«EL CAMPEONATO DE LAS LOCURAS»
A pesar de ello, en un elaborado discurso el ministro puso el acento en tres cuestiones que, sorprendentemente, devaluaban el espíritu de las negociaciones. En primer lugar, subrayó que los acuerdos no eran vinculantes, «que todas las negociaciones mantenidas con la nunciatura no comportaban compromiso alguno por parte del Gobierno» y que los diputados, por tanto, debían actuar «con la substantividad e independencia que requiere una Cámara soberana». En segundo lugar, planteó la renuncia del cardenal Segura a la sede toledana como una victoria de la República, sin mencionar el espíritu de conciliación que había movido al Vaticano a presionar al arzobispo para que la admitiera. En tercer lugar, argumentó con tecnicismos jurídicos en contra del estatus de «Corporación de Derecho Público» previsto para la Iglesia católica.
Este episodio lo recuerda Alcalá Zamora en sus memorias:
La concordia parecía asegurada, cuando con alarma y protesta persistente ante esa victoria, el anticlericalismo fanático redobló sus esfuerzos para ir a la ruptura y llevarnos a la discordia sobre lo religioso. Ese peligro apareció claro incluso en el salón de sesiones, aunque el impulso y la consigna viniesen de fuera; lo inconcebible era que el propio Ríos se prestase a hablar a favor de la ruptura y eso fue lo que hizo en un discurso muy bien preparado. […] ¿Por qué lo pronunció Ríos? Si fue acuerdo del partido o de las logias [como mediador directo de la concordia) debió excusarse de intervención personal contradictoria.[56]
Según El Debate en su edición del 9 de octubre, el ministro terminó su discurso pidiendo a los «heterodoxos» serenidad y recogimiento, y a los católicos que no hicieran «sonar tambores de guerra».
Los conservadores católicos de la Minoría Agraria, donde estaba integrada Acción Nacional, fueron los primeros en reaccionar en la voz de José María Gil Robles:
Nosotros entendemos que el proyecto constitucional, tal como viene redactado en el dictamen, es un proyecto de persecución religiosa.
Tan convencido estaba de sus palabras que exclamó con sentido redentorista: Acto seguido, le apoyó en el atril el canónigo diputado del Partido Agrario, Antonio Molina:
Yo os digo que habéis sabido traer la República y que tal vez no sepáis conservarla […] podéis hacer una España republicana, pero os estrellaréis si tratáis de hacer una España anticatólica.
Los ánimos estaban encendidos. Ya no se debatía el fondo de la cuestión. «No más abrazos de Vergara —sugirió el radical socialista Álvaro de Albornoz, recién nombrado ministro de Fomento—, […] no más transacciones con el enemigo irreconciliable de nuestros sentimientos y de nuestras ideas». Parafraseando la fórmula de Cavour «Libera Chiesa in libero Stato», reclamó como propia la idea del escritor filoanarquista José Nakens que reclamaba una Iglesia esclava sometida a un Estado soberano. Con estas palabras como preámbulo, se enzarzó a razonar cómo, a su modo de entender, la Iglesia era responsable de todas las taras de un supuesto carácter colectivo de los españoles que concretó en «un sentido de la justicia inquisitorial», «un sentido de mendicidad», un «carácter mesiánico», un «sentimiento catastrófico y apocalíptico» y una «ética de resignación y de abandono».
Pero su disquisición no se limitó a elucubrar sobre la influencia del legado católico en España, sino que para evitarla alertó de la necesidad, en nombre de la doctrina emanada de la Revolución Francesa, de separar a la Iglesia de la acción docente por ser ésta «una función ineludible e indeclinable del Estado». En su expansión anticlerical, arremetió frontalmente contra las congregaciones religiosas por considerar que existían «al margen de la ley, sin ley y contra la ley» y que perseguían fines «antihumanos y antisociales». De forma catequética prosiguió:
Lo que yo me pregunto es esto: ¿qué hacen las Órdenes monásticas en la enseñanza? Afirmar doctrinas contrarias a todo lo que vitalmente representa el Estado, desde declarar pecado el liberalismo hasta afirmar que el socialismo es una pestilencia política. ¿Qué hacen, señores Diputados, las Órdenes monásticas en la vida económica? Hacer una competencia ilícita a una industria ya tan esquilmada y tan pobre como la nuestra, haciendo de esta manera una competencia desleal a los trabajadores. ¿Qué hacen, señores Diputados, las Órdenes monásticas en la vida social? Constituir círculos que, so capa o color de beneficiencia o de cultura, no son sino centros de actividad política y, en momentos de crisis como los que atraviesa el Estado español, centros de conspiración reaccionaria.
