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En otoño, Karol se marchó a Nueva York y dejó a su mujer con un coche nuevo de relucientes dorados en ruedas, llantas y faros.
A veces, la doncella despertaba a Elena al amanecer y le comunicaba que al cabo de una hora salían. ¿Adónde? Nadie lo sabía. La mañana avanzaba. El coche esperaba. Los criados bajaban las maletas, los sombrereros de Bella, sus neceseres de aseo… Luego, la doncella cruzaba el vestíbulo con el cofrecillo de las joyas y el estuche de maquillaje, se instalaba en el asiento trasero y esperaba. Max y Bella estaban en plena pelea. Desde su habitación, Elena oía sus voces, que, frías y tranquilas al principio, subían de tono poco a poco hasta acabar siendo airadas y rabiosas.
—¡Nunca más, lo juro!
—Pero… no hagas un drama…
—¿Drama? Envenenas la vida de cuantos te rodean…
—Antes…
—Antes estaba loco… Cuando un demente recupera la razón, ¿hay que tenerlo encadenado en su celda eternamente?
—¡Bueno, pues vete! ¿Acaso te retiene alguien?
—¡Ah, no lo digas dos veces!
—¿Y por qué no? Sí, sí, vete, vete, ingrato, miserable… No, no, Max, cariño, perdona, perdona… No me mires así…
Mientras tanto, se acercaba el mediodía. Era la hora de comer. El almuerzo transcurría en medio de un silencio taciturno. Bella, con los ojos hinchados por el llanto, miraba fijamente la calle. Con manos temblorosas, Max hojeaba una guía Michelin, cuyas páginas se rasgaban entre sus dedos. La doncella había vuelto a subir con el cofrecillo de las joyas y el estuche de maquillaje. El coche aguardaba; el chófer dormía al volante. La procesión de criados subía de nuevo las maletas. Elena llamaba a la puerta de su madre.
—¿Nos iremos hoy, mamá?
—No lo sé. ¡Déjame en paz! Además, ¿adónde vamos a ir? Es tarde. Elena, Elena… pero ¿dónde estás? Sí, nos vamos enseguida, dentro de una hora. Pero ¡vete! ¡Déjame en paz, por amor de Dios! ¡Dejadme en paz todos! ¡Queréis acabar conmigo!
Y se echaba a llorar. El coche seguía esperando. Bella ordenaba vaciar el estuche de cosméticos y volvía a maquillarse la cara descompuesta.
—¿La señorita no sabe adónde vamos? —le preguntaba el chófer a Elena.
Y ella no lo sabía. Seguía a la espera. Cuando al fin su madre y Max bajaban, pálidos y todavía temblando de ira, ya era tarde. Un tenue vapor ascendía de las calles recién regadas hacia el límpido y rojizo cielo. Tras nombrar al azar una de las puertas de París, se ponían en camino. Iban callados. Bella, con los ojos humedecidos, que no se secaba, pues para que el maquillaje permaneciera intacto sobre las mejillas se limitaba a presionar nerviosamente con el pañuelo, pensaba con ternura y compasión en la mujer que había sido. ¿Quién, en todo el mundo, salvo quizá Karol, se acordaba de aquella chica en traje de chaqueta, según la moda de 1905, con un gran sombrero de paja y de rosas sobre el negro moño, cuyo velito formaba una jaula de tul alrededor de su rostro, que caminaba por las calles parisinas una tarde de otoño? Entonces era joven, torpe; se ponía perfumes y cosméticos baratos en exceso y sin habilidad sobre las mejillas… Pero ¡qué piel tan blanca y lisa tenía entonces! ¡Qué hermoso le parecía todo! ¿Por qué se había casado? ¿Por qué todo el mundo comprendía tan tarde cómo podría haber sido su vida? ¿Por qué se había resistido a aquel argentino que había conocido de jovencita? La habría abandonado, pero habrían aparecido otros. No era hipócrita. «¿Qué quieren todos de mí? —pensaba—. No puedo cambiar mi cuerpo, apagar el fuego que arde en mi sangre… ¿Acaso estaba hecha para ser una buena esposa y una buena madre? Max se enamoró de mí porque no me parecía a las insulsas burguesas que lo rodeaban, y ahora no me perdona que siga siendo como era… ¿Es culpa mía?».
