DE LA CRISIS DE 1917 A LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA
En la evolución política posterior a la insurrección de 1917 debemos, una vez más, detenernos en Cataluña, donde coinciden en el tiempo dos hechos destacables que influirán directamente en el contexto español. En primer lugar, se promovió una campaña municipalista para reclamar un estatuto de autonomía. El éxito de la movilización queda avalado con el resultado de un 98% de consistorios a favor. A finales de noviembre de 1918, la presentación oficial en las Cortes del proyecto de autonomía por parte de la Mancomunitat provocó un escándalo parlamentario de gran calibre que significó la irrupción del «problema catalán» tanto en los cenáculos políticos como en los ambientes populares y en los medios de comunicación de toda España.
Por otra parte, la dinámica del sindicalismo revolucionario cobró un nuevo empuje con el primer congreso regional de la CNT, celebrado en Barcelona, en el barrio de Sants, a finales de junio de 1918. En él se acordó la constitución de los Sindicatos Únicos de Ramo o de Industria y se potenció la estrategia de la «acción directa» como la más útil y adecuada.
Merece la pena examinar detalladamente las conclusiones de este congreso, ya que supuso un cambio importante en el escenario político y social de Cataluña y de España. La recomendación de la acción directa como técnica de lucha revolucionaria, basada en el enfrentamiento con la patronal sin contar con ningún tipo de intermediación ni de consideraciones legales, abrió la puerta a la práctica indiscriminada de la huelga, el boicot, el trabajo lento, el sabotaje y los atentados personales. El congreso también se reafirmó en el apoliticismo del movimiento obrero, un principio coherente con el origen mayoritariamente anarquista del sindicato que, debidamente promulgado y enfatizado, favoreció una entrada masiva en la CNT de militantes ácratas de procedencias tan diversas como los ateneos obreros, los movimientos naturistas, los grupos feministas, los núcleos esperantistas y los cenáculos espiritistas. Esta circunstancia, sumada a la coacción que representaba la implantación del Sindicato Único para cada ramo profesional o para cada industria, permitió que el sindicato creciera hasta llegar a la cifra de setecientos mil afiliados a finales de 1919; de éstos un 61% pertenecía a la regional catalana, un 19% a la valenciana y un 16% a la andaluza.
En relación con el tema vertebral del presente libro, cabe destacar que el congreso de Sants introdujo en sus acuerdos, concretamente en el punto tercero, la prioridad de «establecer escuelas racionalistas para la más rápida emancipación integral del proletariado», una de las reivindicaciones claves de los movimientos laicistas. El congreso, en fin, promovió una hostilidad social que al cabo de pocos años se dirigió, también, contra la Iglesia.
Esta hostilidad se evidenció al cabo de pocos meses en la huelga de La Canadiense. La huelga, que se había convocado el 5 de febrero de 1919 para protestar por el despido de ocho obreros, acabó convirtiéndose en una ofensiva de cuarenta y cuatro días. A causa de los acuerdos estratégicos adoptados en el citado congreso, durante esos días la ciudad vivió un verdadero estado de guerra, especialmente a partir del 21 de febrero, cuando el Sindicato Único del Agua, Gas y Electricidad hizo extensiva la huelga a todas las empresas participadas por La Canadiense. Esto significó la interrupción del suministro de gas y de agua para toda la ciudad así como la paralización de una parte importante del transporte urbano. Los sindicatos de artes gráficas también se sumaron a la huelga implantando la «censura roja» en todas las publicaciones con el fin de evitar que se desprestigiara la protesta. Pese a los episodios iniciales de represión, que se saldaron con más de mil obreros encarcelados en el castillo de Montjuïc, la huelga terminó, después de largas negociaciones directas con el Gobierno, consiguiendo evitar todas las represalias y con el compromiso de decretar la jornada de ocho horas. El movimiento anarquista liderado y moderado por Salvador Seguí, «El Noi del Sucre», había conseguido encauzar la huelga. Estos éxitos laborales no fueron asumidos de buen grado por las organizaciones patronales, que radicalizaron sus posiciones llegando, en noviembre de 1919, a la declaración de lock-out general.