Terminada esta trilogía de agravios contra las órdenes religiosas en general, particularizó sus ataques contra la Compañía de Jesús en particular. Su voz traspasó a la Cámara todos los argumentos de la tradición antijesuítica. Los acusó de «captadores de herencias, aliados de la plutocracia, grandes accionistas de los Bancos, editores de periódicos reaccionarios» y, por tanto, incompatibles «con la revolución española». Para finalizar su discurso se dirigió de forma coloquial a los escaños:
Antes de acabar [dijo] tengo que deciros una cosa, y es que no os dejéis impresionar por ese fantasma absurdo de la guerra civil ni por el fantasma, menos absurdo, de la contrarrevolución. El peligro, Sres. Diputados, correligionarios republicanos de todos los partidos, también vosotros, socialistas, el peligro supremo no está en esos fantasmas […] el supremo peligro […] está en defraudar, en decepcionar a la revolución.
A pesar de que no hay constancia en el Diario de Sesiones, Niceto Alcalá Zamora, en sus memorias ya citadas, explica cómo el ministro, que «fue sencillamente a ganar el campeonato de las locuras», se dirigió de forma provocativa a la minoría conservadora vasco-navarra invitándola a iniciar una nueva guerra civil como «solución noble, moral y fecunda».
Una de las últimas intervenciones del día estuvo a cargo del canónigo de Osma y diputado agrario por Segovia, Jerónimo García Gallego. Inició su intervención exigiendo a los parlamentarios que supieran distinguir entre la tradición católica, génesis de la civilización occidental, de la actitud de la Iglesia española más integrista:
Es necesario que distingáis entre esa augusta religión y lo que ha hecho de ella El Debate con la monarquía y la dictadura.
Con tono didáctico y conciliador, quiso advertir de los peligros que podían derivarse de una política demagógica:
Hablo como español, como patriota, como hombre de orden, como republicano, para deciros que si la República, aunque no lo sea, aparece como enemiga de los católicos, éstos se declararán enemigos de la República […] dirán que la República es sinónimo de persecución religiosa, que democracia es sinónimo de incredulidad, y así podrán llegar a tambalearse o a crujir o a caerse las instituciones republicanas.
Al día siguiente, el sábado 10 de octubre, abrió la sesión el jurista Amadeu Hurtado, de Esquerra Republicana de Catalunya. El diputado y conseller del gobierno de la Generalitat empezó con una larga reflexión sobre la historia de los Estados Vaticanos y vaticinó con optimismo quela Santa Sede daba muestras de saberse mantener alejada de los «nuevos absolutismos» emergentes. Como consecuencia, según Hurtado:
Las ideas del anticlericalismo, que fueron motor de tantas agitaciones revolucionarias y del clericalismo reaccionario, que era su antítesis, van desapareciendo empujadas por las nuevas preocupaciones que surgen de la transformación substancial de la Iglesia ante el absolutismo estatal.
Siguiendo esta reflexión, pidió a la Cámara que supiera valorar los esfuerzos del «dignatario de la Iglesia […] que puso toda su influencia moral para conseguir que la República ya instaurada se afirmara y fuera respetada por todos sus fieles» en contraposición al «otro dignatario de la Iglesia», lamentablemente representante de «una gran parte de la jerarquía eclesiástica», que «cuando la monarquía fue derribada […] quiso sublevarse sin éxito, sin fuerza, sin alma». Esta alusión a los cardenales Vidal y Segura, presentados con cierto maximalismo como representantes de polos opuestos, le sirvió a Hurtado para dirigirse con cierto paternalismo a los diputados vasco-navarros:
El integrismo católico que representan sus señorías [les dijo], su deseo de mantener o de restaurar el principio fundamental de la unidad de la fe católica, que les puede llevar, sin querer, a repudiar la legitimidad de las otras confesiones y de todas las libertades del pensamiento y de la conciencia, que les puede llevar a combatir todas estas libertades […] no tendrán la adhesión del Vaticano […] Por eso, cuando alguna vez se os ha requerido desde aquí (según vosotros, se os ha provocado desde aquí) a contestar con una guerra civil a la irreligiosidad de España, aunque nunca lo he creído, he pensado y me permito deciros que tengáis por seguro que si esa idea pasase por vuestra mente, tanto como la protesta del país liberal, caería sobre vuestras cabezas la condenación del Romano Pontífice.
Hechas estas recomendaciones, que hoy podemos calificar de ingenuas, se refirió a las órdenes religiosas, a las cuales, sin defenderlas, consideró subsidiariamente necesarias por haberse inhibido el Estado de muchas de sus obligaciones sociales. Según este planteamiento:
Si esto fuera nada más que un problema de discusión académica, llegaríamos fácilmente de acuerdo a una conclusión: que cuando estos fines abandonados se hayan cumplido ampliamente por el Estado o por iniciativa social, fatalmente las corporaciones desaparecerán.
