CASTILLA-LA MANCHA
El territorio de la actual comunidad autónoma de Castilla-La Mancha se corresponde, eclesiásticamente, con la Provincia Episcopal de Toledo. Los límites de las cinco provincias también lo son de las correspondientes diócesis, todas ellas homónimas excepto la de Sigüenza, que antepone este nombre al de Guadalajara. El arzobispado de Toledo, sede metropolitana y primada, tenía en 1936 como sufragáneas las diócesis de Cuenca, Sigüenza, Coria, Madrid y Plasencia. Prácticamente todo el territorio castellano manchego permaneció bajo dominio republicano durante todo el período bélico.
Archidiócesis de Toledo [198]
En 1931 la archidiócesis de Toledo agrupaba 440 parroquias y otras tantas ermitas o santuarios. El número de sacerdotes diocesanos superaba en poco los seiscientos y el de seminaristas se aproximaba a los trescientos. La vida monástica contaba con medio millar de religiosos y un millar de monjas. El porcentaje de clérigos no llegaba al cuatro por mil de la población, una cifra inferior a la media española que se aproximaba al cinco por mil.
El territorio toledano registró durante la guerra y la revolución uno de los índices más elevados de víctimas eclesiásticas. Concretamente, casi la mitad del clero diocesano fue asesinado, 297 contando los extradiocesanos, que se complementaron con 116 religiosos y 5 monjas.
Durante el período republicano, en la diócesis de Toledo, con igual o más intensidad que en el resto, el ambiente anticlerical se había transformado en múltiples iniciativas particulares y municipales para arrinconar y proscribir el culto y las tradiciones católicas. Una de las más recurrentes era prohibir el toque de las campanas e incautarse de edificios religiosos. En este sentido, el 4 de abril de 1936 el ayuntamiento de Navalucillos notificó al párroco «que no se moleste en pedir permisos, porque en ningún caso se los concederá», y el de Santa Olalla el 21 de julio exige al párroco que entregue las llaves de las dos iglesias «en evitación de que pudieran servir de refugio y punto de ataque de las fuerzas facciosas»,[199] tal era el grado de convicción de la implicación de la Iglesia en la conspiración antirrepublicana.
En algunas poblaciones, las ordenanzas derivaron en amenazas. Así, por ejemplo, la Sociedad Obrera Socialista de la Mata cursó el 29 de marzo de 1936 un oficio timbrado al sacerdote de la localidad: «Sr. Cura —decía el texto—, le damos veinticuatro horas de prórroga para que abandone este pueblo, y desde luego si así no lo hace aténgase a las consecuencias, así es que luego no diga que no le hemos avisado».[200]
También en Toledo la eclosión revolucionaria de 1936 tuvo como principal protagonista a la FAI. Las crónicas recogen que los gritos a favor de la organización anarquista iban acompañados de consignas a favor de la UHP, la Unión de Hermanos Proletarios, en clara referencia a la revolución asturiana de 1934. El grado de indignación de los militantes izquierdistas y sindicalistas por la subversión militar y de ultraderecha encontró en aquellos días su eco en unos estribillos anticlericales altamente significativos de la espontánea asociación con la institución eclesiástica que les sugería la sublevación:
¡Abajo el clero: curas y frailes!
¡Abajo todos! ¡Queremos sangre! [201]
La confusión entre el clero fue total. Unos se escondieron, otros optaron por mantenerse en su lugar de ministerio. En una carta fechada el 31 de julio de 1936, el párroco de El Otero exponía al obispo la precaria situación en que vivía y pedía consejo. Le explicaba con una naturalidad sorprendente cómo «la Juvenil» de Talavera había matado al «compañero de Lucillos», y cómo «el compañero de Cebolla se encuentra detenido en la casa parroquial» y la «Juvenil de La Mata» había matado a un sacerdote que se dirigía a Carriches, y cómo el alcalde «me recogió las llaves de la iglesia y me obligó a que hiciera entrega de las alhajas, ropas y archivos»…
El miércoles 22 de julio de 1936 se registró la primera víctima eclesiástica de la diócesis, la última el 19 de diciembre de aquel año. De forma individual fueron asesinados doscientos sacerdotes, el resto en tres episodios colectivos. Sólo en una ocasión la muerte se presentó como ejecución del veredicto de un Tribunal Popular. En los demás casos, el asesinato fue la solución drástica a un problema de contaminación social.
