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Al inicio de su vida consciente, el domingo era un día que Elena veía llegar con tristeza y angustia: mademoiselle Rose se iba a pasar la tarde en casa de unas amigas francesas y ella quedaba a merced de la asfixiante ternura de su vieja abuela. Aprendidas las lecciones, nada burlaba las horas vacías, nada permitía refugiarse en un universo diferente y dulce, jalonado por un dedal de plata que brillaba a la última luz vespertina o el tintineo de una taza de porcelana en la cómoda. El domingo, en cuanto abría un libro, su abuela gemía:

—Cariño mío, mi dulce tesoro, te vas a dejar esos preciosos ojos…

Y si jugaba:

—No te agaches, que te harás daño. No saltes, que te caerás. No lances la pelota contra la pared, que molestarás a tu abuelo. Ven a sentarte en mis rodillas, cariño, ven a mis brazos, corazón…

Viejo corazón, que a la juventud de la niña se le antojaba frío y lento, pero que latía con inquietud febril; viejos ojos que miraban hacia abajo, que con tímida esperanza buscaban en el rostro de Elena un parecido, un recuerdo, una imagen lejana…

—¡Ay, abuela! ¡Déjame! —se quejaba la nieta.

Cuando ella se alejaba, la abuela se quedaba mano sobre mano la jornada entera. Cruzaba sobre las rodillas las delgadas manos, que tenían una forma encantadora pero se veían ennegrecidas y agrietadas por la edad y las tareas domésticas. A éstas se entregaba de repente, a trompicones, como si encontrara una especie de voluptuosa humillación en el placer de planchar, lavar, dejarse maltratar por la cocinera. Toda su vida había estado marcada por la adversidad y la mala suerte; había padecido la pobreza, la enfermedad, la muerte de seres queridos; la habían engañado y traicionado; sentía que su marido y su hija apenas la aguantaban. Había nacido vieja, preocupada, cansada, mientras que quienes la rodeaban estaban llenos de vitalidad y ávidos deseos. Pero sobre todo parecía presa de una tristeza profética, como si más que llorar el pasado temiera el porvenir. Sus lamentaciones asfixiaban a su nieta; sus imprudentes palabras daban alas a todos los terrores que Elena reconocía, que sentía alentar en el fondo de su corazón, igual que si formaran parte de una oscura herencia. Terror a la soledad, la muerte, la noche, y esa sensación de inseguridad, el miedo a que mademoiselle Rose se marchara así, de repente, y no regresara. Cuántas veces había oído comentar a las madres de sus amigas, con la falsa y zalamera mirada con que se mima a los niños mientras se pronuncian palabras que no deben comprender: «Si usted quisiera… Estaríamos dispuestos a llegar a los cincuenta rublos al mes, quizá más. Lo hablé con mi marido y está completamente de acuerdo. Se sacrifica usted demasiado, mi querida mademoiselle Rose. ¿Y para qué? Los niños son ingratos…».

La vida era cambiante, inestable, poco segura. Nada duraba. Un torrente implacable arrastraba a los seres queridos, los días tranquilos, y se los llevaba lejos, para siempre jamás. A menudo, un estremecimiento de angustia sacudía a la niña, sentada en un rincón, sola, tranquila, con un libro en las manos. Le parecía presentir la soledad en la tierra. La habitación se volvía hostil y amenazante. Fuera del pequeño haz de luz de la lámpara, reinaban las tinieblas; avanzaban, reptaban hacia Elena. La oscuridad la envolvía y asfixiaba.

Ella la apartaba con esfuerzo, como el nadador que empuja el agua con los brazos extendidos. Un rayo blanco que se filtraba bajo una puerta le helaba el corazón. Llegaba la noche y mademoiselle Rose no estaba allí… Nunca volvería a estar…

«No regresará. Un día se irá y no volverá».

