11
Enterraron a Boris Karol una fría y lluviosa mañana estival. Era temprano, y poca gente tuvo la delicadeza de madrugar para acompañarlo, aunque las flores eran muy bonitas.
Elena sentía que ni una sola lágrima conseguiría escapar de su corazón, petrificado por el dolor.
Bella no se había atrevido a maquillarse y, bajo el velo de crespón, su cara exhibía una palidez lívida y abotargada. Entre lágrimas, tendiendo las húmedas mejillas a los labios de viejas arpías embadurnadas que se le parecían, repetía con desolación:
—¡Ahora estoy sola! ¡Oh! Por mucho que se diga, no puede sustituirse a un marido… Pero no tengo valor para llorar su muerte, pues sufrió tanto… Ansiaba el descanso…
En el coche que las llevaba de regreso a casa, no paró de sollozar; pero una vez en su hogar llamó a su amante y empezaron a probar todas las llaves del difunto en la cerradura de la caja fuerte.
«Adelante, adelante… —se decía Elena con frío y vengativo regocijo, recordando aquel armario abierto de par en par, aquel cofre vacío visto semanas antes—. Me gustaría ver la cara que pondrán… —Miró alrededor y se pasó las manos por el rostro lentamente—. Pero ¿qué hago aquí? —Soltó un sollozo ronco, aunque no lograba llorar. Se llevó las manos al pecho, como si quisiera quitarse un peso que la asfixiaba. En vano. Sentía el corazón duro y pesado como una piedra—. ¿Para qué voy a quedarme? ¿Qué me retiene ahora que el pobre ha muerto? Tengo veintiún años. Mi padre era mucho más joven cuando se marchó de casa. Supo ganarse la vida muy bien. Tenía quince años. Me lo contó muchas veces. Yo soy una mujer, pero soy valiente», se dijo, apretando los puños hasta hacerse daño.
En el piso de arriba oía los pasos de su madre y puertas que se abrían y volvían a cerrarse. Sin duda, estaban registrando las habitaciones que había ocupado su padre, hurgando en sus cajones y bolsillos…
Tomó el dinero que le había dado y lo metió en el bolso. Sobre la cama había dejado el sombrero y el velo de crespón; volvió a cogerlos. Aunque le temblaban las manos, en ese momento sólo le preocupaba una cosa: cómo se llevaría a Tintabel, su gato. Por suerte, aún era pequeño y pesaba poco. Lo metió en un cesto y cogió una maletita, que llenó de ropa blanca. Antes de marcharse, se acercó al espejo y contempló con tristeza su propia imagen. Vestida de negro, pálida y menuda, con el velo de crespón alrededor del cuello, la maleta en una mano y el cesto con el gato en la otra, parecía la hija de unos inmigrantes que se la hubieran dejado en un puerto. Pero al mismo tiempo las ansias de libertad le ensanchaban el pecho. Respiró con más tranquilidad asintiendo con la cabeza. «Sí, eso es lo que tengo que hacer. Ella no me buscará. Primero, porque soy mayor de edad. Y segundo, por lo mucho que se alegrará de haberse librado de mí».
Llamó a la doncella y le dijo:
—Escúcheme bien, Juliette. Me voy. Dejo esta casa para siempre. Espere hasta la noche y luego dígale a mi madre que me he marchado y que no se moleste en buscarme, porque jamás volveré.
—Pobre señorita… —suspiró la doncella. Elena, un poco reconfortada, la abrazó—. Podría llamar a un taxi y ayudarla a llevar la maleta y el cesto —ofreció—. O si la señorita quiere dejar el gato hasta mañana y darme su dirección, se lo llevaré…
—No, no —respondió ella abrazándose a Tintabel.
—¿Llamo a un taxi?
Pero Elena, que no tenía la menor idea de adónde encaminaría sus pasos, volvió a rechazar el ofrecimiento y abrió la puerta.
—Vuelva arriba, no haga ruido y, sobre todo, no diga nada hasta la noche.
A continuación, salió, dobló la esquina de la calle y se encontró en los Campos Elíseos. Con un suspiro, se dejó caer en un banco. El primer paso había sido fácil. Un coche. Un hotel. Una cama.