Como es obvio, la huelga de La Canadiense se convirtió en una crisis política general que determinó la caída del Gobierno liberal del conde de Romanones, la entrada en escena de Antonio Maura presidiendo un Gobierno de concentración y la convocatoria de elecciones generales.
Pero, más allá de las consecuencias políticas, los acontecimientos determinaron el inicio de una etapa de gran violencia social que derivó en la aparición del pistolerismo urbano.
Ya desde 1913 Barcelona había sufrido los envites de los atentados sociales. Por méritos propios, la CNT ha de ser considerada, sin lugar a dudas, la primera responsable de haber iniciado una espiral que dio el triste balance de más de mil víctimas —trescientos muertos y setecientos heridos— entre los años 1913 y 1923, una verdadera tragedia que provocó que la ciudad fuera conocida como la «Rosa de Fuego» en el mundo entero. Pero el sindicato revolucionario no fue el único protagonista. Policías paralelas y otros grupos armados, ambos de carácter mercenario, irrumpieron en el estrado de la confrontación indiscriminada, un fenómeno que es digno de análisis.
En octubre de 1919, de una forma más autónoma de la que habitualmente se le otorga, nacieron en Barcelona los Sindicatos Libres, organizados en una Unión liderada por Ramón Sales, procedente del sindicato mercantil de la CNT. La razón primera de su fundación fue la voluntad de defenderse de las coacciones de los militantes cenetistas, que aún se habían agudizado más después de promover los Sindicatos Únicos. La violencia contra los obreros que rehusaban militar en la CNT procedía de los años de la fundación de la central sindical. Por ejemplo, en 1913 se había registrado el asesinato de Camil Piqué, obrero barcelonés, por haber decidido inscribirse en un sindicato católico.
A causa de la satisfacción de la patronal ante la iniciativa de crear la Central de Sindicatos Libres, se fraguó rápidamente la acusación de que se trataba de sindicatos «amarillos», creados a su amparo. La presencia de militantes tradicionalistas o carlistas entre sus filas provocó que fueran catalogados como sindicatos católicos. La participación activa de miembros del somatén les confirió, lamentablemente, un carácter para-policial. Todas estas circunstancias no justifican que los Sindicatos Libres no deban ser considerados una organización obrerista aunque muy condicionada, ciertamente, por el contexto en que nacieron. Son, en fin, un movimiento sindical de reacción, tal como expresaba Feliciano Baratech, uno de sus fundadores: «Solos o acompañados nos defenderemos con las mismas armas y con los mismos procedimientos».[17]
Pocos meses antes de la constitución de los Sindicatos Libres, el capitán general de Cataluña, Joaquín Milans del Bosch, había puesto a su servicio al ex policía Manuel Bravo Portillo, conocido y denunciado por haber colaborado, durante el período bélico de 1914-1919, con el servicio de espionaje alemán y por haber atentado en 1918 contra el industrial Josep Albert Barret i Moner a causa de sus actividades a favor de los aliados. Tal decisión equivalía a instituir una policía paralela al servicio de la represión directa de los líderes sindicales. Amparándose en la necesidad de garantizar el orden público, se había creado un instrumento de guerra al servicio de los intereses patronales más reaccionarios y se habían establecido las condiciones idóneas para una espiral de violencia que dinamitó, a lo largo de tres años, el clima social hasta el punto de provocar la conquista militar del poder por parte del general Miguel Primo de Rivera. La violencia afectó a todos los sectores sociales. Patronos y obreros, burgueses y pistoleros, policías y abogados fueron víctimas de las bombas y de las balas. Por su significación cabe destacar el asesinato en Barcelona de cuatro juristas, entre ellos Francesc Layret, uno de los fundadores del Partir Republicá Catalá donde militaba en aquellos años Lluís Companys, el que sería presidente de la Generalitat republicana.
