PRIMEROS CONFLICTOS ANTICLERICALES
Los primeros episodios contemporáneos de violencia contra la Iglesia en España surgen en la primera mitad del siglo XIX, en el período anterior y posterior al segundo reinado de Fernando VII (1823-1833), que coinciden con el último período del Trienio Liberal (1820-1823) y con el inicio de la primera guerra carlista (1833-1839), respectivamente.
En el primer caso, los hechos más destacables tuvieron lugar en tres localidades de la geografía catalana: Manresa, Vic y Barcelona. El 17 de septiembre de 1822 fueron asesinados 25 sacerdotes durante su traslado desde Manresa, donde habían permanecido detenidos por las autoridades gubernativas, hasta Barcelona.
El 16 de abril de 1823 la víctima fue el obispo de Vic, fray Raimon Strauch. Su discrepancia pública con la Constitución liberal le había comportado el encarcelamiento en Barcelona. Su asesinato, junto con el de un lego que le acompañaba, también tuvo lugar durante un traslado, en este caso con dirección a Tarragona, de donde era oriundo.
Finalmente, entre los meses de marzo y octubre de 1823, en los estertores turbulentos del Trienio Liberal, murieron asesinados en la capital catalana 54 eclesiásticos. La violencia anticlerical rebrotó en los años 1834 y 1835. En esta ocasión, Madrid, Zaragoza y Reus precedieron y superaron a Barcelona. En Madrid más de ochenta religiosos fueron asesinados en el verano de 1834; un año después, Zaragoza y Reus vieron teñirse de sangre el paso del verano con 21 eclesiásticos muertos en cada una de las dos ciudades, a los que cabe sumar otros 16 en Barcelona.
El total de víctimas, además de ser un dato que remueve por sí mismo las conciencias, debe considerarse esencialmente como el exponente de un problema gravísimo: España, como entidad territorial y jurídica, sufrió la tragedia de acometer los cambios de mentalidad y de organización del trabajo, así como las transformaciones sociales y políticas derivadas de la Revolución Francesa, con el lastre de la religión convertida en un problema de identidad colectiva. La sociedad que había vivido con angustia el carácter feudal de muchas órdenes religiosas y la opresión de los tribunales de la Inquisición era también la protagonista de innumerables tradiciones señaladas en el calendario a la luz de la liturgia y, asimismo, la depositaria de unos valores humanos íntimamente vinculados a la fe cristiana.
A este hecho debemos sumarle otros dos que, por ser de índole diferente, también tuvieron su incidencia en las convulsas relaciones entre la Iglesia y los diferentes gobiernos de los siglos XIX y XX. De una parte, la historia constitutiva de España como un Estado moderno no había integrado de forma regular ni convincente a las naciones medievales que la componían. Esta cuestión era evidente tanto en la diversidad de tradiciones culturales —castellana, catalana, vasca y gallega— que convivían —y que conviven— en ella, como en la vigencia de un cierto grado de autonomía eclesiástica representada fundamentalmente por la bicefalia de las sedes primadas de Toledo y Tarragona. La segunda cuestión que debemos tener en cuenta es de matiz geográfico. Aunque obvio, es importante destacar el carácter peninsular de España, puesto que este hecho determinó un décalage importante en la cronología de la maquinización industrial y en la penetración de las corrientes filosóficas provenientes de Europa.
Por todo ello, es lógico no sólo citar los precedentes históricos de la persecución religiosa que se desencadenó con el inicio de los enfrentamientos bélicos de 1936, sino también situarlos en su contexto para procurar extraer elementos que permitan una interpretación. La invasión napoleónica de 1808 sirve, por méritos propios, de jalón a esta exploración.
Efectivamente, cuando las tropas francesas, al amparo de la ofensiva conjunta contra Portugal, ocupan de forma furtiva numerosas ciudades españolas y derrocan discretamente al rey Fernando VII, se inicia un proceso de disgregación del Estado, de disolución agresiva del Antiguo Régimen que da lugar a un proceso convulsivo de evolución histórica de características muy diferentes a las revoluciones burguesas francesa e inglesa. La alternancia traumática de poderes, los enfrentamientos civiles y los pronunciamientos militares dilataron y dificultaron el pleno acceso de España a la nueva sociedad industrial. En este sentido, cabe destacar que en un período de setenta años España presenció diez cambios constitucionales de signo contrario que marcaron un ritmo acelerado de confrontación social y política, con la religión convertida a menudo en signo de hostilidad.