González Peña, el líder de los mineros asturianos y dirigente de la UGT, ya había advertido en un mitin celebrado en el Cinema Europa el 20 de febrero de 1936 del inconveniente que para una revolución puede significar un exceso de juridicidad:
Para la próxima revolución es necesario que constituyéramos unos grupos que yo denomino de las cuestiones previas. En la formación de esos grupos yo no admitiría a nadie que supiese más de la regla de tres simple, y apartaría de esos grupos a quienes nos dijesen quiénes habían sido Kant, Rousseau y toda esa serie de sabios. Es decir, que esos grupos, harían la labor de desmoche, la labor de saneamientos, de quitar las malas hierbas, y cuando esta labor estuviese realizada, cuando estuvieses bien desinfectados los edificios públicos, sería llegado el momento de entregar las llaves a los juristas.[202]
Por regla general la muerte fue producida por armas de fuego. Sin embargo, también en esta diócesis, en algunas ocasiones los milicianos mutilaron previamente a los sacerdotes buscando siempre la expresión más atrevida a la vorágine iconoclasta que los movía. El caso más vil correspondió al párroco de Chiloeches, que fue rociado con gasolina y quemado cuando agonizaba a causa de las mutilaciones y disparos que había soportado.
La primera de las matanzas colectivas tuvo lugar el 22 de agosto. En la tarde de aquel día un avión de las tropas franquistas, que se aproximaban a la ciudad con el objetivo de socorrer al coronel Moscardó sitiado en el Alcázar, sobrevoló la cárcel dejando caer un paquete de víveres. Al cabo de pocas horas, aviones republicanos bombardearon el recinto militar con la desgracia de causar víctimas entre las tropas responsables del asedio terrestre. Ambas circunstancias soliviantaron los ánimos de los milicianos y provocaron una gravísima represalia entre los presos. Efectivamente, se los evacuó al exterior de la cárcel y, dispuestos entre la puerta y la Fuente Salobre, fueron ametrallados. En total hubo setenta víctimas, entre ellas más de veinte clérigos.
En Ocaña, en la madrugada del 20 de octubre, seguramente en represalia por la pérdida a manos de los nacionales de las vecinas localidades de Yllescas y Navalcarnero, grupos de milicianos decidieron ajusticiar a ciento cincuenta y dos presos de la prisión de Ocaña, entre los cuales había cuatro clérigos de Villarrobledo.
En la población toledana de Consuegra la estadística ilustra la tragedia vivida por la Iglesia local: en una ciudad que tenía ocho mil habitantes fueron asesinados cuarenta y seis clérigos. La peor de las tragedias la vivieron los franciscanos, que contaban con una comunidad de treinta y dos religiosos en la población. A partir del 23 de julio todos fueron encarcelados en la iglesia parroquial de Santa María. En la noche del 16 de agosto se los trasladó en camión a Fuente del Fresno, camino de Ciudad Real. Allí, en el paraje conocido como Boca del Balondillo, fueron fusilados. En la ejecución estuvo presente el alcalde de la localidad, Joaquín Arias, el cual se responsabilizó personalmente del tiro de gracia. Se da la circunstancia de que las víctimas pidieron recibir la descarga de frente y con las manos desatadas para poder abrir los brazos en cruz; sólo consiguieron que se aceptara la primera de sus peticiones.
