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Mademoiselle Rose era fina y delgada, con un rostro suave de facciones delicadas que en su juventud habría gozado de cierta belleza provista de gracia y alegría, pero que ahora se veía marchito, ajado, enjuto. La boca, pequeña, tenía el pliegue de amargura y dolor propio de los labios femeninos pasada la treintena. Tenía unos hermosos ojos negros, vivaces, de mujer meridional, un pelo castaño, crespo y fino como humo, peinado, según la moda de la época, en una aureola alrededor de una frente lisa, y una suave piel que olía a jabón bueno y perfume de violetas. Llevaba una estrecha cinta de terciopelo negro alrededor del cuello, blusas de linón blanco o lana negra, faldas lisas y botines estrechos y puntiagudos. Estaba bastante orgullosa de sus pies pequeños y su talle estrecho, que ceñía con un cinturón de ante adornado con una hebilla de plata vieja. Era tranquila y sensata, muy comedida y con un gran sentido común. Durante años, una inocente alegría había persistido en ella, pese a la aprensión y la tristeza que le inspiraban aquel país desmesurado, aquella casa caótica y aquella niña de carácter extraño y salvaje. Elena no quería a nadie más en el mundo. Por la noche, en cuanto se encendía la lámpara, Elena se sentaba a su pequeño pupitre y dibujaba o recortaba imágenes, mientras la institutriz le hablaba de su infancia, de sus hermanas y su hermano, de sus juegos, del convento de ursulinas donde se había educado…
—Cuando era pequeña me llamaban Rosette.
—¿Era una niña buena?
—No siempre.
—¿Más buena que yo?
—Tú eres muy buena, Elena, salvo en ocasiones. A veces parece que llevas un demonio dentro.
—¿Soy inteligente?
—Sí, pero te crees aún más lista de lo que eres. Además, la inteligencia no lo es todo. No te hará mejor ni más feliz. Hay que ser buena y valiente. No para hacer cosas extraordinarias, pues no eres más que una niña normal, sino para aceptar la voluntad de Dios.
—Sí. Mamá es mala, ¿verdad?
—Qué ocurrencia, Elena… Tu mamá no es mala, pero siempre estuvo muy mimada, primero por su madre y luego por tu papá, que la quiere mucho, y también por la vida. Nunca tuvo que trabajar ni plegarse a las circunstancias. Vamos, intenta dibujar mi retrato.
—No puedo. Cante, mademoiselle Rose, por favor.
—Ya te sabes todas mis canciones…
—No importa. Cante «Habéis tomado Alsacia y Lorena, pero, aunque os pese, seguiremos siendo franceses».
La institutriz cantaba a menudo; aunque tenía poca voz, era clara y pura. Entonaba Mambrú se fue a la guerra, Plaisir d’amour ne dure qu’un moment y Sous ton balcon je soupire, bientôt paraîtra le jour.
Cuando pronunciaba la palabra «amor», también ella suspiraba y acariciaba el pelo de la niña. ¿Habría amado y perdido a quien amaba? ¿Habría sido feliz? ¿Por qué había ido a vivir a Rusia para cuidar hijos ajenos? Elena nunca lo sabría: de niña, jamás se atrevió a preguntárselo y, más tarde, quiso guardar intacto en el corazón el recuerdo de la única mujer pura y serena, libre de la mancha del deseo, que había conocido, cuyos ojos sólo parecían haber contemplado imágenes inocentes y risueñas.
Una vez, soñando en voz alta, mademoiselle Rose dijo:
—Cuando tenía veinte años, era tan desgraciada que un día quise arrojarme al Sena.
Su mirada estaba fija y abstraída, y Elena supo que su institutriz había alcanzado ese grado de alucinación del recuerdo en que se le puede hablar incluso a un niño, sobre todo a un niño, de las penas del pasado. Un extraño y salvaje pudor estremeció a la pequeña. En aquellos temblorosos labios adivinó todas las palabras que odiaba: «amor», «besos», «novio»…
De pronto, apartó la silla con brusquedad y empezó a cantar a voz en cuello, balanceándose adelante y atrás y golpeando el suelo con los pies. Mademoiselle Rose la miró con sorpresa y melancólica resignación, y a continuación suspiró y calló.