Pero Hurtado sabía que la cuestión de las órdenes religiosas era un problema mucho más complejo.
Todos estamos de acuerdo, los católicos como los demás, que contra estas Congregaciones hay, en una gran parte de la conciencia popular, una actitud de recelo, de desconfianza que, a veces, llega a la hostilidad, que muchas veces llega al odio. No queráis investigar, Diputados católicos de esta Cámara, a qué se debe este sentimiento, porque abriríais ante nosotros todo el proceso cruel de nuestras discordias religiosas. Cae hoy, con razón o sin ella, sobre las Congregaciones religiosas, la responsabilidad secular de muchos dolores sufridos.
Con ecuanimidad, Hurtado reconoció que
… al lado de este hecho hay otro y es el de una gran parte de la conciencia ciudadana que quiere proteger, que necesita conservar esas Congregaciones religiosas, aunque no sea por otra cosa sino porque son una representación de las creencias íntimas de su conciencia.
Ante el dilema planteado, Hurtado abogó por encontrar fórmulas de conciliación, no radicales, que pasaban, a su entender, de forma absolutamente obligatoria, por «una solución jurídica» que evite «una solución de venganza». A pesar de la moderación con que se expresó, las palabras de Hurtado representaron, de forma indirecta, un aval importante a la opinión del ministro de Justicia que, tergiversando los acuerdos del Gobierno con la jerarquía eclesiástica, había propuesto relegar la regulación de las órdenes religiosas a una ley posterior. Hurtado se limitó a sugerir que para establecer los criterios de esta futura ley se tomara en consideración el dictamen de un proyecto de ley que en 1906 habían firmado Manuel Portela Valladares, diputado de la minoría gallega presente en la sala, y el mismo presidente del gobierno, Niceto Alcalá Zamora.
Fue éste quien asumió el relevo en el atril de la Cámara indicando que tomaba la palabra hundido en un gran sentimiento de soledad. «El discurso de esta tarde es el más difícil, el más doloroso de una vida […] Yo sé que me aguarda la hostilidad glacial».
Su tesis central es que el texto debatido privaba a los católicos de una parte importante de los derechos que les corresponden como ciudadanos: el de elegir profesión, el de reunión y manifestación, el de la propiedad, el de ejercer la docencia y el de divulgar conocimiento, en este caso, sobre el culto y la religión.
Este dictamen de la Comisión [afirmó] […] es la obra de una ofuscación… que no ve que el prejuicio religioso capta las conciencias y se apodera de ellas […]. Es la persecución […] de una determinada confesión que abusó del privilegio, pero que por ello no merece la injusticia.
No quiso dejar de polemizar con Álvaro de Albornoz discrepando de la opinión de que el anticlericalismo pudiera ser considerado un mandato de la revolución porque en ella, refiriéndose a la ruptura democrática que representó la proclamación de la República, se arriesgaron conjuntamente creyentes y no creyentes.
Con tono grave, Niceto Alcalá Zamora, a pesar de ostentar la presidencia del gobierno, advirtió de que en el caso de aprobar los artículos en debate él se declararía «fuera de la Constitución», aunque, no obstante, su combate se encuadraría siempre dentro de la legalidad republicana:
Dentro de la República, soportando la injusticia y aspirando a mejorarla, nada de engrosar la oposición monárquica […]. Fuera de la República, nunca. Fuera del Gobierno, ¡ah! Eso no lo decido yo, eso lo decidís vosotros. […] Si a pesar de mi discrepancia con la fórmula constitucional —si ésta prevalece— estimáis que en las horas difíciles que quedan hasta el voto de la Constitución soy todavía útil, ahí está mi sacrificio.
Las duras palabras de Alcalá Zamora resonaron en el Congreso con la gravedad de saber que representaban la rotura del bloque republicano-socialista. El Pacto de San Sebastián había conseguido una victoria efímera, una victoria agridulce. A los seis meses de instaurada la República, a los tres de inaugurar las Cortes constituyentes, ganaban la partida las actitudes maximalistas que, a su tiempo, daban cobijo a las revanchistas.
Después de la intervención de Alcalá Zamora, aún tomaron la palabra, entre otros, los diputados Ángel Samblancat, Guerra del Río y Joaquín Beunza. Ajenos a la necesidad de encauzar el debate, todos ellos adoptaron una actitud beligerante en una sesión que se alargó hasta las tres y media de la madrugada del domingo.
El anarquista Ángel Samblancat, entonces diputado de Esquerra Republicana de Catalunya, adoptó un tono sarcástico que encrespó de nuevo los ánimos:
La Iglesia, Sres. Diputados, para mí y para el sector de opinión que yo represento, no es una sociedad religiosa; la Iglesia, para mí, no es más que una sociedad mercantil, no es más que la sociedad anónima explotadora de Dios, explotadora de Cristo y de la Madre de Cristo. Para mí, señores Diputados, la Compañía de Jesús debería llamarse la Compañía mercantil de Jesús, y no diga la cuadrilla de ladrones de Jesús, por respeto a los ladrones.
