LA LEY DE CONFESIONES Y CONGREGACIONES RELIGIOSAS
EN EL CONTEXTO SOCIAL Y POLÍTICO DE 1932
A principios de 1932, a tenor del mandato constitucional, se decretó la disolución de la Compañía de Jesús y la nacionalización de todos sus bienes. Sólo el Observatorio Astronómico del Ebro y la Universidad de Comillas, que a pesar de ser regidos por los jesuitas eran propiedad de la Santa Sede, se salvaron de la agresión.
El decreto de disolución del 23 de enero no sólo era radical por su propia definición, sino también mordaz en las formas puesto que se concedía un único plazo de diez días para que los miembros de la Compañía abandonaran la vida conventual.
Paradójicamente, el mismo día en que se publicó la orden de disolución, contingentes del ejército fueron enviados a reprimir y sofocar una sublevación de carácter anarquista que se había iniciado en las cuencas fabriles de los ríos Llobregat y Cardener, en la zona central de Cataluña.
El malestar de los obreros por lo que consideraban la ineficacia y la traición del nuevo régimen se había convertido en un sentimiento generalizado. La sublevación anarquista ya había tenido como precedente otros episodios violentos como, por ejemplo, el que sucedió en el pueblo extremeño de Castiblanco, donde los obreros mataron a cuatro guardias civiles que pretendían reprimir una manifestación.
Sin embargo, la sublevación obrera que tuvo su inicio en la localidad minera de Fígols el 19 de enero de 1932 no fue esencialmente un acto de protesta por cuestiones de precariedad laboral, sino un acto de rebeldía; así lo demuestra el hecho de que los obreros, después de haber desarmado al somatén, procedieran a proclamar la instauración del comunismo libertario. Los disturbios, que se escaparon del control mismo de la FM, se propagaron por las poblaciones de Navarcles, Artés, Cardona, Súria, Sallent, Berga, Balsareny, Puig-Reig, Gironella y Sant Vicenç de Castellet. No se registraron víctimas mortales ni tampoco actos propiamente anticlericales, a excepción del intento de incendiar la iglesia de Cardona. A consecuencia de lo sucedido, después de haber conseguido sofocar los disturbios de manera incruenta, se decidió la deportación de un centenar de anarquistas a Guinea. Embarcados secretamente en el vapor Buenos Aires, partieron a tierras africanas dirigentes de la talla de Buenaventura Durruti y de Francisco Ascaso, ambos componentes del grupo ya citado de Los Solidarios. La revista El Luchador publicó a los pocos días una carta escrita por Durruti después de embarcar; en tono victorioso, exclamaba: «¡Pobre burguesía que necesita recurrir a estos procedimientos para poder vivir! No es extraño. Está en lucha con nosotros y es natural que se defienda. Que martirice, que destierre, que asesine».
En protesta por las deportaciones, el 15 de febrero de 1932 se produjo una serie de disturbios en Cataluña que cuajaron de forma especial en Terrassa, donde los militantes de la CNT, después de secuestrar al alcalde, Avel li Estranger, y a algunos concejales, ocuparon el ayuntamiento y procedieron a izar la bandera roja y negra. En Zaragoza, Córdoba y Cádiz también se registraron réplicas de estos hechos, con la particularidad de que en estas ciudades sí que se destruyeron algunas iglesias.
Los acontecimientos de la cuenca del Llobregat ocasionaron un proceso de distanciamiento entre la CNT y el gobierno de la Generalitat, que hasta entonces habían mantenido unas excelentes relaciones sólo alteradas por el desacuerdo del sindicato con la votación favorable de Esquerra Republicana a la ley de Defensa de la República por considerar que se trataba de una argucia represiva.
En clave interna las discrepancias favorecieron a la FAI, la cual culminó en estas fechas su proceso hegemónico en el sindicato confederal. Los dirigentes de la FAI tenían finalmente en sus manos una organización de masas con capacidad para iniciar en cualquier momento una revolución social. Tal era la sensación que tenían los dirigentes de la FM. Sólo así se entienden las palabras de Durruti cuando, en la carta citada, manifiesta un gozo especial por su destierro: «Sufrir así —dice— no es sufrir. Es vivir, por el contrario, un sueño acariciado durante mucho tiempo; es asistir a la realización y desarrollo de una idea que alimentó nuestro espíritu y llenó el vacío de nuestras vidas».
