PRINCIPADO DE ASTURIAS[171]
Archidiócesis de Oviedo
El arzobispado de Oviedo, actualmente sede metropolitana de las diócesis de Santander, León y Astorga, era, en 1936, un obispado sufragáneo de Burgos.
El territorio estaba organizado en 1.097 parroquias, atendidas por 1.987 sacerdotes. Las órdenes masculinas contaban con unos 900 religiosos y las femeninas con unas 600 monjas. El porcentaje de eclesiásticos sobre la población total se aproximaba al cuatro por mil. En 1936, el número de sacerdotes había disminuido, probablemente a causa de la revolución de octubre de 1934, hasta llegar a la cifra de 1.180 residentes, de los cuales fueron asesinados 140, un 12% en el período comprendido entre el 18 de julio de 1936 y el 21 de octubre de 1937, fecha de la ocupación de Oviedo por las tropas nacionales. Entre los religiosos hubo treinta asesinatos, diez de ellos dominicos y siete capuchinos. Teniendo en cuenta que las víctimas de la represión republicana superaron sobradamente el millar, el porcentaje de eclesiásticos en este colectivo fue aproximadamente del 15%.
¡Días terribles! Para amanecer el sábado, son asesinados veinte personas de Villaviciosa y trece junto al cementerio de Santianes, entre ellas mis buenos amigos y compañeros párrocos de Ribadesella y Moro. Para amanecer el domingo, son asesinadas otras nueve en el cementerio de Leces, sacadas de la cárcel de Colunga.
Estas palabras forman parte de un diario escrito por Antonio Arias Hidalgo, párroco de Margolles que contaba sesenta años de edad. Después de haber permanecido escondido en un refugio optó por entregarse al comité local, que durante tres semanas lo retuvo arrestado en su domicilio. Finalmente, la noche del 4 de septiembre fue llevado a Lada, donde al cabo de meses fue hallado su cadáver en el pozo de una mina.
La edad, por regla general, nunca fue un atenuante. Sexagenario lo era también José Lles Segarra, capellán de San Lorenzo de Gijón. Oriundo de Benavent, en tierras de Lérida, era muy devoto de San Antonio María Claret, a quien encomendó su alma antes de ser fusilado en la playa de San Lorenzo el 27 de septiembre de 1936. Se da la circunstancia de que el capitán que mandaba la patrulla que lo detuvo, de nombre Cortada Escamot, además de ser también de origen catalán, hasta 1930 había vestido los hábitos mercedarios y dirigido la publicación El mensajero de Cristo Rey. El canónigo de Oviedo, Maximiliano Arboleya, que se había trasladado en febrero de 1937 en busca de una mayor seguridad desde Mieres, a pocos kilómetros de la capital, hasta Urdúliz en Vizcaya, también fue detenido por este miliciano ex religioso. En esta ocasión, el comisario se limitó a mantener con él una disputa intelectual para convencerle de la inutilidad de querer evangelizar al pueblo. No me ha sido posible acreditar la filiación política de Cortada Escamot. Sin embargo, cabe destacar que el triángulo formado por las localidades de Gijón, Avilés y Villaviciosa, estuvo controlado por un comité de guerra con mayoría anarquista, presidido por el cenetista Segundo Blanco, futuro ministro de Instrucción y Sanidad Pública del segundo gobierno de Negrín.
Sacerdotes ancianos asesinados, septuagenarios en este caso, también lo fueron el párroco de Mollea-Avilés, y el de Nembra-Áller. El primero, José Fernández-Teral, estuvo preso durante diez días en la cárcel de Avilés hasta que en la noche del 29 de agosto, junto con otros veinte reclusos, fue asesinado en un bosque de Monte Palomo, camino de Luanco. El segundo, Jenaro Fueyo, estuvo encarcelado en el edificio del Sindicato Católico de Moreda. En la noche del 21 de octubre se le trasladó, con dos feligreses, de nuevo a Nembra. Una vez allí, un grupo de 18 milicianos, la mayoría de la misma localidad, entre ellos cuatro mujeres, protagonizó una de las peores liturgias macabras.
A los dos miembros de la Adoración Nocturna les obligaron, ante todo, a cavar tres fosas, dos para ellos en el pie del altar de los Santos Mártires, y una para el párroco, delante del altar mayor. Terminada la tarea, los dos feligreses fueron desangrados con un cuchillo de matarife y, una vez muertos, descuartizados. El cura, medio desvanecido por el impacto emocional, después de ser también sometido al martirio del cuchillo, fue rematado por un disparo en la sien. El escarnio, tortura y muerte duró cinco horas y estuvo acompañado de un ambiente grotesco y esperpéntico, con bailes, mofas y humillaciones, dando lugar a uno de los episodios más iconoclastas de toda la persecución religiosa.