El canario Guerra del Río, diputado radical, se declaró partidario de regular de forma detallada todas las limitaciones y prohibiciones que debieran regular las órdenes religiosas, muy especialmente la de ejercer la enseñanza «porque en ellos es una industria», a fin de evitar que en un futuro, «cuando estas Cortes Constituyentes ya no existan, cuando puedan ser sucedidas por otras obedientes a principios que no son los nuestros», se pudieran acoger al derecho genérico, ya aprobado en los artículos 24 y 37, de la libertad de asociación. Joaquín Beunza, presidente de la minoría vasco-navarra, recriminó a la Cámara que se denunciara la obediencia de los católicos a la Iglesia y no se hiciera lo mismo con la vinculación de los masones con sus logias ni de los socialistas con la Internacional. Y advirtió con tono algo amenazador y dando respuesta a insinuaciones anteriores:
Si la República ha de vivir, si queréis que dure y se consolide, ha de ser para todos; han de poder vivir dentro de ella los católicos lo mismo que los que no lo sean Los católicos están seguros de que no hace falta que vayamos a la guerra civil, ni que suenen los tambores guerreros. Bastaría que los católicos nos uniéramos dentro de la legalidad para que la República fuera flor de un día […].
El lunes, 12 de octubre, se reanudó el debate con el aviso de Julián Besteiro, presidente de la Cámara, de que se constituía en sesión permanente. La decisión no dejaba lugar a dudas de que los socialistas, que ostentaban la mayoría, no creían oportuno que se dilatara la votación final por el desgaste y peligros de las confrontaciones habidas en el hemiciclo.
Primeramente, se procedió al debate del artículo segundo de la constitución donde se hacía explícito que el Estado español no tenía religión oficial. Aunque se trataba sólo de una declaración de principios, las intervenciones ocuparon toda la mañana. Destacó la del demócrata-cristiano Manuel Carrasco i Formiguera, que protagonizó un enfrentamiento dialéctico con el citado presidente de la minoría vasco-navarra, Joaquín Beunza, al reprocharle dar amparo a los católicos que durante demasiados años habían cometido el error de identificar a la Iglesia con la monarquía primero y con la dictadura después.
Por la tarde, reunidas todas las enmiendas, la Comisión constitucional propuso un nuevo redactado que, en síntesis, formalizaba el recurso jurídico de posponer la regulación de las órdenes religiosas a través de una ley especial de la cual sólo se establecían los criterios —eso sí, totalmente restrictivos— que la debían regir. Esta solución, sometida a votación por Amadeu Hurtado, no había sido aprobada por unanimidad de los comisionados. La mayoría de once votos contra ocho contrarios, correspondientes a los socialistas, motivó que Jiménez de Asila, presidente de la Comisión, presentara, en nombre del PSOE, un voto particular que no sólo reclamaba el redactado inicial, anterior al inicio de los debates, sino que lo radicalizaba.
La postura socialista creó una gran tensión en el hemiciclo. Intuyendo el peligro de que se debilitara aún más —o de que se rompiera— el inestable equilibrio de las fuerzas del bloque gubernamental, Manuel Azaña, el líder de Acción Republicana, a pesar de sus escasos 26 diputados (que sólo representaban un 5% de los escaños), se erigió en árbitro de la situación buscando no sólo una solución al conflicto sino también el protagonismo de su formación. Era consciente de que si sumaba los votos de su grupo a los de los socialistas y los radicales-socialistas, el texto que se aprobaría, el inicial de la comisión constitucional, que incluía la disolución inmediata de las órdenes religiosas, significaría la dimisión fulminante de los liberales católicos, el fin del Gobierno y una explosión política de consecuencias imprevisibles. Sin embargo, también era consciente de que no podía votar a favor del nuevo dictamen de la comisión sin correr el riesgo de defraudar al sector más izquierdista de su partido y sin, posiblemente, causar la insubordinación de algunos de los diputados del grupo.
Ante tal situación, Manuel Azaña optó estratégicamente por buscar una tercera vía. Con esta finalidad, después de una tensa reunión con sus diputados, ordenó a uno de ellos, Enrique Ramos — secretario de la Comisión constitucional—, que presentara una petición de enmienda al mismo tiempo que pedía tomar la palabra en el hemiciclo.
La intervención de Azaña, considerada una pieza maestra de la oratoria parlamentaria, fue deliberadamente extensa con la finalidad de dar tiempo para redactar y negociar el nuevo texto y también con la convicción del orador de poder convencer con sus argumentos al conjunto de los diputados de la conjunción republicano-socialista. La estrategia de Azaña era impedir que se ordenara la disolución de todas las órdenes religiosas a cambio de radicalizar aspectos secundarios del texto de la comisión constitucional.