La invasión francesa provoca un efecto doble y diverso: por una parte, genera un rechazo popular mayoritario y espontáneo, pero a la vez actúa como acicate para formalizar la primera Constitución liberal española, promulgada en Cádiz el día de San José del año 1812. La Pepa contenía por primera vez unos principios de intervención del poder civil en el campo eclesiástico. Tal fue la razón por la que Pedro de Quevedo, obispo de Orense, se negó a rubricarla pese a formar parte él mismo del Consejo de Regencia, constituido a raíz del exilio forzoso de Fernando VII. Es importante valorar debidamente la gravedad de esta discrepancia, puesto que representa el primer enfrentamiento de la Iglesia con el poder político. Las Cortes, a pesar de estar constituidas en su tercera parte por eclesiásticos, deciden expulsar al obispo. Éste responde con un Manifiesto a la nación española publicado en Valencia en 1814, pocos meses antes de que los diputados decidieran también la expulsión del nuncio, monseñor Pedro Gravina, que se había opuesto a la supresión de la Inquisición. Se estaban fraguando los cimientos de una trágica rivalidad.
El regreso de Fernando VII, decidido a reinstaurar el absolutismo, se salda en 1814 con el encarcelamiento y la deportación masiva de políticos liberales. Estas medidas agudizan todavía más las divisiones y los rencores existentes, y provocan la determinación de las sociedades masónicas de participar activamente en las luchas conspirativas contra la monarquía borbónica.
Los intentos de derrocar al rey fracasan, pero en 1820 éste se ve obligado, a raíz del pronunciamiento militar del comandante Rafael de Riego, a jurar la Constitución de Cádiz dando inicio al Trienio Liberal, que dedica buena parte de su actividad legislativa y gubernativa a limitar y fiscalizar al poder eclesiástico.
La primera decisión en este sentido fue la supresión, el 15 de agosto de 1820, de la Compañía de Jesús. La medida no era inédita, puesto que durante los reinados de Carlos III y de Carlos IV la orden, fundada en el siglo XVI por Ignacio de Loyola, ya había sufrido el rigor de decretos parecidos. En este caso, lo significativo era desautorizar al rey que el año 1814, en una de sus primeras decisiones de gobierno, había permitido el regreso de los jesuitas.
La principal iniciativa legislativa de este período se proclamará al cabo de pocos meses. El 25 de octubre de 1820 las Cortes dictaminan la supresión de los conventos con menos de veinticuatro residentes y, en consecuencia, son desalojados 1.121 monasterios y conventos y se procede a su venta a beneficio del Crédito Público.
Durante el año 1821 también se procede a suspender la provisión de beneficios y de capellanías, se restringe el envío de dinero a Roma y se reducen los diezmos a la mitad.
Tales iniciativas gozaron de amplia aceptación popular, puesto que representaban el primer intento de recortar los privilegios abusivos de una Iglesia que, en su afán lucrativo, había dado numerosas razones para que la consideraran muy poco evangélica. Por el contrario, el carácter unilateral de la toma de decisiones era interpretado por muchos obispos y religiosos como una agresión en toda regla. La animadversión pública de éstos hacia el Gobierno ocasionó que las Cortes autorizaran la expulsión de los desafectos. Al final del Trienio Liberal, y como resultado de esta medida, había once obispos expatriados y seis diócesis vivían una situación conflictiva.
El endurecimiento de las relaciones entre la jerarquía eclesiástica y el poder político tuvo su proyección pública a través de la publicación, al amparo de la libertad de imprenta decretada en 1910 y restaurada en 1820, de numerosos folletos y libros de carácter anticlerical.
