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Elena jugaba sentada en el entarimado de su habitación. Era una límpida y tibia tarde primaveral. El pálido cielo parecía una esfera de grueso cristal que ocultara en sus profundidades los candentes vestigios de un fuego rosa. Los sones y las palabras de una romanza francesa salían por la puerta entreabierta del salón y llegaban a oídos de la niña. Su madre cantaba. Cuando no estaba limándose las uñas o suspirando de languidez y aburrimiento tumbada en el viejo canapé del comedor, del que la estopa se salía a manojos, se sentaba al piano y cantaba acompañándose de vagos acordes tecleados con mano perezosa. Cuando murmuraba «amor» o «amante», su voz adoptaba un tono apasionado y exigente. Abría la boca sin temor, sin fruncir ya los labios. Exhalaba sordamente las palabras de amor, y una dulce y ronca inflexión teñía su voz, habitualmente desabrida o hastiada. Con sigilo, Elena se había acercado hasta el umbral y la miraba boquiabierta.

El salón se hallaba tapizado con una tela de algodón que imitaba la seda, antaño color carne y ahora desvaída y polvorienta. En la fábrica donde Boris Karol era gerente, confeccionaban aquel grueso tejido de algodón, que olía a cola y fruta y que las campesinas utilizaban para hacerse los vestidos y pañoletas de los domingos. Pero los muebles eran de París, del barrio de Saint-Antoine: taburetes forrados de felpa verde y color frambuesa, tederos de madera tallada, linternas japonesas orladas de perlas de colores… Una lámpara iluminaba una lima olvidada sobre la tapa del piano. Las uñas de Bella brillaban a la luz; redondas y abombadas, acababan en una afilada punta, como los extremos de una zarpa. En sus raros momentos de maternal ternura, cuando estrechaba a Elena contra el pecho, sus uñas casi siempre arañaban la cara o el brazo desnudo de su hija.

La niña avanzó con pasitos cortos. De vez en cuando, Bella dejaba de tocar y se quedaba callada. Con las manos inmóviles sobre el teclado, parecía aguardar, escuchar, llena de esperanza. Pero fuera, en el indiferente silencio de los atardeceres de primavera, sólo el impaciente viento empujaba ante sí el sempiterno polvo amarillento procedente de Asia.

—Cuando… todo… ha… acabado… —suspiró la señora Karol con los dientes apretados, «como si comiera fruta», pensó su hija.

Los grandes y relucientes ojos, que tan vacíos y duros parecían bajo las finas cejas, estaban llenos de lágrimas, un agua brillante que brotaba pero no se deslizaba.

Elena se acercó a la ventana y miró la calle. A veces, en una vieja calesa tirada por dos caballos lentos y conducida por un cochero vestido a la polaca (chaleco de terciopelo, mangas rojas abombadas y plumas de pavo real en el sombrero), pasaba la tía de Bella, una Safronov de la rama antigua, la que seguía siendo rica, la que no había dilapidado su fortuna ni necesitado casar a sus hijas con insignificantes judíos, gerentes de una fábrica en la ciudad baja. Menuda, tiesa, de rostro afilado, seca piel azafranada y grandes y refulgentes ojos negros, con el pecho destruido por un cáncer que soportaba con una especie de resignada agresividad, frioleramente envuelta en una «palatina» de piel de mofeta, al ver a su sobrina, Lidiya Safronov bajaba apenas la barbilla en un saludo glacial, con los labios fruncidos y la mirada ausente, perdida, llena de despectivo y cruel brillo. A veces, su hijo Max, todavía adolescente, iba sentado junto a ella, ataviado con el uniforme gris y el gorro adornado con el águila imperial de los estudiantes de instituto. Erguía la pequeña cabeza al final de su largo y frágil cuello, igual que su madre, con el mismo semblante altivo, decidido, malévolo. Tenía un fino perfil aguileño, y parecía tan consciente de su finura como de la pesada riqueza del coche y los caballos, de la calidad de la manta a cuadros inglesa que le cubría las rodillas. Sus ojos eran fríos y distantes. Cuando se encontraban por la calle, mademoiselle Rose empujaba ligeramente por detrás a Elena, que hacía una reverencia bajando la cabeza con expresión enfurruñada. Tras un breve saludo, su primo desviaba la vista mientras su tía la miraba con lástima a través de los impertinentes de oro, relucientes al sol.

