LA ACTITUD DE LA IGLESIA ANTE LA GUERRA Y LA REVOLUCIÓN
Ante todo, cabe recordar que en las primeras proclamas de la rebelión militar iniciada por los generales africanistas no se encuentra ninguna referencia a la cuestión religiosa. Así, Franco, en su primera alocución radiada, justificó el alzamiento armado por la necesidad de restablecer el orden y para garantizar la unidad española. Sorprende comprobar que al final de su discurso incluso mencionara los valores de la fraternidad, la libertad y la igualdad, en una clara y deliberada referencia a la Revolución Francesa.
Sin embargo, el proceso de confesionalización de la guerra se produjo de forma inmediata a causa del influjo del pensamiento integrista y tradicionalista, que había optado desde hacía años por vincular sus aspiraciones al derrocamiento de la República. Los militares, satisfechos de comprobar el entusiasmo agresivo con que los requetés se entregaban a la lucha, no dudaron de la conveniencia de capitalizar a favor de sus objetivos el concepto de fe católica que los animaba.
El mes de agosto, en un discurso radiado, el general Mola manifestó:
Se nos pregunta de otro lado que adónde vamos. Es fácil, y ya lo hemos repetido muchas veces. A imponer el orden, a dar pan y trabajo a todos los españoles y a hacer justicia por igual. Y luego, sobre las ruinas que el Frente Popular deje —sangre, fuego y lágrimas— edificar un Estado grande, fuerte y poderosa que ha de tener por galardón y remate allí en la altura una Cruz de amplios brazos, señal de protección a todos. Cruz sacada de los escombros de la España que fue, pues es la Cruz, símbolo de nuestra religión y nuestra fe, lo único que ha quedado a salvo entre tanta barbarie que intenta teñir para siempre las aguas de nuestros ríos con el carmín glorioso y valiente de la sangre española.[153]
A pesar de la exaltación religiosa de este y otros discursos, durante los primeros meses de guerra se produjeron pocos cambios en la zona nacional relacionados con la vindicación del catolicismo. Sólo algunas tímidas normativas relacionadas con la enseñanza y con la vida castrense dejaban entrever la confesionalidad del nuevo Estado que se pretendía fundar.
No fue hasta después del decreto de unificación de la Falange con el tradicionalismo, el 19 de abril de 1937, cuando en la declaración programática de 26 puntos se hará mención oficial de la vinculación del Movimiento Nacional con la religión y la Iglesia católicas. Efectivamente, en el artículo 25 se puede leer:
Nuestro movimiento incorpora el sentido católico —de gloriosa tradición y predominante en España— a la reconstrucción nacional.
La Iglesia y el Estado concordarán sus facultades respectivas sin que se admita intromisión o actividad alguna que menoscabe la dignidad del Estado o la integridad nacional.[154]
Fue ésta una declaración formal de confesionalidad que, sin embargo, partía de un planteamiento insidioso. El «sentido católico» no se asumía por los valores evangélicos que representaba, sino que se «incorporaba» a un objetivo político y programático, dándole así una significación subordinada sólo admisible desde una concepción altamente integrista de la religión.
La subversión conceptual implícita en la definición de confesionalidad llevó aparejada una actuación represiva de las tropas nacionales ejercida sin ningún escrúpulo moral. La brutalidad fue la norma general con que actuaron contra los dirigentes sindicales y políticos de izquierdas en las poblaciones que iban liberando. No es objetivo de este libro exponer la violencia extrema con que las tropas franquistas trataron a todos los sospechosos de no ser afectos al nuevo régimen, a todos los que identificaban como rojos, incluidas sus mujeres y familiares. Ni la persecución a la que fueron sometidas las logias masónicas. Ni cómo se procedió a prohibir cualquier manifestación cultural que no exaltara el nuevo totalitarismo. Ni cómo se criminalizó el uso del catalán, el gallego y el vascuence. Ni cómo se procedió a despreciar y a censurar cualquier aportación proveniente del cuerpo docente y de la clase intelectual vinculados a la tradición republicana…
Cientos de casos podrían ilustrar estas y otras expansiones del nacionalsindicalismo que, como versión específica del fascismo, se fue implantando en España. El proceso contrarrevolucionario se convirtió, después del impacto de la guerra y de la represión en la retaguardia, en la tercera losa que sepultaba el espíritu de radicalidad democrática de la República.