La tortura también estuvo presente en la muerte de Constantino Ladra, cura de Lavares, de 51 años. Trasladado a Gijón, fue encarcelado en la prisión de El Coto y obligado a trabajar en un batallón disciplinario en tareas de fortificación. Algunas noches lo sometían al «tormento de la barrica», consistente en obligarlo a dormir de cuclillas dentro de un tonel colgado de una viga. El sacerdote, en un ataque de desesperación, consiguió, moviéndose, que la barrica se estrellara contra el suelo, circunstancia que provocó su muerte.
La actividad pastoral ejercida por algunos sacerdotes, especialmente si ésta tenía un carácter sindical, constituyó causa suficiente para que fueran asesinados. Tal fue el caso de Faustino Suárez, ecónomo de Bañugues Gozón, donde, como presidente del Pósito de Pescadores, había promovido la construcción de una Casa del Pescador y había fundado una Escuela de Orientación Marítima. Detenido el 4 de agosto de 1936, ingresó en la cárcel Casa de Pola, de Luanco, para ser asesinado, tres semanas después, en la playa de San Lorenzo de Gijón.
Es una constante en los episodios de represión que el número de víctimas aumente después de una ofensiva enemiga, especialmente si se produce contra la población civil. Así sucedió después del bombardeo de los insurgentes contra Gijón el 14 de agosto de 1936. Como represalia, en la madrugada del 15, grupos de milicianos cenetistas de la cuenca minera se personaron en el Hospital de la Playa, habilitado también como cárcel, sacaron a numerosos presos y los fusilaron en el cementerio de Santianes. Entre las víctimas estaban los sacerdotes Emilio García, de la parroquia de Ribadesella, y Domingo Sanjulián, párroco de Moro. El número de religiosos asesinados, según afirma Antonio Montero en su libro de referencia sobre la persecución religiosa en. España, asciende a doce, detallando que fueron tres sacerdotes diocesanos, cinco religiosos capuchinos, tres padres jesuitas y uno paúl.
Es evidente que la condición sacerdotal fue la causa primera y única, en la inmensa mayoría de casos, de la detención y posterior ejecución de eclesiásticos. Los que pudieron permanecer en su residencia habitual sin ser molestados constituyen casos excepcionales. Por regla general, los que no huyeron fueron encarcelados. No obstante, si su detención formó parte de una actuación masiva, la singularidad del caso queda difuminada. En contraposición, algunos casos ilustran a la perfección las premisas descritas. Un episodio paradigmático fue el de Manuel Alonso Pintado, párroco de Perlora-Carreño. Tras refugiarse en diversas casas amigas, fue buscado con saña de un sitio a otro. Finalmente, la noche del 19 al 20 de agosto una patrulla formada por diez hombres lo detuvo en casa de Matías Sirgo, cerca de Nozaleda. La insistencia para encontrarlo la justificaban alegando que «Nos estorba porque trabaja mucho en su campo y puede hacer mucho daño». Después de azotado, se le condujo hasta el puente de Soto del Banco, donde fue asesinado y su cuerpo lanzado al río.
Con el paso del tiempo, una hermana suya dio a conocer un escrito testamentario. En él, puede leerse: «No puedo explicarme por qué se me persigue con tanta insistencia; creo que sea por ser sacerdote de Cristo. Si es así, por él daré mi vida confiando en que ha de recoger mi alma en el cielo […]. Perdono a todos y a todos pido perdón».
De los dominicos asesinados, tres, los padres Miguel Menéndez, José María Palacio e Isidro Ordóñez, lo fueron en una fecha incierta de finales de agosto de 1936 en el Pinar de Lada. Procedían del convento de Corias, donde habían estado presos en un espacio del refectorio habilitado para este fin. Trasladados posteriormente a Sama, estuvieron encerrados en los bajos de la Casa del Pueblo y en la iglesia de la localidad, desde donde, junto con tres seglares, fueron llevados de noche al lugar de la ejecución. Las crónicas indican que las detenciones y ejecuciones de los dominicos de Corias fueron, desde el primer día de disturbios, una exigencia de grupos numerosos de milicianos de la zona.
Durante los meses de persecución religiosa se destruyeron la mitad de las casas parroquiales, en muchas ocasiones con sus archivos correspondientes. Las campanas de iglesias y ermitas en su mayor parte fueron fundidas y transformadas en munición. Además del convento de los dominicos de Corias, también fueron transformadas en cárceles las iglesias de los jesuitas de Gijón, de los pasionistas de Mieres y la basílica de Covadonga, la imagen de la cual, sorprendentemente, se halló, finalizada la guerra, en un desván de la embajada española en París.
Dicho hallazgo dio lugar a un solemne acto de desagravio en plena euforia del nacionalcatolicismo de la posguerra. El 29 de abril de 1939 la imagen de la Virgen de las Victorias fue recibida con los máximos honores militares y repuesta en su camarín. El incienso y la pólvora se habían unido de nuevo cegando con su humareda cualquier vestigio de reconciliación evangélica.