En el caso de Toledo es importante destacar el expolio perpetrado en el tesoro catedralicio. Fue mérito de las autoridades locales que el templo primado no sucumbiera como la mayoría a las llamas y la destrucción. Sin embargo, el 30 de julio, a iniciativa del Gobierno Civil, que había ocupado el palacio episcopal, alegando órdenes orales del presidente del Consejo de Ministros, se procedió a sustraer la mayor parte de las joyas correspondientes al ajuar catedralicio. De las sesenta y cuatro piezas relacionadas sólo se recuperaron al final de la guerra nueve de ellas.
Diócesis de Ciudad Real [203]
La diócesis de Ciudad Real fue instaurada como tal en 1981 por el papa Juan Pablo II. Tradicionalmente había tenido la condición de Priorato de las Órdenes Militares españolas, es decir, de las de Alcántara, Santiago, Calatrava y Montesa, disueltas el 29 de abril de aquel año por mandato del Gobierno republicano.
En 1931 la diócesis-priorato comprendía 131 parroquias y más de 150 ermitas o santuarios. El clero diocesano estaba compuesto por 276 sacerdotes y 128 seminaristas. Las órdenes masculinas sólo contaban con 84 religiosos, mientras que las femeninas agrupaban 576 monjas.
Cuatro de cada diez sacerdotes de esta diócesis fueron asesinados, entre ellos su prior-obispo Narciso de Esténega. Hacía trece años que estaba al frente de la diócesis cuando estalló la guerra y la revolución. Era riojano y contaba con cincuenta y cuatro años de edad. La condición de huérfano le había impreso un carácter laborioso y participativo. Era miembro de las Reales Academias de Historia y de la de Bellas Artes de San Fernando.
El 18 de julio en Ciudad Real no hubo ningún conato de rebelión militar. Los templos permanecieron abiertos hasta el 25 de julio y el palacio episcopal vigilado por la Guardia Civil. Sin embargo, el traslado del contingente de la Benemérita a Madrid para reforzar la defensa de la capital, dio lugar, a partir de primeros de agosto, a numerosos episodios de violencia represiva, muchos de ellos de carácter anticlerical.
El obispo pudo permanecer en su residencia hasta el 13 de agosto. En esta fecha fue obligado a instalarse en casa de un feligrés, Saturnino Sánchez Izquierdo. Al cabo de una semana se le avisó de que debería entregar las llaves del tesoro de la catedral. Sin embargo, horas antes del momento acordado dos automóviles recogieron al prelado y a Julio Melgar, capellán a su servicio, y se dirigieron hacia Peralvillo del Monte, a orillas del Guadiana, donde fueron asesinados.
El 24 de julio un denominado Comité de Federaciones Obreras dio la orden a milicianos mineros y ferroviarios procedentes de Puertollano y Manzanares de acordonar el convento claretiano que albergaba, en aquellos días, a 47 religiosos, algunos de ellos huidos de Extremadura. Después de serias tensiones entre las milicias y las autoridades civiles, el gobernador decidió, por razones de prudencia, ordenar el arresto de la comunidad en su propio recinto. A iniciativa de amigos seglares de la orden tramitaron salvoconductos para catorce estudiantes con el objetivo de trasladarlos a Madrid. El viaje en tren a la capital se convirtió en el viaducto de la muerte. En la estación de Fernán Caballero, por iniciativa de una milicia local y a pesar del desacuerdo explícito de los milicianos socialistas que custodiaban a los jóvenes, fueron todos ellos arrojados al andén y tiroteados públicamente hasta su muerte.
En Almagro se disputaban el control de la ciudad los milicianos de la Casa del Pueblo y los del Ateneo Libertario. En el convento dominico de Calatrava residían en aquellas fechas unos cincuenta clérigos entre profesos y novicios. El 23 de julio el alcalde republicano firmó la orden de desalojo del edificio exigiendo a los religiosos que se instalaran en domicilios particulares. Ante las quejas de los anarquistas se convino confinarlos en una casa deshabitada. Hacia el 30 de julio las autoridades municipales empezaron a tramitar salvoconductos para «liberar» a los religiosos, concretamente a un primer grupo de tres dominicos y un franciscano. Sin embargo, el tren de la salvación se convirtió, una vez más, en el de la muerte. Efectivamente, en Miguelturra una patrulla de jóvenes libertarios los acribilló en los andenes.
