5

Como todas las noches, mademoiselle Rose la arropó en la cama y se llevó la vela. Como todas las noches, le dijo en tono sereno:

—Duérmete enseguida y no pienses en nada.

Le pasó con suavidad la cálida mano por la frente, el mismo movimiento maquinal que repetía desde hacía once años, suspiró y se acostó.

Elena tenía el corazón desgarrado. Durante mucho rato miró a la luz de la vela el sosegado rostro de mademoiselle Rose, que sin embargo tampoco dormía. Sin duda, oía dar las horas, como ella, mientras aspiraba el olor a humo que se filtraba bajo la puerta. En la habitación de al lado, los padres de Elena hablaban en voz baja. De vez en cuando, a la cama de la niña llegaba un grito:

—¡No es verdad, Boris! ¡Te juro que no es verdad!

Qué bien mentía su madre…

—Qué desagradecidos son los hijos… —oyó decir poco después—. Prefiere a una extraña, a una intrigante… Porque es esa francesa quien la ha alejado de nosotros…

Luego, ya no le llegaron más que confusos cuchicheos, algunos sollozos y la voz cansada de su padre:

—Vamos, cálmate… Bella, cariño…

—Te juro que es un niño… Un niño que me quiere… ¿Qué culpa tengo yo? ¡Vamos, tú me conoces! Me gusta agradar, es cierto, pero para mí no es más que un niño… Puede que alguna vez me haya divertido provocándolo, ¿comprendes? Pero hay que tener la desvergonzada imaginación de una mocosa o de una solterona para… Te quiero, Boris… ¿Acaso no me crees?

Elena oyó el profundo suspiro de su padre.

—Claro que sí, claro que sí…

—Entonces, bésame, no me mires así…

Un murmullo de besos. La vela se apagó.

«Se morirá. —Elena se desesperaba—. No podrá vivir sin mí. Está sola, completamente sola… ¿Cómo no comprenden lo que supone…? ¿No se dan cuenta de que van a matar a un ser humano? ¡Oh, los odio! —se dijo, pensando en su madre y en Max—. ¡Cuánto los odio!».

Se retorció convulsivamente las débiles manos.

—Me gustaría matarlos —murmuró.

Fuera, haciendo temblar las pequeñas estanterías blancas de la habitación y las cursis estatuillas que las adornaban, los terroristas anarquistas pasaron en un viejo Ford con sendas calaveras pintadas en los laterales, disparando al aire las metralletas por las calles desiertas. Pero nadie los oía. Tras las ventanas cerradas, la gente, embrutecida y resignada a todo, dormía.

El día siguiente transcurrió sin que Bella abriera la boca en presencia de su hija. Karol nunca estaba. Un fiero pudor sellaba los labios de Elena ante mademoiselle Rose. Pasó otro día. La institutriz estaba preparando sus maletas. Entretanto, la vida seguía tan rutinaria como de costumbre… Del mismo modo, en algunos sueños febriles el horror se mezcla con los detalles familiares. Elena aprendía las lecciones. Comía frente a su madre. Hacía varias semanas que la electricidad estaba cortada, de manera que una débil vela palpitaba al fondo de una enorme sala oscura. De doce a dos, Elena y mademoiselle Rose salían. A esas horas apenas se oían disparos y las calles acostumbraban estar tranquilas.

Al fondo de una casa abandonada, con las ventanas tapiadas, brillaba una luz olvidada. La niebla se metía en la boca de la niña y penetraba en su garganta, con su olor rancio y pesado. Ese día, mientras paseaban, de pronto cogió la mano de mademoiselle Rose, se la apretó tímidamente y retuvo los delgados dedos enguantados en lana negra.