He creído oportuno reproducir algunas partes del discurso de Azaña por creer que ofrece una aproximación fiel a la visión global que una mayoría de los intelectuales y de los políticos de la época tenían de la cuestión religiosa. Se puede apreciar en él cómo el anticlericalismo era consustancial al republicanismo izquierdista mayoritario y, por tanto, cuán difícil era que los católicos se pudieran sentir acogidos en el nuevo régimen y con qué facilidad se podía centrifugar a los más conservadores de ellos hacia posiciones antirepublicanas.
La revolución política, es decir, la expulsión de la dinastía y la restauración de las libertades públicas, ha resuelto un problema específico de importancia capital, ¡quién lo duda!, pero no ha hecho más que plantear y enunciar aquellos otros problemas que han de transformar el Estado y la sociedad españoles hasta la raíz. Estos problemas, a mi corto entender, son principalmente tres: el problema de las autonomías locales, el problema social en su forma más urgente y aguda, que es la reforma de la propiedad, y este que llaman problema religioso, y que es en rigor la implantación del laicismo del Estado con todas sus inevitables y rigurosas consecuencias […].
Yo no me refiero a las dos primeras, me refiero a esto que llaman problema religioso. La premisa de este problema, hoy político, la formulo yo de esta manera: España ha dejado de ser católica; el problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica del pueblo español.
[…] desde hace siglos el pensamiento y la actividad especulativa de Europa han dejado, por lo menos, de ser católicos; todo el movimiento superior de la civilización se hace en contra suya y, en España, a pesar de nuestra menguada actividad mental, desde el siglo pasado el catolicismo ha dejado de ser la expresión y el guía del pensamiento español […].
España ha dejado de ser católica, a pesar de que existan ahora muchos millones de españoles católicos, creyentes […].
En este orden de ideas, el Estado se conquista por las alturas, sobre todo si admitimos […] que lo característico del Estado es la cultura. Los cristianos se apoderaron del Estado imperial romano cuando, desfallecido el espíritu original del mundo antiguo, el Estado romano no tenía otro alimento espiritual que el de la fe cristiana y las disputas de sus filósofos y de sus teólogos: Y eso se hizo sin esperar a que los millones de paganos, que tardaron siglos en convertirse, abrazaran la nueva fe.
[…] De lo que yo me guardaré muy bien es de si esto le conviene más a la Iglesia que el régimen anterior. ¿Le conviene? ¿No le conviene? Yo lo ignoro; además, no me interesa; a mí lo que me interesa es el Estado soberano y legislador.
[…] buscamos una solución que, sobre el principio de la separación, deje al Estado republicano, al Estado laico, al Estado legislador, unilateral, los medios de no desconocer ni la acción, ni los propósitos, ni el gobierna, ni la política de la Iglesia de Roma; eso para mí es fundamental […].
El presupuesto del clero se suprime, es evidente; y las modalidades de la supresión, francamente os digo que no me interesan.
Durante treinta y tantos años en España no hubo Órdenes religiosas, cosa importante porque, a mi entender, aquellos años de inexistencia de enseñanza congregacionista prepararon la posibilidad de la revolución del 68 y de la del 73. Pero han vuelto los frailes, han vuelto las Órdenes religiosas, se han encontrado con sus antiguos bienes en manos de otros poseedores, y la táctica ha sido bien clara: en vez de precipitarse sobre los bienes se han precipitado sobre las conciencias de los dueños, y haciéndose dueños de las conciencias tienen los bienes y a sus poseedores.
Nosotros tenemos, de una parte, la obligación de respetar la libertad de conciencia, naturalmente, sin exceptuar la libertad de la conciencia cristiana; pero tenemos también, de otra parte, el deber de poner a salvo la República y el Estado. Estos dos principios chocan, y de ahí el drama que, como todos los verdaderos y grandes dramas, no tiene solución […].
Lo que hay que hacer —y es una cosa difícil, pero las cosas difíciles son las que nos deben estimular—; lo que hay que hacer es tomar un término superior a los dos principios en contienda, que para nosotros, laicos, servidores del Estado y políticos gobernantes del Estado republicano, no puede ser más que el principio de la salud del Estado […].
Criterio para resolver esta cuestión. A mi modesto juicio es el siguiente: tratar desigualmente a los desiguales; frente a las Órdenes religiosas no podemos oponer un principio eterno de justicia, sino un principio de utilidad social y de defensa de la República.