Bravo Portillo fue asesinado en septiembre de 1919. A su muerte intentó liderar el grupo parapolicial otro espía alemán, el falso barón de Koenig. En este caso ni la patronal ni capitanía dieron cobertura a sus acciones. Sin embargo, el grupo que liderada continuó actuando con el amparo gubernativo de la policía hasta junio de 1920. En esta fecha, el nuevo Gobierno presidido por Eduardo Dato, que había optado por una estrategia de conciliación con la CNT, prescindió absolutamente de sus servicios y, en cambio, permitió que se legalizaran los Sindicatos Libres que, pocos meses después, con el nombramiento como gobernador civil del general Martínez Anido, recibieron todo tipo de facilidades para sus actividades, incluidas las más agresivas.
Las nuevas dinámicas sociales coincidieron con la aparición en Barcelona de los atracos como una acción complementaria a los atentados sociales. Este hecho confirma que la actividad de todos los grupos armados fue convirtiéndose, por la misma inercia de la práctica de la violencia — individualizada, con el uso de las armas, o socializada, con el uso de explosivos que perseguían infundir el terror—, en pistolerismo urbano, vacuo, en muchas ocasiones, de otro interés que no fuera el beneficio personal.
La delincuencia social contaba, por otra parte, con un grado de impunidad exasperante, fruto de la suma de complicidades gubernativas y de temores acumulados por jueces y magistrados.
La complejidad de los acontecimientos impide aislar responsabilidades y marcar cronologías exactas. Sin embargo, está suficientemente documentada la inicial de los confederales,[18] así como que su punto de inflexión tiene una vinculación directa con el fracaso de la huelga de 1917 para la cual, según el dirigente cenetista Ángel Pestaña, «se volcaron las cajas de los fondos de los Sindicatos, entregando hasta el último céntimo para comprar pistolas y fabricar bombas».[19] La imposibilidad, a causa de la represión, de transformarla en una huelga general revolucionaria dio lugar a la aparición de francotiradores que ofrecían sus servicios para cometer atentados selectivos. La debilidad de algunos comités al aceptar estas propuestas fue el verdadero germen de la tragedia.
El mismo Pestaña sentenciaba que «la CNT llegó a caer tan bajo en el crédito público, que decirse sindicalista era sinónimo, y es hoy aún —lo escribe en 1933—, desgraciadamente, de pistolero, de malhechor, de forajido, de delincuente ya habitual, puesto que los casos por los cuales se nos conceptuó así siguen produciéndose».[20]
Durante este largo período de terror, paralelamente a la exasperante pasividad policial y judicial, se promovieron algunas iniciativas para conseguir desactivar la violencia. En este sentido, destaca la figura del citado Salvador Seguí, el dirigente anarquista conocido con el sobrenombre de «El Noi del Sucre». Víctima también él de la vorágine, constituyó, de la mano de Rafael Campalans, socialista, y de Jaume Aiguader, nacionalista, un Comité de Actuación Civil que contó con un consenso considerable entre partidos políticos, logias masónicas, ateneos e, incluso, dirigentes moderados de la CNT. La negativa de los Sindicatos Libres, de la Lliga, de los radicales de Lerroux y de los tradicionalistas de Unión Monárquica —en clara acción coordinada de los extremos— condenó al fracaso la acción de este comité.
Por lo que concierne a la cuestión central de este libro, cabe destacar que en ninguno de los episodios citados se registraron actos de violencia específicamente anticlericales. Tal constatación confiere aún más gravedad al hecho de que la Iglesia no sólo se inhibiera de actuar como mediadora, sino que de forma generalizada se limitara a condenar los excesos de los sindicalistas anarquistas más radicales omitiendo o justificando las procedentes de otros ámbitos. Esta actitud acentuó el fracaso de la acción pastoral en los medios obreros y reforzó la imagen de una Iglesia clasista, demasiado próxima a los ambientes feudalizados por el partido catalanista conservador, el mismo que se había negado a colaborar con el citado Comité de Actuación Civil.