—Mademoiselle Rose…

La institutriz se estremeció, pero no respondió; dejó caer la mano de Elena, como si su contacto hubiera perturbado un ruido lejano que sólo ella podía percibir. Ella suspiró y calló. El aire era amarillento y se adensaba por momentos. A veces, la calle se volvía tan oscura que ya no veía a la mademoiselle más que como un cuerpo sin espesor perdido en la niebla, y entonces tendía la mano con angustia para tocarle el abrigo. Luego seguían andando en silencio. De vez en cuando, una farola de gas milagrosamente encendida derramaba sobre ellas su turbia claridad, y entre el vapor opaco y tembloroso se delineaban el delgado rostro, la pequeña boca apretada y la toca de terciopelo negro. En la oscuridad se elevaba el pestilente hedor de los canales, que nadie se había preocupado de limpiar desde la Revolución de Febrero y cuyas piedras nadie aseguraba. Empujada por las aguas, la ciudad se desintegraba, se desmoronaba lentamente; una ciudad de humo, sueños y niebla que retornaba a la nada.

—Estoy cansada —dijo Elena—. Quiero volver a casa.

Mademoiselle Rose no respondió. Sin embargo, a ella le pareció que sus labios se movían, aunque no se oyó ningún sonido. Bueno, a veces las voces se perdían en la bruma.

Siguieron caminando.

«Debe de ser tarde», pensó Elena. Tenía hambre.

—¿Qué hora es? —preguntó.

No hubo respuesta. Quiso mirar su reloj de pulsera, pero la niebla era demasiado espesa. Al pasar frente al reloj del Palacio de Invierno, aflojó el paso por si lo oía sonar, pero mademoiselle Rose prosiguió, y entonces Elena tuvo que echar a correr para alcanzarla. Luego se acordó de que el reloj estaba roto y no funcionaba.

De repente, la niebla se había condensado tanto que le costó encontrar a la institutriz. Pero la calle era totalmente recta y no tardó en recuperar el contacto con el familiar abrigo de lana.

—Espéreme, por favor… Qué deprisa anda… Estoy cansada, quiero volver. —Aguardó en vano la respuesta. Con voz irritada y asustada, repitió—: Quiero volver a casa…

Y de pronto se quedó desconcertada al oír a mademoiselle Rose hablando sola, suave y razonablemente.

—Es tarde, pero la casa está ahí al lado —decía—, ¿por qué no han encendido las luces? Mamá nunca se olvida de poner la lámpara en el alféizar de la ventana cuando anochece. Mis hermanas y yo nos sentamos ahí, a coser y leer… ¿Sabes que ha llegado Marcel? —preguntó, volviéndose hacia ella—. Te encontrará mayor… ¿Te acuerdas del día que te llevó sobre la espalda para subir a las torres de Notre-Dame? Cómo reías… Ahora ya apenas ríes, mi pobre pequeña… Mira, sabía que no debía encariñarme contigo… Me habían advertido… ¿Que quién? Lo he olvidado… Jamás hay que encariñarse con los hijos de los demás… Yo también podría haber tenido un hijo… Ahora sería de tu edad… Quería arrojarme al Sena… Por amor, ya sabes… Pero no, soy vieja… Entiendes que tengo que volver a casa, Elena… Estoy muy cansada… Mis hermanas me esperan. Veré al pequeño Marcel.

Soltó una débil carcajada que acabó en un penoso suspiro. Después pronunció unas palabras inconexas, pero del modo más tranquilo y normal. Había vuelto a cogerle la mano y ahora se la apretaba con fuerza. Elena la seguía; todo aquello era extraño y tenía la vaga sensación de caminar por las profundidades de un sueño… Cruzaron uno de los puentes del Neva, guardado por unos caballos encabritados cuyas grupas de bronce estaban cubiertas de fina y escasa nieve. Al pasar junto a un pedestal, Elena lo golpeó con la mano y la nieve le cayó sobre el abrigo. Oyó de nuevo aquella risita rota que terminaba en suspiro. Pero la niebla volvió a cerrarse. Avanzaron a lo largo de la calle. Mademoiselle Rose iba delante, repitiendo con impaciencia:

—Deprisa, deprisa, vayamos más deprisa…

La calle estaba desierta. Sólo un marinero surgió de la oscuridad tras la esquina de un palacio. Sujetaba una pitillera de oro que puso ante los ojos de Elena. Ella distinguió las manchas de sangre negruzca que seguían cubriendo la tapa dorada. El torso del hombre parecía flotar en la niebla, que le ocultaba las piernas y la mitad superior de la cara. De pronto, una nube de humo pasó entre él y Elena, y el hombre pareció disolverse en la noche.