Y como no tenemos frente a las Órdenes religiosas ese principio eterno de justicia, detrás del cual debiéramos ir como hipnotizados, sin rectificar nunca nuestra línea de conducta y como todo queda encomendado a la prudencia, a la habilidad del gobernante, yo digo: las Órdenes religiosas tenemos que proscribirlas en razón de su temerosidad para la República […].
Por eso me parece bien la redacción de este dictamen [refiriéndose a la enmienda presentada por su grupo]; aquí se empieza por hablar de una Orden que no se nombra. «Disolución de aquellas Órdenes en las que, además de los tres votos canónicos, se preste otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado». Éstos son los jesuitas […].
Pero yo añado a esto una observación que, lo confieso, no se me ha ocurrido a mí; me la acaba de sugerir un eminente compañero. Aquí se dice: «Las Órdenes religiosas se sujetarán a una ley especial ajustada a las siguientes bases». Es decir, que la disolución definitiva, irrevocable, contenida en este primer párrafo, queda pendiente de lo que haga una ley especial mañana; y a mí esto no me parece bien; creo que esta disolución debe quedar decretada en la Constitución.
Respecto a las otras Órdenes, yo encuentro en esta redacción del dictamen una amplitud que, pensándolo bien, no puede ser mayor; porque dice: «Disolución de las que en su actividad constituyan un peligro para la seguridad del Estado» […].
Donde un Gobierno con autoridad y una Cámara con autoridad me diga que una Orden religiosa es peligrosa para la República, yo lo acepto y lo firmo sin vacilar; pero guardémonos de extremar la situación aparentando una persecución que no está en nuestro ánimo ni en nuestras leyes para acreditar una leyenda que no puede por menos de perjudicarnos […].
El señor ministro de Justicia trazó aquí en el aire una figura aérea de la hermana de la Caridad, a la que él prestó, indudablemente, las fuentes de su propio corazón. Yo no quiero hacer aquí el antropófago y, por tanto, me abstengo de refutar a fondo esta opinión del señor De los Ríos; pero apele S.S. a los que tienen experiencia de estas cosas, a los médicos que dirigen hospitales, a las gentes que visitan casas de Beneficencia, y aun a los propios pobres enfermos y asilados en estos hospitales y establecimientos, y sabrá que debajo de la aspiración caritativa, que doctrinalmente es irreprochable y admirable, hay, sobre todo, un vehículo de proselitismo que nosotros no podemos tolerar.
La otra salvedad terminante, que va a disgustar a los liberales, es ésta: en ningún momento, bajo ninguna condición, en ningún tiempo, ni mi partido ni yo en su nombre, suscribiremos una cláusula legislativa en virtud de la cual siga entregado a las Órdenes religiosas el servicio de la enseñanza. Eso, jamás. Yo lo siento mucho; pero ésta es la verdadera defensa de la República. La agitación más o menos clandestina de la Compañía de Jesús o de ésta o de la de más allá, podrá ser cierta, podrá ser grave, podrá ser en ocasiones risible, pero esta acción continua de las Órdenes religiosas sobre las conciencias juveniles es cabalmente el secreto de la situación política por que España transcurre y que está en nuestra obligación de republicanos, de españoles, impedir a todo trance. A mí que no me vengan a decir que esto es contrario a la libertad, porque esto es una cuestión de salud pública […].
Pues yo digo que en el orden de las ciencias morales y políticas, la obligación de las Órdenes religiosas católicas, en virtud de su dogma, es enseñar todo lo que es contrario a los principios en que se funda el Estado moderno. Quien no tenga la experiencia de estas cosas no puede hablar, y yo, que he comprobado en tantas y tantos compañeros de mi juventud que se encontraban en la robustez de su vida ante la tragedia de que se le derrumbaban los principios básicos de su incultura intelectual y moral, os he de decir que ése es un drama que yo con mi voto no consentiré que se reproduzca jamás.
El discurso de Manuel Azaña terminó pasada la medianoche del martes dando lugar, todavía, a un nuevo turno de intervenciones. Aunque la mayoría de ellas fueron reiterativas, cabe destacar algunas correspondientes a grupos que no formaban parte de la conjunción republicano-socialista. Ricardo Gómez Rol, de la minoría vasco-navarra, se expresó en términos claudicantes:
Nosotros hemos defendido siempre la bandera pacífica, pero no será posible entrar esta divergencia y, entre el resta de España y las provincias vasco-navarras se abrirá un abismo espiritual mucho mayor que las montañas que circundan aquellas provincias.