—Cante, por favor, mademoiselle Rose. Cante La Marsellesa. ¿Se la sabe? La estrofa de los niños pequeños: «Tomaremos el camino…». ¡Oh, cómo me gustaría ser francesa!
—Tienes razón, Lena. Es el país más bonito del mundo…
Gracias a mademoiselle Rose, la niña, que se había acostado con el telón de fondo de un estrépito de gritos, discusiones y platos que estallaban en pedazos, podía oír con indiferencia aquella lejana tempestad como quien oye el viento en una casa caldeada con las ventanas cerradas, sabiendo que tenía un refugio al lado de aquella tranquila joven que cosía junto a la lámpara.
—¡Si no fuera por la niña me iría, te abandonaría ahora mismo! —Oyó que chillaba su madre.
Y eso ocurría porque a veces a Karol lo irritaba encontrar la casa de cualquier manera, o en la mesa una sombrerera nueva de la que sobresalía una pluma rosa, mientras que el asado estaba quemado y el mantel lleno de agujeros. Pero Bella afirmaba que nunca había pretendido ser una buena ama de casa, que odiaba el hogar y las tareas domésticas y que sólo le gustaba divertirse.
—¡Yo soy así! Sólo tienes que aceptarme como soy.
Boris Karol gritaba y luego callaba, porque con cada pelea era como si la carga del matrimonio, que se había echado a la espalda con esfuerzo, volviera a caérsele y rodara por el suelo, y era más sencillo llevarla con resignación que tener que agacharse para recogerla otra vez. Y además temía oscuramente aquella amenaza: «Me iré». Sabía que la cortejaban, que Bella gustaba a los hombres… La quería…
«¡Dios mío! —pensaba Elena medio dormida, volviéndose, golpeando con sus largas piernas la madera de la pequeña cama, que no crecía con ella y que todos los años se olvidaban de reemplazar, y ovillándose bajo la colcha de satén finamente bordado, pero de la que, pese a los zurcidos diarios de mademoiselle Rose, la guata se salía a puñados—. ¡Dios mío! ¡Que se vaya de una santa vez y no volvamos a oírla! ¡Ojalá se muera! —Todas las noches, en sus oraciones (“Dios mío, da salud a papá, a mamá…”) sustituía el nombre de su madre por el de mademoiselle Rose con una vaga y asesina esperanza—. Pero ¿para qué tanto grito, tanta amenaza inútil? —se preguntaba—. ¿Para qué hablar si no se dice nada? Esa mujer es imposible, es mi cruz».
Cuando monologaba consigo misma, Elena empleaba palabras de persona mayor, frases sensatas y maduras que le venían a los labios de forma natural, pero que le habría dado vergüenza pronunciar en otras circunstancias, del mismo modo que habría encontrado ridículo pasearse emperifollada como una señora. Al hablar, se veía obligada a expresar sus ideas con frases más sencillas, corrientes y torpes, y eso confería a su parlamento una especie de titubeo, de tartamudeo que irritaba a su madre.
—¡A veces esta niña parece idiota! ¡Como recién caída del cielo!
Cuando se dormía, el sueño, misericordioso, le devolvía su edad. Sus sueños estaban llenos de acciones y gritos alegres proferidos a pleno pulmón.