La legislación anticlerical avanzó en 1932 con otros dos hitos. El 2 de febrero se presentó a las Cortes el proyecto de ley del Matrimonio Civil que, después de un intenso debate, se aprobó en el mes de julio. También en febrero, el día 6, se publicó la ley de Secularización de los Cementerios. Sin embargo, en este caso el reglamento específico no se concretó hasta abril de 1933. También durante el primer trimestre de 1932 el socialista Rodolfo Llopis, en calidad de director general de Primera Enseñanza, envió una circular a todas las escuelas ordenando la retirada de cualquier símbolo religioso de las aulas.
Aunque hoy, una vez consolidado en el ámbito público europeo un laicismo no agresivo, las tres iniciativas citadas no pueden parecernos vejatorias para los creyentes, es necesario comprender que en el contexto histórico en que se produjeron significaron para muchos fieles un verdadero atentado. a la aplicación regular del derecho canónico y a las buenas costumbres que, en gran medida, se identificaban con la religiosidad popular.
Además del contexto histórico, hay que ponderar también la innecesaria malicia con que se concretaban los detalles legales y la puesta en escena de muchas nuevas normativas. Por ejemplo, en el artículo 42 de la ley de Cementerios se previó que sólo podrían obtener el beneficio de un entierro religioso aquellas personas que de forma explícita y documental así lo hubieran manifestado, con el agravante de que aquellos notarios que por cortesía confeccionaron un impreso apropiado fueron multados por la Administración de Justicia.
Hay otro ejemplo, en este caso relacionado con la secularización de los cementerios barceloneses, muy significativo. Unos cuantos meses antes de la promulgación de la ley, el consistorio ya había tomado el acuerdo de derribar el muro que separaba el espacio civil del religioso en un acto tan solemne como conflictivo que tuvo lugar el 27 de noviembre de 1931, en una fecha, por tanto, incluso anterior a la aprobación definitiva de la Constitución.
Tal forma de proceder, donde prevalecía la fuerza del hecho consumado, fue demasiado habitual en las nuevas mayorías políticas y restó credibilidad a la acción legislativa y ejecutiva del nuevo régimen. Este fenómeno, que en algunos casos pudo actuar de amortiguador de reclamaciones sociales o sindicales fácilmente transformables en disturbios violentos, ocasionó como contrapartida la creciente formación de una atmósfera de entente de los gobernantes con los sectores más radicales de la sociedad. Favoreció una complicidad tácita o fáctica que, una vez estuvo la revolución en marcha, dificultó enormemente el retorno a un imprescindible orden social y a unas mínimas cuotas de legalidad.
La Iglesia, agredida y desorientada, se decidió a presentar una nueva carta colectiva de protesta el día 25 de julio de 1932, en la festividad de Santiago, fecha relevante tanto por su significación patriótica-religiosa como por la coincidencia con las bullangues de 1835 y con la Semana Trágica de 1909.
A las pocas semanas, se produjo en Madrid y en Sevilla un intento de pronunciamiento militar dirigido por el general José Sanjurjo, destituido medio año antes de su cargo de director de la Guardia Civil por su oposición a investigar la muerte de cinco civiles en Arnedo debida a los disparos de agentes del mismo cuerpo el día de Reyes. Entre los motivos de la conspiración destacan el inicio de los debates parlamentarios sobre la reforma agraria y, muy especialmente, sobre el estatuto catalán, así como la creación del Consorcio de Industrias Militares que lesionaba intereses económicos especialmente del arma de artillería. Los debates habían creado una verdadera turbulencia social y política que amenazaba incluso la estabilidad gubernamental. En cambio, los agravios religiosos no fueron valorados como determinantes por los generales que dieron apoyo a la rebelión, entre los cuales destacaron Manuel Goded, jefe del Estado Mayor Central, Villegas, y los monárquicos De Ponte y Orgaz.
