmulas de conciliación. La primera, en febrero, fue la creación de un Comité pour la Paix Civile en Espagne. En abril, la entidad empezó a publicar un boletín titulado La Paix Civile, en cuyo primer número apareció un «Appel espagnol» que reclamaba a la comunidad internacional que se decidiera a dar un paso a favor de la paz. El escrito lo firmaban entre otros los dos intelectuales citados y Víctor Montserrat, seudónimo del sacerdote Josep Maria Tarragó, corresponsal en París de los periódicos católicos La Croix y L'Aube.

Un mes más tarde se fundó el Comité Français pour la Paix Civile et Religieuse en Espagne, donde estuvieron presentes la mayor parte de los intelectuales católicos franceses, entre ellos Jacques Maritain y Emmanuel Mounier. El Comité de nueva creación también publicó un manifiesto análogo al anterior. En el documento se decía que pretendían influir sobre la opinión pública internacional para conseguir que los Gobiernos europeos y norteamericano contribuyeran con ayuda humanitaria y con iniciativas diplomáticas en el esfuerzo para conseguir imponer la paz en España.

Ambos organismos participaron, en agosto de 1937, en el XXXII Congreso Universal de la Paz. En el segundo número de La Paix Civile se publicaron las resoluciones del Congreso. En una de ellas puede leerse:

El Congreso considera que una política de no-intervención, o de abstención, se revela, en principio, insuficiente, y ha resultado, en la práctica, peligrosa, porque paraliza a los Estados que la observan y se convierte en una prima a favor de los Estados que la violan. En consecuencia, el Congreso afirma que la verdadera política, legítima y eficaz, es una política activa de mantenimiento de la paz en Europa y de restablecimiento de la paz en España.

Coincidiendo con la celebración del Congreso, se editó la ya comentada Carta colectiva de los obispos españoles a los de todo el mundo destinada a neutralizar todas las iniciativas, digamos heterodoxas, que pudieran surgir de los ambientes católicos europeos más progresistas.

Probablemente relacionado con el Congreso se formó en París, a finales de 1937, un tercer comité de carácter laico. Se denominó Comité d'Action pour la Paix en Espagne.

A primeros de 1938, los comités recibieron la adhesión del ex presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, y un mensaje de aliento del cardenal Verdier de París. El proceso de la guerra aún permitía pensar que existía algún margen de maniobra para conseguir la paz…

La dinámica creada por los tres comités consiguió que se comprometieran a trabajar a favor de la paz la influyente comunidad dominicana editora de la revista Sept, los redactores de Esprit, considerada el portavoz de la gauche catholique y, muy especialmente, Luigi Sturzo, el sacerdote fundador de la democracia cristiana italiana.

El prestigio de muchas de las personalidades comprometidas con la causa motivó la alarma de los sectores eclesiásticos, tanto franceses como españoles, más conservadores. Y también la del Vaticano. Progresaba la idea de rechazar la consideración de «guerra santa» con que se quería adjetivar a la guerra civil española. El concepto de «cruzada» se hacía incompatible, para muchos católicos, con una visión estrictamente evangélica del catolicismo.

En importantes sectores diocesanos y universitarios europeos censurar la política religiosa promovida por la República y denunciar la tragedia de la persecución no equivalía a defender a los falangistas y a los militares sublevados, que eran vistos como agentes de un nuevo totalitarismo.

Lamentablemente, a pesar de los esfuerzos, muy considerables y meritorios, para profundizar en la compleja cuestión de las relaciones entre política y religión, para evitar los maximalismos y para emprender caminos de concordia, finalmente, la polarización acabó imponiéndose. El debate en torno a la Carta colectiva de los obispos reforzó esta tendencia. En Francia, escritores de la talla de Paul Claudel —que prologó la obra de Joan Estelrich La persécution religieuse en Espagne— terminaron por pronunciarse públicamente a favor de las tesis de los militares sublevados y de la jerarquía episcopal española. El debate intelectual y las iniciativas de paz quedaron en el olvido.