Tiempo después, Boris Karol se marchó y las veladas recuperaron la tranquilidad. Había encontrado trabajo como gerente de unas minas de oro en Siberia, en la taiga asiática, lo que supondría el comienzo de su fortuna. Ahora la casa estaba vacía, porque sólo quedaba la abuela, que vagaba en silencio por las habitaciones, ya que su marido y su hija se iban cada uno por su lado en cuanto retiraban la cena. Elena dormía el embriagador y dulce sueño de la infancia, que parece sumergirnos en un baño de paz y vigor. Al despertar, el sol iluminaba la estancia. Mademoiselle Rose abrillantaba los viejos muebles, cuya pintura se descascarillaba. Llevaba un delantal de rasete negro con pequeños pliegues para proteger la ropa, pero ya estaba vestida y peinada con esmero, con corsé y botines de ciudad y el cuello de la blusa cerrado con un pequeño broche de oro. Nunca tenía el pelo revuelto, ni se ponía una de esas batas sueltas ni de aquellas faldas informes que colgaban alrededor de las gruesas rusas. Era ordenada, exacta, meticulosa, francesa hasta la médula, algo distante y burlona. Nada de palabras altisonantes. Pocos besos. «¿Que si te quiero? Claro, cuando te portas bien». Pero su vida se limitaba a la existencia de la niña, a sus rizos, a los vestidos que le confeccionaba, a sus comidas, que supervisaba, a sus paseos, a sus juegos. Nada de moralismos. Las recomendaciones más simples y lógicas:
—Elena, no leas mientras te pones los calcetines. Cada cosa a su tiempo. Vamos, recoge las cosas. Tienes que convertirte en una mujer ordenada, cariño. Pon orden en lo tuyo y más tarde tendrás orden en tu vida, y de ese modo las personas que vivan contigo te apreciarán.
Así pasaba la mañana. Y poco a poco, conforme iba acercándose la hora del almuerzo, a la niña empezaba a encogérsele el corazón.
—Pon atención y compórtate en la mesa —le recomendaba la institutriz en voz baja mientras le cepillaba los rizos—. Tu madre está de mal humor.
Su padre se había ido hacía tanto que estaba empezando a olvidarse de su rostro. Ni siquiera sabía con exactitud dónde se encontraba. Elena se hallaba a merced de su madre.
¡Cómo odiaba aquellas comidas! Cuántas acababan en llanto… Más tarde, cuando con los ojos de la memoria recreara aquel polvoriento y oscuro comedor, sentiría el sabor salado de las lágrimas que le nublaban la vista, le resbalaban por la cara hasta caer al plato y se mezclaban con el sabor de la comida. Durante mucho tiempo, la carne tuvo para Elena un regusto a sal y el pan estuvo empapado de amargura.
Obstaculizada por el balcón, la triste luz invernal apenas entraba en el comedor. Cuántas veces había mirado los viejos tapices falsos sujetos a la pared con los ojos empañados de lágrimas que retenía por orgullo, y que enronquecían y hacían temblar su voz… Más tarde, nunca podría recordar aquellas lejanas horas de su infancia sin sentir que los antiguos llantos se agolpaban en su pecho.
«Ponte derecha… Cierra la boca… Mírala: vaya cara de boba con la boca abierta y el labio colgando… Pero ¡esta niña está volviéndose idiota, de verdad! ¡Ten cuidado, vas a tirar el vaso! Hala, ¿qué te decía? Otro vaso roto… Y ahora, a llorar… hacía mucho que no lloraba. Sí, claro, vosotros siempre la disculpáis… Pues perfecto: no vuelvo a meterme en la educación de la señorita Elena. Que la señoritinga se siente a la mesa como una pueblerina, si eso es lo que le apetece. Yo ya no me meto. ¿Quieres levantar la cabeza cuando habla tu madre? ¿Quieres mirarme a la cara? ¡Para esto, para esto se sacrifica una, para esto entierra una su juventud, sus mejores años!», se lamentaba la señora Karol pensando con rencor en aquella niña a quien tenía que arrastrar tras de sí por toda Europa, porque, de lo contrario, no le cabía duda de que, apenas pusiera los pies en Berlín, un telegrama desesperado de la abuela («Vuelve stop Niña enferma»), a causa de un catarro o las anginas, la obligaría a cubrir de nuevo la distancia recorrida el día anterior con tanta alegría. La niña, la niña… Siempre tenían aquella palabra en la boca. Su marido, sus padres, sus amigos… «Tiene que sacrificarse por la niña». «Piensa en la niña, Bella».