—¡Deténgase, mademoiselle! —gritó entonces—. Suélteme… ¡Quiero volver!

La institutriz se estremeció y le soltó la mano. Elena la oyó suspirar débilmente. Cuando volvió a hablar, el delirio parecía haber pasado.

—No tengas miedo, Lena… —dijo con suavidad—. Vamos a volver. Desde hace cierto tiempo, estoy perdiendo la memoria… Había una luz allí, al final de la calle, que me ha recordado la casa… No, no puedes saberlo… Pero, por desgracia, soy consciente de que todo eso forma parte del pasado. Me pregunto si esas lagunas me las provocan los disparos… Se oyen toda la noche bajo nuestras ventanas… Tú duermes, pero a mi edad las noches son largas. —Se interrumpió y luego, inquieta, preguntó—: ¿No oyes gritos?

—No, no… Apresurémonos a volver. Está enferma.

Trataron de orientarse. Elena tiritaba. De vez en cuando creía reconocer una calle, un monumento entre la niebla. El pedestal de una estatua muy alta emergió de un mar brumoso. Se acercaron al Neva, pero la niebla era cada vez más densa; había que avanzar tanteando las paredes.

—Si me hubiera hecho caso… —le reprochó Elena, furiosa—. Ahora nos hemos perdido…

Sin embargo, la institutriz caminaba con la seguridad de un ciego y con una rapidez extraña. Con gesto mecánico Elena pasaba la mano por su manguito de nutria y tocaba el ramito de violetas artificiales cosido a la piel.

—¿Sabe dónde estamos? No veo nada… ¡Mademoiselle Rose! ¡Respóndame! ¿En qué piensa?

—¿Qué dices, Lena? Habla más alto, no te oigo…

—La niebla ahoga las voces…

—La niebla y los gritos. Es curioso que no los oigas… Lejos, muy lejos; pero muy claros… ¿Estás cansada, mi pobre pequeña? No pasa nada, no pasa nada… Démonos prisa, démonos prisa… —repitió la mujer con inquietud.

—¡Bah! ¿Para qué? —refunfuñó Elena—. Nadie nos espera, ¿sabe?… Eso a ellos les trae sin cuidado… Ella está con su Max… ¡Oh, cómo la odio!

—¡Chis! ¡Chis! No hables así. No está bien… —la reprendió la institutriz con suavidad.

Volvía a andar con extraña rapidez. Cuando Elena le preguntaba:

—Pero ¿adónde va? Párese a pensar… No puede ver adónde va… Seguro que estamos alejándonos de casa.

—Sé adónde voy… —respondía con impaciencia—. No te preocupes… Sígueme… Pronto podremos descansar…

De pronto, la mujer se soltó, y el manguito que sostenía se quedó entre los dedos de Elena. La institutriz dio unos pasos, dobló una esquina y al instante la niebla la engulló; se esfumó como un fantasma, igual que un sueño.

La niña echó a correr detrás, gritando:

—¡Espéreme! ¡Se lo suplico! ¿Adónde va? ¡Conseguirá que la maten! ¡Los disparos vienen de ese lado! ¡Espéreme, espéreme, por favor! ¡Tengo miedo! ¡Le harán daño!

No veía nada. La bruma la rodeaba por completo. Creyó distinguir una sombra a lo lejos y corrió hacia ella, pero era un miliciano, que la rechazó.

—¡Socorro! ¡Ayúdeme! ¿No ha visto pasar a una mujer hacia allí?

El miliciano estaba borracho, y una voz de niño pidiendo socorro era algo común en aquellos tiempos. Se alejó, tambaleante, apoyándose en las paredes. Entonces Elena se dijo que había corrido demasiado, que las débiles piernas de mademoiselle no habían podido llevarla tan lejos, de modo que volvió sobre sus pasos. Avanzaba envuelta en una pesada niebla que se deslizaba lentamente, como una humareda, dejando al descubierto de vez en cuando los contornos de un edificio alto, una farola o el arco de un puente.