José María Gil Robles, en nombre de la Minoría Agraria que integraba a los católicos agrarios de Burgos y Salamanca, a Acción Nacional y a dos republicanos independientes, pidió que, como mínimo, no se prohibiera a las congregaciones religiosas el derecho a ejercer la enseñanza. Sin embargo, consciente de la imposibilidad de evitar lo inevitable, argumentó —con sorpresa de la Cámara— la preferencia de su partido por el redactado inicial en oposición al nuevo redactado o a la enmienda de Azaña que tenían en común la remisión a una ley específica de Congregaciones Religiosas:
Pues, señores, hoy, cerrando por lo que a esta minoría respecta el debate parlamentario sobre este punto trascendental, tengo que deciros que ese dictamen es tan persecutorio como el anterior […] quizá lo sea más, porque contiene elementos que más pérfidamente pueden ir a la consecución del objeto que os proponéis. No hay que disimular los principios; esto es más persecutorio que la misma disolución decretada en bloque. A ella, quizá le tendríais miedo, porque, por una parte, podría significar un enorme conflicto sentimental, y, por la otra, era un mero principio lírico que no se sabía cuándo podía tener una aplicación práctica. Pero esto sí que se puede temer en nosotros; hemos de lanzarnos a la conciencia católica del país a decirla: el dictamen que se ha aprobado con el voto de unos y la complicidad de otros es un principio netamente persecutorio que los católicos no aceptamos, que no podemos aceptar; y desde este momento nosotros, ante la opinión española, declaramos abierto el nuevo período constituyente, porque de hoy en adelante los católicos españoles no tendremos más bandera de combate que la derogación de la Constitución que aprobéis.
El republicano independiente Ángel Ossorio, después de resumir los agravios que, a su modo de entender, presentaban todos los articulados propuestos, manifiesta que dará su voto, como mal menor, a la propuesta de Azaña. Sin embargo, quiso hacer constar su indignación ante «la tiranía del dios-estado que me arranca los hijos de mi potestad, de mi voluntad, de mi consejo, de mi imperio […]» y, con preocupación, advirtió:
… saltará otra dificultad, que no es […] ni guerra civil, ni resistencia a mano armada; es otra cosa más terrible: es la disensión de la vida social; es el rompimiento de la intimidad de los hogares; es la protesta manifiesta o callada; es el enojo, es el desvío; es tener media, por lo menos media, sociedad española vuelta de espaldas a la República; y eso sí que es guerra y de ella tenemos ya sobradas pruebas cuando elementos productores, cuando elementos financieros, cuando elementos profesionales, cuando elementos de letras y de arte dicen, no que combaten a la República ni que aspiran a una restauración desatinada, sino que dicen, sencillamente: la República no me interesa; la República está herida de muerte.
A las palabras de Ossorio siguieron las del presidente del gobierno, Niceto Alcalá Zamora, que argumentó su voto negativo con una reflexión conceptual sobre el valor y la función política del liberalismo. Una reflexión que apuntaba directamente a los socios socialistas y republicanos izquierdistas de la Cámara:
Quizá [les dijo] sea ir demasiado de prisa renegar, en nombre de la conveniencia de la República, del liberalismo. Ya no hace falta para implantarla, porque está implantada; todavía es necesario para consolidarla y es indispensable para su paz.
Como queriendo dar respuesta a las advertencias de Ossorio y de Alcalá Zamora, en un tono receloso e, incluso, cínico, impropio del cargo de director general de Seguridad, el radical socialista Ángel Galarza manifestó:
No lo han declarado todos; lo han declarado algunos; pero de todos modos, cuando han salido de esas dos minorías [dirigiéndose a la vasco-navarra y a la agraria] palabras que parecían demandar armonía, nosotros, no diré que teníamos los oídos sordos, pero sí la conciencia tranquila de no atenderlas, porque sabíamos que aun cuando os hubiéramos entregado, en aras de esa armonía, parte de nuestra ideología, aun cuando hubiéramos cometido esa insigne locura, vosotros habríais sido siempre enemigos de la República, y si no lo sois más declaradamente, es porque no tenéis fuerzas para serlo; pero si la tuvierais, aun habiendo hecho nosotros una dejación de nuestros ideales en la Constitución, vosotros pretenderíais derribar la República. Y como tenemos ese convencimiento, sabemos que por vosotros no debemos hacer un solo sacrificio, porque sería inútil y además peligroso.
Ésta fue la última intervención. La sesión se había alargado hasta las siete y media de la mañana del miércoles 14 de octubre. Cuando el presidente del Congreso anunció la votación final, en el hemiciclo sólo quedaban 257 de los 470 diputados electos, un escaso 55%. De éstos, 178 votaron a favor, 59 en contra y 20 se abstuvieron. El resto habían preferido cambiar el escaño por la cama… El «campeonato de las locuras» había terminado.
En resumen, el texto aprobado, contenido, en la redacción definitiva, en el artículo 26, se estructuraba en dos partes, una dedicada al estatus jurídico y económico de las confesiones religiosas —léase de la Iglesia católica— y la otra dedicada a las órdenes religiosas. En los dos casos se acordó remitir a posteriores leyes especiales.