La niña, un reproche viviente, una molestia… Estaba bien cuidada. ¿Qué más quería? Hasta para Elena, con el tiempo, ¿no sería mejor tener una madre joven que supiera lo que es la vida? «La mía se pasaba la existencia quejándose. ¿Acaso es mejor eso?», se decía la señora Karol recordando con rencor una casa triste y a una mujer prematuramente envejecida con los ojos enrojecidos y que sólo sabía repetir: «Come. No te canses. No corras…». Vejez que chocheaba, que ahogaba todos los impulsos de alegría y amor, que impedía vivir a la juventud… «Nunca he sido feliz —se decía Bella—. Que me dejen divertirme ahora, no hago daño a nadie. Cuando sea vieja, haré como todas las viejas: lamentarme todo el santo día. Cuando sea vieja, seré sensata y tranquila», pensaba, pues la vejez todavía estaba lejos…
Entretanto, el almuerzo había acabado. Pero para Elena aún quedaba lo más duro: tenía que acercarse a besar aquella odiosa cara blanca, que siempre parecía helada bajo sus ardientes labios, posar la boca apretada en aquella mejilla donde le habría gustado clavar las uñas, tal vez decir «Perdona, mamá»…
En su interior, sentía temblar y sangrar un extraño orgullo, como si en su cuerpo de niña viviera encerrada un alma más vieja: un alma ofendida que sufría.
—Ni siquiera me pides perdón, ¿eh? No, hija mía, deja, no voy a insistir… No quiero unas disculpas que vengan de los labios, sino del corazón. Vete.
Pero a veces la escena acababa sólo por el capricho de afecto materno que se apoderaba de Bella.
—Esta niña… Al fin y al cabo, sólo la tengo a ella. Los hombres son tan egoístas… Con el tiempo, será mi amiga, mi pequeña compañera… Vamos, Elena, no pongas esa cara. No hay que ser tan rencorosa. Te he reñido, has llorado y ahora se acabó, todo olvidado. Ven y dale un beso a tu madre.
Durante la cena, la señora Karol solía estar ausente. Antes de acostarse, el viejo Safronov se paseaba lentamente por el oscuro salón, apenas iluminado por la fría luna invernal. Caminaba arrastrando una pierna apoyado en el hombro de su nieta. Con la yema de los dedos, acariciaba la rosa fresca que, fuera invierno o verano, adornaba el ojal de su solapa. El piano cerrado brillaba al claro de luna, que también hacía relucir como un huevo el cráneo mondo del apuesto viejo. Enseñaba a Elena versos de Victor Hugo y le recitaba páginas de Chateaubriand. Algunas combinaciones de palabras, un ritmo solemne y melancólico quedarían indisolublemente unidos en la memoria de la niña al recuerdo de aquellos pasos pesados, acompasados, a la presión de aquella mano huesuda, todavía fina y hermosa, sobre su hombro.
Luego, de nuevo, como final del largo día —esas largas jornadas de la infancia, que transcurren con tanta lentitud—, las oraciones antes de acostarse. Bien entrada la noche, un portazo: Elena oía la voz, la risa de su madre y el tintineo de las espuelas del oficial que la había acompañado a casa. Con cierto placer musical, escuchaba aquel sonido, aquel tintineo que se alejaba, y entonces volvía a dormirse. A veces, devuelta por el sueño a años atrás, sin duda a la época de su primera infancia, antes de la llegada de la institutriz francesa, cuando la criada se iba a beber a la cocina y la dejaba sola en la habitación, Elena se despertaba y llamaba con angustia:
—Mademoiselle Rose… ¿está usted ahí?
Tras un instante, en la habitación a oscuras aparecía un resplandor blanco, un largo y amplio camisón, una camisola nívea:
—Claro que sí. Aquí estoy.
—Deme agua, por favor.
La niña bebía y luego, devolviendo el vaso a ciegas, pero sabiendo que unas manos atentas estaban allí para recogerlo, murmuraba medio dormida:
—Usted… ¿usted me quiere?
—Sí, por supuesto. Duérmete.
No había besos. La niña los detestaba. Nada de carantoñas, ni en los gestos ni en la voz. Las despreciaba. Pero necesitaba oír aquella voz amiga, aquellas palabras tranquilizadoras en las tinieblas que la rodeaban: «Sí. Duérmete». No pedía más. Echaba el aliento sobre el almohadón, posaba la mejilla en el sitio que había calentado de ese modo y se hundía en un apacible olvido.