El caso de Georges Bernanos es más complejo. Bernanos residía en Mallorca cuando estalló el conflicto. Se sintió muy seducido por el ideario falangista, por la audacia de sus planteamientos. Estaba orgulloso de que su hijo Yves vistiera el uniforme azul y desfilara marcialmente por los pueblos anunciando un nuevo orden social y político. Sin embargo, en abril de 1937 Bernanos abandonó la isla y retornó a París. Estaba absolutamente desconcertado. Tenía necesidad de explicar a la opinión pública lo que no había previsto que ocurriera y que sus ojos habían contemplado, indignados. Quería explicar las atrocidades del terror blanco. Su obra, Les grands cimetières sous la lune, editada en 1938, es la denuncia pública de las violencias cometidas por los militares y falangistas en Mallorca que ocasionaron algunos miles de víctimas entre una población con muy escasa implantación revolucionaria. El proceso de cambio vivido por el autor, sumado a las inexactitudes y exageraciones contenidas en el libro, provocaron una reacción generalizada de rechazo por parte de sus antiguos compañeros del hervidero cultural francés.

En resumen, el debate suscitado en Francia por la guerra de España y, especialmente, por las implicaciones religiosas con que se presentaba creó tensiones y desavenencias importantes. Un caso ilustrativo fue el de la revista Sept. Había nacido de la mano de un grupo de dominicos franceses, especialmente de los religiosos Bernadot y Boisselot. Ellos fueron los pioneros en denunciar que era un error calificar de «cruzada» la ofensiva de los nacionales. Sept, hebdomadaire du temps présent se convirtió durante muchos meses en la plataforma de este pensamiento crítico. Las aportaciones teológicas de la revista tenían como primeros discrepantes a los dominicos españoles. Las tensiones que por ese motivo se originaron entre las dos comunidades determinó que el general de la congregación suspendiera la revista. El último número apareció el 24 de agosto de 1937. La Carta colectiva se abría paso si no convenciendo, presionando.

La suspensión coincidió con múltiples adhesiones a la Carta colectiva. Numerosas conferencias episcopales y muchos prelados y sacerdotes redactaron notas de adhesión al documento y de aliento a los obispos. La capacidad ofensiva de los propagandistas de la «Cruzada» era muy grande. La Carta colectiva representó una victoria moral del franquismo, previa a la militar.

Los primeros bombardeos sobre objetivos civiles —los bombardeos de Barcelona— tuvieron lugar los días 17, 18, 19 y 20 de marzo de 1938 provocando 875 víctimas, la mayoría mujeres, ancianos y niños. Tal circunstancia provocó una nueva ola de indignación general en los medios internacionales. Los comités pacifistas, además de denunciar la perversidad de las operaciones bélicas contra ciudades de la retaguardia y de pedir la intervención papal, convocaron para los días 30 de abril y 1 y 2 de mayo de 1938 una Conférence Internationale Privée des Comités pour la Paix en Espagne.

La extrema gravedad de la situación civil y militar hizo que se multiplicasen los esfuerzos para introducir en el conflicto la idea de un armisticio y para conseguir la retirada de todos los combatientes no españoles. El ex embajador de España en Washington, Salvador de Madariaga, que aceptó la presidencia del comité español en la conferencia, escribió para el número 4-5 de La Paix Civile, correspondiente a los meses de mayo y junio de 1938, un artículo contundente a favor de la paz: «La paix toute suite».

Sin embargo, las esperanzas de encontrar fórmulas de compromiso se desvanecían día a día. La incompatibilidad ideológica era insalvable.

En un encuentro en Lausana (Suiza) del cardenal Vidal i Barraquer con el citado Roca Caball de la UDC, ambos coincidieron en considerar que era lamentable el grado de claudicación que dominaba en todas las esferas. Dos ejemplos lo hacían evidente: el obispo Múgica, expulsado de su diócesis por la presión ejercida por las autoridades franquistas, que siempre se había negado a presentar la dimisión del cargo, acababa de hacerlo; el doctor Lluís Carreras, un fiel colaborador del cardenal, se había decidido a publicar un libro con el título Grandeza cristiana de España. En la obra, en muchos aspectos rigurosa, el sacerdote barcelonés —el mismo que había escrito el artículo «Déu guardi la República!» en abril de 1931— defendía con nitidez el derecho y el deber del ejército español a rebelarse contra «las hordas monstruosas del crimen y de la destrucción».