El mismo episodio se repitió el 8 de agosto en la estación de Manzanares. En este caso, las víctimas fueron tres estudiantes dominicos.
Para garantizar la seguridad del resto de los religiosos, las autoridades locales acordaron con las de Madrid que serían transportados con camiones de los guardias de asalto. Ante esta noticia, el Ateneo Libertario convocó una asamblea que en la noche del 13 de agosto decidió proceder a la ejecución directa, dejando sólo en libertad a los menores de veinte años. El resto, catorce en total, fueron conducidos a un descampado, a dos kilómetros de la población y tiroteados con escopetas de caza hasta su muerte.
Los pasionistas residentes en el convento de Daimiel también sufrieron trágicamente la persecución. De los treinta y un miembros de la comunidad, veintiséis fueron asesinados. En un primer momento, el martes 21 de julio de 1936, numerosos grupos de milicianos y vecinos, unos doscientos en total, ya querían darles muerte en las tapias del cementerio. La intervención del alcalde lo evitó. En contrapartida fueron obligados a dejar la ciudad caminando. En el cruce de Bolaño decidieron repartirse en cuatro grupos: uno, compuesto por siete religiosos, continuó camino hacia Torralba; otro, formado por tres, se dirigió hacia una finca próxima denominada Flor de Rovira; un tercer grupo de nueve tomó el tren en dirección a Madrid y, finalmente, los doce restantes lo tomaron en dirección a Ciudad Real.
A pesar de esta estrategia, prácticamente todos terminaron sus vidas bajo las balas de los milicianos, en una clara demostración del grado de obsesión para eliminar al clero. Del primer grupo, dos fueron asesinados en el cementerio de Carrión de Calatrava, después de ser descubiertos en una pensión de Torralba. Los tres del segundo grupo también fueron descubiertos y, una vez devueltos a Daimiel, fueron obligados a montar en el tren con dirección a Madrid, a sabiendas de que los fusilarían en la cercana estación de Malagón. El tercer grupo fue detenido al llegar a Ciudad Real. Paseados por la ciudad con sogas atadas al cuello de dos en dos, sólo salvaron la vida gracias a la intervención del gobernador, que los hizo subir de nuevo al tren en dirección a Madrid. Al llegar a la estación de Delicias fueron nuevamente detenidos y fusilados cerca de la Casa de Campo. Finalmente, el cuarto y más numeroso grupo fue interceptado en Manzanares y tiroteado en el paraje conocido por Vereda de Valencia. Se da la circunstancia de que cinco de ellos sobrevivieron al tiroteo y que, después de ser atendidos por miembros de la Cruz Roja y pasar la convalecencia en un dispensario de las Hermanas de la Caridad, fueron conducidos en presencia del gobernador civil de Ciudad Real, quien, en esta ocasión, decretó su inmediata ejecución.
También en Alcázar de San Juan y en Santa Cruz de Mudela hubo ejecuciones sumarísimas de religiosos. En el primer caso, un grupo de trece religiosos de diversas órdenes, encarcelados en el Refugio Municipal de Pobres, fueron asesinados el 26 de julio a manos de milicianos de las poblaciones vecinas, sin que los dirigentes socialistas de la Casa del Pueblo pudieran impedirlo.
En Santa Cruz de Mudela funcionaba un colegio diocesano regido por Hermanos de las Escuelas Cristiana. Todos ellos, junto con tres sacerdotes y 19 seglares, fueron trasladados el 18 de agosto desde la prisión habilitada en el Pósito hasta Valdepeñas, donde, en la pared del cementerio, fueron fusilados al grito de «¡Mueran los frailes!».
Diócesis de Albacete [204]
Albacete no contó con obispado propio hasta diciembre de 1949. Durante la guerra y el período revolucionario el territorio de la actual diócesis estaba repartido entre los de Murcia, Orihuela, Ciudad Real, Valencia y Toledo.