En sentido opuesto, es de una importancia capital para el estudio del rebrote de violencia anticlerical, que emergerá de nuevo con la proclamación de la República, la fundación, a finales de 1922, del grupo anarquista Los Solidarios. Lo es por la radicalidad con que plantearon la «idea» de implantar el comunismo libertario, lo es por la gratuidad con que justificaron el uso de la violencia y lo es, además, por el grado de influencia —incluso, de control— que llegaron a poseer sobre la FAI y sobre el conjunto de la CNT. «Los Solidarios» —también conocidos por Crisol o, posteriormente, por Nosotros— lo formaban un grupo reducido de doce revolucionarios —algunos de ellos procedentes de otro anterior denominado Los Justicieros—, entre los cuales destacan los hermanos Ascaso, Aurelio Fernández, Ricardo Sanz, Juan García Oliver —«El verdadero Robespierre de la Revolución»[21]— y Buenaventura Durruti. Hay que destacar que este líder sindical había sido expulsado en 1917 de la Unión Ferroviaria de Madrid, adherida a la UGT, a causa de los actos de sabotaje que había protagonizado.
Una mención especial merece el asesinato, planeado y ejecutado por miembros del grupo, del arzobispo de Zaragoza Juan Soldevilla y Romero. Francisco Ascaso y Rafael Torres dispararon contra él, el 4 de junio de 1923, en el momento en que entraba en la escuela asilo de El Terminillo. El atentado, el único cometido contra un eclesiástico en estas décadas «silenciosas», se inscribe en la decisión de este colectivo de iniciar una serie de asesinatos «selectivos».
Si bien es cierto que en Barcelona la violencia social durante el período de 1917-1923 tuvo un peso específico muy superior, en cifras absolutas, al de otras ciudades españolas, también hay que destacar que el porcentaje más elevado de delitos sociales, en relación con el número de habitantes, correspondió a Bilbao, siendo ésta, no obstante, una ciudad con predominio ugetista. Tal circunstancia certifica que en las filas del sindicalismo marxista, más moderado, en términos generales, que el anarquista, también existía un sector partidario de la acción sindical revolucionaria. Zaragoza, Valencia y Sevilla tuvieron unos promedios menores al de Barcelona, y Madrid un índice siete veces inferior al de Barcelona.[22]
Es significativo que, en febrero de 1920, Jaime Cussó, presidente del Fomento del Trabajo Nacional, apuntara, en una carta enviada al presidente del Gobierno español, que en España había tres sectores especialmente conflictivos: los anarquistas agrarios andaluces, los mineros del carbón asturianos y los anarcosindicalistas catalanes.
Tras repasar con detalle —en razón de las consecuencias anticlericales que tuvo— la actuación de la CNT en Cataluña, es conveniente hacer algunas referencias a los otros dos sectores citados, así como al contexto de Madrid y también del País Vasco.