Un ejemplo bien ilustrativo lo encontramos en la definición de «frailes» que recoge Bartolomé José Gallardo en su Diccionario crítico-burlesco:
Una especie de animales viles y despreciables que viven en la ociosidad y holganza, a costa de los sudores del vecino, en una especie de cafés-fonda donde se entregan a toda clase de placeres y deleites, sin más que hacer que rascarse la barriga.[1]
No todos los folletos tenían un aire jocoso. Muchos escritos profundizan en la estructura social de la Iglesia en España y proponen caminos reformadores. Un caso singular es el de José María Moraleja, párroco de Toledo, que en 1820 sugiere erradicar todo tipo de cofradías, capellanías, beneficios y diezmos. «¿Por qué no será lo más justo y santo reducir tantas clases de clérigos a la primitiva, plantada por el mismo Hijo de Dios?».[2] A pesar del puritanismo evangélico del escrito, la propuesta mereció una denuncia pública del nuncio de la Santa Sede, que lo calificó de «pésimo y estulto». Desgraciadamente, el caso representa un claro antecedente de lo que se convertiría en una constante histórica: la frecuente descalificación por parte de la jerarquía eclesiástica de cualquier opinión o actuación alejada de la ortodoxa y oficial.
El Trienio Liberal, sometido a las intrigas reales y zarandeado por la proliferación de sociedades patrióticas de uno y otro signo, vivió en permanente inestabilidad. Finalmente, mientras agoniza el año 1822, las monarquías europeas, recelosas del régimen liberal implantado en España, deciden organizar un ejército de sesenta mil hombres para restablecer el Antiguo Régimen. A este contingente se le sumarán otros cuarenta mil soldados realistas, conocidos como «ejército de la fe», formando entre todos Los Cien Mil Hijos de San Luis, en mérito a la invocación del rey Luis IX de Francia, canonizado en 1297 por su pertinaz defensa de la cristiandad. Las referencias al santoral y a la fe no dejan lugar a dudas de quela invasión no sólo persiguió objetivos políticos, sino también el restablecimiento del modelo social tradicional y del antiguo estatus de la Iglesia.
Ante la invasión, los constitucionalistas acentuaron el acoso a la Iglesia. En Barcelona, por ejemplo, el Gobierno se incautó de todo el oro y plata de los templos, y en Solsona fueron saqueados los conventos y la catedral por tropas provenientes de Carmona.
En octubre de 1823, Fernando VII recupera el poder. La trabazón político-religiosa de este segundo reinado se hace evidente en el nombramiento de un religioso, el padre Víctor Damián, por añadidura confesor del rey, para presidir el gabinete. La condición de eclesiástico no impidió que ordenara una represión en toda regla contra liberales y masones, incluyendo la pena capital para el comandante Riego. Cualquier manifestación de liberalismo era perseguida, incluso aquellas procedentes del entorno de los eclesiásticos más cultos.
Los excesos que se cometieron en el intento de neutralizar el movimiento liberal obligaron al rey a destituir a su confesor. El desacuerdo del infante Carlos, hermano de Fernando VII, con esta decisión, dio lugar a la facción ultraabsolutista de los «apostólicos» o «realistas puros», que en 1827 dirigieron un manifiesto al pueblo español. En Cataluña los protagonistas serán conocidos como els agraviats o malcontents. Su radical defensa de la tradición explica que en la primavera de 1827 se sublevaran en las ciudades de Vic, Manresa, Gerona y Tortosa y llegaran a controlar buena parte de las tierras del interior. En las acciones armadas colaboró activamente una parte considerable de los clérigos rurales. En septiembre, las tropas de Fernando VII sofocaron la sublevación y ordenaron numerosas ejecuciones y más de trescientas deportaciones. Estas medidas le depararon al rey las simpatías de los liberales moderados y de las clases burguesas.
Tras la muerte de Fernando VII el 29 de septiembre de 1833, la reacción carlista renace espoleada por la decisión que había tomado el rey de legitimar a su hija Isabel como heredera al trono. De ahí surgen las tres guerras de gran trascendencia social y religiosa que, disputadas en poco más de cuarenta años, marcarán fatalmente el futuro de España e hipotecarán su modernización.
