8
En la vida de Elena, como en todas las vidas, había un remanso de luz. Todos los años viajaba a Francia con su madre y mademoiselle Rose. ¡Con qué alegría volvía a París! ¡Cuánto le gustaba! Ahora que Boris Karol era rico, su mujer se alojaba en el Grand-Hôtel, aunque su hija se hospedaba en una mísera y oscura pensión, detrás de Notre-Dame-de-Lorette: estaba creciendo y había que alejarla de la vida que a su madre le gustaba llevar. La señora Karol añadía a su presupuesto personal lo que se ahorraba en el hospedaje de Elena y la institutriz, uniendo así su interés a las exigencias de la moral. Pero la niña era muy feliz allí. Durante unos meses, compartía la vida de los chicos franceses de su edad. Cómo los envidiaba… No se cansaba de observarlos. Ojalá hubiera nacido en uno de aquellos grises y tranquilos barrios, donde todas las casas se parecían… ¡Qué sueño tan bonito! Ojalá hubiera nacido y crecido allí… Ser de aquella ciudad, de París… y no tener que ver todas las mañanas a su madre, cuando se encontraba con ella en el Bois de Boulogne y recorría lentamente a su lado el paseo de las Acacias (tras lo cual, cumplido ese deber, Bella Karol juzgaba que había hecho suficiente, que ya no tenía que pensar en su hija hasta el día siguiente, salvo en caso de enfermedad grave), no tener que verla con aquella chaqueta de Irlanda, el velo de lunares y aquella falda con que iba barriendo las hojas secas, avanzando con ese aire emperifollado de «caballo de carroza fúnebre», propio de las mujeres de entonces, hacia el recodo del paseo donde las esperaba un argentino de tez oscura… No tener que pasarse cinco días en el tren para regresar a un país bárbaro, donde tampoco acababa de sentirse en casa, porque hablaba francés mejor que ruso y llevaba un peinado de bucles y no las pequeñas y lisas trenzas, y porque sus vestidos estaban cortados según la moda parisina… Ojalá fuera, en definitiva, la hija de aquellos tenderos de las proximidades de la Gare de Lyon, y llevara un delantal negro, tuviera las mejillas como rábanos rosa y pudiera preguntarle a su madre (otra madre):
—Mamá, ¿dónde están los cuadernos cuadriculados de cinco céntimos?
Ojalá fuera esa niña…
—Ponte derecha, Elena.
—¡Uf! ¡Jolín!
Y llamarse Jeanne Fournier, Loulou Massard, Henriette Durand, un nombre fácil de comprender y recordar. No, ella no era como las demás… En absoluto… ¡Qué lástima! Sin embargo, su vida era más rica y plena que la de las otras chicas. ¡Conocía tantas cosas! Había visto tantos países… A veces, tenía la sensación de que en su cuerpo vivían dos almas sin mezclarse, yuxtapuestas sin confundirse… Era una niña, pero poseía ya tantos recuerdos que no le costaba entender aquella palabra de los adultos: «Experiencia». En ocasiones, pensando en esas cosas, se sentía presa de una especie de embriagadora alegría. Caminaba por París en el rojizo crepúsculo de las seis de la tarde, cuando un torrente de luces inunda las calles. Cogida de la mano de mademoiselle Rose, miraba todas aquellas caras que pasaban e imaginaba para cada una de ellas un nombre y un pasado, con sus diversos odios y amores. «En Rusia no entenderían el idioma —se decía con orgullo—. No sabrían lo que piensa un comerciante, un cochero, un campesino… Yo sí lo sé. Pero a ellos también los entiendo. Me empujan. Hacen rodar mi pelota bajo sus pies. “¡Qué lata de críos!”, piensan. Pero yo soy más lista que ellos. Sólo soy una niña, pero he visto más cosas que ellos en toda su larga y aburrida vida».
Pensaba eso, después veía los adornos de Navidad de unos grandes almacenes y volvía a imaginar con nostalgia una familia parisina, un pisito y un árbol de Navidad bajo una araña de porcelana…
Entretanto, seguía creciendo. Su cuerpo iba perdiendo la rolliza robustez de la primera infancia; sus miembros se volvían más delgados y delicados; su tez palidecía; la barbilla se alargaba, los ojos se hundían y los hermosos tonos rosáceos de sus mejillas desaparecían.
El invierno anterior a la guerra cumplió doce años. Por entonces, vivía en Niza, adonde su padre, de regreso de Siberia, había llegado un día para reunirse con su familia y llevársela a vivir con él en San Petersburgo.