Informado de los acontecimientos, el cardenal Vidal i Barraquer hizo llegar de forma inmediata una comunicación a Manuel Azaña garantizándole la no intervención de ningún obispo en el intento de golpe de Estado.
En Madrid, el Gobierno neutralizó rápidamente la rebelión. En Sevilla, en cambio, el general Sanjurjo logró tomar posiciones. Los grupos cenetistas de la ciudad participaron activamente en la lucha para impedir los objetivos sediciosos. Sin embargo, la acción de los militantes anarquistas no cesó con la derrota del general sino que, sofocada la rebelión, dirigieron sus ataques hacia el Círculo Mercantil, el Nuevo Casino y el Círculo de Labradores. Si bien no hubo ningún atentado contra edificios religiosos, la extensión de la protesta por tierras andaluzas sí que dio lugar a nuevos episodios de quema de iglesias. En esta ocasión Granada fue la ciudad más afectada, con la destrucción de la parroquia de San Nicolás y el convento de las Tomasas. Lamentablemente, la sucesión de episodios de esta índole en Andalucía ya se había convertido en una constante desde la proclamación de la República. En el norte, concretamente en El Ferrol, también fue incendiada la iglesia de Carranza.
Como consecuencia del pronunciamiento frustrado se produjo una escisión en el seno de Acción Popular. El acuerdo entre monárquicos y el sector mayoritario que apostaba por el posibilismo republicano entró en crisis. Antonio Goicoechea fundó Renovación Española, donde destacaría la personalidad de José Calvo Sotelo, y José María Gil Robles lideró la expansión del partido, aglutinando a su alrededor a unas veinte organizaciones menores, además de la Derecha Regional Valenciana de Luis Lucia, hasta constituir en marzo de 1933 la Confederación Española de Derechas Autónomas.
Cabe destacar que, pocos meses antes de la sanjurjada, concretamente el 29 de abril de 1932, el gobierno dictó un decreto según el cual ninguna organización política ni sindical podía apropiarse del término «nacional». Éste fue el motivo por el cual Acción Nacional cambió su nombre por el de Acción Popular en agosto. La CNT, en cambio, incumplió impunemente la normativa. Esta dualidad en el nivel de exigencia para hacer cumplir la ley es una demostración, añadida a los ejemplos anteriores, de que existió una excesiva y dañina complicidad entre grupos revolucionarios izquierdistas y las instituciones de Gobierno en cuestiones que formaban parte del bagaje común de unos y otros y que se justificaba habitualmente alegando que se trataba de cuestiones menores. Tales arbitrariedades, sin embargo, agravaban la mala imagen del Gobierno republicano. No me ha sido posible documentarlo, pero es plausible que, en el caso concreto de la prohibición del término «nacional», y en su desigual cumplimiento, se encuentre el origen de la denominación «nacionales» con que, propios y extraños, identificaron desde el primer momento a los militares africanistas que protagonizaron el alzamiento de 1936.
Las protestas obreras que siguieron al pronunciamiento de Sanjurjo permiten concluir que en la primera etapa republicana las agresiones anticlericales formaban parte sólo de forma aleatoria de los disturbios y que habitualmente se limitaban al incendio de edificios religiosos sin agresiones personales. Hasta octubre de 1934 no se registrará ningún episodio anticlerical de alta intensidad.
A pesar de que la cuestión religiosa ya había demostrado ser, al cabo de más de un año de proclamada la República, un elemento de inestabilidad social y política, y a pesar también de la vulnerabilidad del nuevo régimen, el Gobierno no dudó en tramitar las leyes especiales previstas en el artículo 26 de la Constitución. Efectivamente, el 7 de octubre de 1932 el Consejo de Ministros aprobó el texto de la ley dedicada a desarrollar la reglamentación de las órdenes religiosas y lo hizo, una vez más, acentuando el carácter maximalista.
El articulado de la ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas representó un ataque frontal a la pervivencia del clero regular, y la Iglesia la recibió como una afrenta irreparable porque agredía los principios esenciales de su misión.