Desde los primeros enfrentamientos militares se hizo evidente la adhesión de una gran mayoría del clero a la causa tradicionalista, con una mayor incidencia en los territorios forales del País Vasco y Navarra o en aquellos en los que, por razones históricas y orográficas, se daban las condiciones más favorables para la sublevación popular de las zonas rurales, como Cataluña. p>De todas formas, no se debe circunscribir el carlismo a unas zonas determinadas ni tampoco entenderlo como un pleito dinástico. Para romper los tópicos cabe recordar el análisis que en 1849 hacía Karl Marx. Para el teórico del comunismo, el carlismo no era
un puro movimiento […] regresivo […] Es un movimiento libre y popular en defensa de tradiciones mucho más liberales y regionalistas que el absorbente liberalismo oficial […] con bases auténticamente populares y nacionales de campesinos, pequeños hidalgos y clero, en tanto que el liberalismo está encarnado en el militar, el capitalismo […], la aristocracia latifundista y los intereses secularizados.[3]
Sintomáticamente, fue en Madrid —tal como comentaba en el inicio de este capítulo— donde se produjo el primer episodio de violencia anticlerical de este período. La capital castellana vivía bajo el azote de una epidemia que aumentaba de intensidad con los primeros calores del verano de 1834 a la vez que crecía la desconfianza hacia un gobierno de regencia que, a pesar de rebajar el sentido absolutista de la monarquía, no gozaba de la simpatía popular. En tales circunstancias es fácil entender que se diera credibilidad al rumor de que monjes y frailes estaban envenenando las fuentes de la ciudad y que ésta era la causa de la propagación del cólera. La proliferación de rumores con consecuencias letales será una constante histórica en muchos de los episodios de violencia anticlerical.
El furor popular estalló el atardecer del día 17 de julio. Numerosos grupos de madrileños atacaron, con la colaboración de milicianos nacionales, el colegio Imperial de la Compañía de Jesús y asesinaron a diecisiete de sus moradores. En su recorrido, destruyeron los conventos de los Dominicos de la calle de Atocha y el de los Mercedarios de la contigua plaza del Progreso, con el resultado de siete y ocho monjes asesinados respectivamente. Por último, asaltaron el convento de San Francisco el Grande, donde asediaron durante toda la noche a cincuenta religiosos. Uno de los franciscanos supervivientes dejó escrito al final de su testimonio:
Así concluyó aquella escena sangrienta, celebrada y aplaudida por las calles de Madrid con himnos patrióticos, haciendo alarde de sus triunfos con los sagrados vasos […] de los conventos asaltados con la más insolente impunidad. Supe por algunos soldados que, formados a las puertas de los conventos, no les permitían defender a las víctimas, ni impedir la entrada de las turbas […].[4]
En su Historia de los heterodoxos españoles (1880), Menéndez y Pelayo ha dejado escrito que estos acontecimientos deben ser considerados «el pecado de sangre» del liberalismo español. Según él, lo acaecido «abrió un abismo invadeable, negro y profundo como el infierno, entre la España vieja y nueva, entre las víctimas y los verdugos».
Un año después, coincidiendo con la aprobación en las Cortes de la cuarta expulsión de la Compañía de Jesús, se desataron algunos tumultos anticlericales en Zaragoza. Un grupo de liberales exaltados asaltó e incendió varios conventos con el resultado de siete religiosos muertos y un sacerdote degollado. También en Murcia se registraron alborotos. El Palacio Episcopal fue saqueado y tres religiosos asesinados.
Si esto sucedía la primera semana de julio de 1835, el día 22 un centenar de habitantes de Reus desbordaron las calles gritando «Moiren los caps pelats!». El desencadenante fue un rumor según el cual un fraile que formaba parte de una partida carlista había ordenado la tortura hasta la muerte de un soldado realista, padre de ocho hijos, perteneciente a un destacamento de la milicia urbana que, tres días antes, había caído en una emboscada. Los disturbios, aunque se limitaron a una sola noche y únicamente tuvieron por blanco los conventos de Sant Francesc y de Sant Joan, se saldaron con la importante cifra de veintiún religiosos asesinados. Como ocurriera en Madrid, la violencia se cebó en el clero regular. Los violentos no atacaron las parroquias y sólo en contadas ocasiones asaltaron algunas casas en las que vivían ciudadanos sospechosos de simpatizar con la causa carlista.