Ese año, en Niza, Elena oiría por primera vez con un sentimiento distinto a una indiferencia desdeñosa el dulce y amoroso sonido del mar, las romanzas italianas, la palabra «amante» o «amor»… Las noches eran tan cálidas y perfumadas… Estaba en la edad en que las niñas se despiertan de pronto con el corazón palpitante, se aprietan con las temblorosas manos los lisos pechos bajo el camisón festoneado y piensan: «Un día tendré quince años… dieciséis… Un día seré una mujer…».
Boris Karol llegó una mañana de marzo. Más tarde, el rostro de su padre aparecería siempre en su memoria como aquella jornada, rodeado por la agitación y el humo del andén de una estación. Estaba más fuerte y moreno, y tenía los labios rojos. Cuando se inclinó hacia su hija, ella lo besó en la ruda mejilla y de repente experimentó un sentimiento de amor por él que le colmó el corazón de una alegría casi dolorosa, intensa hasta la angustia. Se apartó de mademoiselle Rose y se aferró a la mano de su padre, que le sonrió. Cuando reía, su rostro se iluminaba con un destello de inteligencia y una especie de maliciosa alegría. Elena besó con ternura la hermosa y atezada mano de duras uñas, tan parecidas a las suyas. En ese momento, el estridente y triste silbato del tren, que volvía a partir, rasgó el aire: sería la música de fondo que a partir de entonces acompañaría invariablemente las breves apariciones paternas en su vida. Al mismo tiempo, sobre su cabeza dio comienzo una conversación que sólo tenía sonido de palabras —pues éstas habían sido reemplazadas por cifras— y que ya no dejaría de sonar así, por encima de ella, desde ese instante hasta el momento en que la muerte sellara los labios de su padre:
—Millones, millones, acciones… Las acciones del banco Shell… Las acciones de De Beers, compradas a veinticinco y vendidas a noventa…
Una chica caminaba lentamente contoneándose, con una cesta llena de plateados pescados sobre la cabeza.
—Sardine! Belle sardine! —gritaba, y su agudo tono arrancaba a las «es» un sonido estridente y lastimero, como el chillido de un ave marina.
—Yo especulé… Él especuló… —Los cascabeles del simón de alquiler tintineaban alegremente; el caballo agitaba las largas orejas bajo el cucurucho de paja; el cochero mascaba una flor—. Gané… Perdí… Volví a ganar… El dinero, las acciones… Cobre, minas de plata, minas de oro… Fosfatos… Millones, millones, millones…
Más tarde, después de comer y cambiarse de ropa, su padre salió, y a Elena le permitieron acompañarlo. Cruzaron el Paseo de los Ingleses. Iban en silencio. ¿De qué podrían haber hablado? A Karol sólo le interesaba el dinero, la mecánica de la ganancia, los negocios, y su hija era una niña inocente que lo miraba con adoración.
—¿Qué te parece si vamos a merendar a Montecarlo? —propuso su padre, sonriéndole y pellizcándole la mejilla.
—¡Oh, sí! —exclamó ella con suavidad, entornando los ojos, la única forma en que sabía demostrar su alegría.
En Montecarlo, en cuanto acabaron de merendar, Karol se mostró inquieto. Tamborileó en la mesa con los dedos unos instantes, pareció vacilar y, de pronto, se levantó y la arrastró tras de sí.
Entraron en el casino.
—Espérame aquí —le dijo en el vestíbulo. Y desapareció.
Elena se sentó y procuró mantenerse erguida y no manchar los guantes ni el abrigo. El espejo, ante el que una mujer de mirada extraviada y aspecto cansado se pintarrajeaba la boca con grandes trazos de carmín, le devolvía la imagen de una niña delgada y menuda, con la cara enmarcada por rizos; sobre el cuello llevaba su primera piel auténtica, un pequeño armiño liso que su padre le había traído de Siberia. Esperó largo rato. El tiempo pasaba, la gente entraba y salía. Vio caras extrañas, mujeres ancianas con capachos, manos aún vacilantes tras haber estado removiendo las monedas de oro. No era el primer casino al que iba; uno de sus más lejanos recuerdos era haber cruzado la sala de juego de Ostende, donde a veces las monedas rodaban entre los pies de los indiferentes jugadores. Pero ahora sus ojos sabían contemplar algo más que el mundo visible. Miraba a aquellas mujeres repintadas, embadurnadas, y pensaba: «¿Tendrán hijos? ¿Fueron jóvenes alguna vez? ¿Son felices?».