Los puntos más conflictivos quedaron reflejados en los artículos siguientes:
Art. 11. Pertenecen a la propiedad pública nacional los templos de toda clase y sus edificios anexos, los palacios episcopales y casas rectorales, con sus huertas anexas o no, seminarios, monasterios y demás edificaciones destinadas al servicio del culto católico o de sus ministros. La misma condición tendrán los muebles, ornamentos, imágenes, cuadros, vasos, joyas, telas y demás objetos de esta clase instalados en aquéllos y destinados expresa y permanentemente al culto católico, a su esplendor o a las necesidades relacionadas directamente con él.
Las cosas y los derechos relativos a ellas referidas en el párrafo anterior, quedan bajo la salvaguardia del Estado como personificación jurídica de la nación a que pertenecen y sometidas a las reglas de los artículos siguientes.
Art. 27. Las Órdenes o Congregaciones religiosas no podrán poseer, ni por sí ni por persona interpuesta, más bienes que los que previa justificación se destinen a su vivienda o al cumplimiento directivo de sus fines privativos.
Art. 30. Las Órdenes y Congregaciones religiosas no podrán dedicarse al ejercicio de la enseñanza. No se entenderán comprendidas en esta prohibición las enseñanzas que organicen para la formación de sus propios miembros.
La inspección del Estado cuidará de que las Órdenes y Congregaciones religiosas no puedan crear o sostener colegios de enseñanza privada ni directamente ni valiéndose de personas seglares interpuestas.
Además de estas disposiciones centrales, el Estado también se reservaba, entre otros, el derecho de no reconocer nombramientos de cargos internos, así como la plena jurisdicción sobre los centros de culto.
La entrada en las Cortes de esta ley tal como estaba redactada constituyó un duro golpe para los sectores de la Iglesia partidarios de la conciliación de las actividades confesionales con el régimen republicano. El cardenal Vidal lo expresó de forma clara en una carta urgente al presidente de la República, fechada el 19 de diciembre de 1932:
Francamente he de confesarle que estoy cansado de luchar, costándome gran trabajo y no escaso sacrificio aguantar nuestra posición. En el poder civil la Iglesia sólo ha encontrado desengaño, desconsideración y algunas veces injusticia. Ello me tiene triste y abatido y seriamente preocupado, con mayor motivo ante la opinión de quienes suponen que hemos equivocado el procedimiento.
La aprobación final de la ley, el 17 de mayo de 1933, favoreció que los sectores más integristas de la Iglesia, cada vez más convencidos del catastrofismo del nuevo régimen, pusieran el acento en la justificación doctrinal a la objeción, por razones de conciencia, a la Segunda República e, incluso, al derecho a la violencia para evitar daños mayores.
Así deben interpretarse, por ejemplo, los artículos de Ramon Rucabada «Anarquia i religió» y «La llei maleïda», publicados en Catalunya Social los días 4 de febrero y 27 de mayo de 1932. El autor defiende en ellos que sería preferible aceptar una dictadura fruto de un golpe de Estado antes que la aplicación de las leyes aprobadas. Estas reflexiones siguen el paso de las expuestas por el citado Eugenio Vegas, que en aquellos meses convulsos dio a conocer su libro Catolicismo y República. En este volumen, un estudio centrado en Francia según rezaba el subtítulo, reproducía un artículo del jesuita recientemente fallecido La Taille que, bajo el título «Insurrección», atenuaba la prohibición moral del uso de la violencia. La máxima expresión de esta corriente ideológica la asumirá el también citado canónigo Castro Albarrán con la edición, ya a finales de 1933, de la obra El derecho a la rebelión.