El celo de los militares y falangistas en imponer el «nuevo orden» llegó al extremo, en algunos episodios, de ignorar la condición sacerdotal de los sospechosos. Los casos más importantes se dieron en el País Vasco, después del fracaso de las negociaciones entre el general Mola y el Partido Nacionalista. El clima creado por estos acontecimientos derivó en una escalada de la violencia. En este contexto, el 4 de octubre de 1936, la Comandancia Militar de Rentería anunció la detención de dos sacerdotes vascos acusados de ser nacionalistas. A pesar de ser reconocidos por su actividad pastoral ejemplar, pocos días después fueron fusilados sin juicio previo.
A finales de octubre, después de la entrada de las tropas nacionales en San Sebastián, en el furor por escarmentar la osadía de los nacionalistas vascos, que sin menoscabo de su catolicidad se habían aliado con los partidos del Frente Popular, los tribunales militares mandaron fusilar, a pesar de su condición de eclesiásticos, a otros diez sacerdotes y a dos religiosos. Paradójicamente, muchas de las penas capitales fueron dictadas por un juez apellidado Llamas que hacía gala de ser católico practicante.
En otro orden de cosas, las tensiones entre la Junta de Defensa de Burgos y los católicos vascos no se limitaron a censurar y condenar la actitud del PNV sino que afectaron, incluso, a la jerarquía episcopal en la persona de Mateo Múgica, obispo de Vitoria. A pesar de que en agosto de 1936 había suscrito una pastoral de condena explícita de la alianza del PNV con los partidos del Frente Popular, a pesar de declarar incompatible con la condición de católico la colaboración con los comunistas, el obispo fue invitado por la Santa Sede a abandonar el territorio español por haberse negado —por sugerencia del cardenal Gomá— a imponer penas canónicas a los nacionalistas díscolos con su magisterio y por haber desestimado colaborar con la citada Junta de Defensa en el empeño de reducir las convicciones de los nacionalistas vascos. El 14 de octubre Múgica marchó a Roma, abandonando por obediencia su diócesis. Según explica con precisión el historiador Hilari Raguer:
Era su segundo exilio, un ministro católico lo había expulsado durante la República y un general masón —haciendo referencia al general Cavanellas— le obligaba a partir durante la Cruzada. Un nuevo ejemplo de la complejidad de la cuestión religiosa en el período de la Segunda República.
Difícil es también comprender la muerte, a manos de un pelotón de ejecución, del sacerdote mallorquín Jeroni Alomar. En la isla no hubo persecución religiosa. Fue en el marco de la represión antirrepublicana donde se le detuvo, acusado de prestar socorro a personas sospechosas. Después de permanecer encarcelado durante unas semanas, el 7 de junio de 1937 lo fusilaron. Testigos presenciales afirmaron que murió gritando a favor de Cristo Rey, una circunstancia que demuestra cómo esta referencia no tenía entonces las actuales connotaciones ultraconservadoras, sino que era una advocación a la autoridad suprema de Dios.
Aun en León, a finales de 1936, murió asesinado el sacerdote Bernardo Blanco. Hijo de una familia notable de Astorga, ejercía de profesor de enseñanza media en la ciudad. Su valentía intelectual fue motivo suficiente para que una célula falangista lo detuviera, lo torturara en los sótanos del palacio Gaudí y lo trasladara posteriormente a la cárcel de San Marcos de León, desde donde fue «sacado» y asesinado.
También en Avilés, poco después de la caída de Oviedo, fue fusilado por las tropas gallegas el sacerdote y ex escolapio Mauricio Santaliestra, acusado de haber formado parte del Comité de Guerra de Grado.
En Aragón, en la parroquia de Loscorrales, en diciembre de 1936, también murió asesinado en su propia casa-abadía, a manos de una patrulla falangista, el sacerdote José Pascual Duaso, que se había distinguido por una acción pastoral y solidaria hacia los más pobres. Terminadas estas digresiones en torno a la instrumentalización que las autoridades «nacionales» hicieron de la religión, es el turno de analizar las reacciones de la Santa Sede ante el conflicto bélico.
La primera reacción oficial del Vaticano ante la sublevación militar y la revolución se produjo el 31 de julio de 1936. En esta fecha, el cardenal Pacelli dirigió una nota de protesta al embajador español, Luis de Zulueta —que había sustituido a Pita Romero en mayo de 1936—, censurando la violencia ejercida contra sacerdotes y religiosos y contra los bienes eclesiásticos. La nota no menciona explícitamente la represión practicada en el territorio dominado por los insurgentes aunque, con la voluntad de aludir a todo tipo de violencia, califica la guerra de «matanza fraterna».