Pero ese día, ante la ventana, sólo pasó lentamente un coche de punto ocupado por una mujer que apretaba contra sí, como si fuera un hato de ropa, un ataúd infantil. Así era como la gente del pueblo se ahorraba los gastos de un entierro. La mujer parecía serena; comía pipas de girasol y sonreía, contenta quizá de tener una boca menos que alimentar y un llanto menos que oír durante la noche.

De pronto, la puerta se abrió y entró el padre de Elena.

Sobresaltada, Bella cerró bruscamente la tapa del piano y miró a su marido con inquietud, pues nunca volvía de la fábrica tan temprano. Por primera vez en su vida, la niña advirtió en el rostro paterno una especie de débil y entrecortada pulsación que torcía la hundida mejilla; más tarde, ésa sería para ella la señal de la derrota en el rostro de un hombre y el único signo precursor del desastre, porque, ni entonces ni cuando envejeció y enfermó, Boris Karol supo quejarse de otro modo.

Avanzó hasta el centro del salón, pareció titubear y, al fin, con una risita dura y forzada, anunció:

—Bella, me he quedado sin trabajo.

—¿Qué? —chilló su mujer.

Él se encogió de hombros y se limitó a responder:

—Lo que has oído.

—¿Te han despedido?

Karol apretó los labios con altivez.

—Exactamente —contestó al fin.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué? ¿Qué has hecho?

—Nada —respondió él con voz ronca y hastiada.

Elena oyó el débil suspiro de irritación que su padre soltó entre dientes y experimentó un extraño sentimiento de piedad.

El hombre se sentó en una silla, la que tenía más cerca, y se quedó inmóvil, con la espalda encorvada y los brazos caídos, mirando al suelo y silbando de forma maquinal.

—Pero ¡estás loco! —chilló su mujer, sobresaltándolo—. ¡Nada! Pero ¿qué dices? ¿Qué…? ¡Si estamos sin blanca!

Bella retorció los brazos con una brusca y ágil contorsión que recordó a su hija los movimientos de las serpientes erizadas en la cabeza de Medusa, que estaba copiando para su profesor de dibujo. De la fina boca convulsa brotó un chorro de palabras, sollozos e imprecaciones:

—¿Qué has hecho? ¡Boris! ¡No tienes derecho a ocultármelo! ¡Tienes una familia, una hija! ¡No pueden haberte despedido porque sí! ¿Has especulado? ¡Lo sabía! Pero ¡confiesa! ¡Confiesa! ¿No? Entonces, ¿perdiste el dinero jugando a las cartas? Pero ¡di, confiesa, habla al menos, di algo! ¡Ay, vas a matarme!

La niña se había deslizado por la puerta entreabierta. Volvió a su habitación y se sentó en el suelo. Había oído tantas peleas en su corta vida que no estaba muy angustiada. Chillarían, pero luego todo acabaría. Sin embargo, notaba el corazón encogido y pesado.

—El director me mandó llamar —oyó decir a su padre— y, ya que quieres saberlo, Bella, me habló de ti. ¡Un momento! Me dijo que gastabas demasiado. ¡Espera, luego hablarás tú! Mencionó tus vestidos, tus viajes al extranjero, que, según él, no puedo pagarte con mi sueldo. Me dijo que la caja al alcance de mi mano era una tentación a la que no quería someterme. Le pregunté si había faltado un kopek. «No, pero ocurrirá inevitablemente si su tren de vida no cambia», respondió. Recuerda, Bella, que te lo había advertido. Cada vez que comprabas un vestido, unas pieles nuevas, cada vez que ibas a París, te decía: «Ten cuidado, vivimos en una ciudad pequeña. La gente murmurará. Me acusarán de robar». El director de la fábrica vive en Moscú. Es lógico que necesite confiar en mí, pero no puede tener esa confianza. Yo en su lugar habría hecho lo mismo. No sé negarte nada. Las lágrimas de las mujeres, vuestras llantinas, son más fuertes que yo. Prefiero dejarte hacer lo que quieras, a riesgo de que me tomen por un cobarde, un ladrón, un marido complaciente, aunque, en fin, cualquier otro sospecharía… Pero ¡cállate! ¡Cállate, te digo! —gritó Karol de pronto, y su voz, ruda y salvaje, se impuso a la de Bella—. ¡Cállate! ¡Sé lo que vas a decirme! ¡Sí, confío en ti! ¡No me digas nada! ¡No quiero saber nada! ¡Eres mi mujer! Mi mujer, mi hija, mi casa… ¡Después de todo, no tengo otra cosa! He de conservaros —añadió en voz baja.

—Pero, Boris, ¿qué estás diciendo? ¿Te das cuenta de lo que has dicho? Boris, cariño…

—Cállate.