Todas estas circunstancias explican sobradamente que Azaña en sus memorias escribiera:
Cada vez que repaso los anales del parlamentarismo constituyente y quiero discernir dónde se jugó el porvenir de la política republicana y dónde se atravesó la cuestión capital que ha servido para torcer el rumbo de la política, mi pensamiento y mi memoria van inexorablemente a la ley de congregaciones religiosas, al artículo 26 de la Constitución, a la política laica, a la neutralidad de la escuela, a todo lo que se ha derivado de bienes, de esperanzas […] [contenidas] en la Constitución de la República, contra la cual se han desarrollado todas las maniobras visibles e invisibles que han sido capaces de suscitar una reacción contra nosotros para ver si nos hacían naufragar y hemos naufragado.[65]
El 17 de mayo de 1933 se aprobó en el Congreso la citada ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas. A pesar de que Niceto Alcalá Zamora, abusando de las prerrogativas de su cargo, dilató hasta el 3 de junio su rubricación y, por tanto, demoró simbólicamente su aplicación, la reacción de la Iglesia fue inmediata y contundente. El 25 de mayo dio a conocer una extensa declaración en que, después de repasar detalladamente los hechos acaecidos desde la proclamación de la República, se queja de forma enérgica de la nueva reglamentación.
La publicación de la carta coincidió con una intensa campaña diocesana para celebrar el MCM aniversario de la Redención. Esta circunstancia favoreció que se organizaran importantes peregrinaciones de fieles a Roma y que la difusión de la carta obtuviera un gran eco popular.
El texto, que también obtuvo una gran difusión en los medios internacionales de comunicación, recibió, al cabo de pocos días, el aval del Vaticano a través de la promulgación de la encíclica Dilectissima nobis. Ambos documentos incluyen una llamada al esfuerzo y a la unidad de los católicos para cambiar la situación política. Es oportuno, sin embargo, destacar unas líneas de cada uno de ellos para poder ponderar ciertas diferencias de matiz.
En el apartado final del texto de los obispos, puede leerse:
[…] el Episcopado español proclama su hondo pesar por la presentación, voto y aprobación de esta ley, declarando que nunca podrá ser alegada contra los derechos imprescriptibles de la Iglesia; deplora que a lo menos no se haya dejado la plena libertad y el uso del derecho común de que gozan los ciudadanos y sociedades honestas; reprueba, condena y rechaza todas las injerencias y restricciones con que esta ley de agresiva excepción pone a la Iglesia bajo el dominio del poder civil; reclama la nulidad y la carencia de valor legal de todo lo estatuido en oposición a los derechos integrales de la Iglesia, y exhorta a los fieles a que cifren su mayor anhelo en eliminar de las leyes todo cuanto esté en desacuerdo con aquéllos, todo cuanto disminuya su libertad de acción y obstaculice la libre profesión del catolicismo, y a que se esfuercen constantemente para obtenerlo por el ejercicio de todos los derechos ciudadanos y por todos los medios justos y honestos, procurando, a la vez, mientras la ley esté en vigor, que sus efectos perjudiquen lo menos posible a los sagrados intereses de la Iglesia y de las almas.
El texto pontificio, más breve, denuncia, sin embargo, con más dureza la aprobación de la ley:
No podemos menos de levantar nuestra voz contra la ley recientemente aprobada, referente a las confesiones y congregaciones religiosas —se lee en el primer capítulo—, ya que ésta constituye una nueva y más grave ofensa, no sólo a la religión y a la Iglesia, sino también a los decantados principios de libertad civil, sobre los cuales declara basarse el nuevo régimen español.
A la denuncia le sigue una diplomática declaración de respeto a todas las formas de gobierno:
Todos saben que la Iglesia católica, no estando bajo ningún respeto ligada a una forma de gobierno más que a otra […] no encuentra dificultades para avenirse con las diversas instituciones civiles, sean monárquicas o republicanas, aristocráticas o democráticas.
Se trata, sin embargo, de una declaración condicionada al cumplimiento de una condición: «que queden a salvo los derechos de Dios y de la conciencia cristiana». Las reservas manifestadas en este capítulo se convierten en insinuaciones graves en el último, el dedicado a las recomendaciones a los fieles:
Queremos aquí de nuevo afirmar [escribió el Papa] nuestra viva esperanza de que nuestros amados hijos de España, penetrados de la injusticia y del daño de tales medidas, se valdrán de todos los medios legítimos que por derecho natural y por disposiciones legales quedan a su alcance a fin de inducir a los mismos legisladores a reformar disposiciones tan contrarias a los derechos de todo ciudadano y tan hostiles a la Iglesia.