El período comprendido entre los años 1918 y 1920 se conoció en Andalucía como el trienio bolchevique. El magnetismo despertado por la Revolución Rusa se tradujo en una fiebre reivindicativa que recorrió todo el territorio. Las centrales sindicales fueron las grandes beneficiarias de esta ola de agitación. La CNT contaba, en 1919, con más de cien mil trabajadores agrícolas afiliados y la UGT vio crecer en veinticinco mil sus afiliados entre 1918 y 1920. En marzo de 1919, coincidiendo con la de «La Canadiense» en Barcelona, se convocó una huelga general que afectó a la totalidad de los pueblos de Andalucía y de Extremadura. Los disturbios consiguieron el reparto efímero de algunos latifundios, contaron con una amplia solidaridad entre todas las capas trabajadoras, conllevaron la ocupación de algunos ayuntamientos y la quema de cosechas…
En Asturias, donde había prevalecido un sindicalismo reformista, la crisis económica provocada por la disminución, finalizada la primera guerra mundial, de la actividad minera, provocó la radicalización del mayoritario Sindicato de Mineros Asturianos y de la Federación Socialista Asturiana. Esta circunstancia, sumada a la intransigencia de la jerarquía eclesiástica, neutralizó la acción sindical católica, netamente obrerista, que había promovido el canónigo Maximiliano Arboleya, especialmente en la época con que contaba con el amparo de su tío, Martínez Vigil, obispo de Oviedo. En su lugar, la Iglesia potenció los sindicatos mixtos de patronos y obreros que, lógicamente, eran censurados por su condición de «amarillos»: La oposición entre ugetistas y reformistas estalló de forma violenta en 1921, con el resultado de once muertos.
Madrid vivió en los años veinte un proceso de convergencia política entre los sectores más comprometidos con las teorías marxistas de la lucha de clases que dio como resultado la formación en noviembre de 1921 del Partido Comunista de España, formado a partir de un sector importante de las Juventudes Socialistas, el más intelectualizado, y de los militantes internacionalistas del PSOE.
Los socialistas eran el partido dominante dentro del movimiento obrero vasco. El sector reformista lo lideraba Indalecio Prieto, mientras que el revolucionario lo dirigía Facundo Perezagua. Estos dos sectores se enfrentaron en 1920 provocando la migración de los seguidores de Perezagua al Partido Comunista. A pesar de ello, intentaron por todos los medios no abandonar su militancia en la UGT sino que, por el contrario, procuraron abanderarla. Este hecho comportó graves enfrentamientos internos que acabaron con la expulsión de los comunistas que optaron, entonces, por aliarse con los grupos sindicales revolucionarios de la CNT.
De todos estos datos se deduce a) que la «acción directa» fue un estrategia de lucha obrera que se generalizó en el conjunto del territorio, que no fue una forma de proceder exclusiva de la central anarquista que contaminó de forma extrema las relaciones sociales hasta el punto de provocar la reacción de grupos parapoliciales y, en consecuencia, de desatar una espiral de violencia extrema la cual d) por una parte, dio argumentos al general Primo de Rivera para imponer el golpe de Estado y e) por otra parte, dejó el pésimo legado, en forma de levadura maligna, de un poso de resentimientos que, mezclados con la eclosión revolucionaria del período republicano, pondrán un acento de maldad en algunas de las actuaciones represivas que se llevaron a cabo contra la población civil en general y contra la Iglesia en particular, especialmente durante el primer semestre de la guerra civil.
Hechas estas consideraciones, es importante destacar dos factores claves para comprender el proceso que reactivó la lucha anticlerical.
Por una parte, hay que destacar el grado de agresión y de transgresión inherente a la misma violencia social. Un atentado conlleva posesión de armas y explosivos, planificación estratégica y un sistema de financiación, así como un grado de adoctrinamiento en función del carácter militante o mercenario de los activistas. Que un grupo sindical promueva atentados y que, al mismo tiempo, sus afiliados sean víctimas de la acción de grupos paragubernamentales provoca la necesidad de imponer —con odio— un poder de facto que, inevitablemente, se confundirá con las aspiraciones revolucionarias planteadas y promovidas por los sectores más radicales del movimiento obrero.
Así pues, si bien en el pistolerismo de estos años quizá no aparecía con nitidez el germen doctrinal de la revolución que acompañó al estallido de la guerra civil, los acontecimientos representaron un ensayo general de carácter militarista que debe vincularse con la «gimnasia revolucionaria» propagada por algunos líderes anarquistas, como es el caso de Juan García Oliver o de Buenaventura Durruti. En este sentido, el asesinato del cardenal Soldevilla en junio de 1923, a pesar de constituir un atentado anticlerical aislado, indica un punto de inflexión en la deriva hacia la violencia indiscriminada, de carácter revolucionario, contra el colectivo eclesiástico. Se trata de una señal de carácter premonitorio, análoga a la que tuvo el atentado de 1876 contra la procesión del Corpus en Barcelona. Los dos episodios carecen de continuidad inmediata, pero vaticinan una orientación anticlerical y antirreligiosa en el desarrollo de la subversión social.