El cardenal Vidal i Barraquer, destrozado por el dolor y por la impotencia, todavía participó desde su exilio suizo en varias gestiones para conseguir que las tropas franquistas no iniciaran la campaña definitiva contra Cataluña en vigilias de las fiestas navideñas. Pero tampoco lo consiguió.

Sin ansias de heroicidad pero con una firme convicción de sus ideales, decidió en aquel momento que jamás dimitiría del cargo de arzobispo de Tarragona. Las actitudes de Vidal no favorecieron nunca los maximalismos ni sus ideas tuvieron nada de heterodoxas. La radicalidad fue, en cambio, la bandera con que defendió hasta el último momento la necesidad de paz y de reconciliación. Deseaba la paz aunque fuera a cambio de la pérdida de la República. Deseaba ver de nuevo a su diócesis en paz y a sus sacerdotes cumpliendo con el ministerio pastoral. Vidal i Barraquer, muerto en el exilio en 1943, fue un testimonio de fidelidad, de moderación y de tolerancia, cualidades que le han merecido el sobrenombre de «cardenal de la paz».

Las gestiones realizadas desde los diferentes comités de Europa a favor de la paz, convencieron a algunos políticos e intelectuales de la necesidad de crear un equivalente en el interior.

Fue así como, amparados por el doctor Rial y con la oposición explícita del padre Torrent, a finales de 1938 algunos grupos de sacerdotes y de laicos promovieron un Comité Catalán para la Paz Civil y Religiosa, a semejanza del de París, y, también, un Comité Católico de Ayuda a la Población Civil con la finalidad, en este caso, de poder distribuir la ropa y los alimentos que llegaban de Europa y de América.

Concretamente, este último comité, fundado en Tarragona el 21 de diciembre de 1938, facilitó, en sus escasas semanas de vida, el reparto de muchas ayudas provenientes de Francia y de los cuáqueros, y tuvo el acierto de almacenar ropa y alimentos en la frontera en previsión del paso de refugiados camino del exilio.

El Comité por la Paz, proyectado en julio de 1938, se fundó oficialmente en los últimos día de 1938, de modo que su existencia fue más simbólica que efectiva.

Amparándose en la libertad de asociación y viendo las dificultades que se derivaban de las negativas del padre Torrent se pensó también en la formación de un Comité por la Libertad Espiritual que hubiera presidido el citado Ferran Ruiz Hebrard.

Todas las propuestas nacieron o estuvieron vinculadas con los núcleos de militantes de Unió Democrática de Catalunya, partido que había sufrido la pérdida irreparable del diputado Manuel Carrasco i Formiguera

Todas las iniciativas contaron con el beneplácito de la Generalitat. Los contactos que se mantuvieron con el Gobierno autónomo dieron ocasión a que el dirigente de UDC, Maurici Serrahima, y el presidente Companys mantuvieran una conversación sobre la tragedia de la persecución religiosa de los primeros meses del conflicto. Companys reiteró que la pasividad con que se había actuado estuvo condicionada porque «la situación en aquellos momentos era muy difícil», una respuesta evasiva que de manera indirecta certifica que para los dirigentes republicanos —o, al menos para Companys— la persecución fue un problema menor o accidental.

La falta de sentido crítico de Companys y del gobierno de la Generalitat en relación con la tragedia de la persecución religiosa ya se había puesto en evidencia en un debate parlamentario mantenido en el hemiciclo catalán en el verano de 1937. En agosto, Companys, después de haber desestimado presentar la dimisión a su cargo por haber finalizado el mandato reglamentario, convocó un pleno extraordinario del Parlamento catalán, el primero desde el inicio de la guerra. Con el argumento de que el único punto del orden del día era la presentación de un voto de confianza a su favor, no se previó que hubiera lugar a ningún turno de intervenciones.

Unió Democrática consideró una indignidad que en la única reunión parlamentaria no hubiera lugar para el análisis de la situación política ni para ninguna declaración de denuncia de la represión sufrida en la retaguardia ni, específicamente, para la violencia anticlerical. Como único recurso, el portavoz del grupo, Pau Romeva, aprovechó el turno de justificación del voto para declarar solemnemente el desacuerdo de su formación con las actuaciones de todos los Gobiernos que, sin base parlamentaria, se habían constituido en clara referencia a los que habían incorporado a miembros de la CNT-FAI