El criterio secular de la Santa Sede de no precipitarse en sus juicios se vio condicionado en septiembre por la petición de audiencia formulada por quinientos prófugos españoles. El día 14 el pontífice accedió a recibirlos en la residencia de Castelgandolfo. Les acompañaron los obispos de la Seu d’Urgell, de Vic, de Cartagena y el administrador apostólico de Tortosa. El cardenal Vidal i Barraquer no estuvo presente por voluntad expresa de la Secretaría de Estado. Si bien esta decisión y el contexto del acto podían sugerir que se convertiría en la ocasión ideal para que el Vaticano manifestara su apoyo a la insurrección contra la República, la realidad fue otra. El Papa optó por librar a los asistentes el texto de un discurso en que después de honrar a los perseguidos a causa de la fe como mártires y de confesar su horror por la guerra fratricida, bendijo a los que habían asumido el deber de trabajar por la paz y manifestó la voluntad de ser el Papa de todos los católicos.
El discurso causó estupor e indignación en los sectores más ultramuntanos, que ya por entonces defendían públicamente el sentido de «cruzada» con que debía justificarse la guerra. Los primeros en utilizar este término habían sido los obispos de Pamplona, Zaragoza y Santiago, en pastorales publicadas a finales de agosto. Ante las palabras del pontífice, no es de extrañar que la prensa de la zona controlada por el gobierno de Burgos, que no quiso renunciar a beneficiarse del acto del Vaticano, optara por publicar el texto mutilado.
La primera reacción episcopal posterior a la audiencia papal fue la de Enrique Pla y Deniel, obispo de Salamanca, el cual, el 30 de septiembre, publicó una pastoral titulada Las dos ciudades. Es importante analizar este texto puesto que, en analogía con el de San Agustín, el prelado identifica la ciudad terrena con la «revolución» que había desbordado al Gobierno de «los vencedores en una lucha de comicios» y la celeste con la necesaria «contrarrevolución». La carta pastoral, además de contener un claro repudio de comunistas y anarquistas calificándolos de «hijos de Caín» y una viva exaltación de la condición de mártir como «suprema categoría del amor», no evita interrogarse sobre la licitud de la guerra. Después de reconocer que se identifica con los que «han empuñado las armas por España y por su fe» se pregunta: « ¿Es propio de un obispo fomentar una guerra civil entre hermanos?». La respuesta es clara:
Si en la sociedad hay que reconocer una potestad habitual o radical para cambiar un régimen cuando la paz y el orden social, suprema necesidad de las naciones, lo exija, es para Nos clarísimo […] el derecho de la sociedad no de promover arbitrarias y no justificadas sediciones, sino de derrocar un gobierno tiránico y gravemente perjudicial para la sociedad, por medios legales si es posible, pero si no lo es, por un alzamiento armado.
En coherencia con la respuesta, Pla y Deniel reafirma que si bien la contienda armada tiene la «forma externa de una guerra civil, […] en realidad, es una cruzada. Fue una sublevación, pero no para perturbar; sino para restablecer el orden». No sólo niega que la Iglesia hubiera adoptado una actitud conspirativa antes de la sublevación militar, sino que apela a la prudencia con que actuó la Conferencia Episcopal para justificar la honradez de una defensa posterior de la sedición. Hechas estas consideraciones, dedica un tercer capítulo a mitificar la guerra como «una gran escuela forjadora de hombres», a desear «¡Que sea ella verdaderamente redentora!», a encarecer a los jóvenes para que luchen «por Dios y por España» considerando que «Una España laica no es ya España», a exigir que se restituya la confesionalidad del Estado, es decir «el crucifijo y la enseñanza religiosa en las escuelas […] el carácter sacramental del matrimonio […] y el carácter religioso de los cementerios».
El cardenal Gomá desplegó una intensa actividad diplomática entre diciembre de 1936 y enero de 1937, manteniendo entrevistas personales con Franco en Burgos y con los cardenales Pacelli y Segura, con personalidades de la curia e, incluso, directamente con Pío XI en Roma. Como resultado de esta ofensiva personal, el pontífice resolvió nombrarlo representante oficioso ante el gobierno de Burgos. El 19 de diciembre, Pacelli le comunica esta decisión insistiéndole en el carácter confidencial del nombramiento pero, al mismo tiempo, le ruega —según manifiesta Gomá en el diario de su viaje— que «diga al general que todas las simpatías del Vaticano están con él y que le desean los máximos y rápidos triunfos». Este nombramiento marcó un punto de inflexión en las relaciones oficiales de la Santa Sede con el gobierno de la República teniendo en cuenta, sobre todo, que coincidió con la práctica inanición de la Nunciatura, aunque todavía estuviera encabezada por monseñor Sericano, en calidad de Encargado de Negocios.