«Me gustaría dormir —se dijo, pero no se movió. Aspiraba el aire puro y fresco con satisfacción. Se había enrollado al cuello el velo, que la humedad mojaba y volvía más pesado. Pero había pasado tanto tiempo encerrada en la habitación de un enfermo, que sentía una acuciante necesidad de aire libre. Se quitó un guante, metió la mano en el cesto y acarició suavemente al gato, que ronroneó—. Menos mal que no pesa. Creo que habría preferido quedarme a marcharme sin él».
—Tintabel, muchacho, no sé si valoras estas palabras en su justa medida. ¡Bueno, pero ya verás, seremos felices!
Por primera vez, las lágrimas, gruesas y abundantes, resbalaron por su cara. Estaba sola. Con la lluvia, los Campos Elíseos habían quedado desiertos. Poco a poco, iba entrando en calor; la sangre empezaba a correr por sus venas más deprisa, con mayor alegría.
Alzó el rostro. Empezaba a levantarse viento. Las tiendecitas de la vendedora de juguetes y la de pirulís relucían bajo la lluvia, que ahora casi había remitido, y ya no era más que una fina llovizna que volaba oblicuamente y que el viento secaba enseguida. Pero la arena de los senderos bajos estaba saturada de un agua rojiza e inmóvil.
«Jamás habría abandonado a mi padre —iba pensando—. Pero ahora está muerto, descansa tranquilo, y yo soy libre, libre, me he librado de mi casa, mi infancia, mi madre, todo lo que odiaba, todo lo que me oprimía el corazón. Lo he arrojado lejos, soy libre. Trabajaré. Soy joven y estoy sana. No temo a la vida», se dijo, contemplando con emoción el borrascoso cielo y aquellos árboles pesados y verdes, aquel follaje empapado de agua y un rayo de sol que se abría paso entre dos nubes.
Pasó un niño mordisqueando una manzana; al mirar la marca de sus dientes se echó a reír.
«¡Sigamos! —se dijo Elena, pero al punto pensó—: ¿Y por qué? Nada me retiene, nada me reclama… Soy libre. Qué descanso…».
Cerró los ojos y escuchó el viento, conmovida. Eran ráfagas del oeste procedentes de la costa, pues aún conservaban el olor y el sabor del mar. Las nubes tan pronto se apartaban y dejaban pasar un sol asombrosamente intenso y cálido como volvían a cerrarse en formación plomiza y densa. Pero, cuando el sol brillaba un instante, todo resplandecía, las hojas, los troncos de los árboles y los húmedos bancos, mientras de las ramas se precipitaban al suelo relucientes y veloces gotas.
Con las mejillas más calientes y las manos apretadas entre las rodillas, escuchaba el viento, tan atenta como si le hablara un amigo. Nacía bajo el Arco de Triunfo, recorría las copas de los árboles, que se inclinaban, y luego rodeaba a Elena, silbando y revoloteando alegremente. Su fuerte y saludable hálito había ahuyentado los tufos de la ciudad. Movía los árboles como si agitara los troncos con una mano pesada y fuerte, terrible como la mano divina. Los castaños se inclinaban y erguían con un susurro enloquecido. El viento le secaba las lágrimas y le escocía en los ojos; parecía atravesarle la cabeza, más tranquila y ligera, y calentarle la sangre. Se quitó el sombrero, lo hizo girar entre las manos, echó atrás la cabeza y, de pronto, con indescriptible asombro, se dio cuenta de que estaba sonriendo, que adelantaba lentamente los labios para retener y saborear a su paso aquella sibilante ráfaga.
«No temo a la vida —pensó—. No son más que años de aprendizaje. Han sido extraordinariamente duros, pero han templado mi valor y mi orgullo. Eso me pertenece, es mi inalienable riqueza. Estoy sola, pero mi soledad es ávida y embriagadora».
Escuchó el viento y, en sus furiosos rugidos, creyó percibir un ritmo profundo, solemne y alegre, como el del mar. Los sonidos, agudos, roncos y estridentes al principio, se fundían en una especie de poderosa armonía, en la que Elena adivinaba una estructura todavía confusa, como al comienzo de una sinfonía, cuando el oído capta con asombro el rastro de un tema, pero lo pierde enseguida y, decepcionado, vuelve a buscarlo, y a menudo lo encuentra, y esa vez comprende que no se le escapará de nuevo, que forma parte de un orden diferente, más poderoso y bello, y, tranquilo y confiado, escucha la benéfica tempestad sonora que se abate sobre él.
Se levantó y, en ese instante, las nubes se abrieron. El cielo azul apareció entre las columnas del Arco de Triunfo e iluminó su camino.
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