No es posible, por tanto, ofrecer datos estadísticos de carácter eclesiástico acerca de este territorio y correspondientes a 1936.
Sin embargo, a causa de los criterios organizativos de este libro creo procedente esbozar algunos detalles de lo sucedido en este enclave. Estudios ceñidos a la administración provincial dan la cifra de 79 sacerdotes asesinados en el período de julio de 1936 al 31 de enero de 1937, fechaen que fue víctima de la represión el párroco de La Gineta, José Rodríguez Cabrera, en su pueblo natal de Sotana.
Una victoria efímera de los militares sublevados en la capital dio lugar, después de una ofensiva republicana, a una ola de represión muy superior a la media de las provincias españolas. Casi un millar de albaceteños fueron víctimas de ella. Sólo en la ciudad de Caudete se ejecutó a ciento veinte personas, muchas de ellas inculpadas de «antecedentes religiosos», una expresión acuñada con voluntad de equipararlas a la categoría de delito civil.
El caso más destacable acontecido en la actual demarcación episcopal fue el de once religiosos agustinos pertenecientes a la Casa Enfermería de la citada Caudete. El 23 de julio, el recinto religioso, conocido como el «palacio» por su ascendencia episcopal, fue asaltado y saqueado por un numeroso grupo de vecinos y milicianos, quizá alertados por el rumor de que varios frailes abandonaban el lugar sin saber que se trataba sólo de los más ancianos y sus cuidadores.
Como consecuencia de estos hechos los religiosos fueron encarcelados en la prisión local. El alcalde de la localidad consiguió controlar los ánimos de los más revolucionarios hasta el 5 de agosto, fecha en que un grupo mixto de milicianos los trasladó a las afueras de la población para proceder a su ejecución.
Dado que Albacete fue sede de las Brigadas Internacionales que colaboraron con el ejército republicano, sería relevante conocer el tipo de opinión que suscitó entre los voluntarios, procedentes en general de países de mayoría protestante pero con una larga tradición de libertad de cultos, la represión antirreligiosa protagonizada por las milicias anarquistas y del Frente Popular durante los primeros meses del conflicto bélico.
Diócesis de Cuenca
El obispado de Cuenca siempre ha formado parte de la archidiócesis de Toledo. En 1931 contaba con 486 sacerdotes diocesanos para cuidar de 405 parroquias y 53 santuarios. En el seminario cursaban sus estudios eclesiásticos más de 200 alumnos. El censo lo completaban un centenar de religiosos y más de 500 monjas.
La diócesis conquense registró más de un centenar de asesinatos de sacerdotes, aproximadamente una cuarta parte del total, y numerosos religiosos, especialmente de la orden de los agustinos.
Esta comunidad tenía en el pueblo de Uclés un noviciado y colegio donde residían habitualmente unas cincuenta personas entre sacerdotes, hermanos, novicios y estudiantes. La efervescencia revolucionaria de la comarca alertó a los religiosos, que observaban con preocupación el recelo con que las autoridades locales consentían el libre funcionamiento del centro. La precariedad de la situación derivó en hostilidad manifiesta el 24 de julio al anunciarse el paso de una columna de milicianos procedentes de Madrid por la localidad que, en aquel entonces, no contaba con más de dos mil habitantes.
El comité local obligó aquel mismo día a cerrar el colegio. Detuvo y encarceló en la iglesia parroquial al párroco y a cuatro padres agustinos. Todos ellos, junto con cuatro vecinos, fueron entregados a los milicianos para ser llevados a Tarancón. Ya de noche, una caravana de cinco automóviles partió del lugar en dirección a esta población, pero al pasar por el Cateso, a pesar de la oposición de una miliciana que parecía liderar al grupo, los presos fueron fusilados en el paraje de las Emes de Belinchón. Sólo un civil, Máximo Pliego, amparado en las oscuridad, pudo escapar de la muerte y dejar testimonio de lo sucedido.