Porque llega una edad en que la piedad que hasta entonces se reservaba únicamente para los niños toma otra forma, una edad en que se contemplan los marchitos rostros de los «viejos» con el presentimiento de que un día nos pareceremos a ellos… Y ése es el principio del fin de la primera infancia.
Fuera oscurecía. Era una hermosa noche de terciopelo, noche italiana, con luminosos surtidores de agua, aromas, abiertas magnolias, suave y acariciante brisa… Con la cara pegada a la ventana, Elena contempló aquella noche que parecía demasiado ardiente y voluptuosa, «no apta para niños», se dijo sonriendo. Se sentía pequeña, perdida y culpable. («¿Por qué? No me reñirán. No es culpa mía. Estaba con papá, aunque no se ha quedado conmigo mucho rato…»). Eran las ocho. Delante del Café de París se detenían coches de los que bajaban hombres en terno y mujeres en traje de noche. Oyó mandolinas, rumor de besos y risas ahogadas bajo un balcón. En la rada brillaban débiles luces y, por las calles oscuras, todas las fulanas del litoral convergían hacia el casino. Ahora ya eran las nueve… «Tengo hambre. ¿Qué hago? Pero no me queda más remedio que seguir esperando, porque no me dejarán entrar en la sala». Cuántas, por otra parte, esperaban como ella, resignadamente… El vestíbulo estaba lleno de mujeres ansiosas y cansadas que aguardaban sin quejarse… Elena se sentía extrañamente vieja y resignada, hecha a la idea de pasar la noche en el banco si hacía falta… Si al menos no se le cerraran los pesados párpados… El tiempo transcurría tan despacio… Sin embargo, la aguja del frontón del Casino avanzaba con extraña rapidez. Acababan de dar las nueve y media, una hora normal, la misma en que ella se iba a la cama. Pero ahora la aguja había avanzado, y marcaba las diez menos cuarto, las diez… Para no dormirse, empezó a pasear de un lado a otro. Una mujer iba y venía en la penumbra, agitando su boa de plumas rosa. Elena la observó. Tenía la sensación de que su inteligencia, misteriosamente agudizada por el hambre, la hacía penetrar en la vida de aquella desconocida al punto de sentir su cansancio y su inquietud en su propia alma. Qué hambre tenía… Aspiró el aroma a caldo que ascendía por un respiradero de las cocinas del Café de París.
«Me siento como una maleta olvidada en consigna», se burló de sí misma.
Desde luego, todo aquello era gracioso, mucho… Miró alrededor. No había ningún niño. Todos estaban acostados. Una mano atenta había cerrado las ventanas y corrido las cortinas. De ese modo, los niños no oían los cuchicheos del viejo que importunaba a las floristas ni veían a las parejas que se besaban en todos los bancos.
«Mademoiselle Rose no se habría olvidado de mí… Y yo, que aún me hacía ilusiones —pensó con amargura—. Ella es la única que me quiere en el mundo».
Las once. Aquella ciudad blanca bajo la luna tenía una extraña y espectral apariencia onírica… Sin dejar de pasearse, con los somnolientos ojos medio cerrados, para aguantar despierta Elena contaba las luces de la rada, las lámparas de las casas… ¿Acaso iba a echarse a llorar como un niño olvidado en una plaza? En esos momentos, las últimas brujas salían del casino apretando sus capachos contra el pecho, con el maquillaje a churretones… ¿Y tras ellas? ¿Aquel pelo cano, aquellas facciones iluminadas por un destello de alegría y pasión que a ella tanto le gustaba? Sí, era su padre.
La cogió de la mano y se la apretó.
—Vamos, pobre hija mía… Me había olvidado de ti… Volvamos enseguida…
Ella no se atrevió a decirle que tenía hambre. No quería ver cómo se encogía de hombros y suspiraba, igual que habría hecho su madre: «Niños… ¡Qué lata!».
—¿Has ganado al menos, papá?
Los labios de Boris Karol se estremecieron con una sonrisita alegre y dolorosa a un tiempo.
—¿Ganado? Sí, algo. Pero ¿acaso se juega para ganar?
—¡Ah! Y entonces, ¿para qué?
—Por el juego en sí, hija mía —respondió, y la amarga y ardiente sangre que corría por sus venas pareció derramar su calor en la mano de la niña. La miró con tierno desdén—. No puedes comprenderlo. Eres muy pequeña. Y jamás lo comprenderás. No eres más que una mujer.