—Mi vida es transparente…

—¡Calla!

—¡Ay, ya no me quieres! Hace unos años, jamás me habrías hablado así. ¡Acuérdate! ¡Era una Safronov, podría haberme casado con quien quisiera! Pero apareciste tú. ¡Acuérdate del escándalo de nuestra boda! Cuántas veces me dijeron: «¿Usted, casada con ese mísero judío salido de la nada, que sabe Dios por dónde ha andado y cuya familia ni siquiera se conoce? ¿Usted?». Pero yo te quería, Boris.

—No tenías nada, y todos tus guapos amigos querían una dote —replicó él con amargura—. Y soy yo quien alimenta y da techo a tu padre y a tu madre, ¡yo, el mísero judío salido de la nada, yo quien paga el pan de los Safronov, malditos sean! ¡Yo, yo!

—Pero ¡yo te quería, Boris, te quería! ¡Te quiero! Te soy fiel, te…

—¡Basta! ¡No quiero oír hablar de eso! ¡No se trata de eso! ¡Eres mi mujer y tengo que creer en mi mujer! ¡Si no, ya no habría nada limpio, nada de nada! ¡Nada! —repitió Karol con desesperación—. No hablemos más de ello, ¡ni una palabra más, Bella!

—¡Son esas mujeres celosas, esas viejas envidiosas que nos rodean, que no pueden perdonarme mi felicidad, porque saben que soy feliz! ¡No pueden aguantar que tenga un marido como tú, que sea joven, que sea atractiva! ¡Ellas tienen la culpa de todo!

—Puede ser —convino Karol con un hilo de voz.

Bella advirtió el tono débil y, al instante, se sumió en un mar de lágrimas.

—Jamás, jamás habría creído que pudieras decirme palabras tan duras, tan hirientes… ¡Nunca te perdonaré! Hago todo lo posible para agradarte… ¡Sólo te tengo a ti en el mundo, como tú sólo me tienes a mí!

—¿De qué sirve hablar de eso ahora? —respondió Karol con una voz cansada, teñida de pudor y sufrimiento—. Sabes que te quiero.

Pese a que la puerta estaba cerrada, todas las palabras llegaban a oídos de Elena, que parecía absorta en construir con libros viejos una fortaleza para sus soldaditos de madera. La abuela cruzó la habitación con sigilo, suspirando y con las lágrimas resbalándole por el viejo rostro. Pero eso a la niña no le importaba: su abuela lloraba a todas horas; siempre tenía los ojos enrojecidos y los labios temblorosos. Elena deslizó una mirada maliciosa hacia mademoiselle Rose, que cosía en silencio.

—Están gritando… ¿Los oye? ¿Qué ocurre?

La institutriz no respondió de inmediato. Apretando los labios, apoyó con fuerza la uña en el dobladillo que descansaba sobre sus rodillas.

—No hay que escuchar, Lena —dijo al fin.

—No estoy escuchando. Es que no puedo evitar oírlo.

—¡Esas mujeres odiosas! —gritaba Bella entre sollozos—. ¡Esas viejas gordas y feas, que no me perdonan mis vestidos y mis sombreros de París! Pero todas tienen amantes, tú lo sabes, Boris. Y todos esos hombres que van detrás de mí y a quienes rechazo…

—No te arrastres por el suelo —la reconvino mademoiselle Rose.

Cuando sus padres callaban, porque la discusión estaba salpicada de momentos de repentina calma durante los cuales parecían recuperar fuerzas para seguir destrozándose, Elena oía cantar a las criadas que planchaban al fondo de la cocina y tenía la sensación de percibir con más claridad que nunca el extraño y luminoso silencio vespertino. Pero lo que más le interesaba era su fortaleza. Manejaba a sus soldados con amor; mordisqueados por los perros, sus rojas guerreras teñían las manos y la ropa de la niña. Para ella eran los granaderos de la guardia imperial, los grognards de Napoleón. Agachaba la cabeza hasta notar que sus rizos barrían el suelo y el olor del viejo entarimado impregnaba sus fosas nasales. Los grandes libros abiertos boca abajo formaban un oscuro y amenazador reducto, un desfiladero de montaña entre rocas desprendidas, donde el ejército estaba apostado. Puso dos centinelas en la entrada. Luego volcó unos sobre otros los volúmenes que quedaban y recitó para sí fragmentos del Memorial de Santa Elena, su libro favorito, que se sabía casi de memoria. Mademoiselle Rose se había sentado junto a la ventana para aprovechar el último sol. Qué tranquilo, qué dormido parecía el mundo con el apacible zureo de las torcaces en el tejado, mientras las lágrimas, los hipidos, los sollozos y las imprecaciones de su madre llegaban desde la habitación contigua… Elena se levantó y se metió la mano entre los botones del vestido, a la manera napoleónica.