Es importante detenerse en el estudio del historiador Josep Maria Ollé i Romeu sobre los hechos acaecidos en Reus.
Ollé se refiere a un destacamento de doscientos soldados procedentes de Tarragona que, a pesar de tener por misión evitar los desórdenes, no actuaron. La pasividad gubernativa será otra de las constantes en muchos episodios de violencia anticlerical.
Los hechos de Reus fueron conocidos a la mañana siguiente en Barcelona por medio de la diligencia que unía las dos ciudades. La versión oral de lo sucedido añadió que en uno de los conventos incendiados se había encontrado un alijo de armas de los carlistas. La difusión de estos rumores en un momento en el que los liberales barceloneses consideraban que era preciso recrudecer la lucha contra las partidas carlistas fue el detonante para urdir acciones desestabilizadoras. El proceso de la guerra había ido subrayando en la opinión pública la culpabilidad de las órdenes religiosas en las actuaciones carlistas, convirtiéndolas así en un objetivo de demolición, muy vulnerable dado el predominio liberal que se respiraba en la ciudad. Se trataba de un juicio racialmente fundamentado en la actuación partidista ya citada por parte de la Iglesia, pero que ocultaba también otros intereses de carácter económico relacionados con la adquisición de los bienes eclesiásticos que se libraran o de los solares que se recuperasen con la demolición de los conventos.
Barcelona vivió dos días inmersa en este ambiente enrarecido. Cronistas como el canónigo Gaietá Barraquer denunciaron que algunos personajes destacados de la época —el periodista Joan Mañé i Flaquer o el editor Manuel Rivadeneyra— habían participado en los preparativos de la agitación social. El primero, en unas declaraciones exculpatorias hechas al citado autor, admitió que él fue uno de los compradores de las fincas eclesiásticas desamortizadas en el Trienio Liberal, pero, aun reconociendo que había intenciones lucrativas, afirma que fueron otras personas las que proyectaron los alborotos de 1835 contra los conventos de la ciudad.[6]
El hecho de que Mañé i Flaquer niegue haber participado en los preparativos de las bullangues de 1835, pero admita sus intereses especulativos quince años antes y la existencia —según manifiesta— de personas implicadas en los alborotos por aquel entonces, representa un argumento favorable a la existencia de un entramado conspirativo que, probablemente, no dependía de un solo núcleo organizado, sino de la suma de intereses diversos tanto de carácter político como económico.
Estos núcleos mantenían una clara sintonía con los intereses ideológicos de las sociedades secretas de carácter masónico que no ocultaban su objetivo de implantar los ideales jacobinos de la Revolución Francesa con la consiguiente separación entre la Iglesia y el Estado. La vinculación de estos grupos de Reus con los del territorio galo queda demostrada por la presencia en la ciudad de extranjeros que participaron activamente en el motín. Tal es el caso de Louis Alibaud, que al cabo de un año fue ejecutado en París por haber intentado asesinar al rey Louis-Philippe I.
Los intereses especulativos de la burguesía y los objetivos desestabilizadores de las logias contaban con frecuencia con un sector —a menudo el más desarraigado— de las clases populares que actuaban como fuerza de choque. En las crónicas de la época aparecen con nombre propio exaltados que ejercían de carpinteros, cerilleros, lateros… Esta circunstancia explica que los disturbios de 1835 en Barcelona tuvieran lugar en un día festivo y significado —25 de julio, festividad del apóstol Santiago— y en el marco de un espectáculo ya de por sí excitante: una corrida de toros.