Por otra parte, el proceso de radicalización social provocó un grave disentimiento entre las autoridades civiles y las militares. Un fenómeno de tal índole comportó —según las pautas teorizadas por el historiador Gerald Brenan— que, concretamente en Barcelona, las civiles optaran, en primera instancia, por intentar la intermediación y la moderación en las decisiones represivas, mientras que el poder militar se mostró partidario del uso de la represión indiscriminada con el agravante de incitar a la patronal a demostrar su intransigencia ante el conflicto. En el caso que nos ocupa, la fórmula adoptada para superar la dualidad fue nombrar como gobernador civil de Barcelona al titular del Gobierno militar. Esta circunstancia agravó aún más el conflicto y convirtió el período que abarca los años 1920 y 1922, bajo el dominio absoluto del general Severiano Martínez Anido, en el más represivo.
En estos años previos al directorio militar de Primo de Rivera, las clases acomodadas se vieron impulsadas a defender —a pesar de las posibles reservas por los métodos utilizados— las actuaciones represivas de carácter policial o militar. Si a la connivencia entre la burguesía y las fuerzas del orden se le suma la vinculación ya citada del clero con los sectores más conservadores de la sociedad, es fácil comprender que los ataques simultáneos a los tres estamentos —ejército, patronal e Iglesia— se convirtieran, a partir de entonces, en un referente habitual en los discursos izquierdistas de la época.
Este planteamiento no fue asumido sólo por la CNT y por el movimiento anarquista, sino también por buena parte de los socialistas y ugetistas y por el creciente republicanismo. A pesar de la moderación de los seguidores de Lerroux y de la pulcritud formal de Melquíades Álvarez, del Partido Reformista Republicano, amplios sectores del izquierdismo integrarán en su imaginario colectivo una cierta complicidad ideológica con los postulados que hoy llamaríamos antisistema, es decir, con los principios doctrinales que justificaban la lucha contra una organización social y política de la cual la Iglesia, por tradición, y, sobre todo, por imagen corporativa, formaba parte. El anticlericalismo, caballo de batalla del liberalismo al que tantas veces habían acudido sus dirigentes para alimentar discursos y proveer estrategias, iba camino de convertirse en el patrimonio distintivo de la izquierda.
Esta circunstancia frenará en 1936 el rechazo automático que debería haber provocado entre las autoridades la persecución religiosa que se produjo en la retaguardia republicana.
Ante la creciente popularidad del anticlericalismo, la Iglesia española no supo, en términos generales, adoptar una actitud de autocrítica ni articular programas de apostolado social que permitieran un relajamiento de las hostilidades. Las jerarquías vaticana y episcopal se limitaron, en el ámbito social, a promover el pietismo católico con campañas de exaltación iconográfica. El sector más integrista de la Iglesia alardeaba de los éxitos de estas movilizaciones, sobre todo después de la escisión en 1913 del Partido Conservador. Las circunstancias de la dimisión de Antonio Maura motivaron que sus seguidores consiguieran promover un movimiento social en su apoyo, el maurismo, de carácter marcadamente clerical y, por tanto, muy receptivo a las proclamas de reivindicación católica.
La más importante manifestación de este tipo tuvo lugar el 30 de mayo de 1919 en el Cerro de los Ángeles. En este paraje, situado a diez kilómetros de Madrid y considerado el centro geográfico de la Península, España fue consagrada al Sagrado Corazón de Jesús. Para conmemorarlo se erigió un monumento, sufragado por suscripción popular, con una imagen de Jesús de nueve metros de altura. La presencia del rey Alfonso XIII junto a las autoridades religiosas dio un alto valor simbólico a un acto que, por añadidura, se celebraba en un momento de máxima conflictividad social.