—Mariscales, oficiales, suboficiales, soldados…

Estaba de pie en la llanura de Wagram, sembrada de cadáveres. Se lo imaginaba con tal intensidad que podría haber dibujado el campo de batalla cubierto de hierba amarillenta, mordisqueada por los caballos. Un sueño de sangre y gloria mantenía inmóvil, petrificada, a aquella niña con la boca entreabierta, el labio inferior caído y el pelo revuelto sobre la frente, perlada de sudor. Las anginas la hacían respirar pesadamente, pero el pequeño hálito ronco y precipitado que salía de su boca daba ritmo a sus pensamientos. Se deleitaba imaginando la pequeña colina verde a la luz del sol poniente, mientras era al mismo tiempo el emperador (movió los labios con rapidez, y aunque no emitieron sonido alguno, mentalmente dijo: «¡Soldados, os habéis cubierto de una gloria imperecedera!») y el joven teniente que moría apretando contra su boca las franjas doradas de la bandera francesa. La sangre le manaba del acribillado pecho. En el espejo del armario, contempló sin reconocerla a una niña de ocho años; llevaba un vestido azul y un gran delantal blanco, con el pálido rostro aturdido por la violencia de su vida interior, los dedos manchados de tinta y las fuertes piernas cubiertas con medias de hilo y gruesos botines amarillos de cordones. Para ocultar mejor su sueño secreto, para engañar a quien pudiera sorprenderla, empezó a canturrear entre dientes:

—«Había una vez un barquito…».

Fuera una mujer se asomó por encima de la tapia baja del patio y gritó:

—¡Eh! ¿No te da vergüenza ir detrás de las mujeres a tu edad, carcamal?

A lo lejos, las campanas del monasterio resonaban gravemente en el límpido aire del atardecer.

—«Que no podía, que no podía, que no podía navegar…».

Los soldados se lanzaron al asalto. El cielo se tiñó de rojo. Los tambores redoblaban.

—De vuelta en vuestros hogares… vuestros hijos dirán de vosotros: fueron soldados en el Gran Ejército…

—¿Qué va a ser de nosotros, Boris? ¿Qué va a ser?

—Pero ¿de qué te lamentas? —respondió la voz baja y cansada de su padre—. ¿Te ha faltado algo alguna vez? ¿Crees que no sé ganarme la vida? Yo no soy un holgazán como tu padre. Desde que pude trabajar, siempre he vivido sin pedirle nada a nadie.

—¡Soy la mujer más desgraciada del mundo!

Misteriosamente, esta vez las palabras hicieron mella en Elena, que fue presa de un amargo resentimiento. «Siempre tiene que montar un drama», pensó.

—La más desgraciada, claro —replicó Karol—. ¿Y yo? ¿Es que crees que soy feliz? ¡Ay! El día que me casé, ¿por qué no me pegaría un tiro? Soñaba con una casa tranquila, un hijo… Y sólo te tengo a ti con tus gritos, y ni siquiera un hijo.

«¡Oh, basta ya!», pensó la niña. Aquella pelea estaba durando demasiado, y parecía más acre y sincera que de costumbre. De una patada dispersó los soldados, que rodaron bajo los muebles.

Pero volvió a oír la voz de su madre, asustada, astuta. Cuando le llegaba a su padre el turno de gritar, la mayoría de las veces Bella callaba o se limitaba a deshacerse en gemidos y lágrimas.

—Vamos, no te enfades… No te reprocho nada… Estamos aquí, peleándonos… Mejor intentemos reflexionar… ¿Qué vas a hacer?

Bajaron la voz y ya no se oyó nada.

—Demasiado viejo, amigo mío, demasiado viejo… —decía ahora la mujer de la tapia, mientras se alejaba riendo.

Elena se acercó a la institutriz y tiró de su labor distraídamente.

Suspirando, la mujer le apartó el húmedo mechón de pelo negro que le caía sobre la frente.

—Estás sudando, Lena… Ahora cálmate. No leas, lees demasiado. Coge el juego de mosaicos, o el de palillos…

La criada llevó una lámpara y, cerradas puertas y ventanas, un pequeño universo aislado, suave y frágil como una concha, volvió a formarse por unos instantes alrededor de la niña y la institutriz.