Bajo el interrogante de saber con exactitud —como afirma algún cronista— si es verdad que se pagó a los alborotadores o si se repartieron folletos en las gradas con la consigna «Hoy han de perecer todos los frailes», lo cierto es que el público más joven de la plaza —ubicada tras las murallas—, molesto porque los toros habían fallado, se decidió a rematar al último y a arrastrarlo por el exterior. Cuando los jóvenes llegaron a la caseta de vigilancia del Portal de Mar, algunos se decidieron a entrar de forma violenta en la ciudad. Manuel Rivadeneyra, según explica su hijo en un libro de talante autobiográfico, se colocó al frente de los sublevados, con la seguridad de quien disfruta de cierta bula, en el momento en que eran atacados por la caballería:
Los ataques a los conventos empezaron a las ocho de la noche en las Ramblas. En el plazo de dos horas se incendiaron cinco de los veinte conventos de órdenes masculinas que había en la ciudad: el de los trinitarios descalzos que ocupaba el solar donde, a partir de su destrucción, se edificaría el Liceo; el de Sant Josep de los carmelitas descalzos, en cuyo solar se instaló el mercado de la Boquería; el de los agustinos de la calle del Hospital, el de los carmelitas de la calle del Carme y, finalmente, el de los dominicos de Santa Caterina. Los incendiarios arremetieron también contra otros diez edificios religiosos causándoles destrozos menores. La intención de los atacantes no era sólo «cebarse contra [los] alcázares de piedra», sino también la eliminación física de los religiosos, tal y como lo demuestra el hecho de que los que no pudieron huir o esconderse fueron apedreados, apaleados o apuñalados, con el resultado final de dieciséis muertos.
Sólo unos centenares de personas participaron activamente en los disturbios. Sin embargo, una gran mayoría de los ciudadanos los contemplaron con pasividad y, a menudo, con complacencia, con la seguridad de que ellos no serían atacados, puesto que la ofensiva se dirigía exclusivamente contra el clero regular masculino.
Las autoridades, tanto civiles como militares, se mantuvieron al margen del tumulto, con una actitud que bien podría calificarse de pasividad culpable. Baste un ejemplo para documentar esta complicidad: el bando de la comandancia militar de Barcelona que alertaba de las consecuencias de participar en los disturbios no pudo ser pregonado por las calles a causa, según la versión de las autoridades municipales, del peligro que hubiera corrido el alguacil.
Los incidentes de la festividad del apóstol Santiago convirtieron la ciudad en un polvorín. Durante diez días la tensión fue en aumento. Sin embargo, la población había derivado la violencia anticlerical inicial contra las autoridades militares, a las que veían como un lastre para el progreso de las libertades e identificaban con la introducción de las máquinas de vapor en las industrias. La tensión social desembocó en el incendio de la fábrica Bonaplata y en el asesinato, el 5 de agosto, del gobernador militar Pere Nolasc de Bassa. La agresión contra la. Iglesia se limitó durante aquellos días a destruir algunas procuras de religiosos, los locales donde en representación de las órdenes se recaudaban los censos, diezmos y otros impuestos que conventos y monasterios exigían a la población. También fue éste el motivo por el que se asaltó e incendió el convento de San Sebastián: en él se almacenaba la harina pagada por los agricultores como tributo a la entrada de cereales en la ciudad.
En este episodio concreto confluyeron dos aspectos recurrentes en el itinerario anticlerical español: la destrucción de toda la imaginería religiosa y la proliferación, durante los momentos culminantes, de escenas espontáneas de carácter festivo, burlesco e, incluso, transgresor. En el caso concreto del ataque al convento de San Sebastián, las mujeres gritaban «Visca Cristina i vinga farina!», es decir, asociaban la regencia con la aspiración a un mayor bienestar. No es ésta una cuestión menor, ya que al tiempo que las mujeres alborotaban con la harina, el cuerpo destrozado del general Bassa yacía abandonado en la calle. La transgresión, por definición, no tiene límites y añade tal rudeza en las formas que, a menudo, confiere a la estricta gravedad de los actos violentos un suplemento de morbosidad o de sadismo que los hace todavía más inhumanos.