Se acordaba del París de antaño, incluso de la llovizna que, atravesada por la luz, caía pardusca y lentamente la tarde de su llegada, quince años atrás. Qué lejos quedaba todo aquello… Las casas brillaban en la noche… Un hombre la había seguido y… se había ofrecido a llevarla… Oh, qué intenso había sido su deseo de no volver a Rusia jamás, de no volver a ver nunca a su marido y a su hija, y marcharse con él, no porque lo amara, sino porque simbolizaba una vida libre y feliz… ¿Feliz? ¿Y por qué no? Pero aún era joven, no se había atrevido… Le había dado miedo la aventura, y la miseria… Aún llevaba entre los pechos, en un saquito de seda cosido al corpiño, las fotos de Boris y Elena, junto al pasaporte y los billetes de vuelta. Estúpida, cobarde juventud… ¡Juventud única, irrepetible! Le parecía que Max se la había robado. Por su culpa, había dejado pasar los días con indolencia, sin pensar en apretar contra sí ese tiempo precioso, en arrancarle hasta la última gota de felicidad. Y ahora ya no la amaba…
Se volvía hacia él y lo miraba con lágrimas en los ojos. Habían salido de París. Avanzaban por el campo. Había anochecido. El olor de la vegetación ascendía de la pradera, junto con el de la leche de las oscuras granjas. Cruzaban pueblos dormidos y, a luz de los faros, de repente veían surgir una fachada blanca, un reluciente mojón y, en el pórtico de una iglesia, blancos ángeles de piedra sonrientes, misteriosos, con las alas plegadas. De la oscuridad salía un perro canela, o un gato, cuyos metálicos ojos reflejaban el brillo de los faros, y entre dos postigos aparecía una anciana en camisón blanco. El chófer, muerto de sueño, gruñía y accionaba nerviosamente el freno, que chirriaba, pero proseguían como locos hacia Normandía o Provenza, mientras Bella repetía:
—Deberíamos ir a otro sitio… No me gusta esta carretera… No me gusta el coche… Todo me aburre, todo es exasperante, triste, horroroso…
Y contemplaba con amor, desolación y angustia el frío e impasible rostro que tenía al lado.
A medianoche, paraban a cenar en un hostal vacío.
Mientras comían, Elena esperaba con malévola alegría que estallara la pelea, que siempre invisible y presente parecía incubarse como un fuego bajo la ceniza.
—¡Realmente hay que haber perdido el juicio para viajar de este modo!
—¡No tenías más que quedarte en París!
—¡Te juro que es la última vez que te acompaño!
—¡Me aburres!
—Eres de un egoísmo… Te pones a régimen… ¡y que los demás se mueran de hambre te importa un bledo!
—¡Te ruego que no seas vulgar delante de mi hija!
—Yo no soy vulgar, pero tú… ¡tú estás loca!
La joven los miraba sonriendo, recordando los tiempos, no tan lejanos, en que, sentada entre ellos del mismo modo, observaba con terror cada uno de sus movimientos y se sobresaltaba con cada grito, pues era consciente de que la ira materna acabaría cayendo sobre ella o sobre mademoiselle Rose… Ahora no había nada en el mundo que pudiera hacerla sufrir…
Devoraba con apetito la cena a base de tortilla de jamón y carne fría, bebía el excelente vino y escuchaba con socarrona alegría la discusión, que resonaba en sus oídos desprestigiada tras haber perdido su maléfico poder, como el trueno de una función teatral que deja de asustar a un niño. Se arrojaban las palabras más inocentes a la cara como una maza; las retomaban, buscaban las más insignificantes, encontraban en ellas significados oscuros y ocultos; volvían sobre cosas ocurridas hacía un año, o cinco; hurgaban implacablemente en cada una de sus frases para descubrir cuál de ellas se prestaba más a la deformación.
«Dos personas que se han querido…», pensaba Elena con desdén.
Pero aún era demasiado joven para percibir el sangrante, agonizante amor que seguía existiendo entre Max y su vieja amante.
«¿Cómo ha ocurrido? Y tan deprisa… Con lo que él la amaba… En Finlandia, sin duda… Mientras yo estaba enamorada de Fred, no me di cuenta de nada…».
