5
Esa noche no se marcharon a Biarritz. Elena volvió a su casa y se acostó en su estrecha cama, arrimada a la ventana. Su habitación ocupaba toda la planta baja de la casa en que vivían. El rumor de la ciudad rompía contra los postigos y, sobre su cabeza, oía los pasos de su madre, que luchaba contra el insomnio y el llanto paseando sin descanso de habitación en habitación. De fuera le llegaba el sonido de los coches que volvían del campo, y el de las últimas parejas que vagaban o se besaban en los bancos. Había encendido la lámpara y contemplaba con hostilidad el decorado de su vida cotidiana, las molduras Directorio, color rosa claro y verde agua, las cortinas salmón, los largos y estrechos espejos empotrados en la pared… No le gustaba nada.
«Ni nada ni nadie —pensó con tristeza—. Qué contenta debería estar esta noche… pues he conseguido lo que tanto deseaba… Si quisiera… —Negó con la cabeza y rió—. ¡Oh, Elena! —se reprochó mentalmente, como hacía desde niña—. Sabes que eres la más fuerte y que son presas muy fáciles… ¿Era tan difícil enamorar a Max? Tengo dieciocho años y ella cuarenta y cinco… Cualquier chica lo habría conseguido… ¡Y tú, qué orgullosa te sientes! Lo que haría falta es que te vencieras a ti misma. ¿Con qué derecho podrás mirarlos con desprecio si no eres más fuerte y mejor que ellos? Me he pasado la vida luchando contra una sangre odiosa, pero la llevo dentro. Corre por mi cuerpo —pensó, alzando uno de sus delgados y morenos brazos, en los que las venas se transparentaban—, y si no aprendo a vencerme a mí misma, esta sangre podrá más que yo…».
Se acordó del espejo en la penumbra de la habitación, en casa de Max, donde se había visto la cara mientras se dejaba besar. Un rostro sobrecogedor, voluptuoso, triunfal, que por un instante le había recordado los rasgos de su madre de joven.
—No me dejaré ganar por ese demonio —dijo en voz alta, y se echó a reír.
«Sin duda, es fácil renunciar ahora que prácticamente he conseguido lo que quería. No soy una hipócrita; no me veo a mí misma mejor de lo que soy; ni soy buena ni quiero serlo… Ser bueno tiene algo de blando, soso, asfixiante… Pero deseo ser más fuerte que yo misma, quiero vencerme a mí misma… Sí, dejarlos a ellos en su fango, con su vergüenza, y yo… Dios mío… —pensó, con un repentino y desgarrador remordimiento—. Soy tan imperfecta, tan rencorosa, tan egoísta, tan orgullosa… Carezco de humildad, no sé lo que es la caridad, pero deseo ardientemente ser mejor… A partir de hoy, no volverá a verme a solas, lo juro. Lo rehuiré. Pondré tanto empeño en rehuirlo como antes en encontrármelo y quedarme sola con él. Me aburriré… —Sonrió—. ¡Bah! ¡Está decidido, está decidido! Ya veremos quién es más fuerte, el demonio del orgullo o el de la venganza… Pero ¿tendré el valor de verla feliz? Claro que sí, ¿por qué no? A partir de hoy, ya no la odio; la he perdonado… —Retiró de nuevo la colcha y se tumbó tensa y recta, enlazando las manos bajo la nuca—. Sí, es extraño, pero por primera vez en mi vida puedo pensar en ella sin que el corazón se me estremezca o me pese como una piedra… Hasta siento un poco de pena por mi madre… —Volvió a ver la palidez, el surco de sus lágrimas en el maquillaje, su cara descompuesta—. Yo, la pequeña Elena… ¿Cómo decía ella? “Esta niña es tan torpe, tan salvaje… Qué torpe eres, mi pobre Elena…”».
Sus ojos brillaron en la penumbra.
—No tanto… —murmuró, apretando los dientes, pero se obligó a calmar la rápida y febril palpitación de su pecho.
«Ser un lobo ávido no es difícil, y es indigno de mí… Le diré a Max que no lo amo, que sólo era un juego. Regresará con ella, aunque únicamente sea para intentar hacerme sufrir… A partir de mañana, todo volverá a la normalidad, por llamarlo de algún modo. Puesto que mi padre no se da cuenta o no quiere darse cuenta de nada, no hay más que dejar que las cosas sigan como están… En el fondo, este agudo y ruin placer estaba lleno de hiel. Qué noche tan extraña… —se dijo apagando la lámpara para mirar el plateado resplandor que se filtraba por los postigos—. Qué hermoso claro de luna… —Se levantó, se acercó descalza a la ventana, entreabrió los postigos de madera y contempló la gran avenida desierta. El viento soplaba del Bois de Boulogne. Ahora la noche era pura, transparente y azul. Se sentó en el alféizar canturreando quedamente. Nunca había sentido el corazón tan ligero; una especie de alegre ardor le recorría las venas—. Saber que, en el fondo, su felicidad se halla en mis manos, y ser libre de apretarlas o abrirlas, según me plazca, ¿no es la mejor venganza? ¿Qué más podría pedir? No lo quiero. Si lo amara… —Miró fijamente al frente y de nuevo evocó el sumiso y ávido rostro de Max—. No quiero a nadie; a Dios gracias, estoy sola, soy libre. Si pudiera —se dijo de repente—, creo que esta misma noche me iría. En el fondo, es lo único que deseo. Marcharme a cualquier rincón de la Tierra donde no volviera a ver ni a mi madre ni esta casa, donde no volviera a oír las palabras “dinero” y “amor”. Aunque está mi padre… Pero él no me necesita —pensó con amargura—. Nadie me necesita… Max está enamorado, pero no es eso lo que me hace falta; me gustaría una ternura segura y tranquila… Sin embargo, ya no soy una niña; estoy en una edad en que se rechazan con horror los lazos más tiernos… Sí, pero a mí me han faltado de tal modo que… Además, no haber sido una niña cuando era el momento hace que te parezca que nunca podrás madurar como los demás. Estás ajada por un lado y verde por el otro, como una fruta sometida al frío y el viento demasiado pronto…».
Tenía la sensación de que, por encima de los últimos y sombríos años, estaba más cerca que nunca de la niña fuerte y dura que se tragaba las lágrimas en silencio, apretaba los puños y se armaba de valor para sufrir sin quejarse.
—¡Hermosa y dura vida! —exclamó.
Había vuelto a tumbarse en la cama, pero los postigos seguían abiertos. Vio palidecer la noche y el amanecer de primavera reluciendo en las hojas de los árboles. Luego, se quedó dormida.