Al día siguiente, otros cuatro miembros de la comunidad, que había quedado repartida en diferentes casas particulares, se dirigieron en tren hacia Madrid buscando una mayor protección. Descubiertos a su llegada a la capital fueron conducidos al centro de detención que los ferroviarios de la CNT, con Eulogio Villalba al frente, tenían instalado en el salón regio de la estación de Atocha. Allí se decidió su ejecución inmediata, que se practicó en el kilómetro diez de la carretera de Madrid a Valencia.
Los sufrimientos del clero diocesano pueden resumirse en el asesinato de su obispo, Cruz Laplana, el 8 de agosto de 1936. El prelado, que contaba sesenta y un años de edad, había nacido en el seno de una familia acomodada del Pirineo aragonés. Se formó en el seminario de Barbastro y culminó sus estudios de teología y derecho en la Universidad Pontificia de Zaragoza, donde realizó tareas docentes hasta 1912. En 1913 fue destinado a Caspe para asumir la dirección de la parroquia de San Gil. En 1921 Vicente Piniés, su primo carnal y ministro de Gracia y Justicia, hizo gestiones oficiales para conseguir que le nombraran obispo. En el epistolario de ambos se hace evidente que ninguno de los dos quería tratos de favor sino, tan sólo, dar a conocer a las autoridades la personalidad del futuro obispo: «No valgo para el cargo que tú pretendes echar sobre mí», le decía Laplana. «He aborrecido siempre el nepotismo y sabes que no me ciega el amor a los parientes. El serlo tuyo y tan cercano me ha servido para conocer mejor tus buenas cualidades para el cargo […]».
Las gestiones dieron como resultado que el 8 de abril de 1922 hiciera entrada solemne en Cuenca para proceder a la ocupación de la curia conquense. Pocos años antes había sido destinado a la ciudad, como profesor de secundaria, el profesor socialista Rodolfo Llopis, el cual fundó una sociedad obrera denominada La Aurora y propició la constitución de un taller masónico.
El domingo 19 de julio, ante los disturbios protagonizados por las milicias de izquierda, eufóricas por tener controlada la sublevación en la ciudad, la Guardia Civil le propuso abandonar discretamente la ciudad a lo cual el obispo, de talante modesto y dialogante, se negó. El 28 de julio el peligro se materializó en un registro en la catedral con el objetivo de incautar las joyas y títulos fundacionales. A partir de aquel día, desestimado voluntariamente el recurso a la huida, el obispo quedó retenido en el edificio del seminario. El 7 de agosto, a medianoche, los milicianos le obligaron a presentarse en la portería desde donde fue trasladado en autobús, junto con un sacerdote a su servicio, hasta el kilómetro cinco de la carretera de Villar de Olalla. Allí fue asesinado. Ambos cuerpos fueron sepultados en una fosa común del cementerio de Cuenca con los cadáveres de otro sacerdote, Manuel Fernández, y del alcalde de Beteta, que habían sido fusilados el día anterior.
Diócesis de Sigüenza-Guadalajara
En 1936 la diócesis de Sigüenza ocupaba un territorio superior al actual, perteneciente sobre todo a la provincia de Soria. En 1955, en virtud al Concordato, sus límites se acomodaron a los de la provincia de Guadalajara incorporando desde entonces el nombre de la ciudad en su denominación oficial.
Según las estadísticas de 1931, la diócesis agrupaba 542 parroquias y más de 400 ermitas o santuarios. El censo eclesiástico registraba 418 sacerdotes, 185 seminaristas, sólo doce religiosos y más de 200 monjas. Esta extensa diócesis fue una de las menos castigadas por la persecución religiosa, pues sólo se cobró 43 víctimas entre el clero diocesano, un 10% del total.
La ciudad de Sigüenza, sede oficial del obispado, permaneció durante una semana en una situación políticamente indecisa, durante la cual se continuó con normalidad el culto en los templos y catedral. El ambiente social mayoritario en la población ya había impedido durante el período republicano que se aplicaran las restricciones religiosas emanadas de la nueva Constitución.