Los contemplaba con burlona conmiseración, mientras Bella apartaba el plato y prorrumpía en sollozos, de modo que las lágrimas le resbalaban por las mejillas y diluían su maquillaje. Antaño, aquel llanto penetraba en el corazón de Max con su feroz y astuta mordedura. Ahora, el joven mascullaba con esfuerzo, lanzando miradas ansiosas y coléricas alrededor:
—¡Basta! ¡Me pones en ridículo! —exclamaba, apartando abruptamente la silla—. ¡Oh, ya no puedo más! ¡Si quieres venir, ven! ¡Vamos, Elena!
Mientras su madre se empolvaba llorando ante el plato casi intacto y contaba con amarga desolación cada nueva arruga surgida bajo sus lágrimas, ambos jóvenes la esperaban de pie en el umbral, a la luz de la luna.
—¡Oh, Elena! —dijo su primo un día con voz ronca y cansada—. ¡Qué desgraciado soy, pequeña!
—Qué exagerado…
—¡Vaya! —exclamó colérico—. Qué buena eres… Como tú no sufres por esto…
—No; es verdad, ya no.
Entonces Bella salía y partían de nuevo y pasaban toda la noche viajando en silencio.
Al día siguiente, llegaban a alguna de las hosterías que empezaban a brotar en suelo francés, donde camareras vestidas de normandas de opereta, con cofias de encaje y delantales de tafetán rosa, trotaban por la hierba tambaleándose sobre puntiagudos zapatos de tacón alto. Llevaban vinos deliciosos en jarras rústicas y cuentas de quinientos o seiscientos francos por una comida para tres, dobladas al desgaire por la mitad sobre un plato de porcelana desportillada con dibujo de flores. Era la inflación, la efímera prosperidad… Los collares de perlas se deslizaban como serpientes entre las ortigas y los gigolós se tendían en la hierba, «queridos» de saldo con el pecho cubierto de vello y los puños de la camisa rojos y húmedos, propios de los aprendices de carnicero.
Sólo cuando caía la tarde y las parejas desaparecían, en el jardín ahora más sombrío, el olor a perfume y polvos de arroz empezaba a disiparse y se respiraba el aroma frío, húmedo, vegetal, de los bosques normandos. Max y Elena conversaban en voz baja mientras, al amparo de la oscuridad, Bella probaba una nueva gimnasia para los músculos faciales. Doce o quince veces seguidas, dejaba caer lentamente la mandíbula y luego apretaba los dientes y hacía fuerza con los labios hasta que la piel de las mejillas se tensaba, como si fuera a romperse. A continuación, echaba atrás la cabeza, cogía aire y lo soltaba con lentitud. La conversación de Max y su hija, que estaban a su lado, ni siquiera llegaba a sus oídos. Elena todavía era una niña…
«Dieciocho años apenas, una cría, él ni siquiera se fija en ella… —pensaba—. Pero lo que le falta a Max es la ilusión de un hogar. Al menos, eso cree él. La niña lo distrae…».
Max y Elena hablaban de la pequeña ciudad sobre el Dniéper donde transcurrió su infancia y a la que la memoria confería un encanto melancólico. Recordaban gozosos el aire limpio y helado del otoño, las calles dormidas, los arrullos de las palomas, el antiguo parque del Zar, junto al río, los islotes verdes y los conventos, con sus dorados campanarios…
—Recuerdo a tu madre… —decía Elena—. Y la calesa, y los caballos… ¡Qué gordos estaban! No me explico cómo podían moverse… ¿Dónde vivíais?
—¡Oh! En una casa muy, muy antigua, preciosa, con unos suelos de madera tan viejos que en algunos sitios cedían bajo los pies… Creo que aún recuerdo los crujidos al pisar los listones… ¡Lo que daría por recuperarlo todo!
—Burgués, pequeñoburgués… —soltaba Bella con desprecio—. Yo aquí soy feliz… —Lentamente, estiraba la mano, cogía la suya, se la apretaba con una ternura desesperada y murmuraba—: Contigo…
Él alejaba la silla y le señalaba a su hija con un gesto irritado y confuso.
«Un poco tarde, amigo mío…», pensaba Elena sonriendo entristecida.