La devoción al Sagrado Corazón había sido impulsada en 1902 por el papa León XIII en un intento de recordar al mundo la supremacía de la autoridad divina frente a cualquier expresión de soberanía popular. Que la Iglesia y el Estado quisieran plasmar e imponer esa idea consagrando, a través del monumento, el territorio a Dios, hizo patente el concepto teocrático que tenían de España. Dados el contexto y las circunstancias, la iniciativa fue considerada por muchos una afrenta a los valores democráticos.
La vinculación gráfica de la devoción popular por las heridas infligidas a Jesús (de origen medieval) con el fervor patriótico de carácter más conservador o reaccionario sentó las bases para que, desde aquel momento, se considerase el símbolo del Corazón de Jesús como un emblema integrista, alejado del valor espiritual que debiera tener. Se convirtió en una imagen reivindicada a contracorriente de la apostasía social creciente, evidenciando así el abismo que se iba abriendo entre la Iglesia y una parte muy importante de la sociedad. Un abismo, éste, que se fortalecería más aún durante los años de dictadura de Primo de Rivera. El jesuita Francisco Peiró, que ejercía por aquel entonces su ministerio en el barrio de Vallecas, lo resumirá así: «Para el obrero, la sociedad se divide en dos bandos: burgueses, ricos y religiosos, de una parte; proletarios, pobres y sin religión, de otra».
Esta afirmación, a pesar de que, como todo maximalismo, reduce la realidad a la consideración más común, explica que lentamente se fuera otorgando al título de «beato» o «beata» un valor tan negativo que incluso se convirtiera en sinónimo de persona asocial, merecedora de la burla pública y, con el paso del tiempo, en sinónimo —con razón o sin ella— de «fascista».
La realidad era mucho más compleja. En el seno de la Iglesia existían clérigos y seglares que luchaban de forma tenaz para renovar el mensaje evangélico, para crear las condiciones favorables a una recristianización de la sociedad, para demostrar compatible la fe religiosa con los progresos científicos, para colaborar codo a codo con la difusión cultural y para respetar como un derecho civil la libertad de acción política. A estas voluntades cabe sumar, también, la simplicidad —a veces rústica— de muchos sacerdotes, religiosos o religiosas y feligreses que vivían de forma devota su condición de católicos sin voluntad de tomar partido político alguno.
Unos y otros vivían con esperanza la introducción del canto gregoriano, la renovación litúrgica, la proliferación de devocionarios, la edición de obras que ofrecieran una visión positiva, no apocalíptica, de la tradición cristiana… Una tradición que, lamentablemente, a menudo se bifurcaba, ofreciendo una triste apariencia de divorcio entre dos sectores en pugna, uno integrista e intolerante, mayoritario en la jerarquía, y otro conciliador y dialogante, con escaso poder. Cabe mencionar específicamente que en Cataluña muchos sacerdotes y religiosos, haciéndose eco del pensamiento de Torras i Bages, adoptaron una actitud de compromiso cultural y, por ende, de diálogo, con las numerosas asociaciones literarias, excursionistas, musicales… que proliferaron en aquellos años. Destaca, en este sentido, la comunidad benedictina de Montserrat que, presidida desde 1913 por el abad Antoni Maria Marcet, se erigió en baluarte de una espiritualidad íntimamente vinculada al sentimiento patriótico catalán y en difusor de las corrientes litúrgicas renovadoras y de los trabajos de exégesis bíblica del dominico Lagrange. A pesar de este compromiso sacerdotal, durante este período no existió en Cataluña ninguna formación política de carácter confesional, a diferencia del País Vasco, donde el Partido Nacionalista, fundado en 1895 por Sabina Arana, consideraba la defensa de la religión como una de las razones de su existencia.