Las bullangues de Reus y de Barcelona contaron, en los días siguientes, con diversas réplicas en otros puntos de Cataluña que tuvieron como resultado la destrucción de catorce conventos más y otras treinta víctimas que, sumadas a las anteriores, dan un saldo de sesenta y siete; es una cifra que, si bien parece modesta en relación con el total de 3.500 religiosos pertenecientes a órdenes masculinas, presagiaba una trágica tormenta histórica.
Los episodios de violencia anticlerical de este período demuestran hasta qué punto la Iglesia surgida de los esquemas feudales era considerada por los liberales, especialmente por los más progresistas y revolucionarios, como un lastre social que era necesario derrocar. El Gobierno de la regencia de María Cristina, presionado por las circunstancias, optó, en octubre de aquel mismo año 1835, por decretar una vez más la expulsión de los jesuitas y tomó la iniciativa de iniciar una drástica desamortización de los bienes eclesiásticos. El ministro de Hacienda, el gaditano Juan Álvarez Mendizábal, fue quien promovió los decretos del 19 de febrero de 1836 y del 2 de septiembre de 1841, a tenor de los cuales pasaron a subasta pública la mayor parte de los bienes pertenecientes a las órdenes religiosas y al clero secular. Los principales beneficiados de la operación fueron, en este caso, los terratenientes y la burguesía.
La subida al poder de los moderados en 1844, ya en la mayoría de edad de Isabel II, comportó la suspensión de la venta de los bienes de las parroquias y de las comunidades religiosas y el inicio de negociaciones con el Vaticano. El resultado fue un concordato, firmado en 1851, que restablecía una relación de privilegio con la Iglesia a cambio de que la Santa Sede aceptara oficialmente las alienaciones de bienes que se hubieran ejecutado hasta la fecha.
La política conservadora de la primera etapa del reinado de Isabel II, concretada en la Constitución de 1845 —Constitución que ya proclamaba la vinculación de la Iglesia católica con el Estado—, en lugar de suavizar el conflicto social latente, lo empeoró considerablemente. En 1846, abortados los intentos de resolver la cuestión dinástica con un enlace matrimonial entre las partes en litigio, el conflicto armado rebrotó en el norte peninsular durante unos pocos meses y en Cataluña durante cuatro años. La revuelta popular catalana, conocida como la de los matiners, presentó algunos signos de singularidad como la increíble alianza entre carlistas y republicanos. En la revuelta participaron los máximos líderes de la primera contienda, unos hombres de formación y criterio bien diferentes. Por un lado Ramón Cabrera, de consigna feroz pero poseedor de una visión progresista del carlismo, de ahí que se manifestara convencido de que «nuestros pasos han de ser muy distintos de los de otros tiempos; la época de los frailes, la Inquisición y el despotismo han pasado ya». Por otro, Benet Tristany que, a pesar de su condición de clérigo, se convirtió en el segundo jefe militar de las fuerzas carlistas en Cataluña. Su ministerio tampoco fue impedimento para que, hecho prisionero en Súria, muriera ejecutado el 17 de mayo de 1847.
Fueron años convulsos en los que, con demasiada frecuencia, la crueldad tomó el relevo a la violencia y el sentimiento de venganza se apoderó de los combatientes. En el seno de los sectores enfrentados, carlistas e isabelinos, también había tendencias contrapuestas: moderados y revolucionarios entre los liberales y transaccionistas y apostólicos entre los carlistas. La complejidad de las relaciones entre las diferentes corrientes explica que en Cataluña se diera el caso ya citado de que, durante la segunda guerra civil, algunas partidas de republicanos y de progresistas, descontentos con la política del Gobierno, que consideraban demasiado moderada, se apuntaran a la ofensiva carlista.
En el marco de las relaciones entre Estado e Iglesia cabe subrayar que la liberación de bienes eclesiásticos quedó bloqueada y no se reactivó hasta el triunfo de los progresistas en 1855, cuando el nuevo ministro de Hacienda, Pascual Madoz, puso nuevamente los bienes a subasta. El contexto y la forma de proceder en la nueva etapa desamortizadora beneficiaron, en esta ocasión, a muchos pequeños propietarios rurales.