Jurídicamente se acordó que «las confesiones religiosas serán consideradas como Asociaciones sometidas a una ley especial».
La cuestión económica se zanjó prohibiendo tajantemente que ningún organismo público mantuviera, favoreciera o auxiliara a las «Iglesias, Asociaciones e Instituciones religiosas». Quedó previsto que una ley regularía «la total extinción, en el plazo máximo de dos años, del presupuesto del Clero».
Referente a las órdenes religiosas el criterio final fue segregar las que contemplaran un «voto especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado» —forma camuflada y torpe de señalar a los jesuitas—de las demás, que, hecha la salvedad de que sus bienes podían ser nacionalizados, se regularían en el futuro por una tercera ley especial. Sin embargo, en este caso, la Constitución contenía con detalle los criterios a los que debería ajustarse, con lo cual la dilación que comportaba esperar la aprobación de la ley no significaba ninguna esperanza de flexibilización.
Seis fueron los criterios acordados para regular las Congregaciones: 1) capacidad de disolver las que «constituyan un peligro para la seguridad del Estado», 2) creación de un registro especial, 3) reducción de los bienes a los que «previa justificación» fueran necesarios, 4) «prohibición de ejercer la industria, el comercio o la enseñanza», 5) «sumisión a todas las leyes tributarias» y 6) «obligación de rendir anualmente cuentas al Estado».
El artículo 27 complementaba el anterior detallando que los cementerios «estarán sometidos exclusivamente a la jurisdicción civil» y que los actos de culto deberán tener carácter privado, «las manifestaciones públicas del culto habrán de ser, en cada caso, autorizadas por el Gobierno». Todas estas limitaciones y restricciones se sumaban a un primer punto de este artículo que amparaba teóricamente la libertad de conciencia «y el derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión» pero con una salvedad tan ambigua, «el respeto debido a las exigencias de la moral pública», que, en un momento de replanteamiento general de la «moral» y de la salud públicas, dejaba campo libre a justificar cualquier decisión arbitraria.
Así pues, no se disolvieron las órdenes religiosas pero se las transformó, por decreto, en simples comunidades contemplativas; no se prohibió el culto religioso pero quedó sometido a múltiples limitaciones, sospechoso de ser contrario a los intereses públicos.
Azaña, que había sido educado en un ambiente clerical, dejó escrito en sus memorias:
Es estúpido, desde mi punto de vista, llamarme enemigo de la Iglesia Católica, es como llamarme enemigo de los Pirineos o de la cordillera de los Andes. Lo que no admito es que mi país esté gobernado por los obispos, por los priores, los abades o los párrocos. Tampoco me he opuesto a que las Órdenes religiosas practiquen su regla y prediquen la doctrina a quien quiera oírla. A lo que me opongo es a que enseñen a los seglares filosofía, derecho, historia, ciencias… Sobre esto tengo una experiencia personal más valiosa que todos los tratados de filosofía política.
Queda claro, pues, que la experiencia personal de Azaña y, con toda probabilidad, la de muchos de los diputados, impidió que la nueva Constitución adoptara en este punto tan delicado una posición centrada y justa. La Iglesia católica pasó de ser la institución religiosa propia y oficial del Estado a no tener ni los derechos comunes a una asociación de carácter civil.
Antes de continuar con la cronología de los hechos, es importante destacar que tanto Azaña en su discurso como otros diputados en intervenciones anteriores citan, ni que sea para denunciarla, la posibilidad de una persecución religiosa. La simple incorporación de este concepto en la oratoria parlamentaria creo que reviste mucha más gravedad que la afirmación «España ha dejado de ser católica» que tanto escándalo provocó cuando, en realidad, se trata sólo de una afirmación de carácter descriptivo que, tanto si se interpreta desde una óptica sociológica como jurídica, no implicaba ningún atentado a los católicos, ni contra su fe ni sus instituciones.
Las consecuencias de la aprobación de estos artículos se hicieron notar de forma inmediata. El mismo día 14 de octubre, miércoles, el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, y el ministro de Gobernación, Miguel Maura, presentaron la dimisión de sus cargos. Manuel Azaña fue designado para ocupar el cargo presidencial y, por tanto, en una significativa capitalización del proceso parlamentario, se hizo con la prerrogativa de nombrar a los ministros que formarían el primer Gobierno constitucional de la República. En Cataluña las votaciones provocaron una crisis en el seno de Acció Catalana Republicana, también conocido como Partit Catalanista Republicá. De los dos diputados presentes en Madrid, uno, Lluís Nicolau d’Olwer, votó a favor del articulado y el segundo, Manuel Carrasco i Formiguera, votó en contra, de modo que se produjo un intenso debate que culminó con la expulsión de este último en un claro triunfo de los que defendían que la formación debía situarse en la hora de las izquierdas.