A pesar de la manifiesta simpatía de la Santa Sede por los militares sublevados, es importante subrayar que esta opción no impidió que en numerosas ocasiones denunciara —normalmente por carta oficial de Pacelli a Gomá— la violencia represiva de los falangistas, y nunca aceptó formalizar una denuncia pública de los nacionalistas vascos, que era una de las principales aspiraciones del gobierno de Burgos.
La actitud oficial del gobierno de la República sobre la cuestión religiosa, dejando a un lado declaraciones incendiarias y la incapacidad y falta de voluntad efectiva para acabar con la persecución anticlerical, se concretó en un decreto del 27 de julio de 1936 por el cual se incautaban todos los edificios «con el material científico y pedagógico que las congregaciones religiosas tenían dedicados a la enseñanza», y en la ya citada orden de clausura de los templos suspectos de haber colaborado con la insurrección militar, dictada a mediados de agosto. Ambas disposiciones, por la desconfianza que las inspiraba, representó de facto el aval del Gobierno a la represión anticlerical indiscriminada.
Cuando a principios de enero de 1937 el católico vasco Manuel de Irujo, por entonces ministro sin cartera del primer Gobierno de Largo Caballero, quiso presentar al Consejo de Ministros un balance de la situación de la Iglesia al cabo de seis meses de revolución y de las trágicas consecuencias que la actitud gubernamental había comportado, lo concretó en ocho puntos:
a) Todos los altares, imágenes y objetos de culto, salvo muy contadas ocasiones, han sido destruidos, los más con vilipendio.
b) Todas las iglesias se han cerrado al culto, el cual ha quedado total y absolutamente suspendido.
c) Una gran parte de los templos, en Cataluña con carácter de normalidad, se incendiaron.
d) Los parques y organismos oficiales recibieron campanas, cálices, custodias, candelabros y otros objetos de culto, los han fundido y aun han aprovechado para la guerra o para fines industriales sus materiales.
e) En las iglesias [se] han llevado a cabo [por] los organismos que las han ocupado [ …] obras de carácter permanente […].
f) Todos los conventos han sido desalojados y suspendida la vida religiosa en los mismos. Sus edificios, objetos de culto y bienes de todas clases fueron incendiados, saqueados, ocupados o derruidos.
g) Sacerdotes y religiosos han sido detenidos, sometidos a prisión y fusilados sin formación de causa por miles […].
h) Se ha llegado a la prohibición absoluta de retención privada de imágenes y objetos de culto. La policía que practica registros domiciliarios, buscando en el interior de las habitaciones la vida íntima personal o familiar, destruye con escarnio y violencia imágenes, estampas, libros religiosos y cuanto con el culto se relaciona o lo recuerda.
Concluido el listado de agravios, el dictamen daba entrada a unas consideraciones y propuestas concretas. Decía el ministro:
[…] No tan sólo el imperativo de las leyes, sino la conveniencia de la República […] obligan al estudio del problema y fuerzan a su solución. La opinión del mundo civilizado observa con extrañeza que conduce a la repulsión la conducta del gobierno de la República que no ha impedido los acusados actos de violencia y que consiente en que continúen en la forma y términos que expuestos quedan […].
[…] Todo ello deja de tener explicación posible, para situar el gobierno de la República ante el dilema de su complicidad o de su impotencia, ninguna de cuyas conclusiones conviene a la política exterior de la República.
En atención a lo cual interesa la adopción por el Consejo de Ministros de los acuerdos siguientes:
1. La libertad de todos los sacerdotes, religiosos […] contra los cuales no existan otros cargos.
2. El cumplimiento de la ley de congregaciones y confesiones, y en tal sentido que por el señor ministro de Justicia se confeccione una relación de los templos y edificios religiosos existentes, su estado actual, objeto al que están destinados, vicisitudes por las que hayan pasado e instrumentos de culto que contengan.
3. Que en adelante no sea ocupado ninguno de ellos para fines diversos del culto […].
4. Que todas las obras de fábrica que de modo permanente se efectúen en los templos hayan de merecer la aprobación de la Dirección de Bellas Artes.
5. La declaración expresa de la licitud de la práctica de todos los cultos religiosos, siempre que sus manifestaciones externas se atemperen a las leyes.
6. La prohibición de toda orden de policía que tienda a dificultar en el interior del hogar el ejercicio de los derechos individuales […].
A pesar de la gravedad de lo expuesto y de la sensatez de las propuestas, las palabras del ministro no consiguieron motivar un debate en profundidad sobre la cuestión religiosa ya convertida en persecución. El gobierno de la República rechazó por unanimidad el documento. Fue una decisión de máxima gravedad. Después de la negativa oficial a tomar en consideración el dictamen, el Gobierno ya no podría argüir en el futuro que desconocía la magnitud del problema ni podría declinar su responsabilidad.