Pero no se lo dirían. Una vez, le habían ocultado la muerte de su perro de igual modo. «Está enfermo, aunque volverá», le habían asegurado para evitar lágrimas inoportunas, añadiendo a la pena de la niña la tortura de la esperanza. De la misma manera, el día que mademoiselle Rose se marchara, no se lo dirían. A la hora de la cena, la rodearían rostros mentirosos.

«Come. Acuéstate. Se habrá entretenido con alguien. Volverá».

Ya creía estar oyendo aquellas falsas y lamentables voces. Miraba alrededor con odio. Nada, el silencio, la monótona paz y el miedo, que araña y tortura hábilmente el corazón, eran sus únicos compañeros. Probablemente llevaba en la sangre aquella angustia, a la que debería acostumbrarse como a una enfermedad hereditaria. Sentía en sus débiles huesos todo el peso del inquieto terror que había encorvado los hombros y palidecido la frente de tantos seres de su raza.

Pero a los diez años empezó a hallar un encanto melancólico en aquella soledad dominical. Le gustaba el extraordinario silencio de aquellas largas jornadas, que giraban tranquilamente sobre sí mismas como pequeños y oscuros soles en un universo de ritmo diferente.

La luz del sol subía con lentitud por la tapicería, en tiempos de un rojo violáceo y ahora rosa, raída y descolorida por los veranos. Cuando alcanzara las molduras de arriba, no formaría más que un segmento de luz dorada, que se borraría con lentitud, y sólo el techo, blanco y luminoso, reflejaría el cielo.

Estaban en los primeros días de otoño. El aire era frío y transparente y, aguzando el oído, podía oírse la campanilla del vendedor de helados, que pasaba por el paseo. En el patio, el viento de agosto, que en esas latitudes ya es otoñal, había deshojado los árboles, que sólo conservaban algunas hojas secas y rosáceas que temblaban en las copas atravesadas por el sol.

Una vez, Elena entró en la habitación de su madre. Le gustaba ir allí, pues experimentaba la oscura sensación de sorprenderla, de robarle sus secretos. Empezaba a interesarse por ella, por su desconocida vida, que ahora transcurría por entero fuera del hogar. Su corazón albergaba un extraño odio hacia su madre, odio que parecía crecer con ella, que como el amor tenía mil motivos y ninguno, y como el amor podía decir: «Porque era ella, porque era yo».

Entró. Abrió cajones, jugó con la bisutería, con artículos de París amontonados sin orden al fondo de los armarios. Desde la habitación de al lado, su abuela le preguntó:

—¿Qué haces ahí?

—Busco telas para disfrazarme —respondió.

Sentada en la alfombra, sostenía una blusa que había descubierto en el fondo de una cómoda.

Tenía varios desgarrones. Una mano sin duda fuerte había tirado de la hombrera de encaje y la cinta sólo se mantenía sujeta por unos hilos de seda. Desprendía un olor raro, mezcla del odiado perfume materno, su tufo a tabaco y otro más rico, más dulce, que la niña no podía reconocer ni adivinar, pero que aspiraba con asombro, con malestar, con una especie de salvaje pudor. «Odio este perfume», se dijo.

Se acercaba la prenda de seda a la cara y a continuación la apartaba. Arrumbado en un cajón había un collar de ámbar. Lo agarró, lo manoseó unos instantes, y después volvió a coger la blusa y cerró los ojos, como cuando tratamos de traer a la memoria un recuerdo olvidado. No, no le recordaba nada; pero sus frígidos sentidos de niña, despertados por primera vez, la colmaban de vergüenza e irónico resentimiento. Acabó haciendo un rebujo con la camisa, para arrojarla contra la pared y pisotearla en el suelo. Luego salió; pero llevaba impregnado aquel olor en las manos y el delantal. La acompañó hasta la cama, donde se mezcló con sus sueños infantiles como una llamada lejana, como una nota musical, como el ronco y quejumbroso zureo de las torcaces en primavera.