El detonante de la persecución religiosa en esta diócesis llegó del exterior con la entrada en la ciudad, el 25 de julio, de una numerosa columna de milicianos provenientes de Madrid. Su consigna era neutralizar a las fuerzas simpatizantes con la sublevación y evitar el avance de las tropas del general Mola. La eclosión revolucionaria provocó que corriera a plena luz del día la primera sangre provocada por la ira anticlerical. La víctima fue el presidente de Acción Católica, muerto a tiros en el balcón de la Casa del Pueblo en represalia por el asesinato, doce días antes, del presidente de esta institución obrera a manos de una patrulla de la Falange.
Los milicianos no tardaron en asaltar el palacio episcopal obligando al obispo septuagenario, Eustaquio Nieto, oriundo de Soria, a salir a la plaza de la Fuente de Guadalajara, donde fue acusado de instigar al asesinato del dirigente socialista. Sin embargo, ante las dotes de convicción del prelado la tensión se suavizó y se tomó a una aparente normalidad. El domingo 26, los milicianos se dedicaron al saqueo de los templos. La algarabía se acentuó al descubrir en la catedral un depósito de un millón de pesetas. El hallazgo encrespó los ánimos contra el obispo sin dar ocasión a que éste explicara que las arcas diocesanas estaban destinadas a cubrir las necesidades de las parroquias y de las órdenes religiosas. En su edición de 29 de julio, el periódico socialista Claridad destacaba y exageraba la dimensión de lo sucedido con fotografías de un incendio provocado en los bajos del seminario que se atribuía a los propios claretianos quienes, de este modo, habrían querido evitar el registro del recinto. Ya por la noche, mediante la excusa de que tenían órdenes de trasladarlo a Madrid, los milicianos, obligando a un claretiano a que los ayudara, localizaron al obispo escondido en una buhardilla del seminario.
Bajo la apariencia de velar por su seguridad, fue invitado a subir a un coche para dirigirse a Madrid. Como en tantas otras ocasiones, el engaño concluyó cuando el convoy llegó a un paraje discreto de las afueras. En este caso, el obispo fue asesinado en el kilómetro cuatro en dirección a Estriégala. A pesar de la requisitoria formulada por el juzgado de esta población, los milicianos no permitieron que se procediera al levantamiento del cadáver para darle sepultura, sino que lo lanzaron, una vez quemado, al fondo de un barranco.
El 5 de agosto los restos del obispo fueron recogidos por una patrulla nacional y trasladados al cuartel de Alcolea del Pinar. Esta circunstancia convirtió el asesinato de Eustaquio Nieto —el primer obispo víctima de la persecución— en una ocasión magnífica de propaganda antirrepublicana.
Como consecuencia de las depuraciones iniciadas con la llegada de los milicianos, el fuerte de San Fernando llegó a alojar en pocos días a casi trescientos presos. La situación de la población reclusa se mantuvo sin incidentes de gravedad hasta el 6 de diciembre. Aquel día, el mismo del traslado del gobierno de la República a Valencia y de las primeras «sacas» en las cárceles de Madrid, los aviones nacionales bombardearon la ciudad causando más de cuarenta muertos entre la población civil.
Como consecuencia del incidente, cuentan las crónicas que «una masa compacta de militares y paisanos armados» se dirigió al recinto carcelario para exigir, en represalia, la muerte de los presos. Un oficial de servicio y dos milicianos procedieron a confinarlos en las celdas. De estemodo, sin escapatoria ninguna, se dio paso a una secuencia de ejecuciones hasta llegar a la cifra de doscientas setenta y siete víctimas, salvándose de la muerte sólo aquellos que alegaron ser delincuentes comunes. En este episodio, según recuentos posteriores, hubo treinta y dos bajas de eclesiásticos: diecisiete sacerdotes diocesanos, siete salesianos, cuatro paúles, tres franciscanos y un jesuita.