Las complicidades intelectuales heredadas de la tradición anticlerical habían actuado todavía como una muralla inexpugnable. Sólo cabe recordar que el Colegio de Abogados de Madrid, en un comunicado de primeros de octubre de 1936, firmado por su decano, Eduardo Ortega y Gasset, para explicar a la opinión pública internacional la dimensión del conflicto bélico recurría nuevamente al argumento fácil del legado de la Contrarreforma:
España se encuentra ante una sublevación militar defensora de los viejos privilegios y del más arcaico e inquisitorial fanatismo religioso que realiza su último y desaforado esfuerzo para impedir a los españoles la normal evolución y progreso que hagan de España un país moderno […].
La mentalidad que inspira a estas hordas arcaicas es la misma […] del absolutismo impregnada de la ruda y fanática intolerancia de Fernando VII y de las guerras carlistas. Han resurgido los obispos y clérigos guerrilleros y las boinas rojas de los requetés. A los que vienen a matar españoles […] moros Regulares y Tercio de extranjeros, transportados de África […] los bendicen los obispos y les colocan farisaicamente en el pecho un corazón de Jesús diciéndoles que es un amuleto.
Pedimos el auxilio moral del Mundo ante esta ola de ancestral barbarie que invade a España.
A continuación, el documento enumeraba más de veinte episodios de violencia protagonizada por las tropas nacionales contra la población civil. En su alegato final, las reminiscencias anticlericales afloraban de nuevo: «[…] hemos de poner punto hoy a este documento, porque la pluma se quiebra de amargura y de angustia al verse obligada a estampar tal villanía y crueldad, tanta impiedad en los métodos de terror del fascismo vaticanista español».
Ambos documentos ilustraban realidades tan ciertas como trágicas. Lamentablemente, el abuso de los tópicos anticlericales, con que de forma repetitiva los intelectuales de izquierda construían los alegatos contra el totalitarismo que inspiraba al movimiento insurgente, impidió también repetidamente que los gobernantes republicanos tuvieran la lucidez mental necesaria para aplicar una política social basada en la justicia y no en las ansias de redimir los agravios seculares.
La colisión entre dos concepciones políticas y sociales empapadas de argumentos enquistados había hundido a la República en un cenagal y hundiría a España entera en una dictadura que, una vez realizada la limpieza de indeseables, idolatraría la mediocridad, contando para ello con una elevada dosis de colaboración de la Iglesia.
Como contrapunto a tanta pobreza de miras, es de justicia destacar la valentía y la convicción con que actuaron, en Cataluña, los dirigentes de Unió Democrática de Catalunya. El 20 de julio, a las pocas horas de conseguir neutralizar la insurrección militar en Barcelona, se entrevistaron con el presidente Companys con la doble intención de manifestar su solidaridad con la República pero también para denunciar los ataques que ya se habían producido contra iglesias y sacerdotes. A finales de 1936, el partido demócratacristiano catalán reafirmó, a pesar de la vorágine revolucionaria que se vivía en la retaguardia, su fidelidad al régimen republicano y a la institución de la Generalitat proponiendo la formación de una columna militar. Dicha formación, que debería haber tomado por nombre el del eclesiástico Pau Claris, fue disuelta antes de entrar en acción por la oposición beligerante de las milicias de la CNT-FAI y por la pusilanimidad del conseller de Seguridad Interior, el republicano Artemi Aiguader.
Antes de terminar este capítulo dedicado al análisis de las relaciones entre la República y la Iglesia en el período anterior a mayo de 1937, es importante mencionar la alusión que el Papa hizo de España en la encíclica Divini Redemptoris, promulgada el 19 de marzo de 1937. Después de condenar los efectos del comunismo en Rusia y de la revolución en México, el documento se refiere a la persecución religiosa desatada en España.
No se puede decir [proclama la encíclica] que semejantes atrocidades sean un fenómeno transitorio que suele acompañar a todas las grandes revoluciones o excesos aislados de exasperaciones comunes a toda guerra. No; son frutos naturales de un sistema que carece de todo freno interno […].
Y esto es lo que, por desgracia, estamos viendo; por primera vez en la historia, asistimos a una lucha fríamente calculada y cuidadosamente preparada contra todo lo que es divino.
El documento pontificio subraya por primera vez la singularidad histórica de la persecución desencadenada en España, presta atención a la subversión moral que persigue pero, inexplicablemente, atribuye toda la responsabilidad al comunismo sin ninguna alusión a los proyectos revolucionarios mucho más radicales surgidos del anarquismo o del anarcomarxismo.