En resumen, ambos documentos censuran la ley, pero donde el episcopal expresa «hondo pesar», el pontificio levanta la voz, y donde los obispos piden oponerse «por medios justos y honestos», el pontificio deja entrever de forma sutil el recurso a optar por medidas que, aun careciendo del auxilio de las leyes, puedan ampararse en el derecho natural.
Respaldado por tales reflexiones públicas, José María Gil Robles, ya por entonces líder de la CEDA, declaró en el Congreso:
Yo, que siempre combato desde la más estricta legalidad, cuando se trata de una ley como ésta, injusta, no tengo inconveniente en decir que haré todo lo posible y todo lo que esté en mi mano para desobedecerla y para predicar su desobediencia individual y colectivamente.
En este contexto convulso y progresivamente impulsado al abandono de toda prudencia política se había producido el nombramiento, el 12 de abril de 1933, de Isidro Gomá, hasta entonces obispo de Tarazona, como arzobispo de Toledo y primado. Conocido el talante conservador del eclesiástico, la decisión del Vaticano supuso la apertura de un nuevo foco de tensión con el Gobierno y, en el seno de la Iglesia española, desequilibró definitivamente el precario consenso que habían procurado los cardenales Ilundáin y Vidal i Barraquer.
Una de las primeras iniciativas del nuevo prelado fue, precisamente, la publicación, en el Boletín del 19 de julio de 1933 y junto con la encíclica papal, de una durísima carta pastoral titulada Horas graves donde, entre otras reflexiones, todas ellas impregnadas de una deliberada voluntad alarmista, puede leerse:
La revolución no puede arrebatarnos a Dios… sin embargo, ella no sólo ha expulsado oficialmente a Dios de nuestra patria, declarando que nuestra sociedad nada tiene que ver con Dios, ni tiene Dios nada que hacer en ella, sino que su declaración de laicismo legal ha desmontado todo este armazón secular que era apoyo y factor social de la vida cristiana en nuestra patria: monopolio de la enseñanza, supresión del culto público o poco menos, denegación de subvenciones a los ministros de Dios, secularización de la vida y de la muerte, etc.
Hoy los tentáculos del poder estatal han llegado a todas partes y han podido penetrarlo todo, obedeciendo rápidamente al pensamiento único que le informa de anonadar a la Iglesia, que se ha visto aprisionada en una red de disposiciones legales, pérfidamente afinadas en la sombra por los proyectistas, sacadas a la luz luego por el peso de una mayoría hostil, y ejecutadas con frecuencia — testigos cien veces de ello— según el criterio cerril o cicatero de las autoridades lugareñas […].
La hostilidad del texto, quizá tolerable en un documento de orden político pero intolerable según los criterios de conciliación que deberían regir cualquier pastoral cristiana, acierta, sin embargo, en la gravedad de la laxitud gubernamental para frenar las múltiples arbitrariedades y excesos anticlericales de todo tipo que emergían a lo largo y ancho de la geografía española. Valgan como ejemplo los numerosos casos de agresiones a edificios religiosos que, por tratarse de casos aislados, no conseguían ser materia de interés general, o la progresiva degradación del respeto al libre ejercicio de los actos litúrgicos o las crecientes muestras de aversión de que eran objeto los feligreses que no disimulaban su condición de católicos… Sin embargo, me ha parecido oportuno destacar el caso insólito de la revista anticlerical Fray Lazo que, sin obstáculos de ningún tipo, tuvo el atrevimiento de publicar en septiembre de 1931, dentro de la sección «Guía del Perfecto Revolucionario», una lista de cuarenta y tres «residencias de frailes y monjas en Madrid», con sus direcciones completas, acompañada de una sola consigna imperativa: «¡Con que aprendan ustedes el camino!», una pérfida invitación que superaba cualquier anecdotario y cualquier registro humorístico para convertirse en una llamada a la tragedia de la persecución.