«¡Nunca la encontraré!», pensó desesperada.

Su propia voz, débil y amortiguada por la bruma, resonaba en sus oídos:

—Mademoiselle Rose… ¡Oh, querida, querida mademoiselle Rose! ¡Espéreme! ¡Responda! ¿Dónde está?

Vio unas luces débiles. Avanzó unos pasos. Unos hombres estaban alrededor de un caballo muerto, despiezándolo silenciosamente, trozo a trozo. Una mano alzó el farol; Elena divisó unos amarillentos dientes descarnados que reían en la oscuridad. Soltó un grito y echó a correr hacia una calle desconocida, flanqueada de altos edificios. Iba jadeando; sentía a cada paso el dolor lancinante de su entrecortada respiración. No sabía dónde estaba; ofuscada por el terror y las nubes de bruma, ya no reconocía nada. Huía lejos de aquellos hombres, de aquellas luces siniestras, de aquellos dientes de cadáver…

—¡Socorro, socorro! ¡Mademoiselle Rose! —gritaba de vez en cuando.

Pero su voz débil y jadeante se perdía de inmediato. Además, en esos tiempos, cuando los viandantes oían que alguien pedía socorro, se limitaban a apretar el paso hacia sus casas. Elena seguía corriendo. Veía a lo lejos una farola encendida, una por calle, que difundía su débil luz, rodeada de un halo rojizo, sobre un trozo de tierra negra y las volutas de niebla. Corría hacia allí, salvando de un salto el espacio de tinieblas; se pegaba a ella jadeante, abrazando el soporte de bronce cubierto de húmeda bruma como si fuera un amigo. Cogía un puñado de nieve, pues su helado contacto la calmaba. Se desesperaba por divisar a alguien en vano… La calle estaba desierta. Daba vueltas sin parar alrededor de la misma manzana de casas altas, perdida, regresando sobre sus pasos. Una de las veces chocó contra un transeúnte; pero cuando su aliento le dio en la cara, cuando vio unos ojos asustados, desconocidos, que la escrutaban, fue tal su terror que creyó que el corazón iba a parársele. Con todas sus fuerzas, se zafó de la mano que la retenía y, una vez más, corrió apretando las mandíbulas.

—¡Mademoiselle Rose! ¿Dónde está? ¿Dónde está, mademoiselle? —gritaba. Pero en su fuero interno sabía que no volvería a verla. Acabó deteniéndose y murmurando con desesperación—: Ahora hay que volver, intentar regresar… Puede que esté en casa…

En ese momento recordó que, de todas formas, la institutriz se marcharía pronto y, en voz alta, escuchando con penoso asombro las palabras que escapaban de sus labios, dijo:

—Si tiene que morir… si ha llegado su hora… tal vez sea lo mejor, Dios mío…

Rompió a llorar. Sentía que, al dejar de luchar contra el destino, le había entregado a mademoiselle Rose. Ahora caminaba a lo largo de los muelles. Notaba el granito bajo las manos, húmedo y helado. Tiritaba de frío. Se había levantado viento, que llenaba el aire de un fragor furioso.

El olor del agua, aquel hedor de los canales de San Petersburgo, que para ella constituía el aliento mismo de la ciudad, disminuyó de repente; la niebla se disipó y se alejó deslizándose despacio. Elena se quedó mirando el agua.

«Me dan ganas de tirarme. Me gustaría morirme…».

Pero sabía que no era cierto. Cuanto veía en ese momento, cuanto experimentaba, su misma desdicha, su soledad, y aquellas aguas negras, aquellas llamitas de farol agitadas por el viento, todo, incluso su desesperación, la impulsaba hacia la vida.

Se detuvo, se pasó la mano por la frente despacio y dijo en voz alta:

—No, no podrán conmigo. Soy valiente…

Se obligó a mirar el agua, a vencer la oscura atracción de aquellos palpitantes remolinos; respiró el viento a bocanadas y pensó: «Que me quede al menos eso… Soy mala, tengo el corazón duro, no sé perdonar, pero soy valiente… ¡Ayúdame, Dios mío!».

Y lentamente, apretando los dientes para no llorar, volvió a casa.